martes, noviembre 26, 2013

Hambre y seda

«Años más tarde lees un libro que, como muchos otros antes y como muchos después, en el fondo no puede tener nada que ver con tu propia vida. Sin embargo, al margen de la intención del autor, las frases calan en tu propia vida. Crees en ellas como un niño, y ellas se agrandan en tu cabeza», confiesa Herta Müller en uno de los trece textos que componen Hambre y seda (Siruela, 2011), una antología de ensayos cuya lectura recomiendo fervorosamente.
¿Cuál es el poder de este libro? ¿Por qué los hechos aludidos en esta selección de artículos, discursos y conferencias tienen una inquietante resonancia en el alma de un lector venezolano? ¿Por qué las reflexiones de una novelista rumana, formuladas a partir del habla popular de un pueblo oprimido de la Europa del Este, consiguen decir tanto de nuestras actuales circunstancias como país? Aquí va mi respuesta: porque es el testimonio vital de una persona que decidió enfrentar al monstruo totalitario.
En el ensayo Diez dedos no se convierten en una utopía Herta Müller se opone a la operación de manipulación histórica de la izquierda internacional para limpiar la reputación del «socialismo». Sus dirigentes cumplen con el compromiso histórico de reconocer la comisión de numerosos 
«errores» y «daños colaterales» en las naciones sometidas por el totalitarismo; pero afirman al unísono que ninguno de estos excesos puede ser achacado directamente a la ideología de Carlos Marx, sino más bien a la miseria moral de una camarilla que traicionó los evangelios económicos del judío de Tréveris.
A ellos, Herta Müller les responde: «La gente que jamás ha vivido en una utopía aplicada vuelve a decirme ahora que el socialismo no fue socialismo. Al parecer fue otra cosa muy distinta lo que, en nombre de una idea, humilló, hirió, quebró o mató a tanta gente. Fue el mal uso del término. Para mí sí fue el socialismo. No fui yo quien llamó así a esa dictadura sino ella misma. Ella misma se impuso por la fuerza con ese nombre miles de veces y contra todo lo humano habido y por haber. Ella prohibió la vida. Puso en tela de juicio la visión que cada cual tenía de sí mismo. Y a mí, después de lo que sucedió, me parece un desprecio a las personas proyectar la palabra “socialismo” lejos de la dictadura. La dictadura fue asolando el país de parte a parte con la palabra “socialismo”, aniquiló personas justificando el asesinato con el argumento de que eran antisocialistas. Quien hoy en día dice que la palabra puede seguir utilizándose es que no tiene ni idea o es un cínico. En los tiempos de la dictadura circulaba con frecuencia la afirmación de que Ceauşescu no sabía lo mal que vivía la gente en el país. Si lo supiera, lo cambiaría, decía la gente. La misma afirmación se hacía de Stalin y de Hitler. Se deseaba exculpar a los Führers, presentar las dictaduras como un camino equivocado que los responsables no habían querido tomar. Afirmar que el socialismo no fue socialismo sino el camino equivocado de una idea humana es como decir que Ceauşescu, Stalin o Hitler no sabían cómo se trataba a la gente. Cuando el trato que recibía la gente no les parecía demasiado cruel, sino demasiado indulgente. Necesitaban un pueblo que los vitorease. Si no se lo hubieran llevado por delante al completo por imprevisible. Querían que en el Estado no se agitara ni el aire para así garantizar para siempre su poder, frío, transparente. Las utopías son sueños. Sólo que nunca se sabe quién empieza a soñar. Si hay un puñado de personas que toman en serio ese sueño, suelen ser un puñado de fundamentalistas, de gente a medio educar o de analfabetos. Ellos son los únicos que sueñan en nombre y a costa de otros. Los únicos que no tienen miedo de dejar volar sus sueños más allá del papel. Y cuando un puñado de hombres sueña, varios millones se echan a temblar (…) Seguimos hablando de la utopía. Quien no ha sufrido sus males se lo puede permitir».
La novelista recuerda el carácter obligatorio de la felicidad. A ningún rumano se le perdonaba la tristeza, la depresión, la melancolía. Estaban bajo la servidumbre del consenso: «Los utopistas se creen que en el interior de la bóveda de su pensamiento todavía no ha estado nadie. Les parece bien estar siempre de camino hacia alguna parte, como si llegar fuera malo. Al socialismo le bastó ese “estar de camino” hacia el comunismo para legitimar el crimen en nombre del Estado. Desde la pobreza y los cementerios, en el camino de ulteriores miserias, habría de alcanzarse el comunismo de la riqueza y la felicidad. Yo no tengo ninguna creencia, no creo que existan ni un dios en el cielo ni una situación ideal en el Estado. No existe ninguna circunstancia en la que la palabra “felicidad” signifique lo mismo para muchas personas. Y no debería existir (…) La fe en Dios fue la primera utopía de la que renegué. Y la segunda fue la utopía de la felicidad del pueblo en un futuro luminoso. Esta utopía era tan grande y tan importante como uno mismo no llegaría a ser nunca, ni de niño ni de adulto. Esa idea —como nos decían de niños, o luego también durante décadas, o también en general—, ese futuro estaría lleno de luz resplandeciente, y tan sólo quedaba a unos poquitos pasos de nuestra vida: a cada cual le correspondería en la medida de sus posibilidades, en la medida de sus necesidades. Así sería más adelante, alguna vez sería así. Claro, en tanto se ve si esto llega a hacerse realidad o no, hay que vivir… y hay que hacerlo en el hoy. Hoy y mañana y todos los días. Y daba igual si uno tenía siete años o cincuenta. La meta nunca cambiaba, como tampoco cambiaba la distancia a la que quedaba de nosotros: la felicidad estaba cerca pero aún no se había alcanzado. Estaba tan cerca como para tocarla con la mano, pero ante nuestros pies sólo había un impenetrable agujero de infelicidad (…) En aras del control, en el socialismo se relegó la felicidad al exterior. No sólo porque la felicidad no podía tener nada que ver con la propia persona, sino porque no debía ser así nunca. Sin necesidad de verbalizarlo, por principio estaba absolutamente claro que la felicidad del pueblo era lo contrario de la felicidad del individuo. Quien deseara la felicidad “grande” tenía que “sacrificarse”  por ella. “Sacrificarse” era la palabra que iba de la mano de la felicidad. Sacrificio y felicidad, una pareja siniestra que recorría la vida de las personas siempre de camino hacia el “futuro”. El presente no existía. El que no asumía lo efímero de su vida con la mirada arrobada en dirección hacia el futuro, en cuya felicidad ya no viviría, se convertía en enemigo. Para compartir el socialismo se exigían dos cosas: convertirse en un completo idiota o en un hipócrita profesional».
Otras reflexiones que pueden turbar el espíritu del lector venezolano están recogidas en la conferencia El tic-tac de la norma. Herta Müller denuncia la obsesión de todos los sistemas totalitarios por describir sus mecanismos de dominación como expresiones institucionalizadas de prácticas nacidas de la tradición y la cultura popular. Gracias a esta operación de manipulación mental el abuso policial es justificado como mecanismo de control social, la disidencia ideológica se presenta como transgresión del orden público y el oportunismo político consigue identificarse como sentido común.
«La palabra “normal” sólo se sostiene dentro del colectivo. Obliga a las personas a adquirir las mismas dependencias que la comunidad. Graba profundamente en la mente la necesidad absoluta de pertenecer a la comunidad. La persona común coloca por encima de su vida —sin base teórica alguna— esta palabra abstracta que supera su formación intelectual. Y justo porque puede ser utilizada de un modo completamente arbitrario la palabra se concretiza como una forma de crítica y de castigo en todas las situaciones (…) Los dictadores convierten el campo semántico “normal, norma, normalidad” en una trampa. Saben que esas palabras son una necesidad para todos porque, aunque sólo sea dentro de la familia o el trabajo, en la costumbre de los movimientos cotidianos, garantizan la superioridad. En un documental sobre dos refugiadas de Sarajevo vi cómo esas pequeñas críticas que formulamos unos sobre otros, y sin las cuales tampoco podemos conservar estrechos vínculos ni un solo día, pueden resultar mortales. Una era musulmana, la otra, serbia. Durante dos décadas trabajaron en la misma fábrica. Eran amigas como se es amiga de personas sobre las cuales expresamos sin suspicacias, o así lo creemos —en el fondo, sólo lo hacemos por cariño—, nuestras pequeñas reservas. Pero los que manejan los hilos de la política enfocaron este margen de crítica que otorga la cercanía personal desde una amplia perspectiva general. Y así, desde esta perspectiva que destroza cualquier forma de pensamiento, pequeños comentarios respecto al pelo rojo de la una o a lo mal que friega los platos la otra se convierten en una máquina de odio. Este caso no es ninguna excepción, los fanáticos del poder aprovechan el pequeño margen de variabilidad que deja la cercanía entre las personas para instalar sus sistemas. Y en este terrenos nos azuzan para torcernos, para dividirnos», denuncia la premio nobel de 2009.
Con mucha valentía, Herta Müller comparte con los lectores el impacto de la normalidad socialista en su psiquis. Escribe sobre la dureza del aislamiento social y el asalto de pensamientos suicidas, pero también de sus arranques de cleptomanía en las tiendas del Estado, como un mecanismo inconsciente para festinar el encuentro final con los agentes de la Securitate. La calma sobreviene cuando toma conciencia del carácter moral que alienta la lucha del individuo contra el totalitarismo: «En los siguientes años de la dictadura empecé a ver cada vez más claro que la oposición, o lo que así llaman en general, al principio no era ningún gesto político sino un gesto moral: salirse de la fila ante el hastío del tic-tac de la norma. Tenía que ver con las palabras “verdad” y “mentira”, con “sinceridad” y “engaño”. Cuanto más auténtica, más sólida era la oposición, más era un gesto moral y no otra cosa. Nacía en la propia mente, al quedarse sola ante su propia imagen. Nacía de atenerse a la concepción moral de uno mismo. De la necesidad de conservar la decencia a pesar de las consecuencias para toda la vida. En algo político no se convertía hasta más tarde, y entonces, y sólo visto en conjunto, es decir, a posteriori, en una reacción al poder (…) Negarme a colaborar como observadora de la Securitate no me sirvió para atraer amigos en la fábrica, sólo enemigos. Negarme a comentar un poema a la gloria de Ceauşescu en mi clase del colegio o negarme a pagar la cuota del sindicato contribuyó a que los profesores me odiaran a mí en lugar de odiar el sistema. Me evitaban, nadie quería que lo vieran hablando conmigo. Me tomaban por loca, y cuando me negaba a estas cosas lo veían como un ataque personal. También esto es psicología: el odio a quien dice en voz alta lo que uno mismo piensa en secreto».
En el escrito Hambre y seda la ausencia del tirano Nicolae Ceauşescu sirve de excusa para consignar una demoledora recreación de la pretendida atmósfera igualitaria de la revolución socialista en Rumania. La memoria se entretiene en el recuerdo de los tonos grisáceos de ciudades inmundas —matizados con el rojo de las rosas durante las fiestas oficiales— y del hambre. Hambre de comida, de frases, de gestos, de risa, de comentarios libres y en voz alta, del ruido que hace la vida. También evoca la seda, señal de privilegio y estatus en el mundo comunista. El pueblo nunca conoció de esta suavidad, la ropa más que vestirlo lo tapaba, lo condenaba injustamente a ser un matiz más del gris que lo cubría todo. El color que se echó de menos en el vestuario tampoco se dejó ver en la lengua popular, que a fuerza de reticencias, eufemismos y consignas propagandísticas terminó por degenerar en lengua de esclavos.
«La repetición era, tanto en el terreno del poder como en el terreno del hambre, el método más efectivo del régimen. Otorgaba a los poderosos la misma seguridad cada vez, y cada vez volvía inseguros a quienes carecían de poder por completo (…) Las fórmulas y los gritos prefabricados de su ideología, aquellos que tanto habían robado a la lengua del país, eran tan profusos después de veinte años que bastaban para comunicarse. Podías pasar horas abriendo y cerrando la boca, hablando en voz alta sin decir nada en absoluto. El culto a las personas de Ceauşescu y su esposa los había convertido en los únicos gobernantes de todo el país. Los otros poderosos también eran súbditos suyos. Su función era representar el poder del matrimonio de dictadores. En todo cuanto decían tenían que hacer referencia al matrimonio de dictadores. Tenían que rumiar el lenguaje del matrimonio de dictadores. Por eso, su forma de hablar era el ejemplo de lenguaje sometido más claro de todo el país (…) Los representantes del poder, los que más ejemplificaban aquel lenguaje de súbditos, tenían caras distintas de las demás. Sus mandíbulas demolían las palabras cuando ellos extendían parte de su lenguaje muerto por el país. Cuando rumiaban las fórmulas prefabricadas del dictador no tenían pasillos vacíos detrás de la mirada. Nunca tenían un ideal, pero sí un objetivo: mantenerse en el poder por todos los medios, obtener privilegios para diferenciarse de la gente que hacía cola para conseguir un pedazo del bloque de carne congelada. Oyendo el lenguaje de los súbditos, a la vista de la miseria del país se abría un abismo. El lenguaje de los súbditos era mentira y cinismo hasta el último hálito.  Y su pretensión era que todos acabaran rumiándolo también. No exigía ningún ideal. Tan sólo exigía el desprecio de uno mismo y la repetición ciega hasta que el pensamiento se hubiera paralizado, encogido y olvidado. O hasta que simplemente se quedaba dando vueltas en el interior de la cabeza, sin voz, también sin la voz de la persona. El lenguaje de súbdito convertía el pensamiento individual en una forma de mala conciencia».
La muerte del caudillo, la orfandad del súbdito, la desorientación causada por la desaparición de la voz que lo sabía todo y todo lo explicaba, la convivencia social imposibilitada por la paranoia, el agravamiento de la crisis económica y el avance de la miseria capturan la atención de Herta Müller y la mueven a escribir el artículo de prensa ÉL y ELLA: la pobreza empuja a la gente a la tumba de Ceauşescu. Las técnicas narrativas del diálogo y la descripción son empleadas por la novelista para aproximarnos a la dimensión psicológica del post-totalitarismo. Un hombre desliza una hipótesis desquiciada: Nicolae Ceauşescu está vivo y permanece en la clandestinidad; todo ha sido una farsa y el cadáver exhibido por los insurgentes rumanos corresponde a uno de los incontables dobles. Días después, en el cementerio de Ghencea, una mujer de mirada furiosa advierte a una pareja de exfuncionarios la inutilidad de la visita: el dictador nunca han descansado allí. Los restos mortales se encuentran en un lugar secreto por orden de los nuevos gobernantes. Sin embargo, continúan su camino y depositan la ofrenda floral. Uno de ellos no resiste. Rompe el silencio. Desesperado, se pregunta por qué tuvieron que matarlo.
«Ahora hay una anciana junto a la tumba de ÉL [Nicolae Ceauşescu], lleva ropa muy ligera. La barbilla le tiembla de frío, no porque esté rezando. “Yo no puedo vivir de mi pensión”, dice. “No tengo casa y no tengo comida. ÉL no habría hecho una cosa así”. No miente. Ha captado la verdad de la miseria, la revelación de los más pobres. Acarrea las consecuencias de un tiempo pasado en forma de presente. De hambre y frío. El cambio la está machacando, la empuja hacia esta tumba. Como muchas personas mayores, no sobrevivirá a este invierno, morirá de hambre o de frío por las calles. Mi verdad —a saber: que ÉL dejó tras de sí un mundo machacado— no se contradice con la suya. No obstante, ella no puede permitirse el lujo de la lógica (…) A pesar de todo, ÉL y ELLA siguen vivos porque lo que ellos trastornaron y mutilaron sigue vivo», nos dice Müller.
Sin embargo, en el reino del miedo ya unos pocos han dejado de temer: los nuevos poderosos y los agentes de los nuevos servicios secretos, que siguen pichando teléfonos, leyendo cartas y amenazando a las personas, simulando accidentes de tráfico según los esquemas tradicionales del trabajo sucio. «Campan a sus anchas sin recato. Porque se trata de que la gente sepa de su existencia. Y de que no se pueda demostrar lo que se sabe».
Finalmente, en el artículo Antes se coge a un mentiroso que a un cojo; la verdad ni siquiera tiene piernas: el verdadero compromiso de falsear la realidad Herta Müller reacciona a informaciones aparecidas en medios impresos alemanes en las que se certifica la rectitud profesional del doctor Milan Dressler, director del Instituto Anatómico Forense de Timişoara en los últimos diez años del gobierno de Nicolae Ceauşescu: «En ese hospital fueron fusilados numerosos heridos durante la revolución. En ese hospital, durante la revolución, los servicios secretos simularon un apagón para poder sacar cuarenta muertos del depósito y trasladarlos al crematorio de Bucarest en los camiones frigoríficos de un criadero de cerdos en plena noche. Y los empleados que llevaron a cabo la operación eran agentes de la sección de asuntos judiciales de la policía (…) El doctor Dressler reparte sus pruebas documentales entre los periodistas extranjeros sin que ellos se las pidan siquiera, y cuenta con que se compruebe su fiabilidad. El doctor Dressler sabe que sus papeles son irrefutables ante cualquier auditoría: mientras los datos que recogen se relacionen únicamente unos con otros, todo seguirá siendo verosímil. Eso no lo pongo en duda; hasta la antigüedad de la tinta encajará si se comprueba. Lo único que pongo en duda es que la información que proporcionan esos papeles tenga algo que ver con los muertos del cementerio de pobres de Timişoara (…) Los periodistas occidentales quieren ser precisos. Buscan la verdad y examinan los papeles. Como están acostumbrados a confiar en el papel, confían… investigan. Relacionan unos con otros los datos reseñados negro sobre blanco y les encajan. Les falta lo vivido. La grieta no se abre (…) Lo que no se cree nadie del propio país se lo creen quienes vienen de lejos. Buscan la verdad en los mecanismos de la mentira. Y no lo saben. Por eso el doctor Dressler llevó a limpiar su reputación al oeste. Porque la gente de Timişoara no le cree. Allí reconocen los mecanismos de la mentira. Saben que sólo la mentira creaba esos mecanismos. Sólo la mentira era autosuficiente, no tenía que luchar para sobrevivir. Se llevaba en la mano y controlaba la situación. Sólo la mentira tenía una respiración profunda, un discurso cerrado y sin fisuras. Los criminales llevan puestos sus crímenes como quien se pone una camisa limpia. Sólo quienes mienten con reparos en pequeñas cosas mienten torpemente. Según parece, sólo quien miente en raras ocasiones tiene tiempo para los remordimientos de conciencia. Quien conoce los hechos, quien sufre la presión de esos extraños daditos bajo la tapa de los sesos se encuentra con las manos vacías ante el falseamiento que encierran los papeles. Sólo cuenta con sus buenas palabras. Palabras que buscan y tartamudean. Hay personas a las que creo aunque no tengan pruebas. Hay personas a las que no creo aunque tengan pruebas. Y hay personas a las que no creo precisamente porque tienen pruebas».
Las palabras de Herta Müller calan profundamente en los venezolanos de estos tiempos oscuros.

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lunes, noviembre 25, 2013

La boca que abandona la verdad

Cuando en el año 2006 logré colarme en las páginas de opinión del diario El Tiempo de Puerto La Cruz prometí a mis editores limitarme a escribir textos humorísticos, primero como colaborador quincenal, después hebdomadario. Durante tres años conseguí mantenerme firme en este empeño, siempre dificultado por la negativa de ensalzar con mi pluma los vectores más venerados de la jodienda popular, a saber: la cuaima, la suegra, el borracho, el homosexual o el malandro.
Muchas de estas piezas humorísticas, publicadas posteriormente en el blog La hora del Vampiro, sirvieron de materia prima para mis monólogos humorísticos en las denominadas noches de stand up comedy de Caracas. Los correos electrónicos de decenas de amables lectores me sirvieron, en más de una ocasión, como una guía para identificar las situaciones hilarantes que debían ser planteadas en la tarima, pero también, quién lo diría, como un inesperado mecanismo para seleccionar los mejores remates de los chistes.
Si alguno de ustedes me interrogase acerca de los principios de mi credo humorístico no dudaría en citar las definiciones de tres maestros esclarecidos: «El humor es una manera de hacer pensar sin que el que piensa se dé cuenta de que está pensando» (Aquiles Nazoa), «El humor es inevitablemente otra manera de amar, de pedir calma, de evadir el grito, el insulto, soslayar la furia estúpida y ciega. Y esa es la definición más acertada que se le pueda conceder al humorismo: la de un raro, aunque extraordinario, acto de amor» (José Ignacio Cabrujas) y «El humor es la inteligencia indignada» (Robert McKee).
Debido quizás a mi creencia profunda en las verdades encerradas en esas tres definiciones, un día comprendí que la búsqueda incesante de la risa no puede erigirse en el altar profano donde el humorista muere como hombre de pensamiento: si el primer deber de un humorista es hacer reír, el segundo deber no puede ser otro que hacer reír llamando a las cosas por su nombre. Un humorista no sería tal si avala con su silencio el declive de un país y la conversión de un pueblo en una masa amorfa y primitiva. No es justo que la risa de los hombres y mujeres libres y honrados se confunda con la carcajada de los delincuentes y su claque de cómplices.
Asumir estos principios a plenitud ha supuesto el incumplimiento de la promesa hecha a mis editores. Mi espacio semanal hace ya tiempo que dejó de ser una sucesión de textos humorísticos para convertirse en una columna de difícil clasificación (menos mal que está mi vecino de página, el eminente cazador de moscas, Jesús Millán), porque un viernes reseño un libro cuya lectura me parece imprescindible y otro viernes intento demostrar, con evidencias cotidianas y citas bibliográficas, la transformación de la revolución bolivariana en un régimen neototalitario y antidemocrático. A veces cansado vuelvo al redil y sorprendo a los incautos con una nueva entrega de mis escritos mentepollísticos, los cuales siempre imagino como breves ensayos de sociología menor.
¿Pero por qué me opongo a un gobierno que millones de venezolanos identifican con las nociones de justicia e igualdad social? ¿Por qué adverso a un gobierno que supuestamente mejoró la distribución del ingreso, gracias a un sistema de becas directas a la población y subsidio de los servicios públicos? ¿Por qué combato a un gobierno que dizque acabó con el analfabetismo (lo que supone reconocer que mi abuelastra materna no existe, a pesar de que la pobre aún respira en el pueblo de Pariaguán), recuperó el manejo soberano de la industria petrolera y sembró las bases de la independencia económica? Porque en su esencia todo está trufado de mentiras, silencios y análisis de conveniencia. Porque lo único cierto en medio de esta gran farsa de aparente democracia, defendida por izquierdistas y nacionalistas, ha sido la dominación absoluta del petrodictador Hugo Chávez Frías, quien  se atornilló en el poder durante catorce años y derrochó una fortuna quince veces superior al dinero empleado para la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, hay quien todavía finge desconocer la cuantía del daño, la magnitud de la tragedia, lo nauseabundo de la degradación. Todavía hay quien, al despecho de la realidad, se anima a hablar de elecciones ganadas sucesivamente y alude a una irrestricta libertad de expresión.
Cuando escucho a estas personas defender rabiosamente su objetividad e imparcialidad —tan limpias del polvo y la paja de la polarización política y la disociación psicótica inducida por la canalla mediática— recuerdo el cuento La gabardina, del escritor rumano Norman Manea, cuyo personaje principal, «el chico, el niño, el inocente, el sabio», se esfuerza todo el día por mantener el antifaz de la candidez: «Ali Stoian se detuvo, las explicaciones no le parecían suficientes ni bastante claras para la mente compleja e infantil del Sabio, que no renunciaba a la máscara de la inocencia y a las preguntas insistentes e ingenuas, de una insistencia e ingenuidad sospechosas, como si, en realidad, supiese desde hace mucho todo cuanto se había dicho, incluso más todavía, y preguntase simplemente para ajustarse al guion  porque no se fiaba de su amigo Ali ni de nadie, era amigo sólo de la verdad, ¿no es cierto?, sólo de la verdad, ¿cuál será esa verdad?».
Una pista: «La memoria no abandona la verdad. Sólo puede abandonar la verdad la boca, en el cálculo del engaño» (El tic-tac de la norma, Herta Müller).
Y esa boca que, en el cálculo del engaño, abandona la verdad no merece ser asociada con el humorismo.

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