jueves, julio 17, 2008

El chantaje de la unidad

Aunque me cuento en el bando contrario a la revolución bolivariana debo confesar mi absoluto desprecio por la histeria colectiva desatada a propósito de la tan cacareada unidad opositora. En verdad no logro entender como millones de ciudadanos que buscan huir de la amenaza totalitaria se avengan de tan buena gana con una tentativa de encallejonamiento cívico tan palurda y politiquera.
Abundan por ahí los sujetos que critican a Chávez pero no tienen inconvenientes en comportarse como él. Son aquellos que se esfuerzan en hacernos creer que el caudillismo es malo sólo cuando lo ejerce el muchacho de Sabaneta, pero es muy bueno y revitalizador cuando lo enarbolan ellos. Se trata sin duda de egos enfermizos que precisan con urgencia un baño de aclamación que obsequie lozanía a sus fatigadas carreras de líderes vitalicios.
Por qué debemos censurar, pregunto yo, el continuismo chavista en la presidencia de la República, y bendecir, por otro lado, el continuismo salasrromerista en Carabobo. ¿Es qué acaso no existe otro compatriota que tenga la capacidad de llevar con dignidad las riendas de esa gobernación? ¿Es que en Apure los únicos con habilidades gerenciales son los familiares de José Gregorio Montilla? ¿Es que en Miranda el único que trabaja es Enrique Mendoza? ¿Dónde está el cambio de los que se dicen el cambio?
Hace algunos meses el país presenció sorprendido el ruidoso cisma del partido Primero Justicia. En aquella ocasión vimos como quienes abandonaban dicha organización política se ufanaban de poseer sólidos principios democráticos; una contundencia axiológica que les impedía desgastarse en enfrentamientos intestinos por puestos jerárquicos y rapiñas burocráticas. No tardó mucho en que tan espartanos dirigentes (sin una previa reflexión escrita sobre las razones de su conversión ideológica de las filas de la centroderecha a la centroizquierda) se instalasen en la cúpula del partido Un Nuevo Tiempo, y se repartiesen a lo macho las candidaturas de las alcaldías comprobadamente "escuálidas” del Distrito Capital.
Hoy, quien ose cuestionar la legitimidad de tales precandidaturas “democráticas” es acusado rápidamente de querer descalabrar la premisa estratégica de la unidad opositora. Argumento demasiado manido como para no identificar el inconfundible tufillo autoritario.
Lo que más me indigna del asunto no es que Blyde, Hernández o Solórzano apelen a diario al chantaje de la unidad, sino que en su patética estrategia de manipulación lo sigan algunos periodistas que en sus estudios universitarios se familiarizaron con textos de sociología política. Todos ellos conocen de la existencia del principio de la economía del voto. Saben muy bien que ningún antichavista va a votar por Chávez sólo porque la oposición tenga diez, treinta o doscientos candidatos. Simplemente se limitará a informarse sobre la opción electoral con mayor chance ganador y hacia tal dirección orientará su apoyo.
Por otra parte, envanecidos postgraduados en escuelas de negocios acuden a los estudios televisivos para despotricar a todo pulmón del peligroso aluvión de candidaturas opositoras. La intensidad de su orgasmo mediático les impide recordar los viejos papers leídos sobre temas de economía política tales como la teoría de la acción colectiva y el Teorema de Arrow sobre agregación de preferencias, cuyo autor, laureado con el Premio Nóbel, consiguió demostrar matemáticamente que nadie supera al autoritarismo a la hora de generar uniformidad de criterios.
El chantaje de la unidad subestima la inteligencia de la ciudadanía y sobrevalora la influencia electoral de una cáfila de nulidades engreídas. No podemos permitir que la lucha contra el desgobierno chavista sirva de excusa para la introducción de contrabando de pequeñas tiranías. La libertad es una, y su defensa no puede adolecer de interesadas intermitencias. Tenemos derecho a la pluralidad. No olvidemos la advertencia del novelista español Javier Marías: “En toda unanimidad hay algo de degradante”.

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miércoles, julio 09, 2008

Siempre de regreso

Para muchos de los draconianos jueces de la aventura humana la juventud nunca expiará totalmente la culpa derivada de su ominoso pecado original: la inexperiencia.
En el refranero popular, supuesta fuente de inagotable sabiduría, abundan las paremias que ensalzan la destreza y veteranía de los sujetos entrados en años. El dicho más famoso, en tan amplia colección de lugares comunes, acaso sea aquel cuya letra nos advierte que más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Al tanto de esta particularidad, Aristóteles reflexionó en su Retórica: “Utilizar sentencias es adecuado con la edad de los ancianos y a propósito de asuntos en los que se tiene experiencia, de modo que usarlas cuando no se tiene dicha edad es tan inadecuado como contar historias, y hacerlo a propósito de asuntos en los que se es profano es una tontería o una falta de educación (...) Conviene recurrir a las sentencias más trilladas y corrientes sí son adecuadas, pues por ser corrientes, por no estar nadie en desacuerdo con ellas, dan la impresión de ser verdaderas”.
Todos en algún momento nos hemos dado de bruces con la indestructible tapia de la veteranía. Aún no ha nacido el joven cuyo parecer no haya sido interrumpido con la intempestiva e irrebatible frase: ¡Tranquilo mijito, que cuando usted va ya yo vengo! Voz de mando pronunciada por el incansable andariego -siempre en eterno retorno- que cuando dice que el burro es gris es porque tiene los pelos en la mano.
Vana tarea esta, sin duda, la de tratar de cuestionar la sapiencia inmanente al rostro surcado por las arrugas. Un despropósito de la mocedad que siempre luce chocante a los ojos de aquellos que en mala hora vieron marchitar su piel. Para ellos, conmilitones del crepúsculo, resulta intolerable el descaro exhibido por el grupo de individuos que además de atesorar belleza y lozanía pretenden también usurpar las prerrogativas propias de la voz cascada, a saber el manejo sacerdotal y chamánico del conocimiento del bien y del mal.
Como toda élite, la gerontocracia precisa de la construcción de un relato sociológico que legitime su posición de predominio. Es por ello que sus venerables integrantes a menudo hacen hincapié en la gastada leyenda negra de la generación boba: “Claro que a nosotros los mayores nos gustaría ceder la guardia, pero lamentablemente no observamos en los jóvenes la intención de tomarse las cosas en serio, de madurar psicológicamente y aceptar los rigores del paso del tiempo”. Llama la atención, sin embargo, que quienes esgrimen semejante argumento no salen del consultorio de un cirujano plástico ni pelan una sesión de bailoterapia.
A esta nada despreciable inconsistencia debemos agregar el manejo oportunista que los sexagenarios hacen de su edad. Cuando desprevenidamente incurrimos en el agravio de recordarles su fecha de nacimiento brincan airados para aclararnos en términos inamistosos que ellos se encuentran en la flor de la vida y lo suyo no es otra cosa que una juventud prolongada. Pero a la hora de esquivar una cola bancaria, pagar la tarifa preferencial de un servicio o gozar de una pensión de vejez los otrora chamines no dudan en abrazar su condición de personas de la tercera, cuarta o hasta octava edad...
Diariamente observamos como muchos sujetos experimentados se afanan por hacer pasar la vulgar maña por sabiduría milenaria. Sólo que el truquito ingenioso es pirausta que vive únicamente en el fuego de la tribu. Su configuración no tolera la brisa renovadora de los tiempos modernos.
Ya lo dijo Oscar Wilde: “La experiencia no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que le damos a nuestros errores”.

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