sábado, noviembre 05, 2011

El espíritu de Praga

Los veinticinco ensayos y escritos periodísticos que integran El espíritu de Praga (Acantilado, 2010) tienen el mérito de atrapar el pulso inestable, siempre sobresaltado, de la vida humana cuando es baldada por los espantos nacidos de los sueños utópicos.
El checo Ivan Klima sabe de lo que habla porque sufrió en carne propia la ocupación nazi y los campos de concentración, el régimen comunista de la posguerra y el aplastamiento soviético de la Primavera de Praga, el triunfo de la Revolución de Terciopelo y la disolución de Checoslovaquia. Su escritura limpia y directa representa la voz del individuo anulado por la presencia omnímoda de un régimen criminal, un sistema de dominación creado por un líder o unos dirigentes psicopáticos que aman a la Humanidad pero odian al hombre.
El libro dista mucho de ser un martirologio. En sus páginas no abundan los nombres que individualizan a los millones de seres liquidados por la barbarie ni tampoco menudean las referencias efectistas a las innúmeras causas justas que jalonan la historia de los pueblos escogidos. El lector no tarda mucho en darse cuenta de que quien maneja los tiempos de la narración y trenza los hilos de la memoria está muy lejos de ser un santo. En el ensayo «Una infancia atípica», Ivan Klima, sobreviviente de tantas y tantas celadas, recuerda aquellos días cuando cayó derrotado por el odio, y la obsesión revanchista se transmutó en la ponzoña que contaminó su alma.
«Las vivencias extremas nos pueden hacer demasiados parciales. Desde el límite, desde la línea divisoria, el mundo se nos suele presentar de manera diferente a como lo vemos normalmente: cuestiones como la culpa y el castigo, la libertad y la opresión, la justicia y la injusticia, el amor y el odio, la venganza y el perdón parecen simples, sobre todo a ojos de una persona joven que en realidad no posee ninguna otra experiencia en la vida. Me acuerdo de lo obsesionado que estaba después de la guerra con la idea de la venganza; cada día escuchaba con ansia los programas de radio sobre los numerosos procesos que se estaban llevando a cabo entonces, tanto con los colaboradores checos como con los nazis de mayor rango. Una y otra vez me alegraba con las descripciones de las ejecuciones de los condenados en los juicios de Núremberg. En esto no creo que me diferenciase demasiado de la mayoría de los coetáneos, pero de todas formas pronto me asusté y me di cuenta de las raíces de mis sentimientos. Empecé a reflexionar sobre mis pensamientos simplistas. Yo diría que, al final, fue precisamente la singularidad de mi experiencia lo que me motivó a analizarla nuevamente para comprender las complejas causas de aquello que en la superficie parecía simple e inequívoco. La conclusión a la que llegué, y que he intentado expresar en mis obras, fue que justamente las vivencias extremas por las que hemos pasado en este siglo como individuos y como grupo pueden hacernos ir por la dirección equivocada: a menudo, impulsados por el anhelo de extraer conclusiones de nuestra amarga experiencia, cometemos errores fatales que, en lugar de conducirnos a la libertad y a la justicia que pretendemos conseguir, nos llevan a la dirección opuesta. En sí misma, una vivencia extrema no nos abre el camino hacia la sabiduría; ésta podemos alcanzarla sólo sí somos capaces de valorar esa experiencia con cierta distancia», nos advierte Klima.
Un matiz reflexivo que pone en aprietos a los lectores biempensantes y políticamente correctos que se consideran nimbados de dignidad y autoridad moral sólo porque repiten, como gárrulas cacatúas, los simplismos y lugares comunes de los resentidos revolucionarios que fundan su evangelio en la exaltación del victimismo y la proyección difusa de la llamada culpa histórica.
Otro ensayo de incómoda lectura es el titulado «Los poderosos y los impotentes». Aquí Klima disecciona los métodos principales de la dominación política y destaca la importancia que para cualquier gobernante tienen el miedo y la apelación a la fuerza: «El atacante siempre sabía que el terror precedía a su llegada. También sabía que el miedo de verdad quebranta la virilidad, crea pánico y paraliza la oposición. Por eso lo usaba. Tendía emboscadas repentinas, se ponía máscaras aterradoras, gritaba, chillaba, blandía antorchas, profería amenazas, aporreaba tambores, hacía sonar tapas de ollas, disponía a los soldados en formaciones para que aparentaran un número mayor (…) No hay poder en la Tierra que no haya confiado en alguna forma de terror (…) Todos los esfuerzos por liberar al hombre han sido, en realidad, esfuerzos por liberarlo del miedo».
También nos habla del miedo que duerme en la cama de los impotentes; una emoción primitiva que los lleva a ilusionarse con sueños de rebelión y libertad. Pero Klima, fiel a su propósito de no endiosar los prejuicios de la galería, se apresura a advertir que la salvación de la república jamás podrá venir de manos de los humillados: «La humanidad no puede ser redimida mediante el poder detentado por los antiguos impotentes porque, el día en que se vuelvan poderosos, perderán su inocencia. En cuanto empiecen a temer la pérdida de su poder todavía no consolidado se mancharán las manos de sangre y sembrarán el terror a su alrededor, y también se llevarán la cosecha. No pueden escapar del temor. Vivirán con el miedo a la venganza, a ser devueltos al lugar de donde vinieron y estarán horrorizados de sus propios actos. El poder combinado con el miedo produce enajenación. El poder de los que antes eran impotentes a menudo es más salvaje que el poder ejercido por aquellos a los que echaron, porque aunque los que detentan puedan tener el control del gobierno, siguen todavía dominados por el temor”.
El totalitarismo —esa peste del alma, que dijera Todorov— se analiza en dos magníficos escritos: «Comienzo y fin del totalitarismo» y «La lucha de la cultura contra el totalitarismo». De entrada, el autor de la novela Amor y basura llama la atención sobre lo erróneo de considerar a los regímenes dictatoriales como un fenómeno ajeno al núcleo del comportamiento y el pensamiento humanos. Sostiene que muchas personas ansían, de manera inconsciente, el orden público y la llegada de un gobierno de mano dura; y aspiran, sobre todo, que la opinión o tendencia que ellas adoptaron sean también adoptadas por los demás: «La primera mitad de nuestro siglo demuestra que los sistemas totalitarios atrajeron a capas enteras de la sociedad, a naciones enteras. Conseguían su popularidad no sólo por medio de la combinación de visiones utópicas y promesas demagógicas, sino también porque satisfacían las ideas que el ciudadano medio tenía sobre el orden y la organización justa de la sociedad. A personas atrapadas en una vida cotidiana y gris les ofrecían un gran ideal, así como la figura de un líder carismático que los aliviaría de la carga de tener que tomar decisiones, de las responsabilidades y los riesgos, y que además los conduciría a un objetivo que daría sentido a sus vidas. En un primer momento, muchos aspectos de un sistema totalitario resultan deslumbrantes: su resolución, la claridad de su programa y la eficiencia con la cual resuelve problemas que la democracia —ya por su propia naturaleza— no está en condiciones de resolver. Así, el sistema totalitario prohíbe aquello que desagrada al ciudadano medio y ordena aquello que le resulta formidable. El régimen reparte lo que confiscó o robó durante su emergencia, atemoriza, encierra o mata a aquellos que se muestran en desacuerdo con él, y de se modo crea una apariencia de unidad, la cual en los primeros momentos llega a tener un efecto casi mágico. Este efecto mágico es afianzado a través de magníficas y fastuosas celebraciones, manifestaciones y desfiles».
Más adelante explica Klima: «Un régimen totalitario debe esforzarse sin descanso en mantener la unidad, al fin y al cabo en ella radica su propia esencia; tanto en el plano ideológico como en el social esta unidad está simbolizada por el líder: el fundador, el descubridor, el unificador. Éste encarna no sólo el ideal totalitario, sino también el movimiento que impuso el ideal y el que le dio vida. En la primera fase, gracias a la personalidad del líder y de su séquito (de hecho, son éstos quienes fueron capaces de cautivar a los ciudadanos y —con seguridad y gran determinación— llevan a cabo su idea de orden social), el sistema totalitario se presenta como un sistema dinámico, como un sistema revolucionario que cambia el orden imperante, las leyes, las costumbres y las tradiciones. Sin embargo, el propio principio del totalitarismo presupone que todos se unirán en nombre del pensamiento del líder, del centro de poder. Por tanto, todo sistema totalitario tiene como objetivo, por un lado, la liquidación de la personalidad (a excepción de la del líder, éste está encarnada en un único ser o en un grupo) y, por otro, el ensalzamiento de la impersonalidad, de gente que, por muy aplicada, entregada y exhaustiva que sea, reprimirán conscientemente dentro de ellos todo germen de individualidad y cualquier género de iniciativa. Lo que en un principio se presentó como un sistema dinámico se hace pesado y pierde movilidad (…) El espacio donde se mueve el espíritu humano se estrecha cada vez más (…) El sistema totalitario sólo conoce una respuesta: contra el que está descontento aplica la fuerza. Por eso los estados totalitarios no pueden subsistir sin policía política, tribunales subyugados, sentencias ilegales, campos de concentración, numerosas prisiones en las que la persona se transforma en un esclavo ni ejecuciones que a menudo con torpeza disfrazan de asesinatos (…) El poder totalitario en general niega obstinadamente la crisis, aunque al mismo tiempo, igual que hace con todo, se aprovecha de ella para su propio beneficio. Y entonces comienza a transformar en privilegios todo aquello que, hasta poco tiempo antes, era una incuestionable necesidad humana, pero que gracias al totalitarismo se ha convertido en una exquisitez: acaba por ser un privilegio el derecho a la vivienda, así como el derecho a la comida no contaminada, a la asistencia sanitaria, a la información no censurada, a viajar, a la educación, a los medicamentos, al calor, a las frutas del sur y, al final, incluso la vida misma. El régimen totalitario lo transforma todo en un privilegio».
Llegado a este punto, Ivan Klima advierte sobre la posibilidad de que en un futuro cercano los sistemas totalitarios aparezcan de nuevo en el panorama político (aunque maquillados y rejuvenecidos con ligeras modificaciones de estilo) para representar a los ojos del pueblo opciones peligrosamente atractivas de gobierno. Lamentablemente los venezolanos que padecemos la oscuridad de los tiempos actuales ya no podemos leer la legítima preocupación del escritor checo como otra más de las curiosas profecías llegadas del viejo continente.

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