domingo, septiembre 27, 2009

Yo sólo quería ser gerente

Vivimos en un país donde las mujeres ambicionan ser reinas de belleza y los hombres sueñan con convertirse en peloteros de grandes ligas. Y es sólo cuando la genética conspira mortalmente contra estas legítimas aspiraciones vocacionales que las personas se avienen a pasearse, siempre de mala gana, por otros oficios imantados por el prestigio social. Lo malo del asunto es que no son muchos.
Ya nadie en Venezuela quiere ser médico, porque pocas cosas se encuentran tan alejadas del glamour de las alfombras rojas que el terminar encañonado, en una sala de emergencia, por el jefe de una banda delincuencial que amenaza con matarte si no le salvas el pellejo a su pana burda alias «El Quemao»; una misión imposible que se multiplica a la enésima potencia por la falta de equipos e insumos quirúrgicos. Tampoco ningún individuo implora al cielo graduarse de ingeniero o arquitecto, porque, en esta tierra agostada por el vendaval revolucionario, la única obra de infraestructura que nos queda es la instalación de quioscos y tarantines en las ferias de Mercal, o en los operativos exprés organizados en calles y avenidas para entregar cédulas de identidad y licencias de conducir. No queda pues otra opción que meterse a gerente. Y es que la gerencia parece ser la única posibilidad de ser alguien en la vida.
En épocas anteriores se solía decir que todo era negociable; hoy se afirma, con similar descaro y simplismo, que todo es gerenciable. Basta con revisar cualquier prospecto publicitario de una escuela de negocios, o de otra institución de educación superior, para constatar, no sin asombro, que casi todos los aspectos de la vida humana son susceptibles de ser gerenciados: la empresa, la pareja, los hijos, la soledad, el ocio, el carisma, el orgasmo, el reflujo gástrico. El único requisito previo es que se trate de un recurso escaso y limitado en el tiempo. De ahí que todavía ningún gurú se haya animado a publicar un libro sobre los modos de gerenciar la estolidez, dado que como dijo Albert Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro”.
El carácter venerable e intimidatorio de la gerencia le viene de su naturaleza: de ser una de las modernas maneras de ejercer el poder; pero también porque la casta sacerdotal que la fundó supo dotarla de un orden ceremonial (reuniones, modelos de gestión, cadena de reportes, planificación operativa) y de un léxico especializado que han servido de efectiva barrera de entrada a diletantes del mando. En este último aspecto vale la pena detenerse un rato. El poder es acción, pero en muchas ocasiones representa también un modo de hablar que anuncia una actuación o disfraza una omisión. La jerga gerencial encierra una asimetría verbal que confiere al hablante un poder simbólico. La gerencia se presenta entonces, en más de una ocasión, no como una actitud sino como una labia.
La vida organizacional experimenta una ruptura cuando los subordinados cobran conciencia del carácter pirotécnico y encantatorio de la jerga gerencial: las gallinas cantan como gallos y los cachilapos hablan como jefes. Los chismosos se dicen comunicativos. Los «echa-carro» reivindican su mística creencia en los milagros de la delegación y el empowerment. Los aduladores se presentan como seres proactivos; mientras que los vulgares intrigantes se metamorfosean en seres estratégicos y competitivos. Los imitadores reniegan públicamente de su amistad con el plagio, para confesarse cultores de las artes del benchmarking. Por su parte, quienes entregan sus trabajos en último momento se afanan por pasar como fieles apósteles de la filosofía logística del just in time. Finalmente, los empleados que desfogan su lujuria con las integrantes más apetecidas de la nómina laboral, en realidad sólo llevan a la práctica una estrategia de integración horizontal (a veces implantada aguas arriba, y otras aguas abajo).
Visto bien, la gerencia y la fealdad guardan cierta relación. Tanto los gerentes como los feos se encuentran obligados a administrar recursos escasos; y a la hora de la verdad, aunque ambos personajes proyecten la impresión de ser autónomos, lo cierto es que ninguno manda: el gerente debe limitarse a cumplir los objetivos aprobados por el Departamento de Finanzas o la Junta Directiva; mientras que el feo no tiene derecho a tener personalidad ni mucho menos dignidad. «No» es una palabra desterrada del vocabulario del feo, quien siempre se verá en la obligación de mostrarse proactivo ante el objeto de su deseo. Aunque no sepa nadar, irá a la playa; aunque odie el alpinismo, subirá el Kilimanjaro; aunque deteste el reggaetón, le meterá al perreo; porque en estos tiempos de crisis planetaria poseer la «doble f» (feo y fastidioso) ya es demasiado abuso.

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sábado, septiembre 26, 2009

La táctica bonapartista

En medio de una rueda de prensa con medios internacionales, el presidente Hugo Chávez Frías reiteró su intención de solicitar a los diputados de la Asamblea Nacional la concesión de poderes especiales, para plantar las bases jurídicas del denominado socialismo del siglo XXI. Sostiene el egregio legislador sabanetero que las leyes existentes han sido hechas por los ricos “para afirmar su dominio sobre las mayorías empobrecidas”.
Acostumbrados como estamos a la enciclopédica sabiduría del jefe de Estado, no podemos asombrarnos por este nuevo zarpazo de carácter totalitario. Tampoco puede resultarnos sorprendente la unánime aquiescencia de las focas apiñadas en el oneroso acuario que ocupa los espacios del antiguo palacio legislativo.
Paradójicamente, aquel sujeto que se proclamó rey del debate, promotor fundamental de la batalla de las ideas, creyente fervoroso en los poderes creadores del pueblo, no para de quejarse por la lentitud característica del intercambio democrático de opiniones. Por ello, resignado ante la imposibilidad de dar con un diálogo corto y repleto de entusiastas monosílabos, prefiere optar por impulsar el recurso legal de la imposición extraordinaria.
Sin embargo, esta estrategia de ejecutar un golpe de Estado desde el Estado, como bien lo señala el académico Fernando Mires, no es nueva en la historia. Fue el francés Napoleón Bonaparte el primer líder que comprendió la pertinencia de una autocracia asociada con una aparente legalidad, construida a partir del control de los procedimientos parlamentarios.
En este sentido, el autor del libro Técnicas de golpe de Estado, el italiano Curzio Malaparte, nos comenta: “La conducta de Bonaparte, preocupado sobre todo por salvar la legalidad y permanecer en el terreno de los procedimientos parlamentarios, puede definirse, para usar una expresión moderna, como la de un liberal. Desde este punto de vista, Napoleón creó escuela. Todos los militares que han intentado después de él hacerse con el poder civil han sido fieles a la regla de parecer liberales hasta el último momento, es decir, hasta el momento de recurrir a la violencia. Por eso, hay que desconfiar siempre del liberalismo de los militares”.
Añade el estudioso de la insurrección que la condición clave para que se registre un golpe bonapartista es la existencia de un parlamento, dado que la ausencia de un órgano colegiado, que simbolice el pacto republicano, sólo hace posible la ocurrencia de conjuras palaciegas y sediciones militares. “La táctica bonapartista está obligada a permanecer, a cualquier precio, en el terreno de la legalidad. No prevé el empleo de la violencia sino para mantenerse en ese terreno o para volver a él, si la han obligado a alejarse”, sentencia Malaparte.
Sin embargo, la consolidación de la estructura constitucional de división de poderes y la aparición de figuras legales de participación popular (como por ejemplo, la Fiscalía General de la República y la Defensoría del Pueblo) han obligado a los epígonos de Bonaparte a revisar y enriquecer la metodología de apropiación del Estado. Ya no basta con dominar el Parlamento. Ahora es preciso también colonizar las instancias públicas capaces de iniciar una investigación penal y administrativa (Contraloría General de la República) o de incoar un proceso de enjuiciamiento del presidente (Tribunal Supremo de Justicia) o de fiscalizar la organización de un referendo revocatorio del primer magistrado (Consejo Supremo Electoral). En el caso venezolano, la aplicación exitosa de la táctica bonapartista pasa por el secuestro institucional del Poder Judicial, el Poder Moral y el Poder Electoral; una trilogía de instancias públicas que ya han demostrado su eficacia a la hora de revestir de un barniz de legalidad a los burdos atropellos del poder chavista.
Sobre este aspecto Curzio Malaparte nos ofrece la siguiente reflexión: “La táctica bonapartista es de una naturaleza tan delicada que exige el empleo de ejecutores disciplinados y poco numerosos, acostumbrados a obedecer la voluntad del jefe y a moverse según un plan establecido hasta el último detalle, y excluye absolutamente la participación de masas impulsivas e incontrolables en la acción revolucionaria (…) La táctica bonapartista no es sólo un juego de fuerza, es sobre todo un juego de control y habilidad. Sus características no son las de una insurrección popular, en la que predominan la violencia instintiva y ciega de las masas, ni las de una sedición militar, en las que la brutalidad del sistema va de la mano con la mayor incomprensión de los factores políticos y morales y el más profundo desprecio de la legalidad. Sus características son las de unas maniobras militares, casi de una partida de ajedrez, en la que cada ejecutante tiene una tarea precisa y un puesto asignado, y cuya idea motriz es puramente política, dominada por una preocupación atenta y constante por hacer, de cada ejecutante, una pieza del juego parlamentario, no de un juego de guerra cuartelario. Lo que distingue a un golpe de Estado bonapartista de cualquier otro golpe de Estado es el hecho de que los políticos representan un papel bastante menos importante, en apariencia, que los ejecutantes. En otras palabras, el papel que más se ve es el de los ejecutantes. Esto hace crecer el amor propio de los militares y explica por qué el golpe de Estado bonapartista es el que más se presta a su mentalidad y el que más tienta su ambición”, sentencia.
De este modo, antes que ver el golpe directo de Chávez primero nos toca observar el golpe de la Asamblea (con la inconsulta y festinada Ley de Educación), el golpe del Ejecutivo (con la negativa de reconocer las competencias de las autoridades electas del Distrito Capital, y la decisión administrativa de cerrar 34 emisoras de radio AM y FM), el golpe de la Fiscal General (con el proyecto de Ley de Delitos Mediáticos y las órdenes de captura de estudiantes y manifestantes identificados con el movimiento opositor), el golpe del Contralor General (con sus complacientes informes anuales donde se denuncian el peculado en cantinas escolares), el golpe de los rectores del CNE (con el manejo doloso del registro electoral permanente y la aplicación gansteril de la Ley del Sufragio y Participación Política), el golpe de la Defensora del Pueblo (con la banalización y posterior negación del azote de la inseguridad ciudadana) y, por último, pero no menos importante, el golpe de la OEA (que no aplica la Carta Democrática y se empeña, por el contrario, en defender la soberanía de los presidentes y no la de los pueblos). Al inventario del horror autómata, debemos sumar la apelación constante a un discurso de paz e integración regional que, en la práctica, es negado con la milmillonaria compra de armamento militar ruso («El Dios de los hombres armados no puede ser más que el Dios de la violencia»).
Cuando analizamos el elevado costo que paga la sociedad venezolana por la paladina servidumbre de sus magistraturas principales tomamos conciencia de la mucha razón que asistía al escritor Elías Canetti cuando afirmó que la orden despótica es el elemento más peligroso en la convivencia de los hombres. En este sentido, el autor de la monumental obra Masa y poder señaló: “Es sabido que los hombres que actúan bajo orden son capaces de los actos más atroces. Cuando la fuente de la orden queda sepultada y se les obliga a volver la mirada sobre sus actos, ellos mismos no se reconocen. Dicen: ‘Eso no lo hice yo’, y no siempre son conscientes de que mienten. Cuando se ven convictos por testigos y comienzan a vacilar, dicen aún: ‘Así no soy yo, eso no pude haberlo hecho yo’. Buscan los restos del acto dentro de sí y no pueden encontrarlos. Uno se sorprende de lo intactos que han quedado. La vida que llevan más tarde es realmente otra y de ningún modo está teñida por el acto. No se sienten culpables, de nada se arrepienten. El acto no ha entrado en ellos (…) Por ello, desde el lado que se la contemple, la orden, en la compacta forma acabada que después de su larga historia adquiere hoy día, es el elemento singular más peligroso en la convivencia de los hombres. Hay que tener el coraje de oponérsele y conmover su señoría. Deben hallarse medios y caminos para mantener libre de ella la parte mayor del hombre. No debe permitírsele rasguñar más que la piel. Sus aguijones deben convertirse en espinas que se puedan desprender con leve ademán”.
Pero la orden despótica es uno de los elementos centrales de la cultura castrense. Desobedecerla no es poca cosa, porque implica en el fondo el irrespeto a un sistema jerárquico. De ahí que resulte al menos curioso escuchar a seres supuestamente comprometidos con lo social, seres dizque con espíritu crítico, refrendar de buena gana el «socialismo de los militares»; una insostenible engañifa intelectual, de la cual -parafraseando a Curzio Malaparte- siempre debiéramos desconfiar, ya que sólo puede movernos a risa oír hablar de igualdad en un mundillo que remite de manera permanente a cadenas de mando, a superiores y subordinados, a castigos por insubordinación. En pésimo momento se encuentra el valor supremo de la igualdad si su suerte depende del general barrigón y corto de luces que no soporta que un capitán, un teniente o un cabo no se le cuadren según el protocolo de rigor, o se nieguen a cumplir de inmediato una orden dictada; porque, para dolor de los civiles serviles, los militares dictan no dialogan…
Cada vez que el socialismo militarista legisla para condicionar el ejercicio y disfrute de los derechos fundamentales -y de paso aniquilar las estructuras institucionales del sistema democrático- el Derecho pierde su moderna condición de fuente de legislación para la protección eficaz de los más débiles. En este sentido, resulta conveniente estudiar cuidadosamente las palabras del jurista italiano Luigi Ferrajoli: “Puede afirmarse que, históricamente, todos los derechos fundamentales han sido sancionados, en las diversas cartas constitucionales, como resultado de luchas y revoluciones que, en diferentes momentos, han rasgado el velo de normalidad y naturalidad que ocultaba una opresión o discriminación precedente: desde la libertad de conciencia a las otras libertades fundamentales, desde los derechos políticos a los derechos de los trabajadores, desde los derechos de las mujeres a los derechos sociales. Estos derechos han sido siempre conquistados, como otras tantas formas de tutela en defensa de sujetos más débiles, contra la ley del más fuerte –iglesias, soberanos, mayorías, aparatos policiales o judiciales, empleadores, potestades paternas o maritales- que regía en su ausencia. Y ha correspondido, en cada uno de estos momentos, a un contrapoder, esto es, a la negación o a la limitación de poderes, de otro modo absolutos, a través de la estipulación de ‘nunca más’ pronunciado ante su violencia y arbitrariedad. Aunque resulte contingente en el plano teórico, como se ha dicho, esta coincidencia entre fundamentos axiológicos e históricos de tales de derechos, no lo es en el plano político. En efecto, el hecho de que los derechos humanos, y con ellos todo progreso en la igualdad, se hayan ido afirmando cada vez más, primero como reivindicaciones y después como conquistas de los sujetos más débiles dirigidos a poner término a sus opresiones y discriminaciones, no se ha debido a la casualidad sino a la creciente evidencia de violaciones de la persona percibidas como intolerables”.
No hace falta pues hurgar en las centurias de Michel de Nostradamus ni en las profecías de San Malaquías para vaticinar que cada nuevo decreto-ley emanado del excelso entendimiento del Licurgo sabanetero, o, en su defecto, cada nuevo instrumento legal aprobado a la carrera por la sumisa Asamblea Nacional, redundarán en contra de los derechos fundamentales de los venezolanos, dado que anulan, de una manera bastante arbitraria, instrumentos jurídicos surgidos del consenso de diversas fracciones parlamentarias para sustituirlos por el deseo de una sola persona, bajo el especioso argumento de que representa al pueblo.
El Derecho Revolucionario es la negación de la libertad y de la democracia. Porque como ya lo dijo Giovanni Sartori: “El Estado «justo», el Estado social, el Estado de Bienestar, siguen siendo, en sus premisas, el Estado constitucional construido por el liberalismo. Donde y cuando este último ha caído, como en los países comunistas, ha caído todo: en nombre de la igualdad se ha instaurado el «socialismo en la servidumbre». La lección que hoy nos llega del Estado y de la parábola de la experiencia comunista confirma lo que la doctrina liberal ha mantenido desde siempre, es decir, que la relación entre libertad e igualdad no es reversible, que el iter procedimental que vincula los dos términos va desde la libertad a la igualdad y no en sentido inverso, es decir, desde la igualdad a la libertad. La «superación» de la democracia liberal no ha existido. Fuera del Estado democrático-liberal no existe ya libertad, ni democracia”.

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domingo, septiembre 13, 2009

Ascenso del casting


Creo, con David Trueba, que a veces las discusiones pueriles tienen un punto de grandeza. Por eso me atrevo a poner por escrito unas cuantas reflexiones sobre un tema tan aparentemente baladí como puede ser la creciente utilización, en las sociedades contemporáneas, del casting como mecanismo de asignación de tareas y responsabilidades.
La expansión del hábitat mediático y la presión social por seguir un determinado modelo estético (legitimado ampliamente en Venezuela por la obtención de seis cetros de la belleza universal) han terminado por configurar un uso ampliado, y por supuesto abusivo, de un dispositivo logístico pensado en primer término para la selección de actores y modelos convocados a la grabación de piezas televisivas, cinematográficas o publicitarias. Una tendencia creciente que perfila al casting como el modelo supuestamente meritocrático de la sociedad del espectáculo.
Hubo un tiempo en el que el grueso de las vacantes eran suplidas con la celebración de concursos de oposición, compulsión de hojas de vida o debate de ideas. Sin embargo, en la actualidad, presenciamos con asombro como en ámbitos ajenos a la industria del entretenimiento la entrega de cargos y responsabilidades (pienso, por ejemplo, en la conformación de los departamentos de Mercadeo y de Relaciones Públicas de una empresa, o en la selección de la plantilla de pasantes de una organización) obedece no a la hondura intelectual y la solvencia profesional de los aspirantes, sino más bien a la aplicación a macha martillo de una unánime concepción de la belleza. No se enfrentan pues entre sí las ideas, ni mucho menos las credenciales, sino los ojos azules contra los verdes, y, en el caso de los senos protuberantes, el implante mayor contra el menor. Cuesta creerlo, pero los méritos se miden en cc. Y es que sin tetas, no es que no haya paraíso, es que parece que ni siquiera hay casting.
Reducido a su entorno de aplicación natural, el casting no significa el reconocimiento de trayectorias profesionales aquilatadas, dado que a diario presenciamos como emblemáticas personalidades de la actuación compiten, en una ignominiosa “igualdad de condiciones”, con exuberantes alevines del histrionismo, sin que nadie se haya detenido a pensar previamente acerca de detalles tan triviales como los años de experiencia o la importancia de los papeles dramáticos interpretados.
En verdad, el casting es la consagración del poder de los productores. Gabriel Zaid, en un interesante ensayo titulado Economía del protagonismo, nos dice: “Las estrellas ya hechas en medios restringidos aportan su propio capital (nombre establecido, legitimidad, talento reconocido) para una explotación más amplia; lo cual es una ventaja para el organizador, pero la tiene que pagar. Las estrellas ya hechas, aunque ganen (si ganan) con la oportunidad de un público mayor, sienten que se la merecen, y regatean y negocian desde esa posición. Naturalmente, los desconocidos que se vuelven conocidos gracias al lanzamiento, llegan a sentir que valen por sí mismos y, por lo tanto, tienen derecho al micrófono. Pero no se llega a esto de inmediato, y por lo pronto pagan el noviciado. Una vez que tienen su propio poder, entran al juego del regateo oligopólico, con la fuerza que tengan. En la práctica, a corto plazo (y más aún a cortísimo plazo: si amenazan con no cantar, poco antes de que se levante el telón) las estrellas pueden imponerse. A mediano y largo plazo se imponen los organizadores”.
Los defensores del casting intentan minimizar el olímpico desprecio a los méritos profesionales con la añagaza de la democratización. Y es que, en teoría, todos pueden asistir al casting, ya que no se trata de un cenáculo para la escogencia o renovación de autoridades, eruditos o expertos. Sin embargo, detrás del conmovedor cuento de hadas se repite la sempiterna historia de la participación popular: esto es, las masas sólo son convocadas cuando pueden cumplir una función de comparsa legitimadora. De ahí que resulte tan llamativo el éxito obtenido por la anónima Susan Boyle en las audiciones de Britain’s Got Talent. Ella, sin duda, representa una rara avis en la cultura del casting. Su vertiginoso ascenso resume, para la periodista Adriana Schettini, las características de la comunicación en el siglo XXI. A su juicio, la cantante escocesa consiguió ser percibida, en el escenario, como un personaje. “La pantalla se reserva el derecho de admisión y permanencia, cualquiera sea el motivo por el que una persona acceda a ella, las posibilidades de que perdure allí son directamente proporcionales a sus condiciones para ser vista como un personaje. Así Boyle irrumpe en la televisión ofreciendo lo que escasea: virginidad, despreocupación estética, vida austera. Una extraña criatura cuya sola presencia constituye una blasfemia a la santísima trinidad televisiva: sexo, dinero y juventud eterna. En suma, una provocadora”. Schettini apunta también el modo cómo la internet potencia el alcance mediático de la televisión: “Boyle se convierte en noticia en todo el mundo cuando conquistó el reino de Youtube. En la TV, Boyle había conmovido a los espectadores del ciclo; en la web, a los internautas del mundo entero. La TV puede ser el pasaporte a la fama pero, hoy por hoy, la visa al imperio de las celebridades globales se tramita en internet. La popularidad universal ya no se mide en puntos de rating sino en visitas virtuales”.
De igual manera, el caso de Susan Boyle pone de bulto un hecho digno de atención: en la sociedad del casting no existen las crisis sino los fashion emergency. Si la cosa está mal es sencillamente porque la realidad se ve mal. Cuando apliquemos los retoques de rigor y empleemos apropiadamente todos los recursos estilísticos, caeremos en cuenta de que no existen situaciones horribles e inicuas sino situaciones mediáticamente mal arregladas y parapeteadas. No hay una mejor testigo de la afirmación anterior que Susan Boyle con sus mechas teñidas, las cejas depiladas y la vestimenta soñada. Ella, al igual que Lindsay Lohan, Amy Winehouse y Lady Gaga, nos confirman que en la sociedad del casting no existen ni las historias ni las biografías sino los True Hollywood Story.
En su libro De Gutenberg a internet, los historiadores culturales Asa Briggs y Peter Burke ubican las primeras manifestaciones de la sociedad del espectáculo, expresión popularizada por el cineasta y filósofo francés Guy Debord, en la dramatización y personalización públicas de la política registradas en Europa en los siglos XVII y XVIII. “La forma principal del espectáculo público de la época era la procesión (en general religiosa, pero a veces profana, como en el caso de las entradas de los reyes a las ciudades). Los simulacros de las batallas, como las justas medievales, también podrían describirse como forma de espectáculo al aire libre, así como uno que siguió siendo importante también en este período, aunque no tenía nada de «simulacro»: el de las ejecuciones, otra forma común de espectáculo de la época. Se escenificaba en público precisamente para impresionar a los espectadores y comunicar el mensaje de que era inútil resistirse a las autoridades y que los malhechores terminarían mal. Otro tipo de espectáculo es el que podría presentarse como «teatro» de la vida cotidiana del gobernante, que a menudo comía en público y a veces incluso convertía en rituales sus acciones de levantarse por la mañana y de acostarse por la noche, como en el caso famoso de Luis XIV de Francia (que reinó de 1643 a 1715). La reina Isabel I de Inglaterra, quien declaró que los príncipes estaban «instalados en escenarios», explotó con gran habilidad esta situación con fines políticos y llegó a convertirse ella misma en diosa o en mito, lo mismo que ocurrió con Eva Perón en un sistema mediático tan diferente como el de mediados del siglo XX”.
La más reciente deriva de la sociedad del espectáculo es su marcado interés por las intrigas tras bastidores –el famoso backstage- y los errores de filmación –el gracioso blooper-. En un extracto de su libro El trasero no es el rostro, publicado por el diario Página/12, la psicóloga Silvia Ons se plantea las siguientes reflexiones: “Pensemos en la importancia mediática del «trasero» en nuestros días: el asunto trasciende la concreta atracción por esa parte del cuerpo. En efecto, el gran goce de la época consiste en develar todo aquello que está «por detrás». Ese gusto incluye la fascinación por el backstage, la complacencia voyerista por Gran Hermano, la impulsión por dar a ver fotos con procacidades sexuales. Los chismes artísticos y todo lo que muestre lo que hay detrás de bambalinas. En otro orden, lo mismo se revela en el deleite por sondear qué hay detrás de la vida de un gran hombre, qué secreto lleva en las espaldas, cuáles son las debilidades de sus aventuras libidinales. Al pretendido lema de hacer aparecer los aspectos más humanos de las figuras relevantes subyace el placer morboso de rebajar la imagen, metafóricamente «mostrar su trasero», igualarlo con el de todos. No es casual que esa parte del cuerpo sea aquella en la que los sexos no se diferencian; el «imperio del culo» es así el imperio de la igualdad, donde las diferencias que sí importan se reducen a… tener un buen culo o no”.
En el pasado reciente mucho del resentimiento social existente en Venezuela fue alimentado por las perversiones del sistema meritocrático cultivado en las más prestigiosas instituciones públicas. Lamentablemente, en ciertos sectores del ámbito estatal, se consolidó una clase gerencial que no supo prevenir a tiempo las oscuras profecías formuladas por el inglés Michael Young en su libro El triunfo de la meritocracia: la meritocracia significa simplemente que otro grupo dirigente cierra las puertas tras de sí una vez que ha logrado su estatus. Aquellos que llegaron a la cima gracias a su “mérito” luego quieren todo lo demás: no sólo poder y dinero, sino la oportunidad de determinar quién entra y quién queda afuera. Tarde o temprano las élites meritocráticas dejan de estar abiertas; y cuidan con celo que sus hijos tengan mejores oportunidades que la prole de los trabajadores calificados y no calificados.
En la actualidad, saltan a la vista los riesgos que entraña para la sociedad venezolana el apogeo de la cultura del casting, y la paulatina consolidación de la sociedad del espectáculo (ya nuestro presidente se pasea por las alfombras rojas de los festivales cinematográficos). Vivimos los padecimientos de un país donde el concepto de élite se confunde cada vez más, gracias a la acción depredadora de la nueva boliburguesía, con la ignorancia y el nuevorriquismo característicos de los personajillos que, a punta de dinero malhabido, sufragan su estancia dorada en los espacios VIP.
Derrochaba sabiduría el eminente Ralf Dahrendorf cuando afirmó: “En lo que toca a las instituciones, no debemos permitir que un único criterio determine quién llega a la cima y quién no. La diversidad es incluso una mejor garantía de apertura que el mérito”, o la exuberancia física apuntamos nosotros, “y la apertura es el verdadero sello de un orden liberal”.

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sábado, septiembre 05, 2009

Di al menos tu verdad


A los enemigos de los hombres y mujeres libres a menudo les gusta impostar el discurso de la libertad, un recurso dialéctico de tanta antigüedad que ya no puede resultar sorpresivo. Comienzan por proclamar, mediante palabras e imágenes que se pretenden de alta retórica y compromiso social, una total devoción por las nociones de autonomía e independencia, para luego concluir invariablemente en llamados de alerta acerca del enemigo más acérrimo de nuestra libertad: el libertinaje.
Ante el crucifijo inquisitorial, juran que su mayor ambición es asistir al advenimiento del reino de la libertad. Pero una vez hecha esta revelación, los buenos censores también nos confiesan el temor que les invade de que tan noble aspiración sea liquidada, una vez más, por los protervos personajes que buscan desgarrar el peplo de la libertad en la oscura noche de la traición y la anarquía. Y serían entonces estos infatigables seres cainitas -de hecho, lo han sido siempre- los señalados a legitimar ante los ojos de la opinión pública el frenesí sangriento y purificador de la guillotina revolucionaria. Porque, aunque algunos sujetos de buena conciencia no terminen de entenderlo, Hegel llevaba razón cuando afirmaba que “la gangrena no se cura con agua de lavanda”.
Por eso aquí en Venezuela, país setenado donde los haya, el jefe que se imagina eterno sabe muy bien cómo curar las gangrenas del terrorismo y el latifundismo mediático (no en balde fue el creador de semejantes despropósitos). Supremo designio que consigue explicar el cierre inmediato de 34 radioemisoras AM y FM, por orden del alabardero de los ojos bellos –si tomamos por bueno un testimonio marcial de dudosa virilidad-. Se trata pues de un abusivo precedente que deja entrever la partida de defunción que se cierne sobre otras 199 emisoras de radio (124 en frecuencia modulada y 75 en amplitud modulada) y 43 estaciones regionales de televisión.
Han sido dos los argumentos leguleyos para justificar la revocatoria de las referidas concesiones de operación. El primero de ellos, coyuntural, guarda relación con la negativa de los radiodifusores nacionales y regionales a consignar los registros de datos actualizados. El segundo, pretendidamente más estructural, más de fondo, tiene que ver con la imperiosa necesidad de «democratizar el espacio radioeléctrico y garantizar la tranquilidad y la salud mental de las audiencias venezolanas». Sin embargo, lamentablemente, la promesa de democratizar el espacio radioeléctrico no luce creíble. El caso de la Televisora Venezolana Social (Teves) es demasiado reciente como para dejar pasar, así como así, una mentira tan gruesa. A la vista de la nación está la gran estafa representada por el medio que dizque iba a convertirse en el modelo más vanguardista de la comunicación pública; un canal que devino otra más de las pantallas repetidoras de la propaganda oficial.
Chávez, consumado maestro del diferimiento y la manipulación emocional, se ha erigido ante la impotencia ciudadana en un una suerte de gran hermano orwelliano. De llegar a contar, en 1998, con dos emisoras de radio y un canal de televisión; pasó a tener, una década más tarde, cinco televisoras nacionales e internacionales ideológicamente sincronizadas, 25 televisoras comunales con orientación progubernamental, dos circuitos radiales de cobertura nacional, 146 estaciones de radio comunales con orientación progubernamental, una agencia nacional de noticias, 72 periódicos vecinales con orientación progubernamental, 24 sitios web y 66 portales de comunicación bolivariana alternativa.
En una década, la revolución bolivariana se ha convertido en el primer comunicador mediático del país, gracias al efecto consolidado del parque propio, el para-estatal y los 180 mil minutos gastados por Chávez en más de 1.800 cadenas televisivas, a un promedio de 46 minutos diarios los 365 días del año; una actitud abusiva con la que el epígono castrista desoye el consejo que el escritor Manuel Vicent hiciera a los egos desorbitados: “Los ídolos no hablan. El silencio es el tesoro más valioso de cualquier tabernáculo. Si su imagen puede expresarlo todo, es sencillamente porque calla (…) Ni los ídolos que imprimen carácter a las religiones animistas ni los tres dioses monoteístas que gobiernan nuestra vida mediante el Libro Sagrado se han ido nunca de la lengua. Su poder deriva de su silencio, pero su ejemplo no lo siguen los grandes sacerdotes ni los políticos, que los representan en la tierra. Ahora parece que a los políticos y a los obispos, antes tan sobrios, la lengua les llega a los pies y se la van a pisar un día. Dicen una cosa por la mañana y la desdicen por la tarde, mienten en la prensa y se desmienten en la radio, no paran de soltar aire por la boca, como si tuvieran el cuerpo lleno de flato que necesitan liberar a toda costa para no reventar. Nadie puede ser temido o admirado si no se protege con la coraza impenetrable del silencio. Los políticos que dejan una huella más profunda en la historia son aquellos cuyo hermetismo se parece al que proyectan las máscaras”.
Para mal disimular su asfixiante peso en la vida nacional, el líder continuo ha echado mano de un expediente clásico de la propaganda política contemporánea: la victimización del victimario; esto es, un original mecanismo de conversión de los hechos, que permite a los violentos legitimar el terrorismo institucional con tan sólo declararse víctimas de poderes mayores -ora de carácter nacional, ora de naturaleza mundial-, como por ejemplo los conocidos estafermos del imperio yanqui, las oligarquías apátridas, la banca multilateral y las empresas transnacionales.
En este sentido, la lucha mortal que la siempre incipiente revolución bolivariana libra, supuestamente, contra las corrompidas y multimillonarias fuerzas del poder mediático se limita a reproducir, en su caricaturesca simplicidad, el mito bíblico de David contra Goliat, pero complementado en esta ocasión con los productivos aportes efectistas de la Teoría de la Conspiración, siempre tan del gusto del retroprogresismo («la creación más asombrosa de la nueva izquierda», en palabras del escritor Ray Loriga). De suerte que el mensaje a comunicar, frases más, frases menos, reza: “Queridos compatriotas, todo lo malo que ocurre en Venezuela –la inseguridad, la inflación, el desempleo, la epidemia de AH1N1, la eliminación de la selección de fútbol, el accidente automovilístico de Felipe Masa, la separación momentánea de los protagonistas de la novela de las nueve de la noche, la eyaculación precoz, la caída del cabello- es resultado directo de los designios del imperio, las oligarquías regionales y mundiales, y, por supuesto, los dueños de los medios de comunicación”.
Fernando Savater ha sido uno de los intelectuales que más insistentemente ha denunciado el simplismo de la Teoría de la Conspiración, birria intelectualosa según la cual todo lo que ocurre en un país o en un sistema político lo ha sido siempre por el interés de aquellos que se benefician de los acontecimientos. Se trata pues de una de las manifestaciones más clásicas de la sempiterna «conciencia fiscal» del poderoso, que es definida por el filósofo español como la necesidad, no tanto (individual) como colectiva (institucional), de hallar responsables personales y voluntarios de todos los sucesos negativos que afectan a la comunidad. La conciencia fiscal suele expresarse en dos planos: “Primero, en la creencia animista o religiosa («nada ocurre en vano, todo responde a un plan providencial»); y segundo, en la falacia post hoc ergo propter hoc que lleva a suponer que los beneficiarios o interesados en un acontecimiento social son directa o indirectamente sus causantes. De la fe, sin pruebas objetivas, de que todo lo que sucede ha sido planeado, y de que quien se aprovecha de un suceso debe ser su causante, es de donde se deriva directamente la versión policial de la historia: ante cada catástrofe colectiva, busquemos el motivo y hallaremos a los imprescindibles culpables”.
En esta menguada hora de la república, no son pocas las personas que han tenido a bien comprarle al teniente coronel las especiosas teorías de magnicidios y conspiraciones. Y es así como, sorpresivamente, más de un periodista y más de un humorista han suscrito la tesis falsaria de que el cierre de medios de comunicación no conlleva lesiones considerables a los derechos ciudadanos. Estos intelectuales que «aman a la humanidad pero desprecian al hombre» afirman que en Venezuela se disfruta de una absoluta libertad de expresión, dado que cualquier persona puede insultar al presidente sin temor a represalias ulteriores; una situación absolutamente impensable en otros parajes del universo mundo, según denuncian estos acuciosos exégetas de la legalidad. Lo lamentable de tan peregrino argumento es que, en su festinada fabricación, no logra ocultar los 129 procesos judiciales abiertos entre 2002 y 2008 contra periodistas; la mayoría de estas causas relacionadas con delitos de desacato (vilipendio), difamación e injuria, de acuerdo con una investigación adelantada por la organización no gubernamental Espacio Público.
Limitar la libertad de expresión a la posibilidad de hablar o gritar en un sitio o en una circunstancia determinada equivale, en la práctica, a señalar que hasta en el ensangrentado espacio de un patíbulo podemos encontrar fehacientes testimonios de libertad de expresión (¿qué víctima no ha dirigido un postrero insulto a su verdugo antes de la ejecución de la pena de muerte?). En todo caso, parece contener mayor hondura humana y legal que el principio de libertad de expresión, en su manifestación más libertina e insultante, guarde estrecha relación, no con la posibilidad de que alguien le recuerde la madre a Fidel Castro en la Plaza de la Revolución, sino con la certeza de que luego del desahogo verbal el protestante no vaya a ser reprimido. ¿O es qué acaso los únicos que tienen derecho a apelar a un léxico airado y pendenciero son los poderosos de uniforme? ¿El pueblo pendejo no? Sin embargo, para alivio de puritanos y gazmoños, en el fondo no se trata de un problema de tacos y groserías, ya que resulta obvio que los cagatintas del régimen aluden a la obscenidad inaceptable para, por carambola, cerrarle el paso a las ideas y críticas razonables que utilizan el mismo canal –la voz, el micrófono, la cámara, la hoja impresa- para exteriorizarse. Se penaliza el grito para acallar el tono directo, sincero y sereno.
Ya es tiempo de que al socialismo del siglo XXI (¿?) se le anteponga una concepción de la libertad de expresión del siglo XXI. Por ello, resulta impostergable poner en vigor la recomendación formulada por el eminente comunicólogo venezolano Antonio Pasquali: “Con la venia del purismo jurídico, es el momento de relativizar las vetustas definiciones de «libertad de expresión» heredadas de épocas cuyo menguado horizonte comunicacional era el ‘parler, écrire et imprimer libtrement’ (1789). Las tecnologías las han envejecido, desplazando la frontera de la libertad de «expresión» a la de la «comunicación». Llevamos dos siglos totemizando el anglosajón ‘freedom of speech and of the press’ norteamericanos de 1776 y 1791, y la ‘libertad de opinión y expresión’ de la ONU de 1948 (…) La diferencia entre mi libertad de expresarme con un artículo al mes en un solo periódico y la del autócrata que se expresa en cadenas multimediales ante el país entero y cuando le viene en gana, indica a las claras que lo sustantivo del artículo 19 de la Declaración Universal es su nunca citada parte segunda, la que garantiza a todos una idéntica libertad de comunicarse ‘sin limitación de fronteras, por cualquier medio de difusión’. Donde veamos «libertad de expresión» hemos pues de leer «libertad de comunicar»”.
Sostiene Pasquali que la «libertad de expresión del siglo XXI» debe abandonar la concepción lineal de tres siglos de antigüedad para sustituirla por un complejo prisma de cinco facetas indisociables, donde se incorporen las libertades no sólo de emisión sino también de recepción: 1) Libre selección del código expresivo (“Franco prohibió a los catalanes el uso de su propio idioma; lo mismo hizo Canadá con los inuit”); 2) Libre elección del medio para envío o recepción de mensajes (“limitar el uso de internet o cerrar por la fuerza un canal de televisión o una emisora de radio tipifican un doble cercenamiento de emisión/recepción”); 3) Libre acceso a fuentes informativas (“sus restricciones cercenan la libertad de recepción y generan un black-out o manipulación del mensaje”); 4) Libre escogencia de contenidos del mensaje (“cualquier tema no expresamente vetado por las legislaciones democráticas”); y 5) Libre selección de públicos receptores (“es el alcance del mensaje; la vieja noción de free low”). En palabras del académico: “La «libertad de expresión del siglo XVIII» se agota en el cuarto aspecto; hoy concebimos que la moderna libertad de expresión no se da sin su co-presencia balanceada en las cinco mencionadas áreas. Todo lo anterior evidencia que en Venezuela sí sufrimos un importante déficit de libertad comunicacional por graves limitaciones en los puntos 2, 3 y 5. De los dos contrincantes, es entonces el gobierno el que miente. En efecto, para demostrar que habría libertad de expresión, Chávez sólo puede apelar al debilitado argumento del siglo XVIII reduciéndola al cuarto aspecto, y fingiendo que los demás aspectos no existen”.
Afirmaba Umberto Eco, en una reciente columna periodística, que cuando alguien tiene que terciar en el debate público para defender la libertad de expresión corrobora, con su intervención, que la sociedad y los medios de comunicación están enfermos, ya que en una democracia vigorosa no hay necesidad de defender ni la libertad de expresión ni la libertad de prensa porque a nadie se le ocurriría limitarla o violentarla. De igual manera, se preguntaba el semiólogo italiano por qué hay que tomarla con caudillos como Chávez y Berlusconi, y no más bien con las sociedades que le han dado carta blanca para desfogar un anhelo de poder desmesurado e incontrolable.
“Entonces -reflexiona Eco-, ¿por qué escribir estas alarmas de violación de la libertad de expresión y la libertad de prensa a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, si ni siquiera las leerán aquellos que están dispuestos a aceptar dichos riesgos con tal de que nos les falte su ración de Gran Hermano y que, además, saben poquísimo de muchos asuntos políticos por culpa de una información mayoritariamente bajo control? ¿Por qué hacerlo? En el caso de Italia, es muy sencillo: En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (1%) se negaron y perdieron la plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inobservado por entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo posbélico, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1.188 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 ó 14 que dijeron que no, salvaron el honor de la universidad y, en definitiva, el honor del país. Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá de nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho”.
En nuestro caso también son muy sencillas las razones para denunciar las abiertas violaciones a la libertad de expresión y la libertad de prensa: porque en Venezuela 2 millones 700 mil ciudadanos quedaron reducidos a parias en su propia tierra por estar sus nombres incluidos en la siniestra lista-sapo del diputado Luis Tascón, y porque además, en febrero de este año, 5 millones 193 mil compatriotas se enfrentaron valientemente a la gigantesca maquinaria propagandística y represora de las instituciones chavistas para expresar su repudio al poder absoluto y vitalicio cuya naturaleza contradice el espíritu republicano.
En la vida existen batallas que el sólo librarlas constituye una victoria. Y la gloria obtenida por tal triunfo no puede ser arrebatada ni siquiera por el mezquino cuestionamiento de un resultado final. Ninguna consideración acomodaticia e interesada puede opacar la satisfacción de haber cumplido los mandatos de la conciencia cívica propia de los hombres y mujeres libres. Se trata del triunfo con honor que tanto ambicionaban los héroes clásicos y los caballeros medievales.
A todos los venezolanos que se resisten a cambiar sus sueños por una arepa rellena, a todos los compatriotas que alimentan con su coraje e hidalguía la tradición de un noble linaje, dejo, a manera de sentido reconocimiento, estos versos que escribió el poeta cubano Heberto Padilla un año antes de ser arrestado en La Habana, víctima de un célebre proceso político:

Di la verdad.
Di al menos tu verdad.
Y después
deja que cualquier cosa ocurra:
Que te rompan la página querida,
que te tumben a pedradas la puerta,
que la gente
se amontone delante de tu cuerpo
como si fueras
un prodigio o un muerto.

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