miércoles, enero 14, 2009

El desmayo francés de Pancho Massiani


Por primera vez desde que llegaste a París, como modesto becado del Instituto de Cultura y Bellas Artes (Inciba), en 1969, lamentaste encontrarte lejos de tu ciudad natal. Y es que si hubieses estado en Caracas, todo seria mucho más fácil. ¡Pero no Pancho Massiani! Tenías que estar en la ciudad luz justo en ese momento, y sin un franco en la cartera. ¡Vaya! ¡Quién diría que eres el mismo sujeto que meses atrás comentaba, jactancioso, que prefería andar pelando bola en los Campos Elíseos que vivir buchón en el boulevard de Sabana Grande!
Pero ahora, por bocón, otra cosa no estás haciendo. Sólo que no estás pelando bola en los Campos Elíseos, sino en la calle de la vieja casa de empeño. Ese desgraciado lugar que ahora no te cansas de rondar.
¿Cuándo te animarás a tragar grueso, y atreverte a abrir la puerta? ¿Cuándo reunirás el valor suficiente para preguntarle al dependiente cuánto dinero te dará por la máquina de escribir marca Underwood? ¡Sí! Esa misma máquina de cuyas teclas brotó tu novela Piedra de mar. La misma máquina de dónde salieron los borradores que la secretaria de la revista Imagen se comprometió a transcribir a razón de medio por cuartilla. En el fondo piensas que la culpa no es tuya; le pertenece más bien al infeliz burócrata que retiene malamente tu modesta beca de 400 bolívares mensuales, y te obliga a separarte temporalmente de quien ha sido tu cómplice y compañera en este duro oficio de la escritura.
Mejor será no seguir pensando. Mejor será tomar el dinero y buscar el puesto de perros calientes; tratar de estirar los francos agónicamente conseguidos y comprar una botella de vino para beberla en compañía de una bella francesa. Lo importante será no preocuparse. Seguramente algo se podrá intentar más tarde. Por los momentos, ante la robinsoniana dicotomía “inventamos o erramos” has decidido errar, has decidido ser un caminante en esta París que es una fiesta, pero que a veces, como Caracas, también es resaca, también es ratón.

* * *

Has recuperado la máquina, y te has volcado en ella con un ritmo enfebrecido, como el amante que vuelve al cuerpo que desata su deseo. Has escrito sobre Antonio Gálvez, hombre de arte, amigo de Luis Buñuel. Lo has hecho para la revista Imagen. Todavía te sientes su reportero.
La reseña te ha quedado bien. Te lo ha hecho saber el propio Gálvez, quien además te confiesa que ha compartido el escrito con uno de sus más dilectos compañeros: Julio Cortázar. Oyes el nombre y un vértigo recorre todo tu cuerpo. Sin embargo, no tienes tiempo de detenerte a detallar tantos sentimientos, ya que otro anuncio consigue sorprenderte: El argentino quiere conocer al promisorio autor de Después de Gálvez. Desea felicitarlo. Le parece un excelente trabajo.
Días más tarde, caminas nervioso en dirección al boulevard Voltaire. Ha llegado el momento del encuentro. Por eso buscas el edificio número 38, con su característico portón, para entrar por la pequeña puerta de madera y subir hasta el primer piso, tocar el timbre, saludar a Antonio y proceder luego a estrechar la mano del gigante literario -queremos tanto a Julio-. Pero el miedo te paraliza. Las piernas no te obedecen e inexplicablemente decides dar la media vuelta. Te sientes pobrecito ¡Qué es Piedra de mar comparada con Rayuela! Y te devuelves a casa. Y allí, encerrado entre paredes, estallas en llanto, y sientes como en tu corazón se oprime un pequeño cronopio, acaso en el mismo instante cuando, en tu añorada Sabana Grande, un joven, también tímido, también nervioso, oprime con sus manos al inocente pollito de Un regalo para Julia.

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miércoles, enero 07, 2009

Por fin se fue diciembre

Sería muy bueno que todos los días fuesen Navidad, pero sería pésimo que todos los meses fuesen diciembre.
Diciembre es un mes exagerado, fatigoso, intenso, cansón. La gente anda como alebrestada, como si sus cuerpos hubiesen sido poseídos por una legión de espíritus malignos que sólo se sienten satisfechos en la distendida atmósfera de un amanecer gaitero.
Una de las manifestaciones más típicas del jaleo decembrino son las denominadas fiestas de fin de año. Llama mucho la atención el doble discurso esgrimido por todos los asistentes a este tipo de reuniones. Es así como, horas antes de la cita social, los forzados rumberos se despiden de sus respectivas parejas con el siguiente discurso tipo: “¡Qué fastidio, mi amorcito, con esta gente del trabajo! ¿Es que no les basta con tenerlo a uno encerrado durante doce meses con una partida de infelices? Pero bueno, en fin, no me queda otra opción que acercarme por allá para que luego no digan que dizque tengo problemas de integración. Pero, desde ya, quiero ver con qué vienen este año los cretinos de la empresa. Estoy seguro de que la cesta navideña estará llena de enlatados y güisqui lavagallo. Sólo Dios sabe lo qué daría por quedarme aquí a tu lado, mi amorcito, disfrutando de tus besos y caricias. Sniff. Sniff”.
Sin embargo, por dentro se mueren por ir a la rumba. Quieren saber de una vez por todas con quién se van a horizontalizar. Llegan al salón de fiesta deseosos de cobrar las copiosas facturas derivadas del “pistoneo de pasillo”. En verdad aquello parece una suerte de round robin, de todos contra todos. Es como si se fuese a acabar el mundo y se terminasen las oportunidades de tener algo con alguien. ¿Pero a qué se debe esta pulsión por el cuerpo del prójimo? Tengo para mí que la causa obedece a la tradición decembrina del estreno. Y es que todos ellos, en el fondo de sus corazones, ron y reggaeton mediante, sólo aspiran a estrenar el cuerpo de una amante ocasional...
Diciembre es también un exceso decorativo, un bombardeo visual de tonalidades rojiverdes. Resulta increíble como a todo se le quiere poner escarcha, bolitas y luces intermitentes. Una manía recurrente que me hace recordar las proféticas palabras del bloguero venezolano Lautaro Sanz: “Supe que debía irme de Venezuela el día que decidieron iluminar el río Guaire”. Suena duro pero tiene razón. ¿A quién se le ocurre adornar una cañería? Lo peor del asunto es que hasta los delincuentes venezolanos han adoptado la costumbre de disfrazarse para perpetrar sus violentos atracos. No puedo evitar pensar en el infortunio del amigo maracucho que un choro, con gorro de San Nicolás, asaltó prevalido de una arma blanca. Lo único que pudo decirle fue: “No me puyéis Santa, no me puyéis”.
No hay que olvidar que el 21 de diciembre se celebra una festividad exótica y surrealista conocida popularmente como la llegada del Espíritu de la Navidad; entidad metafísica caprichosa y susceptible que sólo visita a la raza humana una vez al año, y en un horario bastante restringido -entre las diez y las doce de la noche-. Sin embargo, lo más llamativo de este Espíritu es que se trata del único personaje que se pone con exigencias a la hora de efectuar una visita. Mientras todos los viajeros, que en el mundo han sido, aceptan resignados la cama y la alimentación dispuesta por los anfitriones, este espíritu con aires de diva comienza con un listado de peticiones que ni Jennifer López cuando emprende una gira de conciertos. Del amplio catálogo de pavosas exigencias destacan dos: el encendido de un incienso con olor a mandarina (y uno se pregunta, ¿a quién por fin estamos recibiendo: a Juanga o al dichoso Espíritu?), y la guinda de la torta: abrir todas las ventanas y puertas, lo que en Caracas, reputado valle de balas, equivale a una variante del suicidio colectivo. Ojalá, ruego yo, que jamás se les ocurra a las autoridades gubernamentales recibir el Espíritu de la Navidad en las cárceles venezolanas, porque ahí sí es verdad que le meten medio chuzo al atribulado pueblo venezolano. Y es que lo único que le falta pedir a este abusador Espíritu son tres frascos de Royal Salute y las llaves de una camioneta para ponérsela de sombrero en la Autopista Regional del Centro...
Pero es que lamentablemente nuestros héroes navideños se han vuelto todos unos “mala conducta”. Y si lo dudan, pues los invito a sintonizar la televisión comercial para que se enteren de las andanzas del Santa Claus Venezolano, quien, a juzgar por cada pieza publicitaria, se encuentra más dañado que Amy Winehouse, Lindsay Lohan, Britney Spears, Peter Doherty y Maradona juntos. Lo más decente que hizo el Santa Venezolano fue mover el bote al estilo Madagascar, porque lo que fue este diciembre no las pasamos escuchando cosas así: “El Santa Venezolano se dispara para Cúcuta a raspar el cupo CADIVI”, “El Santa Venezolano se mete una bola y parte de la otra revendiendo las entradas de los Caracas-Magallanes”, “El Santa Venezolano sale de abajo comerciando güisqui pinchado”, “El Santa Venezolano coloca en su estado de Facebook «Santa: rascándose una bola»”, “El Santa Venezolano le mete al Seguro los rayones que le hizo al trineo cuando se fue echar palo por el centro con los Tres Reyes Magos”, “El Santa venezolano afirma que el gordo Antonini jamás lo ayudó a negociar la compra de juguetes y que jamás lo volverá a hacer...”. ¡Tremendo peluche!, que diría el cronista de las pelusas, y poeta de a ratos, Inocencio Pereira.
Sin embargo, la joya de la corona viene dada por el falsario testimonio de quien asegura quedarse en Caracas para disfrutar de la calma de la ciudad solitaria. Se trata del alucinado sujeto que le da por entonar loas al silencio y a la soledad capitalina. En su criterio, no hay cosa más excitante que viajar en un vagón del metro con solo cuatro pasajeros, o efectuar las compras dominicales en un mercado de Quinta Crespo de pasillos espectrales. “Es que te lo digo, hazme caso chamo, no hay nada mejor que asistir al Parque del Este cuando no va aquel gentío. Te te puedes acercar sin presiones a la jaula de los leones. Y entonces, tú ves a los leones, y ellos te ven a ti. Fijamente, en silencio. ¡Qué vaina tan arrecha papá! ¡Pura metafísica!”. ¿Pero quién les va a creer semejante sandez? Mejor digan la verdad: que no salieron de la ciudad porque andaban mamando, locos y sin amigos.
Y es que desde hace tiempo todo aquel que se le presenta la oportunidad de huir de Caracas no lo piensa dos veces. Poco importa que la marcha se emprenda con un cupo de viajeros de treintas dólares y un talonario de cesta ticket.
Ya lo dijo Otrova Gomas en su hilarante novela El Terrorista: “Si París es una fiesta, Caracas es el ratón”.

PS: A todos los visitantes de esta calichosa página les hago llegar mis más sinceros deseos para el naciente 2009. Mucha salud, felicidad y éxitos profesionales. Gracias por acercarse a los predios transilvánicos. Lo mejor del mundo para ustedes.

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