jueves, enero 31, 2008

La caída

Nada más parecido a los momentos iniciales de un robo bancario que la caída de un lente de contacto. En ambas circunstancias suele escucharse un mismo y desesperado grito: ¡Quieto todo el mundo! ¡Qué nadie se mueva!
Sin duda se trata de un momento de confusión generalizada, que se torna mucho más angustiante cuando apreciamos cómo la persona que menos ve -la más cegata del grupo- es precisamente quien se empeña en liderar la búsqueda del objeto extraviado; mientras que los sujetos llamados a recuperar las lentillas perdidas, dada la aguileña condición de su visión 20/20, permanecen en cambio petrificados, o afanados en complicadas contorsiones propias de la práctica del twister.
Mi abultado anecdotario con lentes de contacto se remonta al día en que pelé la córnea por primera vez. Aún recuerdo ese incómodo momento en que el pequeño disco gas-permeable fue a parar directamente a esa parte biológica identificada, por los hombres de ciencia, como el blanco del ojo. No exagero al afirmar que fue como haber experimentado lo peor de dos mundos, porque aparte de seguir hundido en las espesas tinieblas del queratocono, la miopía y el astigmatismo; me vi forzado a bregar con la punzante molestia causada por una presencia extraña.
El desconocimiento de la geografía ocular intensificó la gravedad del problema, pues me llevó a pensar seriamente en la posibilidad de que la traviesa lentilla terminase rodando hasta la mitad de mi mejilla izquierda -la ignorancia no sólo es osada: en algunos casos también puede llegar a ser alarmista-. Por fortuna, los tejidos corporales se encuentran bien zurcidos, y no tuve necesidad de apretar, en sentido ascendente, el rostro demudado por el susto.
La primera vez que perdí un lente de contacto iba de copiloto. El dueño del carro se negaba a subir los vidrios y encender el aire acondicionado. Argumentaba que no podía existir un mejor símbolo de libertad que la brisa golpeando constantemente en la cara. Sin embargo, el viento desarrolló tal potencia que me obligó a cerrar los ojos de manera violenta, con lo cual uno de mis lentes salió disparado rumbo a un paradero desconocido. Lo poco que me quedó de visión me hizo pensar en esas fallidas transmisiones televisivas que, bien por factores atmosféricos, bien por complicaciones técnicas, han perdido su conexión con la señal satelital. Comprendí entonces que la delirante ilusión de libertad extrema a veces puede conducirnos a la ceguera, si es que antes no es una peligrosa variante de ella...
Por lo demás, en estas líneas debemos testimoniar que así como han existido hombres que por amor han perdido el uso de la razón, también existen personas que -como yo- eyectan sus lentes de contacto al verse sitiadas por las apremiantes fuerzas de la lujuria. En mi caso particular, y para efectos de la redacción del consabido prontuario, debo precisar que se trató, en todo momento, de un episodio de baja ralea: Encontrábame yo en los barriobajeros espacios de la Tasca de los escapados, bailando con una sensual dama los pegajosos acordes del tema merenguero A dormir juntitos, cuando tuve la desatinada ocurrencia de ponerme creativo e improvisar unas cuantas vuelticas. No bien había soltado a mi despampanante morenaza cuando un par de gordos la devolvió hacia mí, de un traicionero empujón, en forma de mortal bumerang. Todavía recuerdo como su codo enhiesto impactó mi pobre ojo y me voló el lente de contacto. Lo más humillante de la ocasión fue cuando el resto de las parejas hizo un círculo en la pista de baile, y les dio por confundir cada uno de mis desesperados tanteos en el suelo con los pasos de una moderna coreografía.
Al día siguiente, al llegar a la oficina, mi jefa me interceptó a mitad de pasillo para encomendarme, a mí, al ciego, un trabajo impostergable: la elaboración de la visión estratégica de la empresa. En fin, supongo que la vida está llena de estos sinsentidos, de estas contradicciones....
Como dice José Saramago en su monumental novela Ensayo sobre la ceguera: “Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuesen más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, lo que tenga luz no me pertenece”.

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martes, enero 22, 2008

Elogio del chismoso

El chismoso es un coleccionista de historias. En el fondo es también un fervoroso apóstol del derecho a la información; creencia mundana que pervierte la atmósfera de unanimidad y aparente tranquilidad que exigen las sociedades cerradas para mantenerse a flote.
Lamentablemente se ha levantado una implacable campaña de desprestigio contra la humana tendencia al chisme. A esta forma primitiva de comunicación se le ha querido vincular, desde siempre, con la divulgación malintencionada de intrigas, mentiras y delaciones. De ahí que no abunden los hombres y mujeres que reivindiquen para sí el carácter de chismosos; temen, con razón, ser tenidos como carroñeros del desprestigio ajeno, como pigmeos habitantes del repudiado reino de la frivolidad.
Sin embargo, alguna razón deberá existir para que tantos individuos encuentren en el runrún uno de sus principales entretenimientos. Es un hecho que en la lengua española pocas expresiones tienen el poder hechicero de la conocida frase «te tengo un chisme». Pronunciar estas cuatro palabras equivale a apropiarse casi de inmediato del foco de atención de cualquier conversación.
En la novela Nieve, del turco Orhan Pamuk, uno de los personajes femeninos está convencido de que “el mejor comienzo para una buena amistad es compartir un secreto”. Pero no es menos cierto que a veces «compartir un secreto» deviene en la práctica en el mantenimiento de una relación de complicidad; un conchabamiento que, alimentado por el silencio, consigue prolongar una situación de deslealtad y falta de honradez, que por lo general arrastra una luenga cauda de damnificados.
El purista del chisme se distancia de la ominosa figura del correveidile; sujeto tremebundo que suele darse por bien pagado con la escandalosa ocurrencia de turbamultas y broncas públicas. El chismoso de casta se debe a un estricto código de ética. No lo cuenta todo ni habla con cualquiera. Jamás ata su suerte al trasnochado carruaje del caliche, esto es, del comentario sin trascendencia noticiosa. Lo suyo es el tubazo, la primicia por todo el cañón. En este sentido, goza de la dádiva divina de visualizar el momento idóneo para la liberación de la información.
Decía Voltaire que “el secreto de ser aburrido es contarlo todo”. Por eso, resulta un error inexcusable que un chismoso de abolengo ignore la importancia estratégica del llamado executive briefing; es decir, del resumen ejecutivo confeccionado en función de las cinco famosas W del periodismo norteamericano -(who, quién) (what, qué) (when, cuándo) (where, dónde) (why, por qué)-, interrogantes que, en su conjunto, provienen de las históricas siete preguntas seleccionadas por el maestro griego Hermágoras, a fin de abarcar las circunstancias narrativas necesarias para una completa exposición retórica (las otras dos son: cómo y con qué instrumentos).
Los profesionales de la comunicación informal tienen además un talento innato para la narrativa oral. No les hace falta acudir a un taller de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano para conocer la importancia del binomio amenidad-credibilidad. Los chismosos de pedigrí, como verdaderos epígonos del Gabo, manejan de manera intuitiva factores como: contraste de las fuentes informativas, estructuración novedosa de la historia, hitos de tensión dramática, personajes complejos, diálogos ágiles y creíbles, presentación adecuada de los antecedentes y superposición armónica de los planos temporales.
En la actualidad, la presencia de nuevas tecnologías y el boom de las redes sociales, fomentadas por la revolución de la denominada Web 2.0, han posibilitado el surgimiento de un nuevo fenómeno comunicacional: el chismoso multimedia, un sujeto en línea, por lo menos en términos informáticos, que desarrolla su labor divulgativa apoyándose en una compleja plataforma mediática (teléfonos celulares con cámara y grabadora de voz, internet, conexión wireless y banda ancha, videos, podcasts, mensajería de texto, chats, blogs, páginas wiki, galerías fotográficas y mapas satelitales), que le permite permear el monopolio tradicional de la expresión pública (inclusive ya se habla del periodismo ciudadano). Gracias a él, el chisme ya no es sólo un fenómeno instantáneo sino también global.
Aunque la Real Academia de la Lengua defina el término «chisme» como una noticia verdadera o falsa, o también como un comentario con el que se pretende indisponer a unas personas contra otras, lo cierto es que el pueblo llano sabe muy bien que el chisme tiene un carácter estrictamente veraz.
En la novela Santa Evita el escritor argentino Tomás Eloy Martínez pone en boca de uno de sus personajes, el coronel Carlos Eugenio de Moori Koening, la siguiente reflexión: “El rumor es la precaución que toman los hechos antes de convertirse en verdad”. Sin embargo, el catedrático Guy Durandin, en su libro La Información, la desinformación y la realidad, aporta otro punto de vista: “El fenómeno del rumor constituye en efecto, para el desinformador, un medio de uso fácil. Dado el hecho que la fuente de los rumores raramente constituye el objeto de una investigación metódica por parte de las personas que los oyen y repiten, el desinformador podrá lanzar falsas noticias sin comprometer su responsabilidad (...) El procedimiento de “boca en boca” no deja rastro escrito, y la noticia se podrá atribuir de este modo, a lo largo de su recorrido, unas veces a un autor y otras a otro”.
El origen de un chisme, como sabemos, tiene un rostro -alguien al final asume la autoría-; el rumor no. Existen los chismosos, pero no los rumorosos. Si el aborrecido chismoso no fuese más que un vulgar embustero, ya hace tiempo que la sociedad le hubiese expedido su certificado de buena conducta. Y es que no cabe duda que lo más incómodo del proceder de un chismoso es su indiscreta manía de divulgar una verdad que un grupo de cómplices ya hace rato decidió enterrar.
Protagonista de la modernidad, el chismoso químicamente puro sólo responde a la máxima revelada por el inmortal Karl Kraus: “Si me silencian, haré audible el silencio”

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viernes, enero 18, 2008

Háblame sucio



Tengo un amigo que ha jurado no tener más sexo con mujeres de clase media. De ahora en adelante se ocupará más bien de cortejar y horizontalizar a las abnegadas féminas provenientes de los estratos E y F de la población. Y es que su espíritu sencillo y campechano le hace preferir, por encima de cualquier cosa, esa variante del juego amatorio definido con maestría por el fallecido humorista José Luis Coll como copulacho, esto es, “unión sexual mantenida con una hija del populacho”.
Este fanatizado encono hunde sus raíces en la supuesta incapacidad de la burguesía criolla para apropiarse de las formas expresivas más cónsonas con los intensos momentos del apareamiento salvaje:

-¡Qué rico mamita! Ahora háblame sucio...
-¿Perdón? ¿O sea...?
-¡Qué me digas morbosidades! ¡Qué dejes aflorar esa bicha que hay en ti...!
-Pero papi, ¡si yo no soy bicha! ¿Qué te pasa? ¿Se te volaron los tapones? Me extraña que me propongas eso. ¿O es que acaso tú me conociste recostada en la rockola de un burdel? ¿Ah?
-Yo lo sé cariño. Por supuesto que tú no eres una cualquiera. Tú eres toda una santa, y aquí tengo tu velón...
-¡Vulgar!
-¡Mentira, preciosa! ¡Es echando vaina! Es que no ves que se trata de un juego. Tú sabes: algo como para preparar el ambiente. ¡Anda pues! ¡Échale bola a lo que te digo! ¡Háblame sucio!
-Está bien. Allá voy...
-Hummm. ¡Qué rico mamita!
-(Con la voz gangosa de una operadora del Metro de Caracas) Por favor, gentil caballero, su merced sería tan amable de introducir su falo erecto en mi humedecida vulva, y desprender de mis pulmones una respiración acezante que me haga desear prolongar el concúbito. Permítame experimentar su frenético vaivén y luego, en extático estremecimiento, derrámese en mí como río en agitada mar.
-¡Coño pero qué bolas tienes tú vale! ¡No ves que me lo tumbaste chica! ¿Y esa letra de cual himno es? Habrase visto, definitivamente no se puede contigo...
-Pero papi...
-¡Pero qué papi y que ocho cuartos carajo! ¿Qué te costaba hablar como una locutora interna del bingo, o como una recepcionista de línea caliente, o como una traductora panameña de películas porno, de esas que no se cansan de pronunciar la palabra panocha? ¿Acaso eso era tan difícil? ¿Era muy complicado decir: “Anda desgraciado, reviéntame ese...”?

Son muchos los hombres y mujeres que no se sienten cómodos con la retórica de catre, ya que a menudo sus piezas oratorias suelen traspasar los linderos de la coprolalia; cenagoso territorio que toda persona de buenas costumbres y rectos procederes debiese evitar hollar. Las figuras discursivas que con mayor frecuencia apuntalan estos mensajes jadeantes, inflados de deseo, son: interjecciones (“ay”, “oh”, “ah”, “hummm”), onomatopeyas (“tukiti”, “chupulún”, “chuquichuqui”), símiles de corto vuelo (“dos cerros”, “una cabilla”, “un pozo”), oxímoros (“mi bendito pecado”), metáforas (“el azote de ese barrio”, “el encapuchado que infiltró esa manifestación”, “la mantequilla de esa arepa”) e hipérboles (“¡cosa más grande!”). Mientras que el siempre efectivo sentido común recomienda descartar el uso de figuras discursivas como digresiones (“yo creo que sería bueno pintar la sala y la cocina”), apóstrofes (“¿qué dirían mis padres de todo esto?”), ironías (“acércate hombre trípode”), litotes (“el nada pequeño”) y antonomasias (“¡Oh mi Penélope!”, “¡Oh mi Ulises!” -los celópatas desconfían de cualquier nombre-).
Sobre la naturaleza histérica de la clase media mucho se ha escrito: un estamento social al que le cuesta horrores procesar el estrés derivado de su condición híbrida. Fenómeno humano cuya particularísima psiquis grupal logra la antihazaña de cuestionar la validez de aquel viejo teorema que señala que dos negaciones -no somos pobres, no somos ricos- afirman...
Ayuna de barrio, deficitaria de jet set, la clase media llega a la cama ataviada de un largo babydoll de dudas y angustias: Si se menea es puta, pero si se paraliza es frígida; si pide por esa boca es zorra, pero si se calla es polvo triste. Olvidan sus integrantes que el coito, más que una experiencia de movilidad social, de pertenencia social, es por sobre todo el goce recíproco de la movilidad sexual; una movilidad oportunamente estimulada por la química de los cuerpos o la identificación de las almas. Tierrúos o con clase, lo importante es disfrutar.
“¿Es sucio el sexo?”, se preguntó una vez el bueno de Woody Allen, para luego responderse: “Únicamente sí se hace bien”.

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lunes, enero 14, 2008

Las globalizaciones



A cuatro años de haber criticado la efectividad financiera de los organismos multilaterales de crédito, y de cuestionar la interesada orientación del proceso de globalización, por parte de los países desarrollados y sus empresas transnacionales, Joseph Stiglitz (Premio Nóbel de Economía 2001 y catedrático de Economía en la Universidad de Columbia) plantea un conjunto de propuestas estructurales para reducir la creciente brecha de desigualdad entre sociedades ricas y sociedades pobres.
Stiglitz, antiguo vicepresidente senior del Banco Mundial y ex miembro del Consejo de Asesores Económicos de la administración Clinton, sostiene que “el proceso actual de globalización está provocando unos resultados desequilibrados, tanto entre países como dentro de los mismos. Se crea riqueza, pero hay demasiados países y gente que no comparten sus beneficios. Además, su voz se oye poco o nada en lo que se refiere a la configuración del proceso. Desde el punto de vista de la mayoría de las mujeres y hombres, la globalización no ha alcanzado sus aspiraciones simples y legítimas de puestos de trabajo dignos y un futuro mejor para sus hijos (...) estos desequilibrios globales son moralmente inaceptables y políticamente insostenibles”
Parte de la solución pasa, a juicio del autor, por desmontar la visión fundamentalista del libre mercado, como regulador natural de la actividad comercial. Stiglitz echa mano de sus investigaciones académicas, datadas en los años setenta y ochenta, para recordar que el libre mercado no implica eficiencia económica cuando la información es incompleta o los mercados no existen. “Los preceptos del denominado Consenso de Washington se basan en una teoría de la economía de mercado que presupone la existencia de una información perfecta, una competencia perfecta y mercados perfectos. Esta es una idealización de la realidad que resulta especialmente poco creíble en los estados pobres (...) La información siempre es imperfecta y los mercados siempre son incompletos. Hoy en día (...) la cuestión es si el Estado puede mejorar las cosas”.
Sin embargo, reconoce que los países en vías de desarrollo han venido perdiendo soberanía, y ascendencia política en sus bases ciudadanas, como consecuencia de los estrictos requisitos exigidos por los organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial. Como buen economista neokeynesiano, el autor de Cómo hacer que funcione la globalización opina que el primer compromiso del Estado no puede ser con una política monetaria restrictiva, en aras de una baja inflación, sino con la creación de un clima propicio para los negocios y la creación de puestos de trabajo. Además, el sector público debe construir la infraestructura necesaria para hacer viable y sostenible la política comercial, esto es, una red de autopistas, puertos y aeropuertos; una moderna plataforma tecnológica de comunicaciones; un esquema de mejoramiento profesional de la mano de obra, y un sistema de seguridad social.
“La globalización -en forma de crecimiento basado en la exportación- contribuyó a sacar a los países del Este asiático de la pobreza. Pero estos países gestionaron la globalización: fue su capacidad para sacar partido de la misma, sin que ésta se aprovechara de ellos, lo que explica su éxito (...) Es importante señalar que el Estado se encargó de que los beneficios del crecimiento no fueran para unos pocos, sino que se repartieran de manera amplia. No se centraron en la estabilidad de precios, sino en una verdadera estabilidad, asegurándose de que se crearan nuevos puestos de trabajo al mismo ritmo con que se incorporaban más personas al mercado de trabajo”.
En opinión de Stiglitz, el relato exitoso que ha tenido la globalización en el Este asiático se deriva de la habilidad de cada gobierno en identificar los sectores productivos más atractivos en sus territorios. “Todos estos países creían en la importancia de los mercados, pero se dieron cuenta de que estos se tenían que crear y gobernar, y de que a veces las empresas privadas no siempre hacen lo que sería necesario hacer. Si la banca privada no establece sucursales en el medio rural para depositar los ahorros, el Estado debe intervenir. Si la banca privada no ofrece créditos a largo plazo, el gobierno debe intervenir. Si el sector privado no proporciona las materias primas básicas para la producción -como acero y plástico- el Estado debería intervenir si es capaz de hacerlo de manera eficaz. Lo que importa, por supuesto, no es el peso que tenga el Estado sino lo que hace”.
Sin embargo, no basta con tener una visión particular de la globalización. Es necesario también crear una institucionalidad de carácter global, que permita atajar las imperfecciones que contribuyen, a partir de factores ajenos a la eficiencia económica y la justicia social, a perpetuar el predominio de un grupo de naciones. Por ello, se fija como un objetivo estratégico de primer orden la reformulación del comercio internacional. “El libre comercio no ha funcionado en parte porque no lo hemos intentado: los acuerdos comerciales del pasado no han sido ni libres ni justos. Han sido asimétricos, pues abrían los mercados de los países en vía de desarrollo a mercancías procedentes de los países industriales avanzados sin que se diera una plena reciprocidad. La teoría de la liberalización comercial sólo promete que se beneficiará el país en su conjunto. La teoría predice que habrá alguien que saldrá perdiendo. En principio, el número de ganadores podría compensar al de perdedores; pero, en la práctica, esto casi nunca ocurre. Si todos los beneficios van a parar a los que están arriba, entonces la liberalización comercial conduce a países ricos con población pobre, e incluso aquellos que se encuentren en una posición media sufrirán”.
Stiglitz demuestra que aunque la mayoría de los acuerdos internacionales tienden a eliminar las barreras aduaneras, dejan rendijas abiertas para que se cuelen otros mecanismos de obstrucción del libre flujo comercial: políticas de subsidios a sectores productivos (como por ejemplo, la agricultura), garantías o salvaguardas industriales, impuestos antidumping, restricciones técnicas y normas de origen (preferencia de determinados renglones y productores). Mención aparte le merecen las patentes y derechos de autor, figuras legales que crean monopolios temporales y trabas al surgimiento de políticas de innovación tecnológica.
Pero el autor no releva de responsabilidades a la clase gobernante de los países en vía de desarrollo, la cual, en su opinión, ha manejado de manera disoluta los niveles de endeudamiento, y ha observado una preocupante tendencia a la corrupción administrativa.
“Para que la globalización funcione necesitamos un sistema económico internacional que equilibre mejor el bienestar de los países desarrollados y de los países en desarrollo, un nuevo contrato social global (...) También hay que acometer las reformas necesarias para reducir el déficit democrático (...) Los problemas tienen mucho más que ver con el hecho de que la globalización económica está dejando atrás a la globalización política. Las consecuencias económicas de la globalización están dejando atrás nuestra capacidad para comprenderlas y manejarlas a través de procesos políticos. Reformar la globalización es cosa de la política”, concluye el Premio Nóbel.

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jueves, enero 10, 2008

Enredo fuerte



En los fanatizados espacios de mi alma beisbolera sólo puede existir un acontecimiento más doloroso que la anunciada eliminación de los gloriosos Navegantes del Magallanes; y este hecho es, sin lugar a dudas, la engorrosa y efectista eliminación de tres ceros de nuestro signo monetario.
Basta apenas visitar una modesta sucursal del sistema bancario nacional para experimentar, in situ, esa especie de revelación mística que los curtidos comunicólogos de la televisora oficial han tenido a bien denominar “contacto con la realidad” (parapapapampapampapam). Yo mismo fui testigo del inquietante surgimiento de un enredo fuerte, al tener la oportunidad de presenciar como una encolerizada viejita increpaba a un pobre cajero por el pago supuestamente chucuto de la pensión. La ancianita no alcanzaba a comprender cómo demonios su ingreso mensual ya no superaría la astronómica barrera de los seiscientos bolívares.
-Pero tranquilícese mi doña, que su dinero ahora se expresa en bolívar fuerte...
-¿Fuerte? ¡Fuerte es la arrechera que yo cargo encima cuerda de ladrones! No me vengan con quiquirigüiquis. A mí me falta plata en esta libreta. Además yo miré todos esos comerciales que transmitió el Banco Central, y en ninguno de ellos salía eso de que le eliminarían tres ceros a los sueldos y a las pensiones. Yo lo que sí recuerdo clarito que salió fue lo de quitarle tres ceros a los precios de los productos...
Mientras tanto, dos ventanillas más allá, en la caja tres, un funcionario bancario le explicaba a otro cliente que no podía recibirle cheques de otras instituciones financieras. Además le recordaba que las planillas a rellenar debían ser distintas según depositase en bolívares fuertes o en bolívares débiles. Todo un ambiente de confusión y conflicto que me hicieron recordar, inevitablemente, uno de los episodios más crudos de la novela Ensayo sobre la ceguera, aquel donde Saramago, a propósito de las desgracias de sus personajes, pone en boca del narrador: “Tened paciencia, tened paciencia, no hay palabras más duras de oír... mejor los insultos”.
Cuenta Isaac Asimov en su libro Los griegos que, en algún momento del siglo VII AC, los lidios, pertenecientes al Asia Menor, tuvieron el acierto de facilitar los intercambios comerciales a través de la invención de la moneda como medio de pago y depósito de valor. “Lidia comenzó a emitir pepitas de oro y plata con respaldo del gobierno, usando metales de garantizada pureza y estampando en cada pepita su peso o su valor. Egina fue la primera ciudad griega en hacer uso en gran escala de las monedas en el comercio. Su prosperidad aumentó y llegó a la cúspide alrededor del año 500 AC; otras ciudades-Estado se apresuraron a imitarla a este respecto. Curiosamente, la creciente prosperidad causó perturbaciones. A medida que entraba más dinero los precios se elevaban con mayor velocidad, de modo que se produjo el primer ataque de inflación”
Hidra de cien cabezas, la inflación, continúa aún su degollina en la Venezuela de nuestros días. Pero las mentes brillantes del gabinete económico nos juran que no tenemos nada que temer, ya que ellos por fin tienen un plan: la reconversión monetaria; suerte de poción mágica que en sus coloridos billetes logra reivindicar la antiquísima tradición de la lotería de animalitos. Un fogonazo auténtico del intelecto que gana para la numismática nacional la imagen de tres aguerridos próceres de nuestra olvidada otredad.
Sin embargo, a veces no es tanto adivinar el futuro, como saber reflexionar acerca del pasado. Y este país setenado ya transitó la trocha accidentada de la puya y de la locha. No hace falta pues aprobar un doctorado en Macroeconomía en el MIT o en el London Business School, para afirmar que los venezolanos somos hoy más pobres en términos nominales; y que mañana lo seremos también en términos reales, porque la brecha inflacionaria cabalgará a todo galope en los alados corceles del gasto público hemorrágico, la producción estancada y las trabas aplicadas al mercado primario y secundario de divisas. En palabras más profundas, hilvanadas por Alberto Barrera Tyszka: “Habrá que esperar la quincena para ponderar bien el impacto psicológico del cambio: gastar menos siempre es más fácil que ganar menos. En un momento, todos, de pronto, sentiremos la bofetada de un despido indirecto. La matemática también es un ánimo. Aunque el cero no valga nada, tres ceros menos, en cualquier presupuesto, producen vértigo, nos regalan una real sensación de vacío”.
Ya no seré millonario -y ni hablar de millardario, palabra que seguramente desaparecerá del español venezolano-. A partir de ahora para recibir una constancia bancaria de siete cifras, deberán incluirme los decimales y algo más. Al igual que los integrantes del grupo Bacilos, sólo me resta la esperanza de pegar en la radio para ganar mi primer millón. Y hasta que eso no llegue, pues adiós a Paulina y Alejandro Sanz.
Culminada mi diligencia, abandono la sucursal bancaria. A pocos metros del lugar soy abordado por un loco. El pobrecito, fuertemente desconectado de la realidad, me pide que le dé piches cien bolívares. Al escucharlo pienso que sin duda se trata de un sujeto que enloqueció en las postrimerías de la cuarta república. Casi me animo a espetarle que habrase visto a un orate martillando de a cien mil bolos el golpe. ¡Parece increíble cómo una medida de reconversión monetaria puede lograr el engañoso efecto de incrementar su demencia! Pero como dice el protagonista de Prisión Perpetua, esa excelente novela corta de Ricardo Piglia: “Las cosas siempre pueden empeorar: ésa es la tradición de los vencidos”.

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domingo, enero 06, 2008

El lado oscuro de la libertad


Barry Schwartz, profesor de Teoría y Acción Social en Swarthmore Collage (Pensilvania, Estados Unidos), no burla las expectativas de los lectores cuando en las páginas iniciales de su libro promete explorar y explicar el lado oscuro de la libertad.
Para cumplir con este objetivo, el autor se vale de una llamativa tesis que, a fuerza de desmentir la intuición humana, llega inclusive a ser controversial: la libertad de elección de una persona puede degenerar en una auténtica tiranía de la elección, cuando se registra un incremento desmesurado en el número de opciones a ser evaluadas en la relación diaria con temas como alimentación, educación, asistencia médica, crecimiento profesional o entretenimiento
“La libertad de elección no siempre nos hace más libres. De hecho, una mayor gama de bienes y servicios puede contribuir poco o nada a darnos el tipo de libertad que verdaderamente importa. Incluso puede hacernos menos libres al quitarnos un tiempo y una energía que mejor haríamos en dedicar a otros asuntos (…) Estas conclusiones contradicen la creencia popular de que cuando más opciones tengamos más felices seremos; de que la mejor manera de obtener buenos resultados es ponerse metas muy altas; y de que siempre es mejor retractarse de una decisión que no”, reflexiona Schwartz.
El progreso siempre ha consistido en la búsqueda de actividades que redunden en crecientes ahorros de tiempo y energía. Una preocupación que ha servido de motor a los pueblos en su histórica lucha por superar la impráctica laboriosidad de las actividades humanas primitivas, tales como la recolección de comida o la agricultura de subsistencia, para abocarse exitosamente al desarrollo de la artesanía, el comercio, la tecnología y la fabricación de productos con valor agregado. Pero, en opinión del psicólogo norteamericano, esta tendencia ha venido siendo revertida, porque los hombres modernos han vuelto a adoptar un comportamiento semejante al de las épocas de recolección, debido al considerable tiempo que deben emplear para recabar información y tomar sus decisiones.
A la hora de estudiar el proceso de toma de decisiones, Schwartz identifica dos tipos de personalidades: los satisfactores y los maximizadores. Los primeros se caracterizan por seleccionar una alternativa suficientemente buena, sin preocuparse por la posibilidad de que exista otra mejor. Los segundos destacan por su obsesión de querer tomar, en todo momento, la decisión óptima, perfecta.
Sin embargo, como estrategia de decisión la maximización puede resultar una tarea complicada; una estrategia que se va haciendo aún más difícil con cada nuevo incremento en el número de opciones. Según Schwartz, el aumento de oportunidades de elección presenta tres efectos negativos: hace que tomar una decisión requiera un mayor esfuerzo, incrementa la probabilidad de incurrir en errores e intensifica las consecuencias psicológicas de una mala escogencia.
Un retrato hablado de un maximizador dejaría observar los siguientes rasgos: le interesa las clasificaciones o rankings de calidad, es dado a la autocrítica enfermiza, sufre bloqueos creativos por su afán perfeccionista, pasa mucho tiempo pensando en los caminos no andados y en las acciones no concretadas, disfruta menos de los hechos positivos y, finalmente, tarda más en recuperarse de un disgusto cuando le ocurre algo malo.
En cuanto al comportamiento de compra, el maximizador compara más los productos entre sí que el satisfactor; también tarda más tiempo en adquirir la mercancía y es más propenso a arrepentirse luego de salir de la tienda comercial. De hecho, es a partir de ese instante que cae en la trampa mental de pensar en la superioridad de todas aquellas alternativas que decidió desechar.
Llama la atención el análisis del desgaste psicológico asociado con los denominados bienes posicionales; es decir, aquellos bienes y servicios cuya adquisición refuerzan el estatus que busca proyectar la persona en la sociedad. En palabras de Schwartz: “Es como estar en un campo de fútbol atestado de gente viendo un partido crucial. Un espectador que está en la fila de delante se levanta para ver mejor, y eso provoca un comportamiento en cadena. Al poco rato todo el mundo está de pie, sencillamente para poder ver como veían antes. En lugar de estar sentados, todos están de pie, pero no ha mejorado la posición de nadie. Y a alguien que unilateralmente y de forma resolutiva se niegue a estar de pie, lo mismo le daría no estar en el partido. Cuando se persiguen bienes que son posicionales, es imposible no entrar en una lucha sin cuartel. Elegir no luchar equivale a perder”.
La ansiedad causada por la duda de haber descartado las mejores opciones se agudiza cuando la persona toma conciencia del concepto de coste de oportunidad, inevitablemente atado a cualquier decisión: Si aceptamos el trabajo cerca de nuestra pareja estaremos lejos de nuestros padres; si viajamos de vacaciones a la playa no podremos disfrutar de cines y teatros. Los economistas recomiendan que los sujetos terminen su “contabilidad subjetiva” con el análisis de los beneficios contenidos en la segunda mejor alternativa. Sin embargo, los maximizadores, en su afán perfeccionista, incluyen en su “contabilidad subjetiva” todas las opciones distintas a la elección definitiva, lo que en la práctica equivale a efectuar una sumatoria de todos los costes de oportunidad.
“La satisfacción derivada de la opción elegida disminuirá al ir aumentando el número de opciones que deben ser tomadas en consideración y al irse acumulando, en consecuencia, los aspectos positivos asociados a las opciones rechazadas. Se trata de una de las causas más importantes de por qué el aumento del número de opciones puede ir en detrimento de nuestro bienestar. No nos quitamos de la cabeza las opciones que rechazamos y vemos como la satisfacción derivada de la opción escogida se diluye entre todas las opciones consideradas pero no elegidas, lo que provoca una gran decepción”, explica el autor de Por qué más es menos.
Otros factores que causarían mella en el ánimo del hombre sometido a la tiranía de la abundancia serían la formación de expectativas exageradas y la tendencia irrefrenable a la comparación, casi siempre en dirección ascendente, esto es, bajo la luz de los hábitos y costumbres de la clase social inmediatamente superior o de referencia.
En este libro se hace hincapié en la dificultad que supone ser libre. En claro contraste con la facilidad de llegar a pensar, de manera equivocada, que en cada una de nuestras decisiones quedan transparentados los rasgos más íntimos de nuestra personalidad: “Nuestro individualismo exacerbado significa que no sólo esperamos la perfección en todo, sino que esperamos alcanzar esa perfección en nosotros mismos. Cuando inevitablemente fallamos, la cultura del individualismo nos hace dirigirnos hacia las explicaciones causales basadas en los factores personales más que en los universales. Es decir, esta cultura ha establecido un tipo aceptable y ‘oficial’ de explicación causal, por el que se anima al individuo a culparse a sí mismo por el fracaso. Ése es el tipo de explicación causal que induce a la depresión cuando debemos enfrentarnos a un fracaso”.
Llegados a este punto, muchos lectores verán en Barry Schwartz un enemigo de la libertad; un miembro más de la tropa de Benito Mussolini, el mismo que decía: “Hay libertades; la libertad no ha existido nunca”. Otras personas, menos radicales, quizás lo despachen como un provocador, como uno más de los discípulos del filósofo francés Michel Onfray, quien desde un estrado universitario nos dice: “La idea del dolor es cristiana. Tenemos el libre albedrío. Si uno hace mal uso de él, es culpable y puede ser encerrado. Pero sabemos que hay determinaciones, que la necesidad existe. El libre albedrío que afirman los cristianos parte del principio de que el hombre es libre, de que conoce el bien y el mal. Se ha hecho imperativo postular que el hombre es libre para poderlo castigar, porque el que decide siempre es responsable. Sin embargo, es evidente que el hombre no es libre, que la libertad no existe”.
Pero no es así. Barry Schwartz lo que propone es un mejor uso de la libertad, que parte de la necesidad del hombre moderno de adoptar la forma de vida propia de los satisfactores, guiada por los siguientes principios:

Sería positivo aceptar voluntariamente algunas restricciones a nuestra libertad de elección, en vez de rebelarnos contra ellas.
Sería positivo aspirar a lo bueno que a lo mejor.
Sería positivo rebajar las expectativas en cuanto a los resultados de nuestros actos.
Sería positivo si las decisiones que tomáramos fueran irreversibles.
Sería positivo prestar menos atención a lo que están haciendo las personas que nos rodean.

En palabras de Schwartz: “El éxito de la modernidad ha resultado ser agridulce, y a donde quiera que miremos vemos que el factor que más ha contribuido a ello es la abundancia de opciones. Tener demasiadas opciones produce una sensación psicológica de desasosiego, sobre todo cuando se mezcla con el arrepentimiento, la preocupación por el estatus, la adaptación, la comparación social y, quizá lo más importante, con la maximización o deseo de tener lo mejor de todo (…) Concientizar esto hará que nos cueste menos adoptar la norma de ‘dos opciones son mi límite’ y aprender a vivir con ella. Merece la pena intentarlo”.
Visto bajo ese extraño prisma, los venezolanos, quién lo diría, hasta deberíamos dar gracias a Dios por vivir sumergidos en un clima de polarización.

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jueves, enero 03, 2008

A ciegas



Cada día que pasa la agitada realidad venezolana nos confirma como galeotes de una embarcación de pomposo nombre. Una generación de cansados remeros que se distribuyen a lo largo de una crujía que deja ver, por un lado, el éxtasis místico de los sujetos convencidos del épico destino de sus labores de sumisión; y, por el otro, la ira contenida de seres refugiados en sueños de plantes y motines. Mitológica tripulación de hostiles siameses, que no consiguen ponerse de acuerdo en la singladura propicia para llevar a buen puerto ese buque, cuatro veces centenario, llamado revolución.
El italiano Claudio Magris, hombre de mar y de letras, nos revela una verdad forjada al calor de las fraguas del desengaño: la ideología es el barco que se hunde (¿Magallanes una ideología?). “Es como viajar por el mar en busca del sentido de la vida y de la historia, en un barco que no puede llegar”. Palabras que nos sugieren que las páginas de su imponente novela A ciegas (Anagrama, 2006) no son más que la narración de los hechos acontecidos durante esa navegación tan fascinante como infructuosa.
Obra inquietante que nos plantea desde el principio el destino dramático de todo proyecto revolucionario: portar civilización y destrozar civilización. Paradoja del progresismo que sirve para resumir la vida de dos infatigables antihéroes -personajes complejos y visionarios, nobles y ruines- que no dejan de demostrar, en sus diarias vivencias, que a veces el futuro no solamente lleva adelantos, sino también muerte, depredación y engaño.
Salvatore Cippico es un esperanzado revolucionario italiano que viaja a Yugolasvia a fungir como partero del paraíso comunista. Sin embargo, la ruptura del mariscal Tito con el bloque soviético marca su transmutación de vanguardia del cambio a enemigo del sistema, y sella también su condena a los campos de concentración de Dachau y Goli Otok. Castigado por sus excamaradas eslavos y olvidado por sus compañeros comunistas, Cippico acopia la voluntad necesaria para, pasado un tiempo, volver a su tierra natal; pero allí ya no será bien recibido, pues se le verá como un agitador. Todo un apasionante itinerario del fracaso contado por un hombre trastornado, que, en su delirio, jura haber vivido, unos cuantos siglos atrás, la epopeya del guerrero danés Jorgen Jorgensen, fundador de Hobart Town (capital de Tasmania); un famoso rey deportado que luego será recibido por sus vasallos como un peligroso reo del imperio británico.
Los revolucionarios Cippico y Jorgensen, héroes y traidores en diferentes tiempos y geografías -ellos que son tantos- aportan el fondo humano que actualiza el mito del vellocino de oro. Sus parábolas vitales repiten la tragedia cainita del viaje a la Cólquide: Los argonautas se detienen en una isla habitada por un pueblo amigo, los dolionos, con quienes comparten una fraterna tarde de fiesta; al término de la celebración, optan por marcharse, pero una tempestad nocturna los hace retroceder, a ciegas, hacia la misma isla. Ninguno de los amigos se percata del incidente. Los argonautas creen haber sido arrojados a una isla rival; mientras que los dolionos están convencidos, a su vez, de que son atacados por sus enemigos. En la noche, estos dos pueblos hermanos, se degüellan recíprocamente...
“¿Qué se hace para ver en la oscuridad? (...) ¿Cómo se hace para reconocer a los hermanos, a uno mismo, en la noche?”, se pregunta Magris para más adelante colocar en labios de Salvatore: “Bessie trabaja en la cocina, inventa recetas y platos apetitosos. Me siento delante de ella y como, pero sobre todo la miro: esas manos que no tienen necesidad de defenderse y pueden hacer la pasta en paz, extender y rizar la masa, esparcir la sal, amasar, picar, mezclar, dosificar, servir en el plato. Eso es, a lo mejor es ésa la revolución, liberar las manos de la necesidad de pelear y restituirlas a la ternura”.

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