miércoles, febrero 26, 2014

No entienden nada de nada

Al momento de escribir este artículo, el país registra 15 muertos, 149 heridos y 609 detenciones tras doce días de protestas callejeras. Los miembros del Foro Penal Venezolano confirman dieciocho casos de tortura en diferentes centros de reclusión. En cuanto al número de estudiantes desaparecidos, aún no existe una estadística que pueda ser considerada como creíble. Solo hay fotografías que se multiplican en las redes sociales.
¡Qué deplorable que el mundo precisara de tan copioso catálogo de víctimas para voltear sus ojos hacia nuestra tierra! ¡Qué lamentable que no le bastara con las pruebas de constantes violaciones a la constitución nacional, ni con las diarias evidencias de menosprecio a los principios de un sistema de libertades, ni con las demostraciones públicas de acoso y persecución a la disidencia ideológica! ¡Qué triste descubrir que la credibilidad internacional de los demócratas venezolanos siempre estuvo en función de la sangre derramada!
De la actual profusión de seres solidarios con la trágica suerte de Venezuela llama la atención la enorme cantidad de atletas y artistas que hacen un alto en sus trayectorias profesionales para exhibir un cartelito con la palabra «paz». Según muchos de ellos, si todos los manifestantes se retiraran a sus casas y aceptaran resignadamente los dictados del gobierno, nuestra nación volvería a transitar los caminos de la calma y la tranquilidad. No entienden nada de nada.
Al bloqueo informativo se une el efecto silenciador de los opinadores cautivos de eslóganes y consignas. Hablo de aquellos expertos mediáticos que, en vez de desarrollar interpretaciones novedosas para explicar circunstancias históricas inéditas, se conforman con recitar los lugares comunes difundidos por el sistema nacional de medios públicos. Los venezolanos reconocemos al voleo estas supuestas «verdades» de la propaganda oficial: el inequívoco carácter chavista de los sectores populares, la recurrente ubicación geográfica de las guarimbas burguesas (en los asentamientos urbanos donde habita la clase media), la ausencia de contenido reivindicativo de las protestas (sólo interesaría el «Maduro vete ya»), la naturaleza democrática de una revolución relegitimada en sucesivas elecciones y la vocación conspiradora de la oposición venezolana.
Ninguno de estos  sesudos analistas repara en lo variado del origen social de los estudiantes venezolanos ni reflexiona acerca de la total ausencia de manifestaciones espontaneas a favor del gobierno en las denominadas barriadas populares (todos los actos de apoyo a Maduro se han hecho en los espacios de Miraflores). Nada se dice de cómo el sadismo de las fuerzas represivas del Estado, sumado a los  «ataques fulminantes» de los colectivos armados, obliga a los estudiantes a cercar las zonas donde se desarrollan las protestas. Es obvio, para todo aquel que desee verlo, que no todas las barricadas pueden explicarse con el simplismo conceptual de las guarimbas, porque en la mayoría de los casos detrás de ella se esconde, más que una pulsión subversiva, un comprensible instinto de sobrevivencia. Una razón que pudiese resultar abstrusa a todo aquel «ciudadano» que clama por la lucha sin cuartel contra la dictadura pero vocifera su indignación tan pronto ve afectada, aunque sea ligeramente, la normalidad de su jornada cotidiana.
Me entristece mucho constatar cómo esta dramática realidad nacional no es percibida en toda su magnitud por los sectores fundamentalistas de la «construcción silente de una nueva mayoría». Una curiosa tesis científica, cuya adamantina consistencia ni siquiera aguantó un  «dakazo».
Lecturas de centro. Lecturas de derecha. Lecturas de izquierda. ¡Vaya que he podido analizar muchos textos en los últimos días!
Del variopinto maremágnum de páginas leídas, mi mente vuelve insistentemente a unas mismas líneas, inquietantes líneas, firmadas por el artista plástico y novelista venezolano Roberto Echeto: «Todos los caminos (todos, hasta los electorales) conducen a que nos apunten con escopetas y pistolas. Así que nuestro dilema trágico es muy simple: esclavitud o libertad».

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jueves, febrero 20, 2014

Noche de plomo

Escribo en la madrugada del jueves 20 de febrero. Lo hago a tres cuadras de donde cayera asesinado el joven Bassil Alejandro da Costa. Escucho detonaciones por los lados de la avenida Fuerzas Armadas y de la avenida Urdaneta. Reviso las redes sociales y constato que muchas urbanizaciones de la capital son escenarios de abusos policiales contra manifestantes desarmados. En Altamira los uniformados irrumpen en los edificios para llevarse detenidos a los estudiantes. La quema de basura y la colocación de obstáculos en las calles no justifican esta arremetida demencial de los organismos de seguridad y los facinerosos de los llamados colectivos chavistas. Pero así operan las dictaduras. Es una noche de muerte.
La represión comenzó simultáneamente con una cadena del señor Nicolás Maduro. Una lamentable aparición pública de un político que cree que con amenazas puede sortear el grave problema de gobernabilidad causado por el auge delictivo, la impunidad hamponil, la alta inflación, la escasez de productos básicos, el elevado desempleo, la criminalización de la disidencia ideológica y el desbordamiento de la violencia paramilitar (a esto se sumará, en breve, los efectos inflacionarios de la devaluación implícita en la creación del llamado Sicad 2). Al inaceptable bloqueo informativo que padece la sociedad venezolana se agregan dos ignominias: la negativa a autorizar divisas para la compra de papel periódico y la penosa circunstancia de contabilizar dieciocho reporteros agredidos, más doce detenidos, en ocho días de protestas callejeras.
El gobierno ordena el arresto de Leopoldo López y persigue a dos integrantes de la dirigencia del partido Voluntad Popular bajo la excusa de haber promovido actos de violencia y de incitación al odio social, pero nada dice de la convocatoria a la 
«ofensiva fulminante» por parte del gobernador militar del Estado Carabobo, Francisco Ameliach. Tampoco procede a arrestar a los pistoleros claramente identificados en el video presentado por el equipo de investigación del diario Últimas Noticias. En las páginas de opinión de este mismo tabloide, la Fiscal General de la República afirma que el pasado 12 de febrero siempre estuvo presta a recibir a una comisión de estudiantes en su despacho. Miente. Fue su negativa a cumplir con un acto meramente administrativo lo que terminó por precipitar los acontecimientos terribles ocurridos en las inmediaciones del Ministerio Público.
La noche de plomo que nos sacude está hecha de tantas imprudencias similares, de tantos desaires y atropellos cometidos por personas que olvidaron su condición de servidores públicos para adoptar, en mala hora para la democracia venezolana, una intransigente postura de verdugos e inquisidores, cuando no de proxenetas y traficantes. Se emplea mucho el símil de los hermanos que riñen entre sí. No es apropiado. Un país dividido se asemeja más a un siamés. La aniquilación de una parte de la población no equivaldrá, simbólicamente, a la muerte de uno de los gemelos. La separación de los siameses terminará con la vida de ambos. Esa es la verdad.

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lunes, febrero 17, 2014

Los hijos de Chávez

No hace falta que se proclamen hijos de Chávez. Es un hecho paladino. Basta con observar la enfermiza devoción que sienten por la mentira y el ocultamiento para colegir la existencia de un genuino parentesco. También, por supuesto, por el descaro, ese otro rasgo prominente del golpismo sublime, eterno e invicto, que de modo tan nítido puede rastrearse en las palabras y actuaciones de los dirigentes del llamado proceso bolivariano.
Ningún venezolano puede asombrarse de la torpeza —tanto de gesto como de intelecto— con la que el señor Nicolás Maduro y su combo ministerial pretenden desviar las culpas y responsabilidades nacidas de quince años continuos de envilecimiento del alma colectiva, de pésimo manejo administrativo, de exterminio de la vida republicana, de corrupción insaciable.
La nefasta trilogía bolivariana de la mentira, el descaro y el ocultamiento la emprende nuevamente contra el mismo pueblo que dice amar y defender. En esta oportunidad lo acusa de ser responsable, junto con las telenovelas y las películas de acción y terror de Hollywood, del desmadre de la inseguridad personal.
A la revolución le disgusta la consigna popular «Mónica Spears somos todos». En cambio, le parece mejor, más precisa y ajustada a la realidad la expresión «Culpables somos todos»; porque a juicio de las autoridades gubernamentales cada uno de los venezolanos tiene una cuota de responsabilidad en el desmadre de la violencia, en el creciente mar de sangre que ahoga al país. Incluso ella: mi sobrinita de año y medio, que apenas hace un mes aprendió a caminar. ¡No se dejen engañar por su falso candor, por esas tiernas encías, escasas de dientes! ¡Ella también es culpable! Tan culpable como ese policía que desatiende sus obligaciones y participa activamente en las mafias de los secuestros expresos. Tan culpable como ese juez que olvida su compromiso con la justicia y deja en libertad a los delincuentes detenidos y llevados a su juzgado, o retarda con mañas de rábula el reconocimiento de beneficios procesales legítimamente merecidos por un preso. Tan culpable como esa ministra que renuncia a su responsabilidad de garantizar el orden en las cárceles y negocia las condiciones de presidio con los pranes. Tan culpable como ese ministro que hoy promete mano dura contra los asesinos pero que hace veintiún años estuvo involucrado en la muerte de cuatro venezolanos, el día en que rompió su juramento de honor militar, avanzó contra la residencia presidencial de La Casona y trató de someter a la familia del presidente Carlos Andrés Pérez; ese mismo ministro vinculado por organismos de inteligencia de los Estados Unidos de América con el narcotráfico y la guerrilla colombiana.
A esta rocambolesca responsabilidad por el auge de la criminalidad debemos ahora sumar, si tomamos por buena la denuncia del maquillador de cifras que preside el Instituto Nacional de Estadísticas, el denominado «acaparamiento doméstico», un delito cometido por amas de casas buchonas que, alienadas por «la guerra económica» incoada por la «oligarquía apátrida», abandonan sus extenuantes partidas de poker y bridge para derrochar sus fortunas burguesas en la compra nerviosa de quince kilos de azúcar, veinte kilos de harina precocida o treinta kilos leche en polvo. Lo curioso es que quien nos alerta acerca de la cacería malintencionada de productos de la cesta básica y la proliferación de colas de compradores nerviosos es el mismo personaje que, en  su frenesí mitómano, ha ubicado la tasa de desempleo alrededor del 7%, casi a dos puntos porcentuales del pleno empleo. Pero si esta cifra es verdadera, y si en efecto la casi totalidad de los venezolanos se encuentran ocupados en sus respectivos puestos de trabajo, en pleno disfrute del salario con mayor poder adquisitivo del mundo, ¿quiénes coño son esas personas que están todo el día en una cola o en el incansable correteo de productos escasos?  No cabe duda, pues, de que el cosmetólogo Elías Eljuri es otro miembro más de la extensa progenie política del gigante de la corrupción, el fallecido Hugo Chávez.
Otro de los hijos que no le perdió pisada al padre sabanetero es el titular de Pdvsa, y vicepresidente del área económica, Rafael Ramírez, quien se afana en ocultar a la opinión pública una nueva devaluación del bolívar. Para tal propósito echa mano de la engañifa de la adopción de un sistema cambiario de banda (curiosamente, sin flotación del valor de la divisa estadounidense), con un tope establecido por el monto fijado en la subasta del Sicad (curiosamente, un encante en donde no se le asignan divisas a los mejores postores).
Alto y delgado como el Caballero de la Triste Figura, el zar petrolero Rafael Ramírez, tras ser hostigado por la jauría mediática, no tuvo mejor idea que emular al cuadrúpedo Rocinante y mostrarse metafísico (¿acaso no habrá comido?). Con rostro compungido dejó sentir su babiecada, su relincho filosófico: «La gran discusión es la siguiente: le damos los dólares a los raspa-cupos o traemos los medicamentos, les damos los dólares a los viajeros o traemos alimentos». Con voz quebrada y ojos vidriosos, el líder de la banda —ésta sí— de los raspa-reservas y los raspa-dinero- del-banco-central-de-venezuela prosiguió su filípica en contra de los alegres viajeros: «Aquí nos hemos gastado 8.633 millones de dólares raspando el cupo de viajeros, remesas y líneas aéreas. Existen unas mafias que le han dado un uso atípico a las divisas preferenciales liquidadas por Cadivi a 6,30 bolívares por dólar (cotizadas en el mercado negro a 80 bolívares por dólar)». Su verbo desatado, henchido de patriotismo, sin embargo nada nos dijo acerca de las empresas fantasmas (el cuarenta por ciento del total de compañías favorecidas por Cadivi), las cuales sólo en el año 2012 recibieron veinte mil millones de dólares, según denuncia formulada en mayo de 2013 por la extitular del BCV, Edmée Betancourt. Tampoco habló Rafael Ramírez de la deuda de 42 mil millones de dólares que arrastra Pdvsa con el Banco Central de Venezuela, y cuya conversión en bolívares, sin respaldo en el aumento de productos manufacturados o importados, incrementó la cantidad de dinero circulante en la economía y llevó el índice de inflación anual, según el gobierno, a 56 por ciento para el año 2013. Donde el superministro chavista sí tuvo a bien despepitarse fue en el programa José Vicente Hoy del domingo 2 de febrero de 2014. Allí, en el estudio de Televén, dijo cosas así: «Creemos que nuestro país debe saber cuántas divisas y en qué cantidad y a quién se les han otorgado, ese es un tema, pero bueno nosotros no podemos permitir que se deteriore la economía, y hemos tomado un conjunto de decisiones para lograr el equilibrio en la administración de divisas, es una cuenta muy sencilla, nosotros tenemos que ver cuántas divisas tenemos y cómo las vamos a utilizar. Lo que estaba sucediendo antes es que veíamos cuántas divisas teníamos pero su utilización estaba sin una planificación, no quiero decir ni siquiera adecuada sino que no existía planificación».
Pero Hugo Chávez no sólo tuvo varones. Allí está el caso, por ejemplo, de una hembrita bastante traviesilla: la ministra Iris Varela. La popular «Fosforito» se declara en rebeldía contra la cotidianidad venezolana y sorprende a propios y extraños con declaraciones del más puro surrealismo. Según ella «se acabó el malandreo y los pactos con las mafias carcelarias» (¡quién lo diría!, con ese modo de expresarse cualquiera sostendría que más bien el malandreo recién comienza…). Puesta a delirar, lo hace a lo grande y afirma que «aquí no se maltrata a nadie, somos garantes de los derechos humanos (¿?), tenemos veintiséis penales con el nuevo régimen y sin hacinamiento (¿?), los privados de libertad deben cumplir las normas, aquí hay autoridad (¿?), todos deben hacer orden cerrado, a mí no me importan que estén mochos, si quieren respirar aire y salir de la celda, vayan a hacer orden cerrado, usen su uniforme, de lo contrario estarán en celdas de castigo, las cárceles del país mostraban (¿?) espectáculos dantescos, horribles, eran una vergüenza, seguimos avanzando para mejorar, todo eso trabajando en conjunto con los privados de libertad». Cuando el periodista interrumpe la ensoñación de la entrevistada para preguntarle sobre sus numerosas y polémicas fotos con pranes carcelarios (o «líderes negativos», según la neolengua chavista) recibe por respuesta una prenda de humildad: «Como te dije, yo no reconozco liderazgo en los penales. Me tomo foto con quien sea, con quien se me acerque y me lo pida. Si pudiera retratarme con el Papa lo haría, eso no tiene nada de malo». No hay vacilación posible: La «Fosforito» también es hija de Chávez, el hombre que hablaba con los pranes (quien no lo recuerde puede revisar por internet la noticia Presidente negoció por teléfono con “pranes” de La Planta, aparecida en la edición del martes 22 de mayo de 2012 del diario El Universal).
Otro inquieto vástago de Chávez es Diosdado Cabello quien, a pesar de ser el titular del Poder Legislativo, a menudo se conduce como jefe del Poder Ejecutivo, una  circunstancia que pone en entredicho la supuesta autonomía de Nicolás Maduro al frente de Miraflores. El 31 de enero, en Maracaibo, y el 1 de febrero, en San Cristóbal, el señor Diosdado Cabello, sin ser presidente de la República ni comandante en jefe de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, formalizó ante la opinión pública la sustitución de autoridades militares en la zona de la frontera colombovenezolana, en el marco del plan nacional de lucha contra el contrabando. En el Zulia, con la presencia silente de la vocera legítima del sector castrense, la ministra Carmen Meléndez, Diosdado Cabello informó: «Unos cuarenta y tres oficiales han sido sustituido del cargo, de comandante hacia arriba, y van hacia otros destinos, a otros cargos, porque no tenemos contra ellos ninguna denuncia. Ellos cumplieron su rol aquí y viene sangre fresca a agarrar el relevo. Ninguno de los nuevos comandantes podrá permanecer por más de un año en el mismo cargo». Días después, en el estreno mundial de Con el mazo dando (hijo de gato caza ratón e hijo de águila graba programa de televisión), Diosdado Cabello decretó que el socialismo es la única salida que tiene Venezuela, a la vez que dejaba en el ambiente, sin reparar mucho en minucias constitucionales ni consideraciones democráticas, una pregunta de intención retórica: «¿Será que los de la oposición creen que los dejáremos gobernar un solo día a Venezuela?».
Por su parte, Nicolás Maduro, fiel al espíritu de su padre galáctico, quien utilizaba cualquier tragedia natural para solicitar leyes habilitantes que lo ayudasen a disfrazar como actos legales sus variados atropellos tiránicos, aprovechó por estos días la tragedia humana de la familia Barry Spears para arremeter en contra de la escasa prensa que se mantiene firme en el país: «El Nacional, El Universal y la Cadena Bloque De Armas apuestan al fracaso del plan nacional de paz. ¡Les llegará su hora! Me llamarán dictador, no me importa. Voy a endurecer las normas para acabar con el amarillismo y la propaganda que alimentan la muerte. ¡O se montan o se encaraman! (sic)». En fin, otro hijo de Chávez.
Como dirían Chaparrón Bonaparte y Lucas Tañeda en su diálogo enloquecido:

―Oye, Diosdado.
―Dígame dictador.
―Dictador.
―Gracias, muchas gracias.

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sábado, febrero 15, 2014

El hombre en busca de sentido

Convencido de la naturaleza expansiva y asesina del nazismo, el psiquiatra y profesor universitario Viktor Frankl acude a la Embajada de Estados Unidos en Viena para solicitar la aprobación de un visado para él y sus parientes. La respuesta oficial no tarda mucho en llegar. En el seno de la modesta familia judía las buenas noticias no acuden en bandada: la felicidad de contar con una nueva tierra para proseguir la marcha se transforma en angustia al conocer que el permiso de inmigración ha sido negado a los padres.
De este modo, el destino coloca a Viktor Frankl frente a una durísima prueba de conciencia: ¿debe quedarse con los seres que le dieron la vida o marcharse a otro país para preservar su joven hogar y también su incipiente carrera académica?, ¿debe procurar la seguridad física de su esposa embarazada o acompañar a sus padres en una batalla perdida contra la barbarie? Tras intensas reflexiones, deja vencer el visado y permanece en Austria. Una decisión que sella la suerte de todo el grupo familiar. Los Frankl son apresados y deportados al campo de Auschwitz, en Polonia.
El francés Pierre Alféri sostiene que para llevar una experiencia a su término es preciso decirla, pronunciarla, robársela al silencio, porque la circunstancia vivida no podrá jamás ser sentida ni recreada por otras personas si únicamente se le evoca con una fugaz sonrisa o se le recuerda calladamente entre lágrimas. Viktor Frankl intuye esta verdad revelada en el verso del poeta y, consciente de su doble condición de escritor y psiquiatra, se anima a poner en papel su testimonio como sobreviviente de un campo de exterminio. De tal empeño memorioso surge El hombre en busca de sentido, uno de los diez libros más influyentes en los Estados Unidos de América, según un estudio de la Biblioteca del Congreso en Washington.
Con la rigurosidad del científico social, Viktor Frankl inicia sus anotaciones con una declaración de principios: su compromiso personal de domeñar los sentimientos nacidos del dolor y la humillación para ensayar una respuesta, que se pretenda objetiva, a una inquietante pregunta: ¿Cómo afectó el día a día en el campo de concentración la mente, la psicología, del prisionero medio?
En términos de salud mental, ¿cómo eran esos prisioneros? ¿Podemos afirmar que el terror circundante uniformaba sus conductas y percepciones o, por el contrario, sus actuaciones obedecían a diferentes perfiles psicológicos? He aquí una primera observación del psiquiatra en el lager: «La mayoría de los sucesos que aquí se describen ocurrieron en los pequeños campos —donde se llevó a cabo la mayoría del exterminio real—, y no en los campos grandes y famosos. Tampoco cuenta el testimonio del sufrimiento y la muerte de los héroes y los mártires, ni de los prisioneros con renombre, ni la crueldad de los kapos (prisioneros que disfrutaban de privilegios especiales por gozar de la confianza de los guardias de las SS). Por lo tanto, no nos ocuparemos de los sacrificios, los tormentos y la muerte de la incontable legión de víctimas anónimas y olvidadas, y relegaremos a un segundo plano el dolor de los poderosos. El relato se acerca más bien a los prisioneros corrientes y molientes, aquellos sin ningún brazalete distintivo en sus mangas, los que exasperaban el desprecio de los kapos. Mientras esos simples prisioneros no tenían nada o casi nada que llevarse a la boca, los kapos jamás pasaban hambre; de hecho, muchos kapos disfrutaban de mayor fortuna en su estancia en el campo que en el resto de sus vidas, tanto antes como después del cautiverio. A menudo trataban a los prisioneros con mayor crueldad que los propios guardianes, y los golpeaban con más saña que los hombres de la SS. A nadie le extrañaba esa conducta, pues los kapos eran escogidos entre los prisioneros cuyo carácter y actitud presagiaban ese tipo de comportamientos, y en el caso de no cumplir esas expectativas, inmediatamente eran degradados de sus funciones. En poco tiempo se convirtieron en una réplica de los guardias del campo y de los miembros de la SS, hasta el punto de poderlos incluir en su mismo perfil psicológico (...) El proceso de selección de los kapos era de tipo negativo: se escogía para este encargo exclusivamente a los prisioneros más brutales (aunque, por suerte, se produjeron una pocas y felices excepciones). Además de esta selección de los kapos por las SS, que podríamos denominar “activa”, también se producía un continuo proceso de autoselección —“pasiva”— entre los internados en el campo. Por lo general, sólo solían sobrevivir aquellos que, endurecidos quizás por el deambular durante años de campo en campo, y en la lucha por la supervivencia, perdían todos los escrúpulos; aquellos que, con tal de salvarse, eran capaces de emplear cualquier medio, honesto o menos honesto, incluida la fuerza bruta, el robo o la traición a sus compañeros. Después de todo lo visto y vivido, los escasos afortunados que regresamos de allí, gracias a una cadena inexplicable de fortuitas casualidades o de auténticos milagros —cada cual llámelo como quiera—, estamos férreamente convencidos de lo siguiente: los mejores de entre nosotros no regresaron a casa».
Cuando excluye de su estudio el caso de los Kamerandenpolizei (popularmente conocidos como kapos), y aborda el desarrollo psicológico de la mayoría de los prisioneros sobrevivientes a la política de exterminio impuesta por el nazismo, Viktor Frankl distingue tres etapas: (1) el choque y el desconcierto emocional del internamiento, (2) la adaptación a la vida del campo de reclusión y (3) la mezcla de sentimientos asociados con la liberación.
El síntoma característico de la primera fase psicológica era el shock agudo e intenso. La psique proseguía su desmoronamiento cuando el prisionero, sin reparar en las funestas realidades que condicionaban el entorno de reclusión (hambre, piojos, maltratos, hacinamiento), se entregaba ingenuamente a «la ilusión del indulto», un mecanismo de amortiguación interna que suelen desarrollar los condenados a muerte justo antes del momento de su ejecución, cuando sueñan con la llegada de un funcionario que informe acerca de una milagrosa medida de perdón. Una vez superada cualquier ilusión (musa veleidosa desterrada del infierno de Dante), el prisionero echaba mano de un humor grotesco, perdía progresivamente el temor a la muerte  y desarrollaba una curiosidad enfermiza por saber hasta qué punto el azar y sus oscuros designios lo salvaría. «En una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal».
La segunda etapa tenía en la apatía su principal característica. Una especie de muerte afectiva que suponía la suspensión del pensamiento moral, para adoptar, en su lugar, una suerte de ética de la sobrevivencia. Emociones como el horror, la piedad la repugnancia o la indignación estaban vedadas en la psicología del prisionero. La falta de alimentación y la escasez de sueño incrementaban la irascibilidad del carácter. El instinto de sobrevivencia recomendaba proyectar una inacabable capacidad de trabajo.
«La realidad se desvanecía ante nosotros, el mundo emocional se amortiguaba, y todos los esfuerzos se concentraban en una única tarea: conservar nuestra vida y la vida de los camaradas amigos. Cuando la noche caía y los prisioneros —como rebaños— regresaban al campo desde sus lugares de trabajo, con frecuencia se escuchaba un respiro de alivio y un susurro: “Menos mal, vivimos otro día más”», escribe años después el prisionero número 119.104, el doctor Viktor Frankl.
En esta parte del libro, el autor se detiene a analizar el impacto del horror en las facetas más básicas del hombre torturado en el infierno concentracionario. En cuanto al sexo, impulso vital según la psicología freudiana, reporta una mínima incidencia. Hay escasísimos casos de sodomía o pederastia. La orientación heterosexual reprimida no se manifiesta siquiera en sueños eróticos recurrentes. El instinto copulativo, curiosamente, no forma parte de las necesidades primarias de aquel grupo de personas bestializadas. Se extingue el deseo carnal, pero también cualquier vestigio de vida sentimental. La verdadera urgencia es el hambre, cuya presencia se nota en aquellas esqueléticas figuras moldeadas por la peor de las muertes: la que perdona la vida.
«Algunos de mis colegas del campo, de orientación psicoanalítica, solían referirse a una “regresión” de los internos en el lager; un retroceso hacia forma más primitivas de vida mental. Los deseos y aspiraciones se manifestaban con claridad en sus sueños. Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles, cigarrillos y baños de agua templada. La imposibilidad real de consumar esos deseos básicos les empujaba a satisfacerlo en el mundo ilusorio de los sueños (…) En la última época de nuestro cautiverio, la dieta diaria se reducía a una única ración de sopa aguada y a un minúsculo pedazo de pan. Además se nos repartía una “entrega extra”: veinte gramos de margarina, o una rodaja de salchicha de mala calidad, o un trocito de queso, o una pizca de algo que pretendía ser miel o una cucharada de mermelada aguada. Una dieta totalmente insuficiente en cuanto a calorías, sobre todo si tenemos en cuenta nuestra pesada jornada laboral y la continua exposición a la intemperie con ropas inapropiadas. En peores condiciones se encontraban los enfermos que necesitaban “cuidados especiales”; es decir, aquellos a los que se les permitía quedarse en el barracón en vez de salir a trabajar. Cuando desaparecían por completo las últimas capas de grasa subcutánea, y presentábamos la apariencia de esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, comenzábamos a observar cómo nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias proteínas y los músculos se consumían; el cuerpo se quedaba sin defensas. Unos tras otros, morían los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón. Éramos capaces de calcular, con estremecedora precisión, quién sería el próximo e, incluso, cuando nos tocaría a nosotros. Tras repetidas observaciones, conocíamos los síntomas a la perfección, de ahí el certero acierto en nuestros pronósticos, que jamás solían fallar. “No va a durar mucho” o “Ése es el siguiente”, nos susurrábamos entre nosotros. Y por la noche, al comenzar la operación de despioje, a la vista de nuestros cuerpos desnudos, todos pensábamos más o menos lo mismo: este cuerpo, mi cuerpo, es ya un cadáver. ¿Qué ha sido de mí? No soy más que una pequeña parte de una enorme masa de carne humana», rememora el Viktor Frankl sobreviviente y testigo.
En aquellos barracones el calor viene dado por dos vías: la proximidad de los cuerpos y la agitación de la discusión política. Para unos, los rumores suplen la ausencia de noticias de los campos de batalla; para otros, alimentan la esperanza por el repentino fin de la guerra. La religión atempera a los creyentes; mientras que un grupo nada desdeñable de ateos, con interés por la trascendencia, se refugian en diversas expresiones artísticas. Destaca el caso del «kapo asesino», quien exonera de su furia a todo aquel prisionero que acceda a escuchar algunos de sus poemas de amor.  Nadie critica este arrobo simulado del, nunca mejor dicho, público cautivo, porque en el lager la sabiduría consiste no tanto en el desarrollo pleno de la personalidad sino en la aplicación de un vasto repertorio de técnicas para asegurar la sobrevivencia. De allí que los principales objetivos sean, en el corto plazo, pasar  desapercibido a los ojos de los guardianes de la SS y, en el largo plazo, conseguir un traslado hacia un campo de concentración sin chimenea….
El encierro trastoca la noción del tiempo: el día, una unidad cronológica mínima, parece no acabar nunca, mientras que la semana, una unidad cronológica mayor, transcurre con cierta celeridad. La imposibilidad de vislumbrar los plazos temporales repercute directamente en la dificultad para tomar decisiones o impulsar iniciativas. Nadie conoce la fecha de culminación de la guerra y por tanto nadie sabe cuando llegará el intercambio de papeles entre víctimas y verdugos. Sólo hay una realidad: la tragedia de la dominación y el exterminio. Sin embargo, en aquellos momentos en que el pesimismo se torna asfixiante, el humor aparece como una válvula de escape: «El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de concentración sorprenderá bastante al profano en esta materia, pero la sorpresa será aún mayor al escuchar que también chispeaba un cierto sentido del humor; claro está, un humor apagado y, aún así, sólo durante unos breves segundos o unos escasos minutos. El humor es otra de las armas del alma en su lucha por la supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor proporciona el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque sea por breve tiempo (…) Los afanes por fomentar el sentido del humor y contemplar la realidad bajo una luz humorística constituyen una especie de truco que aprendíamos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir, aunque el sufrimiento sea omnipresente», reflexiona el psiquiatra vienés.
En opinión de Viktor Frankl, la creación individual de un reducto de libertad espiritual e independencia mental, que evite la anulación del 
«yo» en un contexto de tensión psíquica y debilidad física, debe pasar necesariamente por el otorgamiento de un sentido existencial al dolor. Incluso en los instantes más aciagos, el hombre siempre mantiene intacta su capacidad de decidir el modo en que enfrentará lo aparentemente ineluctable. La libertad interior puede elevar a una persona muy por encima de las circunstancias nefastas de un momento determinado e impide los cuadros depresivos que causan mengua del sistema inmunológico: «El hombre que se dejaba vencer interiormente ante la ausencia de metas futuras ocupaba y llenaba su mente de recuerdos. Esta tendencia a refugiarse en el pasado se explica como un recurso de apaciguamiento de los horrores del presente, al mostrarlos así con una menor sensación de realidad. Pero despojar al presente de su genuina realidad entraña ciertos riesgos. Si se dejaban inundar por ese tono de irrealidad, el prisionero de desentendía con facilidad de aprovechar las ocasiones de realizar las acciones positivas que el campo le brindaba, y esas oportunidades existían de verdad, eran reales. Considerar nuestra “existencia provisional” como algo irreal constituía un factor primordial para que la vida se les fuese entre las manos a los prisioneros, porque todo se revestía como carente de sentido.  Tales personas olvidaban que, en multitud de ocasiones, son las circunstancias excepcionalmente adversas o difíciles las que otorgan al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo (…) Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y también enseñar a los hombres desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros. Dejemos de interrogarnos sobre el sentido de la vida y, en cambio, pensemos en lo que la existencia nos reclama continua e incesantemente. Y respondamos no con palabras, sino con el valor y con la conducta recta y adecuada. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular».
Cuando analiza el perfil psicológico del guardián del campo de concentración, Viktor Frankl comparte con los lectores cuatro observaciones: (1) la minoría de los vigilantes eran hombres con cuadros clínicos de sadismo; (2) estas personas con una tendencia sádica pronunciada eran convocadas para integrar los equipos de patrullaje más implacables del lagar; (3) la mayoría de los agentes de la SS si bien se negaban a participar en acciones de carácter sádico, adolecían de permisividad moral y endurecimiento emocional; y (4) un grupo reducido de guardias tuvo muestras de compasión ante la suerte de los prisioneros. «De todo lo expuesto debemos concluir que hay dos razas de hombres en el mundo: la “raza” de los hombres decentes y la “raza” de los hombres indecentes. Ambas se entremezclan en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo social se compone exclusivamente de hombres decentes o indecentes. En este sentido, ningún grupo es de “pura raza”. Por eso, a veces, se asomaba entre los guardianes alguna persona decente».
La liberación, la tercera fase del desarrollo psicológico de los prisioneros sobrevivientes al exterminio nazi, se caracteriza por un estado de confusión sentimental, una alegría imprecisa, una vaga tristeza, que evidencia los efectos deletéreos originados por el proceso de deshumanización padecido en el lager. «Durante esta fase psicológica observé que en las personalidades más primitivas hizo mayores estragos la brutalidad que dominaba la vida en el campo de concentración; les resultaba muy difícil sustraerse a esas experiencias. Ya libres, consideraban que estaban en su derecho para usar la libertad de una manera licenciosa y arbitraria, sin sujetarse a ninguna norma. Lo único que cambió para ellos es que pasaron de oprimidos a opresores. Costaba tiempo y paciencia reconducir a esos hombres a aceptar la verdad lisa y llana de que a nadie le está permitido hacer el mal, ni aun cuando la injusticia se hubiese cebado con él (…) Además de la deformidad moral, consecuencia del cese repentino de la tensión psicológica, otras dos experiencias amenazaban con dañar la personalidad del hombre liberado: la amargura y el desencanto —la desilusión— que sufría al retornar a su vida anterior. La amargura se surtía del cúmulo de decepciones que el recién liberado sufría, una tras otra, al reintegrarse a su vida anterior. Se rebelaba interiormente al comprobar que en muchos lugares se le recibía con un ligero encogimiento de hombros y unas cuantas frases rutinarias».
Finalmente, El hombre en busca de sentido concluye con un apartado explicativo de las bases terapéuticas de la logoterapia, técnica profesional empleada por el doctor Viktor Frankl para curar los casos de neurosis surgidos de la angustia producida por una vida carente de propósito y por la pueril negación del sufrimiento como componente inevitable de la vida emocional de los seres humanos.
«El ser humano no es un objeto más entre otros objetos: las
cosas se determinan unas a otras, pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante. Lo que alcance a ser —considerando el realismo de la limitación de sus capacidades y de su entorno— lo ha de construir por sí mismo. En los campos de concentración, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, comprobamos y fuimos testigos de la actitud de nuestros congéneres: mientras unos actuaron como cerdos otros se comportaron como santos. El hombre goza de ambas potencialidades: de sus decisiones, y no tanto de las condiciones, según cuál de las dos pone en juego. Nuestra generación es muy realista pues, después de todo, hemos llegado a conocer al hombre en estado puro: el hombre es ese ser capaz de inventar la cámara de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en los labios».

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sábado, febrero 08, 2014

El miedo

Quienes nada saben de la guerra y su desolación, quienes nada saben del campo de batalla y su olor a podredumbre, quienes nada saben de la incompetencia militar y sus miserias morales, se permiten pronunciar el nombre de la muerte en vano y extraviar a los pueblos con relatos amañados de héroes y mártires.
Este año la humanidad conmemora el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, el cruento enfrentamiento entre dos bloques de naciones, la Triple Entente y la Triple Alianza, que supuso la movilización de 65 millones de soldados, el exterminio de casi nueve millones de personas y la caída de tres imperios.
El país más afectado por esta conflagración fue Francia, donde desapareció el 3,28 % del total de la población calculada para el año 1913.
La novela El miedo (Acantilado, 2009), del escritor Gabriel Chevallier, revive en sus páginas las tinieblas que cubrieron el continente europeo y los sentimientos de abandono y desesperanza que abatieron el ánimo de los combatientes.
«Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahí les viene su miseria. En lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les enseñan. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud. Los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad (…) Se dijo a los franceses: “Nos atacan. Es la guerra del derecho y de la revancha. ¡A Berlín!”. Y los franceses pacifistas, los franceses que no se toman nada en serio, interrumpieron sus ensoñaciones de pequeños rentistas para batirse. Y lo mismo ocurrió con los austriacos, los belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y a continuación los italianos. En una semana, veinte millones de hombres civilizados, ocupados en vivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse un futuro, han recibido la consigna de interrumpirlo todo para ir a matar a otros hombres. Y esos veinte millones de individuos han aceptado esta consigna porque se los había convencido de que tal era su deber. Veinte millones, todos de buena fe, de acuerdo con Dios y con su príncipe… Veinte millones de imbéciles… ¡Cómo yo!», reflexiona el joven Jean Dartemont, protagonista de la novela.
La dirección militar francesa concibe la guerra como la oportunidad de vengar la humillación histórica infligida, en 1870, por las tropas prusianas encabezadas por el mariscal Helmuth von Moltke. Por su parte, los ciudadanos franceses, menos revanchistas, perciben la guerra como una bocanada de vida; ella ofrece a los hombres la excusa ideal para interrumpir la monotonía de los días consumidos en bares y oficinas, para ir de vacaciones gratuitas a lugares desconocidos, para ceñirse el atuendo de aventureros y conquistadores, para dejar un amor en cada pueblo. Tal es la concepción idealizada que de la conflagración propagan, en periódicos y pasquines, unos intelectuales cansados de la paz deshonrosa de la retaguardia. El pacifismo es interpretado por la mayoría como el primer rival que debe ser vencido.
«En la terraza de un café del centro, una orquesta toca La Marsellesa. Todo el mundo la escucha de pie y se descubre. Salvo un hombrecillo esmirriado, modestamente vestido, de rostro triste bajo su sombrero de paja, que está solo en un rincón. Un asistente repara en su presencia, se precipita hacia él, y, con el dorso de la mano, le hace volar el sombrero. El hombre palidece, se encoge de hombros y responde: “¡Bravo! ¡Valiente ciudadano!”. El otro le conmina a levantarse. Él se niega. Se acercan unos viandantes, los rodean. El agresor continúa. “¡Insulta usted al país y no pienso tolerarlo!”. El hombrecillo, muy blanco ahora, pero obstinado, responde: “Pues a mí me parece que insultan ustedes a la razón y yo no digo nada. ¡Soy un hombre libre, y me niego a saludar a la guerra!”. Una voz exclama: “¡Partidle la boca a este cobarde!”. Se producen empujones detrás, se alzan bastones, se derriban mesas, se rompen vasos. La aglomeración, en cuestión de instantes, se vuelve enorme. Los de la última fila, que no han visto nada, informan a los recién llegados: “Es un espía. Ha gritado: ‛¡Viva Alemania!’. La indignación subleva a la multitud, la hace precipitarse hacia adelante. Se oyen ruidos de golpes sobre un cuerpo, gritos de odio y de dolor. Al fin acude el cafetero con su servilleta en un brazo y aparta a la gente. El hombrecillo, caído de la silla, está tendido entre los escupitajos y las colillas de los parroquianos. Su rostro tumefacto está irreconocible, con un ojo cerrado y negro; un hilillo de sangre corre de su frente y otro de su boca abierta e hinchada; respira con dificultad y no puede levantarse (…) Para festejar esta victoria, se pide cantar de nuevo La Marsellesa. La gente la escucha mientras mira al hombrecillo sangrante y manchado, que gimotea débilmente. Una mujer pálida y bonita murmura a su compañero: “Este espectáculo es horrible. Ese pobre hombre ha tenido valor”. El otro le responde: “Un valor de idiota. Uno no puede enfrentarse a la opinión pública», relata el joven Dartemont a su amigo Fontan.
No pasarán muchos meses para que el estruendo de los morteros y los obuses silencien las trompetillas de la propaganda puesta a rodar por los militares para captar más carne de cañón. La visión del primer muerto desvanece en el cabo Dartemont y en sus compañeros de escuadra toda ilusión de grandeza y los lleva a dudar sobre la conveniencia de las órdenes que los altos mandos dictan en la comodidad de sus ministerios. Desmoralizado por su «funesta costumbre de pensar», el otrora estudiante de Letras cuestiona el sentido de la guerra, tan repleta de mugre, de piojos, de excrementos, de tareas pesadas y suicidas, de gritos como para avergonzar a Dios, de jefes que parlotean todo el día acerca del «honor» pero se muestran remisos a obtenerlo en la liza.
Llega el momento de salir de la barricada, cruzar la línea de combate y ganar el terreno robado por las fuerzas enemigas. Pero los alemanes rinden resistencia. Sus gobernantes y generales han estimulado su sed por la sangre francesa: «El pánico nos acicateó para mover el culo. Salvamos como tigres los cráteres de obuses humeantes, cuyos labios estaban heridos, superamos las llamadas de nuestros hermanos, esas llamadas salidas de las entrañas y que conmovían las nuestras, superamos la compasión, el honor, la vergüenza, ahuyentamos de nosotros todo lo que es sentimiento, todo lo que eleva al hombre, pretenden los moralistas, ¡esos impostores que no saben lo que es estar bajo los bombardeos y exaltan el valor! Fuimos cobardes, a sabiendas, y sin poder ser más que eso. Regía el cuerpo, manda el miedo (…) En cuanto a avanzar en profundidad, toda esperanza estaba perdida. Esta ofensiva, que debía llevarnos a veinticinco kilómetros al primer avance, a arrollarlo todo, apenas si había ganado con gran dificultad algunos cientos de metros en ochos días. Era necesario que unos oficiales superiores justificasen sus funciones ante el país mediante unas líneas de comunicado que hicieran presentir la victoria. Nosotros estábamos allí sólo para respaldar esas líneas con nuestra sangre. No se trataba ya de estrategia, sino de política».
La maquinaria propagandista funciona de maravilla. En periódicos, revistas y octavillas, entusiastas intelectuales ofrecen su pluma campanuda para contar la visión heroica de la guerra, la versión homérica  que la sociedad francesa, intoxicada por el militarismo y el frenesí bélico, desea. «El cabo me pasa una brazada de periódico y me pide que lea las noticias. Leo rápidamente las columnas firmadas por nombres ilustres, académicos, generales retirados, incluso eclesiásticos, y destaco estas raras, preciosas flores de prosa: “El valor educativo de la guerra no ha sido nunca puesto en duda por nadie que sea capaz de un poco de observación…”. “Ya era hora de que llegara la guerra para resucitar, en Francia, el sentido del ideal y de lo divino”. “El brillante papel que desempeña la poesía es una más de las sorpresas de esta guerra y una de sus maravillas”. Una interrupción: ¿Qué deben ganar esos tipos por escribir estas memeces? Prosiguiendo, obsequio a mi auditorio con lo siguiente: “¡Oh muertos, qué vivos estáis!”. “¡La alegría reina en las trincheras!”. “Puedo seguiros ahora en el asalto: puedo comprobar la alegría que se apodera de vosotros en el momento del esfuerzo supremo, éxtasis, transporte del alma, vuelo del espíritu que ya no se pertenece”. Meditan unos instantes. Y Bourgnou, el pequeño Bourgnou, que no abre nunca el pico, juzga a esos escritores famosos y dice con su voz de muchacha: “¡Ah! ¡Los muy canallas!».
Jean  Dartemont se gana el derecho a descansar. Lo hace al caer herido en medio de un imprudente ataque mandado por un superior obsesionado con grados y galones. Lo trasladan a un hospital militar. Allí las enfermeras se alegran de recibir a otro valiente héroe francés. Pero en la mente del titán herido un pensamiento trastorna la tranquilidad del reposo médico: el miedo por una recuperación milagrosa y el inmediato regreso a la estúpida mortandad de la guerra. No quiere pensar más y conjura los males augurios con largas conversaciones con el sargento Nègre, compañero de crujía, quien comparte su interés por Rabelais, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Vallès, Stendhal, Maeterlink y Mirbeau.
Pero una tarde, una presencia femenina, la enfermera Bergniol, pide a los dos caballeros dejar de lado las apacibles batallas del espíritu para ocuparse de una batalla más urgente, el enfrentamiento inaplazable entre las fuerzas del bien y del mal. Llega entonces la pregunta incómoda: «Dartemont, ¿qué ha hecho usted en la guerra?». El héroe dice: «Estuve de marcha día y noche, sin saber adónde iba. Hice ejercicio, pasé revista, abrí trincheras, trasladé alambradas, sacos terreros, vigilé en la tronera. Pasé hambre sin tener nada que comer, sed sin tener nada que beber, sueño sin poder dormir, frío sin poder calentarme, y piojos sin poder siempre rascarme… Eso es todo». La respuesta desentona con el idealismo de la joven Bergniol, quien únicamente atina a señalar: «¿Y eso es todo?». «Sí, todo. O mejor dicho, no, no es nada», afirma Dartemont, «Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única que cuenta: He tenido miedo». «Entonces, niega usted a los héroes», insiste la enfermera. «La gesta del héroe es un paroxismo cuyas causas no conocemos. En el colmo del miedo, se ve a hombres convertirse en valientes, de una bravura que asusta porque se sabe que es desesperada. Los héroes puros escasean tanto como los genios. Y si, para conseguir un héroe, hay que hacer pedazos a diez mil hombres, prescindamos de los héroes. Pues sepa que la misión a la que ustedes nos destinan, tal vez serían ustedes incapaces de cumplirla. La impasibilidad ante el hecho de morir sólo se demuestra ante la muerte».
Una vez recuperado, el cabo Jean Dartemont aprovecha unos días de licencia para ir a su casa y conocer de primera mano cómo se vive la guerra en la retaguardia. No tardará mucho en darse cuenta de que su llegada es causa de molestia para su padre, quien no esta preparado para ver un uniforme desnudo, vacío de medallas, de esos brillosos símbolos del valor militar. La familia en pleno espera a un héroe, pero en cambio recibe a un muchacho con una pequeña cicatriz, tan pequeña que no da para jactarse ante los jubilados asiduos al bar ni tampoco para robar la atención de las chicas parisinas. A su manera, la ciudad libra otra guerra, un enfrentamiento de poses nacionalistas, de testimonios exagerados, de radicalismo verbal, de mecanismos psicológicos para calmar la conciencia. Dartemont decide desertar y marchase al frente de batalla. Sus pasos lo llevan al infierno del Chemin des Dames.
«No conozco efecto moral comparable al que provoca el bombardeo en el fondo de un refugio. La seguridad se paga allí con una sacudida, un desgaste de los nervios que son terribles. No conozco nada más deprimente que ese sordo martilleo que le acosa a uno bajo tierra, que le mantiene hundido  en una galería maloliente que puede convertirse en la propia tumba. Para subir a la superficie, se requiere un esfuerzo del que la voluntad se vuelve incapaz si no se ha superado esa aprensión desde un principio. Hay que luchar contra el miedo desde los primeros síntomas, sino se cae presa de su hechizo, y entonces uno está perdido, se ve arrastrado a una debacle que la imaginación precipita con sus espantosas invenciones. Los centros nerviosos, una vez trastornados, mandan a contratiempo y traicionan incluso el instinto de conservación por medio de sus decisiones absurdas. El colmo del horror, que se añade a esta depresión, es que el miedo deja al hombre la facultad de juzgarse. Éste se ve en el grado extremo de la ignominia y no puede levantarse, justificarse a sus propios ojos. Yo estoy en ello… He caído al fondo del abismo de mí mismo, al fondo de las mazmorras donde se oculta lo más secreto del alma, y es una cloaca inmunda, una tiniebla viscosa. Esto era yo sin saberlo: un tipo que tiene miedo, un miedo insuperable, un miedo a implorar, que resulta aplastante…», confiesa el cabo Dartemont («esa actitud de confesarse que atrae y gana a la mayoría»).
Para finalizar esta reseña, deseo destacar la maestría con la que Gabriel Chevallier hace uso de la primera persona. Su narrador nos resulta creíble porque detiene su mirada en detalles que encumbran y condenan a la raza humana, y aunque sus testimonios bordean la denuncia social se cuida mucho de incurrir en moralismos y razonamientos demagógicos. Muchas de sus mejores líneas desentrañan el hermético mundo castrense y nos ayudan a tener una idea del peligroso simplismo intelectual que rige la lógica militar. He aquí una selección de frases inquietantes escritas por un novelista obligado a ser soldado: «La condición militar es aquella en la que menos uso se hace de la mente»; «No tardamos en adaptarnos a las astucias propias del oficio de soldado, como falsos permisos, falsas llamadas y falsas enfermedades»; «Toda la fuerza del ejército reside en el principio de firmes, que anula en los subordinados la facultad de raciocinio. Es una necesidad comprensible. ¿Qué sería del ejército si a los soldados se les ocurriese preguntar a los generales adónde los llevan y se pusieran a discutir el asunto con ellos? Esta pregunta incomodaría a los generales, pues un jefe no debe verse jamás obligado a responderle a un inferior: “¡No lo sé más que tú!”»; «Siempre es fácil en el ejército perseguir a la gente y cogerla en falta»; «El verdadero espíritu militar prohíbe interpretar»; «¿Se ha visto a generales cargar a la cabeza de su división? Tenga la seguridad de que, si los generales formasen parte de las olas de asalto, no se atacaría a la ligera. ¡Pero mira por dónde, esos ancianos agresivos han descubierto el escalonamiento en profundidad! ¡Es el más hermoso descubrimiento de los Estados Mayores!»; «Siempre son los mismos a los que se manda a la muerte»; «La noción del deber varía según el escalafón, la graduación y el peligro. Entre soldados se reduce a una simple solidaridad de hombre a hombre, en el cráter del obús o la trinchera, una solidaridad que no contempla el conjunto ni el final de las operaciones, no se inspira en lo que se ha dado en llamar el ideal, sino en las necesidades del momento. A este nivel provoca abnegación y los hombres arriesgan sus vidas para socorrer a sus camaradas. A medida que se vuelve hacia la retaguardia, la noción del deber se disocia del riesgo. En los más altos grados se vuelve puramente teórica, puro juego de la inteligencia. Se une a la preocupación por las responsabilidades, la reputación y el avance, confunde el éxito personal con el éxito nacional, que se oponen en el combatiente. Se ejerce tanto contra los subordinados como contra el enemigo. Una determinada forma de entender el deber puede provocar en los hombres todopoderosos, en los que ninguna sensibilidad atempera las doctrinas, aborrecibles abusos, tanto militares como disciplinarios»; «Se comprende que un buen guerrero debe ser un poco facineroso»; «El hombre en el combate es un ser en el que el instinto de conservación domina momentáneamente todos los sentimientos. La disciplina tiene por fin domeñar ese instinto mediante un terror mayor»; «Sabemos que hacen falta verdaderamente muchas víctimas para asustar a un general»; «No es necesario que el odio se apacigüe. Tal es la orden»;  «Todas las instituciones, hijo mío, desembocan en la guerra. Esta es la coronación del orden social, como bien hemos visto. Y como son los poderosos los que las decretan y las minorías las que las hacen».
Gabriel Chevallier escribió una gran novela.

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