miércoles, julio 03, 2013

Un teatro en el sótano

Dos tercios de las representaciones dramáticas en Minsk son ilegales y se celebran de manera clandestina en casas particulares. Las compañías con autorización para efectuar montajes en teatros y salas de ensayo pertenecen, en su totalidad, al Estado bielorruso presidido por Aleksandr Lukashenco desde hace diecinueve años. Sobre los directores y artistas se cierne la sombra de un decreto del Ministerio de Cultura, que prohíbe la escenificación de obras relacionadas con la situación política y económica del país.
Salas, sótanos y viejos desvanes son los principales escenarios de las compañías teatrales clandestinas. Espacios íntimos a los que sólo logran entrar aquellas personas que, previamente, han superado la compleja política de seguridad impuesta por los organizadores de la velada; una política de seguridad rica en contraseñas y preguntas de identidad, creadas para detectar la presencia en el público de infiltrados de la dictadura. Culminados estos procedimientos preventivos, los actores salen confiados a escena para representar, con todo su talento histriónico, a los grandes personajes de la dramaturgia moderna.
Lo anterior puede saberse gracias al testimonio de la productora teatral Natalia Kolaida, quien en marzo del año 2005 fundó en la clandestinidad, y junto a su esposo el actor y activista de derechos humanos Nikolai Khalezin, la Compañía Teatro Libre de Bielorrusia.
«Yo no podía ser actriz», recuerda Natalia Kolaida, «porque no podía formarme legalmente como tal. En mi país sólo hay una escuela de arte dramático, y en ella enseña mi padre, con lo cual no podía matricularme ni estudiar allí, dado que se habría considerado como un caso de tráfico de influencias y corrupción».
El 19 de diciembre de 2010 Natalia Kolaida y Nikolai Khalezin decidieron unirse a los miles de manifestantes que tomaron las principales calles de Minsk para protestar por el fraude electoral que inauguró el cuarto período presidencial de Aleksandr Lukashenco. Ambos fueron detenidos por la policía; pero en esta ocasión el recrudecimiento de las acciones represivas del dictador no pasaría desapercibido a la mirada de la élite cultural europea. En Londres, un grupo de importantes artistas organizaron piquetes de protesta frente a la embajada de Bielorrusia. El drama teatral había dejado de ser, desde varias perspectivas, algo doméstico…
Meses después Kolaida, Khalezin y otros miembros de la Compañía Teatro Libre de Bielorrusia consiguen abandonar el país. Comienzan su exilio en Londres, la metrópolis que se mostró solidaria. Allí se las apañan para montar la obra Siendo Harold Pinter, un perturbador homenaje al intelectual inglés que en el año 2005 consiguiera el Premio Nobel de Literatura. El público y la crítica reconocen el esfuerzo. Comienzan las invitaciones para diversos festivales de teatro.
En Venezuela, las autoridades gubernamentales revelan una elevada visión del hecho cultural cuando en una campaña de concientización pública, concebida a partir del lenguaje de los pranes («Mi pana, bájale dos a la violencia»), invitan al pueblo a ocupar las calles para, desde allí, representar las formas culturales más afines a los espíritus libres, a saber: los zanqueros, los maromeros, los equilibristas, los escupefuego, los tragasables y los bailadores de capoeira. En fin, una cultura supuestamente popular, aguijoneada por la inflación, la escasez y la falta de trabajo; una variante del entretenimiento cuyas funciones transcurren al aire libre» 
en los semáforos de nuestras empobrecidas ciudades. Pero, aunque los propagandistas de la dictadura se nieguen a creerlo, el pueblo no es tan tonto ni banal. Sabe muy bien que el verdadero arte implica crítica y liberación, no puede reducirse a un mero divertimento para corruptos, paniaguados y contemporizadores. La revolución es burdo teatro de calle..

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