miércoles, agosto 24, 2011

Amor y basura

Nunca llegamos a conocer el nombre del barrendero de la novela Amor y Basura (Acantilado, 2007). Ivan Klíma sólo nos deja saber que se trata de un escritor checo caído en desgracia con el sistema comunista, un intelectual obligado a renunciar a la vocación literaria y forzado a empuñar una escoba para limpiar los desperdicios arrojados en las calles por los caminantes de una ciudad grisácea, casi plomiza.
«Me han puesto un chaleco que me oprime. Podría quitármelo, incluso arrojarlo con un gesto de desdén y marcharme a alguna parte donde nadie me obligara a ponérmelo, pero sé que no lo haré, ya que con él debería renunciar también a mi país”. Derrotado, el obrero de limpieza se propone aprovechar el tiempo y desarrollar mentalmente un ensayo sobre la obra de Franz Kafka; pero una parte de él lo traiciona. Mientras barre, el corazón escindido, como si fuese otro más de los descuidados viandantes de Praga, arroja de manera desordenada dudas, temores y recuerdos que desembocan en un incómodo cuestionamiento: ¿Cuándo nos convertimos en la persona por la que nos hacemos pasar? Se pregunta, sin luego vislumbrar una respuesta sencilla.
Quizás todo resultaría menos complicado si el barrendero manifestase su inquietud desde otra perspectiva. Tal vez en estos términos: ¿Cuándo nos transformamos en esa persona que los demás piensan que somos? En ese caso pudiese decir que en aquel instante cuando él y sus padres, poco dados a disquisiciones religiosas, fueron trasladados al campo de concentración de Terezín debido a la condición delictiva de su procedencia judía. Justamente ellos tres, quienes siempre creyeron ser europeos de su tiempo…
En la memoria del niño convertido en adulto la guerra es, sobre todo, la inmundicia que irrita a su envejecida madre, una mujer adolorida que no deja de asociar la acumulación de basura con la muerte y la barbarie. También es el recuerdo del primer amor y de la primera promesa incumplida, aquella pronunciada ante la muchacha que no consiguió salvar de la cámara de gas. «Cuando una vez terminada la guerra, me enteré de que todos aquellos a los que yo quería, todos a los que conocía, estaban muertos, de que todos habían sido gaseados como insectos o incinerados como basura, se apoderó de mí la desesperación (…) Leyendo empecé a rodearme poco a poco de una compañía diferente. A veces se me ocurría que las personas sobre las que leía también estaban muertas, que tenían que haber muerto incluso aquellas a las que la muerte no alcanzaba en alguna de las páginas del libro. Y no obstante, a la vez, aun estando muertos, vivían. Y ahí tomé conciencia del extraordinario poder de la literatura o, en general, de la creatividad humana: conseguir que incluso los muertos vivan y que los vivos no mueran nunca. Fascinado por ese prodigio, por el extraño poder del escritor, empezó a brotar en mi interior el anhelo de lograr algo así». De este modo inicia la lucha contra el silencio, «ese olvido que devora incluso la palabra»
La mente toma prestado los recursos narrativos del novelista y da salida a los pensamientos en un orden confuso, proteico, de múltiples registros: rupturas temporales, finas metáforas, diálogos interrumpidos, descripciones fallidas, reflexiones descaminadas de un narrador que no tiene nada claro. En el plano íntimo la política apenas es mencionada. Sólo alcanzamos a respirar su mefítica atmósfera, a padecer su extraño poder para ralentizar la vida, a entrever el fanatismo homicida de nazis y comunistas.
El escritor que cuestiona la capacidad expresiva de sus semejantes, envilecidos por la pobreza del idioma yerkish (lenguaje de doscientas veinticinco palabras desarrollado en Atlanta para la comunicación entre personas y chimpancés), no consigue decirle la verdad de sus sentimientos a Darja, su amante, ni tampoco a Lída, su esposa, a quien sigue como un fiel perro infiel. «Si existiese el diablo no sería aquel que decidiese contra Dios, sino aquel a quien la eternidad no le basta para decidirse», afirma la apasionada Darja. «¿Cómo puede ser amado aquel que no es capaz de tomar una decisión?», se pregunta el barrendero, sumido en un trance metafísico.
«Fuimos expulsados del paraíso, pero el paraíso no fue destruido, escribió Kafka. Y añadió: “la expulsión del paraíso fue en cierto modo una suerte, porque sino hubiésemos sido expulsados, el paraíso habría tenido que ser destruido” (…) Ansiamos el paraíso y ansiamos huir de la soledad. Tratamos de huir buscando un gran amor o errando de persona en persona con la esperanza de que al final alguien se fije en nosotros, de que ese alguien desee reunirse con nosotros o al menos hablarnos. Por esa misma razón alguien escribe poemas de protesta, aclama a sus ídolos o se hace amigos de protagonistas de series televisivas, cree en Dios o en la camaradería revolucionaria, se convierte en delator para ser percibido con buena cara al menos en la comisaría de policía o le retuerce el pescuezo a su prójimo. Incluso el asesinato es un encuentro del hombre con el hombre. De la soledad puede sacarnos no sólo el amor, sino también el odio. El odio es considerado erróneamente la antítesis del amor, pero en realidad va codo a codo con éste, y la antítesis de ambos es la soledad. A menudo, nos hacemos la ilusión de que es el amor el que nos une a otra persona, aunque en realidad no nos una más que el odio, que preferimos incluso a la soledad. El odio nos acompañará mientras no consigamos aceptar la soledad como nuestro posible, o más bien obligado, destino».
¿Cuántas veces el hombre es capaz de empezar de nuevo? ¿Cómo limpiar la basura que sepulta la existencia? ¿Cuáles son los desperdicios más peligrosos? El personaje principal y alter ego de Klíma ensaya una respuesta: «De toda la basura que nos arrolla y nos amenaza con la inhalación de su putrefacción, la más peligrosa son los montones de pensamientos caducos. Dan vuelta a nuestro alrededor, escurriéndose por las laderas de nuestras vidas. Las almas con las que se tropiezan se marchitan y, al poco tiempo, dejan de ser vistas con vida. Pero incluso aquellos que no tienen alma no desaparecen de la faz de la tierra. En masa se arrastran por el mundo e inconscientemente ansían modificarlo a su imagen y semejanza. Llenan las calles, plazas, estadios y grandes almacenes. Cuando prorrumpen en gritos de júbilo por el gol de la victoria, por una canción de éxito o por una revolución, parece que su voz va a seguir sonando para siempre, y sin embargo no la sucede sino un silencio mortal de vacío y olvido. Huyen de él y buscan algo que los redima, una víctima a quien arrojar al altar del demonio al que en ese momento veneran (…) El hombre desea purificarse a sí mismo y, en lugar de eso, se pone a limpiar su entorno».
Pero el paraíso jamás será un sitio, un espacio, una coordenada, porque como señala en feliz frase el autor de Amor y Basura: «El paraíso no se puede representar, puesto que el paraíso es el estado del que encuentra. A Dios, y también al hombre. Lo importante es, no obstante, si el encuentro tiene lugar en la pureza. El paraíso es, sobre todo, un estado en el que el alma se siente pura».

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