jueves, febrero 08, 2007

A la piñata debemos...

Visto bien, lo políticamente correcto tiene algo de cancerígeno: Más que avances, parece hacer metástasis. Su totalitarismo bonachón, vanguardista y multicultural invade todas las manifestaciones del quehacer humano, en procura de contundentes reivindicaciones simbólicas, de nuevos e inaplazables cambios gatopardianos.
De su largo y robusto brazo no escapan siquiera las fiestas infantiles, malogrados espacios de convivencia que urge recuperar de la oscura noche de la barbarie. Y es que no habrá hombre nuevo sin niño nuevo. Por ello, resulta imperativo erradicar de nuestras costumbres la salvaje práctica de andar celebrando cumpleaños con el apaleamiento de piñatas repletas de juguetes y caramelos; porque lo moderno, lo decente, lo verdaderamente edificante, es la entrega de cotillones a todos los chicos convocados al jaleo.
La nuez del planteamiento estriba en el carácter violento de la ceremonia. La piñata es el eco lejano de la caverna primitiva, la exaltación de la jauría linchadora, el vil incentivo a la competencia entre hermanos, el mecanismo de socialización de la cultura del botín. Mientras que el cotillón simboliza, en contraste, el combate a fondo contra la desigualdad, la renovada apuesta por la justicia social, la repartición equitativa de los recursos, la eliminación de ganadores y perdedores.
Sin embargo, para los incomprendidos padres la piñata significa la única posibilidad de vengarse de ese dinosaurio de dudosa sexualidad conocido como Barnie, de esos promiscuos empiyamados que se hacen llamar Bananín y Bananón, de esos inclasificables seres con dificultades psicomotoras que son los teletubbies; en fin, de cobrar merecida vindicta de todo el montón de insoportables seres imaginarios que secuestran sus televisores y les impiden mirar sus programas preferidos. Los mismos que quincenalmente le entran a palos a sus menguados ingresos, vía adquisición de juguetes y peluchitos.
Además, vamos a estar claros, a qué viene tanto aspaviento. Los niños casi ni participan en las piñatas. Son las madres y las abuelas quienes se lanzan desesperadamente al suelo tan pronto cae el despanzurrado monigote. Son ellas, y no otras, quienes no tienen escrúpulos a la hora de empujar al carricito de al lado con tal de no dejarse arrebatar el pito o la pistola de agua.
Puede que el padre venezolano nunca le haya enseñado a sus hijos a pescar, como dice que suelen hacer los sabios progenitores asiáticos; pero no cabe duda de que desde temprano los han instruido en el milenario arte de apalear y saquear una piñata. Y esa destreza, ese know how, vale oro en un país como el nuestro. Una tierra de gracia “bendecida” con la quintaesencia de las piñatas: el petróleo.
El cotillón es la negación de nuestra idiosincrasia. Es el comunismo convertido en papelillo y confeti. Un gato que intenta hacerse pasar por liebre al ritmo de Xuxa y las payasitas Ni Fu Ni Fa. Sería una lástima caer en su engañoso igualitarismo, y negar el milagroso hallazgo del historiador holandés Johan Huizinga: que el homo sapiens es por sobre todo homo ludens.
No creo que la piñata sea el principal adversario de la modernidad. Me parece un ataque exagerado. Es tan sólo un juego. Sin embargo, hay que admitir que para eso nació: para recibir palo por todos lados, inclusive aquellos propinados por los campeones de lo políticamente correcto; esos oscuros personajes a quienes no les ha sido dado conocer lo que bien sabía Baudelaire: “La vida sólo tiene un encanto; es el encanto del juego”.

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1 Comments:

Blogger Inos said...

Tiene razón. Nunca somos más adultos que cuando jugamos. Reivindico el derecho de zumbullirme en la piñata más próxima, que esté bien rellena de vida y sabor...

Saludos, mi amigo.

3:37 p.m.  

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