jueves, julio 07, 2011

Un hombre y su destino

La semana bicentenaria transcurre en medio de un vértigo informativo. El presidente Hugo Chávez, tras anunciar en tierra extranjera su batalla contra el cáncer, vuelve de manera sorpresiva al país con la intención de participar, aunque sea sólo a distancia, de las celebraciones oficiales en conmemoración de la firma del acta de la independencia.
En pocas horas, la repentina presencia del jefe del Estado trajo como consecuencia la reducción de la angustia vivida por gran parte de la población, bien porque ya unos comenzaban a intuir el extravío del rumbo estratégico de la revolución, bien porque otros empezaban a notar la falta de un responsable en la realización de las tareas de gobierno.
También se registró, de manera espontánea, una suerte de torneo de jalabolismo y adulación rastrera. Los primeros participantes en liza fueron los periodistas y las anclas informativas del equipo de prensa de Venezolana de Televisión, seguidos, muy de cerca, por los dirigentes de todo pelaje del PSUV. El denominado «pueblo bolivariano» no desaprovechó la oportunidad de meter baza en el asunto. Entre las numerosas jaladas registradas en la calurosa mañana del martes 4 de julio destaca, por mucho, la perpetrada por una señora de la tercera edad, quien confesó haber ofrecido su cuerpo para que Dios alojase allí todo tipo de células malignas, a condición, por supuesto, de que dejase tranquilo el organismo del presidente Hugo Chávez.
Qué cosa tan fuera de lugar: una grotesca linsonja que se pretende hacer pasar por impetración o cuestionamiento. El cáncer es un asunto muy serio, un padecimiento, en ocasiones terminal, que no da cabida a representaciones melodramáticas o a fariseísmos funerarios del tipo «¡Muerte, llévame a mí!». Igualmente molesta, al menos a los hombres y mujeres creyentes, que pasados ya los tiempos del oscurantismo religioso vengan algunas personas a proponer la existencia de un Dios colérico y vengativo, hambriento de sacrificios humanos, que sólo encuentra placer en la imposición de enfermedades al rebaño descarriado.
Pienso que el primero en tomar conciencia de la gravedad de la situación, de lo serio de su enfermedad, debe ser el propio convaleciente. Al interior de su mente. el jefe de Estado tiene que reflexionar sobre si su proyecto de poder absoluto y totalitario merece, en verdad, poner en vilo la posibilidad de una recuperación definitiva. Así como demostró tener coraje al informar sobre su delicado estado de salud a la población, Chávez debe también derrochar valentía para delegar las funciones de gobierno en el vicepresidente de la República —Elías Jaua—, y dedicarse en exclusiva a sus terapias de recuperación. Los venezolanos asistimos, más que al desigual combate entre un hombre y su enfermedad, a la lucha definitiva entre un hombre y su desmedida ambición de poder.
En La Habana, en un emotivo mensaje transmitido a todo el país en cadena de radio y televisión, el presidente confesó: «No quería ni quiero que los venezolanos me acompañen por senderos que se hundan hacia abismo alguno». Pero, sentimentalismos aparte, lo cierto es que Chávez hace muy poco por evitar que las bases populares de su movimiento ideológico se despeñen por la pronunciada pendiente del culto a la personalidad, aberración política que, al representar la negación de la ciudadanía y la madurez cívica, también es un abismo y uno muy profundo.
Hay que hablar claro: cada día de forzada permanencia en el poder, por parte de un Chávez convaleciente, equivale a la tácita confesión de desconfianza en los poderes creadores del pueblo. De tal forma, que el tan cacareado amor popular es pagado por el caudillo no con amor, sino con soberbia y avaricia.
Por más que se desgañite y gimotee el coro de sigüíes y aduladores, lo cierto es que nadie puede querer más a Chávez que el propio Chávez. Si él no valora su propia vida, ¿quién más lo hará? En sus manos está su destino. Como siempre, sólo él puede ser el eterno golpista.

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