viernes, mayo 18, 2012

Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma

En la sociedad de la mentira lo peor que le puede ocurrir a una persona es toparse con ella misma, percatarse de que horas y horas de simulación, de cansón histrionismo, de repetición mecánica de mantras ideológicos, no pudieron sepultar en el olvido al ser sincero y espontáneo que en un principio fue.
«Con las buenas mentiras siento cuando funcionan bien, porque de una palabra a otra yo misma me las creo. He mentido tanto por miedo y por otros que ya no puedo mentir sin miedo y por mí», dice a modo de confesión la protagonista de Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma (Siruela, 2010), novela de la escritora rumana Herta Müller.
En el régimen comunista de Ceauşescu, un miembro de la policía política tensa los hilos de la telaraña de espionaje que recubre la vida privada de los rumanos. Con la ayuda invalorable de un delator (Nelu, un macho ofendido por el rechazo sexual de la hembra), el mayor Albu aborta un plan de fuga ideado (¿o delirado?) por una modesta trabajadora de una fábrica de ropa. La estrategia de huída consiste en coser, en el bolsillo interior de un lote de trajes masculinos que serán exportados a Italia, una nota escrita en letra de molde, en la que puede leerse, además de un nombre y una dirección de residencia, una petición desesperada: «Cásate conmigo».
El desatino de concebir el matrimonio como una orden de excarcelación, como la posibilidad de evadir el cerco totalitario, se convierte en el motor que tira de los acontecimientos. Los obreros patriotas y revolucionarios, indignados ante el intento de deserción de una compañera de clase, deciden convocar una asamblea especial. La jornada de debate concluye con el repudio de las notas hológrafas y una censura moral a la joven autora, incursa en el delito de prostitución en el puesto de trabajo. «Mi amiga Lilli me contó que Nelu me había acusado de traición a la patria, pero no logró convencer. Como yo no era miembro del Partido, y ése era mi primer delito, decidieron darme la oportunidad de enmendarme. No fui despedida, para Nelu una derrota. El responsable del trabajo ideológico me llevó dos amonestaciones escritas a la oficina. El original tenía que firmarlo para darme por enterada. La copia se quedó en mi escritorio», rememora la costurera.
La mala pécora regresa al rebaño socialista y al decorado habitual donde transcurre su vida de bestia domesticada, en el galpón hacinado de una vieja maquila que los dirigentes comunistas se empeñan en presentar como una exitosa fábrica nacionalista, a pesar de que la productividad se halla disminuida por esa suerte de moral cínica con la que muchos burócratas se relacionan con los bienes estatizados. «En la fábrica robar no es un delito. La fábrica pertenece al pueblo y uno es del pueblo y se lleva su propiedad del pueblo: hierro, madera hojalata, tornillos y alambres, lo que haya para llevarse», dice un cruzado de la lucha antiimperialista. Pero la consigna que reivindica para los trabajadores el derecho soberano a llevárselo todo no se cumple en la realidad, porque existe una cosa que los trabajadores de la fábrica no pueden robarse o tomar prestado ni comprar: el producto de su trabajo, las piezas de vestir confeccionadas exclusivamente para uso de personas de la Europa occidental. «Cortar, pespuntear, poner apresto en las telas, planchar, empaquetar y a la vez saber que no se es digno de lo hecho», reflexiona la costurera rumana, sin percatarse de que, al rasgar el velo de la mentira, desnuda su personalidad trunca, malograda, impotente.
Vienen los interrogatorios: las preguntas largas, fáciles de evadir; y las preguntas cortas, que resultan complicadas de responder, «porque obligan a pensar». El mayor Albu suspende la tortura psicológica y la mujer vuelve a la fábrica, donde se topa de nuevo con el donjuán desairado. «Nelu no me preguntó absolutamente nada. El tipo era capaz de más cosas de las que me había imaginado. En los tres papelitos que se encontraron más tarde en unos pantalones destinados a Suecia se leía: “Muchos saludos desde la dictadura”. Los papelitos eran exactamente iguales a los míos, pero no los había escrito yo. Fui despedida».
Ya no existe reconciliación posible con el sistema. La costurera es arrojada «a la horda silenciosa de lenguas podridas y ojos muertos». Condenada a la muerte civil, la mujer halla en la memoria un reducto de dignidad. Recordar se convierte, entonces, en un arduo esfuerzo de resignificación de las experiencias, de recuperación del sentido de los momentos vividos. Una tarea dolorosa que exige devolver a los hechos y a los objetos sus nombres verdaderos. No hubo amor sino miedo a la soledad («cuando se busca, siempre se encuentra alguno, y siempre se lo ama»). No hubo justicia sino puerta franca al resentimiento («En su juventud mi suegro solía cabalgar por el pueblo y odiaba a todos los que eran más ricos que un cochero»). No hubo consulta sino imposición («la felicidad se había vuelto una exigencia excesiva»). No hubo ejército soberano sino fuerzas de ocupación («Ya hacía tiempo que no había guerra. La formación militar se diluía en el ocio, que era preciso detener con un trabajo muy fino y delicado, que volvía temerario a todo el mundo: conquistar mujeres bellas. El grado de belleza se medía de acuerdo al rostro, la curvatura de las nalgas, de las pantorrillas, de los senos»). No hubo ideales sino deseos de impunidad («¿Qué es exactamente un comunista?»).
Herta Müller demuestra con esta novela la exquisitez de su técnica literaria. La ruptura temporal de la narración permite a la prosa reproducir cabalmente el desorden mental de quienes hablan sobre cosas que no dicen, miran realidades que no existen, alumbran pensamientos que no tienen y escuchan órdenes que no han sido pronunciadas. Infierno del alma escindida, que se afana en conciliar la vivencia personal con los principios y dogmas del buen socialista.
«¿Qué hacer cuando con la palabra no puede decirse mucho, cuando la mejor palabra es mala?», se pregunta la humilde costurera, sin que su mente consiga dar con la respuesta.

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