domingo, marzo 27, 2011

¿Y ese es tu líder?

Entre nosotros, ya no existen modos de invocar la ingenuidad. En Venezuela, transcurridos doce años de concentración de atribuciones legales y extraconstitucionales, no hay un solo resquicio de la vida institucional que pueda ser interpretado como un terreno baldío, sometido a las fuerzas del azar y el interés privado. Pillajes, traiciones y disparates alimentan una atmósfera pestilente difícil de disimular, dado que el egocentrismo jamás será grandeza, el expolio nunca será justicia y la sumisión no dejará, en nuestros labios, algo parecido al sabor de la dignidad.
Hubo un tiempo en la historia reciente del país en que los llamados bolivarianos no desaprovechaban una oportunidad para ensalzar la talla moral e intelectual de su líder fundamental. Afirmaban, orgullosos, que era el padre de la democracia verdadera. Un hombre de corazón puro, un predestinado, una suerte de titán, que deslumbraba por su asombrosa capacidad intelectual. Todos los chavistas se esmeraban en reproducir, cuando conversaban con familiares o desconocidos, los neologismos más rutilantes de la germanía presidencial, acaso porque pensaban que con cada sílaba pronunciada se fundían con el mito —con el juramento del Samán de Güere, con el escapulario de Maisanta—. Experimentaban la atávica fascinación por el lenguaje del vencedor.
Y entonces, envalentonados, embestían contra el ciudadano opositor, que era minoría, y criticaban lo precario de sus líderes. Se burlaban, por enésima vez, del filósofo del Zulia y su frase culmen («Si me matan y yo me muero»); ironizaban sobre la recién formada mesa de la unidad democrática y motejaban sus estrategias de lucha de protestas guarimberas, entre otras razones, porque ése era el discurso puesto a circular por Mario Silva y Alberto Nolia en los albañales mediáticos desde los cuales aún pretenden disfrazar de periodismo sus respectivas miserias.
Es pertinente acotar que al principio esta ardorosa defensa del líder no comportaba mayores complicaciones. El teniente coronel parecía desarrollar una agenda social y tenía billete para apuntalar su credibilidad. Además, cantaba y echaba chistes, una cosa que siempre agradecen los hombres y mujeres de vidas aburridas. Pero un día, que cuesta precisarlo en el calendario, la cosa cambió, porque el líder, otrora desprendido, comenzó a pedir mucho más que un sentimiento de afinidad política. Manifestó, explícitamente, su deseo de permanecer en el poder. Luego optó por el desatino de encadenarse en los medios de comunicación y dejar constancia, en horas y horas de grabación, de su naturaleza ramplona y primitiva. Fue así como los ingenuos se enteraron de que las misiones no eran de gratis y que ser chavista implicaba requisitos: inscribirse en el partido único, caletrearse los cánticos y eslóganes (el más tenebroso: «¡Con hambre y desempleo, con Chávez me resteo!»), fundar un consejo comunal, marchar a diestra y siniestra, defender la gestión —es un decir— de ministros ineficientes y negar la realidad cuando los hechos entraran en conflicto con el país perfilado en las interminables peroratas del comandante presidente.
Quizás tenga razón el tratadista español José Antonio Marina al afirmar, en su libro Las culturas fracasadas, que en el ser humano yace un oculto deseo de ser timado. De lo contrario, cuesta mucho explicar por qué el pueblo chavista, en teoría heredero de la rebeldía de los libertadores, cohonestó con sospechosa «candidez» ardides tan desgatados como la realización de censos, la colocación de piedras fundacionales (de puentes, de escuelas, de hospitales, de urbanizaciones residenciales), la presentación pública de maquetas, la inauguración supuestamente simultánea de múltiples obras (de las cuales sólo una se televisa), el manejo turbio y arbitrario de los recursos de la factura petrolera, la entrega de certificados en lugar de la propiedad física y el anuncio rimbombante de etapas, siglas para la autocrítica (las famosas tres erres) y motores revolucionarios.
Estas son las horas en la que los pobres chavistas tienen que fingir no haber escuchado nunca ningún insulto acerca de Juan Manuel Santos, el nuevo mejor amigo de Venezuela al comprometerse a entregar al pajarraco canoro de Walid Makled. También deben hacerse los locos ante la profanación, en circunstancias extrañas, de la tumba del Libertador Simón Bolívar y la compra de considerables lotes de comida cercana al vencimiento, por parte de autoridades del gobierno cubano. Ya sin dignidad nacionalista, ya sin respeto patriótico, ya sin soberanía alimentaria, los chavistas deben refrendar (como lo hicieron, en su tiempo, muchos de los permisivos seguidores del nazismo) que la vida humana no vale nada y que la permanencia del caudillo bien vale un genocidio. Porque algo oscuro debe haber en la psique y en el alma de alguien que dice que no le consta que Gaddafi lleva a cabo una matanza de opositores en Libia, a pesar de que el autor del Libro Verde señaló previamente en una declaración televisiva, desde Trípoli, que su ejército exterminaría a todas las ratas que se levantasen contra el gobierno popular y socialista de cuatro décadas, conocido como la Jamahiriya.
Parece que ninguna villanía causa mella en el ánimo de quien renunció a la razón y decidió refugiarse en la creencia fanática, tal como nos lo recuerda Victor Klemperer, en uno de los capítulos más impactantes de su obra La lengua del tercer reich. El filólogo relata en sus anotaciones como un cabo del ejército se resiste a admitir el indetenible avance de las fuerzas aliadas en territorio alemán, y sólo atina a responder: «Yo soy un simple cabo; no entiendo suficiente de estrategia para poder juzgarlo. Pero el Führer declaró el otro día que íbamos a ganar con toda seguridad. Y él no ha mentido nunca. Yo creo en Hitler. No, Dios no lo abandonará. Yo creo en Hitler». Después, una vez concluida la guerra, Klemperer se reencuentra con uno de sus antiguos alumnos, L, quien para su sorpresa no se muestra interesado en participar en la política de rehabilitación de los antiguos nazis. Al ser interrogado sobre los motivos de su proceder, más inexplicable todavía a la luz de la divulgación de los espeluznantes crímenes del régimen, L confiesa en voz muy baja: «No he solicitado la rehabilitación ni puedo solicitarla. No puedo negarlo: yo creía en él. Lo admito todo. Los otros lo interpretaron mal, lo traicionaron. Pero en él, en ÉL sigo creyendo».
En Venezuela, años después, otros siguen creyendo. Y el amo supremo premia su devoción con el bochorno y el ridículo de obligarlos a justificar la demencial declaración de que el capitalismo acabó con la vida en el planeta Marte. No falta quien insulte a las personas que se ocupen de zurcir, con críticas y reacciones airadas, los jirones que el poder pretende hacer pasar como trapo rojo a los ojos de la opinión pública, pero pienso, con Javier Marías, que «hay cortinas de humo que no deben pasarse por alto por lo que delatan o implican». En este caso: la convicción absoluta de que se lidera a un hatajo de débiles mentales...
No existe inocencia entre nosotros. Ninguno puede hacerse pasar por teletubi. Sólo los versos del poema Nocturno de San Ildefonso, del gran Octavio Paz, pueden aspirar a ceñirse el ropaje de la verdad: «Enredo circular / todos hemos sido / en el Gran Teatro del Inmundo / jueces, verdugos, víctimas, testigos / todos / hemos levantado falso testimonio / contra los otros / y contra nosotros mismos / y lo más vil: fuimos / el público que aplaude o bosteza en su butaca. / La culpa que no se sabe culpa / la inocencia, fue la culpa mayor».

A doce años de oscuridad, tragedia y ruina, Chávez ya no tiene seguidores. Sólo tiene complices.

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1 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

ay Vampi, parecieran tan pocos los lúcidos como tú...Los únicos que sufren mientras la dignidad se extingue...Para mí es mas fácil desde la distancia...No puedo dejar de pensar: si, es es su líder..."porque cada pueblo escoge al líder que se merece" sniff, sniff :(

3:06 a.m.  

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