miércoles, abril 07, 2010

Cuando el azar descansa

A veces los gatos negros aparecen a deshora y esa llegada atrasada les impide convertirse en augurios efectivos de males que siempre habíamos intuido próximos. De modo que funcionan más bien como amargos recordatorios de lances recientes que se revelaron desafortunados. Presenciamos entonces la única aporía que le es dada a conocer a la antilógica del azar: el asistir a un pasado que creíamos futuro, el observar en clave de advertencia un escueto mensaje de confirmación.
Complejo razonamiento que logra explicar el porqué todavía ninguno de nosotros se ha animado a enunciar una verdad tan evidente como aquella que sostiene que la «oportunidad» que llega tarde es dos veces pava. Por supuesto, que al ser leídas estas líneas no faltará quién recuerde que los gatos negros jamás han simbolizado la cercanía de grandes o pequeñas bendiciones. Sin embargo, a estas personas, tan prestas para la polémica, me limitaría a argumentarles —dentro de la tradición de las creencias inverosímiles—: ¿Y es qué acaso contar con indicios de lo fatal y de su angustiante vecindad no equivale, en la práctica, a poseer una porción nada desde desdeñable de la buena fortuna?
No sabemos en qué lugar se echó Dios a reposar tras sus labores de creación y formación del mundo, pero gracias a la pluma del barcelonés Vila-Matas sabemos que el azar descansó de su agotadora faena en una ciudad portuguesa: “Dependemos siempre de la casualidad, del azar dependemos. Pero es más que posible que a esa hora de la tarde el azar en Oporto estuviera descansando. No debe ser visto lo que digo como una ligereza. En la Rua de Bonfim podrían haberse visto [Pablo y su tío Federico Mayol, personajes de El viaje vertical] —nada más fácil—, pero no se vieron. A mí me da a veces por imaginarles a los dos por esa calle, ese día, a las cuatro de la tarde, andando encogidos, como maltratados por la vida, absortos en sus respectivas soledades, incapaces de no ver nada que no fuera sus desesperadas almas. Podrían haberse visto pero no se vieron. Sesteaba el azar en la ciudad de Oporto y, además, ellos marchaban por la Rua de Bonfim, con saudade y hundidos en sus propios pensamientos, preguntándose qué podían hacer en las horas siguientes (...) « ¿Y ahora qué?», dice uno. « ¿Y ahora qué?», dice el otro”.
El azar, como el destino, es enemigo jurado de la autonomía humana. Por eso, los devotos creyentes en el libre albedrío y la pura posibilidad de ser observan con malos ojos la parla supersticiosa de los herederos modernos de las antiguas pitonisas. Sin embargo, resulta paradójico que la mayoría de estos sujetos, autoproclamados «hacedores de sus propias circunstancias», basen sus convicciones adamantinas en un corpus teórico de índole metafísico, cuyos imperativos categóricos son copiosamente extraidos de libros de autoayuda pergeñados, no pocas veces, a partir de premisas similares a las encontradas a las puertas del templo de Apolo en Delfos, a saber: «Conócete a ti mismo», «Nada en exceso» y «La seguridad conduce al mal».
Si los que no creen en Dios creen en todo —como bien nos advierte Umberto Eco—, los que no creen en el azar terminan por confiar en el cabal cumplimiento de decretos personales hechos a partir de «connimendecianas» llamas violetas y sagradas presencias «yo soy». El ciego fanatismo de los optimistas desemboca en la instauración de una secta laica que, sin detenerse mucho a pensar en los conceptos filosóficos de Comte, reclama para sí el nombre de «positivistas». El cuadro maniqueísta, propio de todo fanatismo, queda concluido con la incorporación, al cosmos seudorreligioso, de los seres escépticos y descreídos, también conocidos como «negativistas».
Para el positivista metafísico sólo cabe desear éxito, jamás suerte. Pero cuando en algunas ocasiones su cauda de proclamas violetas queda en entredicho por la tozudez de los acontecimientos, no vacila en atribuir a fuerzas heterónomas las causas de sus fracasos (Dios, el destino, las fuerzas del cosmos, Cadivi). Incurre de esta manera, en el error de percepción oportunamente señalado por el francés Michel Houellebecq: “Cuando se trata del pasado, no tenemos la menor duda: nos parece obvio que todo ha ocurrido del modo en que, efectivamente, tenía que ocurrir”.
Al analizar la victoria y la derrota política, Curzio Malaparte escribe en su libro Técnicas de golpe de Estado: “El dios de la fortuna tiene dos caras, como Jano: la cara de Cicerón y la de Catilina (...) En las llanuras de Lombardía, Bonaparte se preparaba para adueñarse del poder civil estudiando en los clásicos el ejemplo de Sila, de Catilina y de César (...) A sus ojos, el pobre Catilina no era más que un sedicioso imprudente; un cabezota sin voluntad, lleno de buenos propósitos y malas intenciones; un revolucionario siempre indeciso en lo referente a la hora, lugar y a los medios, incapaz de bajar a la calle en el momento oportuno (...) Bonaparte sabe muy bien que el mayor error de Catilina es haber perdido la partida”.
Un reconocido literato francés señaló que el azar es el seudónimo de Dios cuando no quiere firmar; sin embargo, un espíritu refractario a cavilaciones místicas preferiría apuntar que la suerte —sobre todo la mala— es el chivo expiatorio que redime a las personas de las frecuentes intermitencias del discurso del éxito y la autosuficiencia. El fario, el destino o la fortuna son pues un conjunto de fuerzas sobrehumanas que si bien no poseen la fortaleza de hacernos triunfadores al menos tienen la virtud de evitar nuestra desdichada conversión en perdedores. Y eso, tal como sostiene un conocido eslogan publicitario, no tiene precio.

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1 Comments:

Blogger Desde La Barra said...

una belleza broder..

el azar se cuela en nuestros mundos neomedievales...

Joaquin

12:03 p.m.  

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