domingo, mayo 18, 2008

Lamento peatonal



El colapso propio de la vida urbana ha convertido a las calles venezolanas en espacios reñidos con la civilidad; lugares agrestes donde cada día se torna más complicado cumplir decorosamente con el oficio de peatón.
Son muchas las circunstancias que conspiran contra el desiderátum poético de hacer camino al andar. Pienso, por ejemplo, en ese inefable trasero que consigue expandir sus carnes hasta abarcar la totalidad de la acera. Una masa amorfa imposible de superar, que nos condena a participar en una procesión más fastidiosa que un sudoku de números romanos.
Pero no todas las personas se desplazan con la lentitud de quien se afana en dilatar una cita con la muerte. En este sentido, también son “bichos de asfalto” esos viandantes que parecen ocultar una suerte de turbinas, que los hace desarrollar velocidades vertiginosas. Puños, codos y hombros funcionan como rudimentarios dispositivos de mecánica automotriz que permiten abrirse paso entre la multitud aletargada, carente de destino.
Están los peatones vacilantes. Esos que dan dos pasos para adelante y uno para atrás, que arrancan y se detienen de golpe, que amagan con tomar tu misma dirección, que imitan la marcha zigzagueante del borracho. Conjunto de obstáculos cuya complejidad sólo puede ser superada por la pareja de novios que furiosa se niega a soltarse de las manos, no vaya ser cosa que en ese pavoso gesto termine anunciándose una futura ruptura amorosa.
Lamentablemente en nuestras ciudades todos aquellos que desean irse de caminata no tienen otra opción que disputarle el pavimento a vehículos y camiones, porque las castigadas calles venezolanas cuando no se encuentran clausuradas por trabajos de reparación ordenados sistemáticamente por nuestros alcaldes de keynesianismo chanchullero, hállanse tomadas por vendedores informales, quioscos dizque inteligentes e imprácticos contenedores de basura.
El enfermo no mejora con la llegada de las lluvias. En este punto, es preciso denunciar el carácter francamente despreciable de aquellos individuos que a pesar de tener un paraguas gigantesco se empeñan en pasar por debajo de toldos y aleros; un comportamiento irracional que obliga al caminante desprovisto de protección hacerse a un lado y zozobrar en el diluvio. Por su parte, los "ciudadanos de a carro”, eternos rivales de la raza peatonal, merodean por calles y avenidas a la espera de la formación de charcos y lagunas, que hagan posible el baño, con pestilentes aguas residuales, de cuanto bípedo se ubique a orillas de la acera.
A esta crónica del terror debemos añadir las falsamente decorativas baldosas callejeras. Algunas de ellas son tan resbalosas que resulta casi imposible transitarlas sin perder el equilibrio. Ninguno que las haya caminado ha podido librarse de la angustiosa sensación de inscribir su nombre en una suerte de torneo de patinaje tercermundista. Lo peor es cuando dichas cerámicas no se encuentran bien pegadas, ya que estos materiales de construcción se convierten en velados pozos de aguas negras, que suelen explotar violentamente tras ser pisadas por sujetos ataviados con ropas de color claro y sandalias.
Los repartidores de volantes callejeros constituyen la guinda del pastel; siniestros personajes que mantienen en jaque a mi pobre autoestima. Sólo anhelo que el prestigioso refranero popular nunca tenga a bien aceptar cualquier dicho que rece, palabras más, palabras menos, “dime qué papelitos recibes y te diré quién eres”. Porque entonces no me quedará más remedio, en ese aciago momento, que admitir públicamente mis supuestos problemas de deserción escolar (¡Hágase bachiller en dos meses!), flacidez crónica (¡Acabe con la celulitis!) e impotencia sexual (¿Cómo perro en azotea? ¡Tenemos la solución!).

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