martes, febrero 22, 2011

Teoría y praxis del guabineo

El guabinoso es un personaje arquetípico de la identidad venezolana. De allí que gran parte de la historia nacional se revele incomprensible si dejamos de lado la impronta social de este anónimo sujeto, de habla limitada y vocación camaleónica, que se resiste a batirse por una idea propia, que únicamente desea andar siempre de buenas con Dios y con el diablo.
Para rastrear la etimología del término «guabinoso» no es necesario cruzar el Atlántico. En su imprescindible obra Buenas y Malas Palabras, el filólogo Ángel Rosenblat nos explica que el vocablo proviene de «guabina», voz indígena empleada para designar a un pez de río, de piel tan resbalosa que hace casi imposible las labores de captura. En Venezuela, por extensión, solemos tachar de guabinoso al sujeto de juicio escurridizo, remiso a revelar sus opiniones ante terceros o a tomar partido en afiebradas discusiones públicas.
Un primer aspecto a destacar en el presente estudio es que el guabineo, a diferencia del onanismo, no puede entenderse como una práctica solitaria. Nadie guabinea cuando está solo, porque carece de sentido y de gracia. No hay pues, como en la pugilística, un guabineo «de sombra». Y a menos que el sujeto sufra de un trastorno bipolar o arrastre una psique escindida en varias personalidades (al estilo de los personajes de Brian de Palma), es imperativo el concurso de otros individuos —preferentemente defensores de posturas extremas— para que sienta la compulsión de silenciar la opinión propia y exteriorice su fingido apoyo al criterio ajeno.
No debe tomarse al guabinoso por un filósofo. La duda que exterioriza, en su hablar vacilante, no reviste un carácter existencial. No es pues un epígono de Camus o de Jean Paul Sartre. A diferencia de Hamlet, el hombre guabina no tiene problemas en ser y no ser al mismo tiempo. En su alma no anidan dilemas vitales, sino miedos irremediables: al poder, a la soledad, al ridículo, al rencor que se jacta de memorioso.
Al igual que el león del cuento del escritor polaco Slawomir Mrozek, el guabinoso no se anima, por instinto táctico, a hincar los dientes sobre los conducidos a la arena del coliseo, no vaya a ser cosa que, por caprichos del destino, los martirizados cristianos terminen sentados en la tribuna de las autoridades y luego se ocupen de los verdugos y sus colaboradores. Y es que pocas cosas inquietan tanto al espíritu contemporizador como la imposibilidad de avizorar si el sojuzgado de hoy podrá convertirse en el dominador del mañana.
Puesto al frente de la neblina que cubre los hechos futuros, el guabinoso sólo atina a redoblar sus previsiones de paranoico. No desea ser traicionado por ninguno de los avances tecnológicos que proporcionan nuevos ojos y oídos a los hombres. Por eso, aprovecha el Twitter —el guabinoso es el follower por excelencia— para erigirse en el rey del retuiteo (por uno de @chavezcandanga manda otro de @runrrunes). Mientras que instalado en el Facebook pulsa, de manera sucesiva y con frenesí bipolar, las opciones de me gusta y no me gusta. Su soundtrack: la canción «Yo no sé mañana» del salsero Luis Enrique.
Desde el punto de vista de la personalidad, el guabinoso se ubica en tierra de nadie. No es un hombre de acción, porque carece de espíritu resolutivo; pero tampoco es un hombre de ideas, porque, al cerrarles los cauces de salida, termina por abortar sus creencias y convicciones. Visto bien, el guabinoso no es más que un ni-ni existencial, un abstencionista de la vida, un zombi esmerado en hacerse pasar por tribuno del ágora y miembro de la polis.
El guabineo perfecto implica la muerte de la creatividad, dado que la apelación a modos originales de expresión siempre trae aparejado el riesgo de la distorsión, de la deformación del parecer o testimonio. Es por esta razón que la contemporización virtuosa guarda estrecha relación con la repetición automática, inclusive en el mismo tono, de las palabras pronunciadas por el interlocutor (ecolalia). Porque la tragedia del guabinoso reside en que, tarde o temprano, será emplazado a hablar, y, llegado ese momento, los gestos le resultarán poca cosa a la hora de significar las perlas más rutilantes de la retórica guabinosa: «Sí, pero no», «Tal vez, aunque de repente», «Lo uno y lo otro, pero también todo lo contrario». El guabineo es, ante todo, un acto del habla.
Duele reconocerlo, pero algunas personas parecen más dispuestas a luchar por la libertad de guabineo que por la defensa de la libertad de expresión. Sin embargo, en tiempos de polarización y reglamentaciones parlamentarias para frenar hipotéticos saltos de talanquera, el guabineo es una estrategia arriesgada, y a menudo desacertada, de sobrevivencia política. El hombre guabina no aguanta ni un wikileaks ni un informe de la policía secreta. Los fanáticos no toleran los culipandeos opináticos.
Como fenómeno popular, el guabineo ha hecho metástasis en otras esferas de la vida social. Por ejemplo, ha devenido reputado enfoque noticioso, basado en los valores periodísticos de la objetividad y la imparcialidad. Lo que tan abstruso suena en la teoría, en la práctica se limita a la acción de alternar una noticia del gobierno con una noticia de la oposición o, también, contrastar una entrevista del gobierno con otra de la oposición, sin ocuparse jamás de reseñar las posturas intermedias que tercian en el debate público. La experiencia reciente nos demuestra que, a punta de guabineo mediático, se puede hacer pasar una emisión meridiana de noticias por un compacto imparcial, repleto de informaciones redactadas desde una óptica justa y balanceada (Justa, porque el templón se efectúa en el punto exacto donde se jala mejor. Balanceada, porque una vez aferrada la persona al mecate salvador no puede evitar bambolearse, por un movimiento de inercia, de acá para allá y de allá para acá).
El guabineo políglota y cosmopolita es una ventaja competitiva en el mundo de la diplomacia. Sin embargo, la huelga de hambre iniciada por un grupo de valerosos estudiantes venezolanos ha puesto de manifiesto la existencia de insulsas modalidades de guabineo, como la desplegada por el mediocre secretario general de la Organización de Estados Americanos, ese oneroso sindicato hemisférico de presidentes que pretende hacerse pasar por una asamblea de pueblos soberanos.
Cuando vemos a José Miguel Insulza en su desafortunada gestión al frente de la OEA, repetimos con el psicólogo estadounidense William James: «No hay ser humano más miserable que aquel que vive en la indecisión».

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viernes, febrero 18, 2011

Llamar las cosas por su nombre

Recibimos a Laureano Márquez quince minutos antes de la hora pautada para su participación en el evento principal. Había sido invitado al IESA para dictar la charla motivacional a los nuevos estudiantes de la Maestría en Administración de Empresas. Mientras nos tomábamos un café y conversábamos, un profesor del instituto caminó hasta nuestra mesa para compartir sus opiniones acerca de un editorial periodístico firmado por el humorista, a propósito de la instalación de la nueva asamblea nacional.
Como suele ocurrir en la Venezuela de nuestro tiempo, la tertulia de fondo sobre la utilidad e importancia de un parlamento plural fue dejada de lado por el comentario ligero y acuciante de las recientes tropelías perpetradas por el poder que se pretende revolucionario; arbitrariedades perfectamente encarnadas en las insólitas declaraciones emitidas, en el diario Últimas Noticias, por el jefe del Comando Estratégico Operacional de la FAN. En esta entrevista, el general Henry Rangel Silva advierte, sin rubor alguno, que la Fuerza Armada Bolivariana se alzará en armas contra aquel gobierno de oposición que ose desmontar las políticas sociales y económicas implantadas (¿?) por el presidente Hugo Chávez.
Llegados a este punto de la conversación, el profesor se animó a plantear dos preguntas: ¿No creen ustedes que en Venezuela ya estamos viviendo en una dictadura? Y sí así lo consideran, ¿cómo explican entonces el hecho de que los líderes y dirigentes más populares no se atrevan a proclamar esta realidad ante sus compatriotas y ante el mundo? Tras un breve silencio, Laureano Márquez respondió: “El no poder pronunciar sin temor la palabra «dictadura» es lo que revela claramente que nosotros, como sociedad, ya hemos perdido la libertad”.
Desde hace varios años, la definición técnica del régimen chavista monopoliza el debate ilustrado. Historiadores y expertos en ciencias políticas han sido emplazados, ya en tribunas de opinión de la prensa escrita, ya en los espacios informativos de los medios audiovisuales, a alambicar sus criterios taxonómicos y metodológicos para dar por fin con la denominación exacta del fenómeno político conocido coloquialmente como la revolución bolivariana. Aunque todavía no se ha llegado a ningún consenso, se puede inferir una tendencia en la discusión intelectual: el afán de la mayoría de los interlocutores por rescatar la existencia, aunque sea muy debilitada, de un sistema democrático. Democracia sí, señalan, pero siempre en vilo por amenazas de distinto signo.
Cuando analizo la dinámica de este debate ilustrado, he llegado a preguntarme de qué saben los que saben. La mayoría de estos expertos coinciden en reducir la complejidad del sistema democrático a una sumatoria de sufragios, a un mecanismo de votación (es frecuente, de hecho, que recuerden que el presidente Chávez es el campeón de las elecciones). Asombra constatar que, en cambio, nada dicen del marco de principios cívicos y ciudadanos que dan pábulo al llamado gobierno del pueblo, es decir, el conjunto de características normativas y axiológicas que históricamente han permitido que la idea de democracia se haya podido avenir, mucho mejor que las otras formas clásicas de gobierno (monarquía, tiranía, aristocracia, oligarquía y oclocracia), con el concepto de república. Para estos ilustres opinadores son cosas baladíes la separación de poderes, la finitud de las magistraturas, la alternabilidad de los gobernantes, la libertad de expresión, la separación tajante de la esfera privada y la esfera pública, la libre asociación de individuos y la sujeción a las normas fundacionales.
Lo curioso es que estos expertos que hacen gala de una laxitud conceptual tan llamativa como impropia, se transforman en dómines severos e inflexibles a la hora de engastar a la revolución bolivariana dentro de otras categorías políticas. Para la mayoría de ellos no tiene relevancia el hecho de que Chávez viole la constitución nacional, desnaturalice y adultere la división de poderes, persiga a los adversarios políticos que puedan disputarle unos comicios presidenciales, limite la libertad de expresión, reforme a su antojo la legislación electoral e instale una red de sumisos consejos comunales para herir de muerte al nivel vecinal de gobierno. En su criterio, Hugo Chávez jamás será un dictador porque, desde el punto de vista de la tradición política, un dictador es aquel magistrado extraordinario designado por dos cónsules romanos (de origen patricio) para gobernar el imperio durante seis meses, sin derecho a elegir un sucesor; además también porque, desde el punto de vista de la historia venezolana, un dictador es un general nacido en la población de Michelena en el año de 1914, que estudia un posgrado en la Escuela Militar de Chorrillos en el Perú, participa en una Junta Cívico Militar, persigue chicas en motoneta en la isla de La Orchila, desconoce la voluntad popular en un referendo celebrado en diciembre de 1957 y viaja en una avioneta llamada La vaca sagrada.
Del mismo modo, poco importa que Chávez utilice a las fuerzas castrenses como partido de gobierno, fomente el culto a su personalidad, manipule a su favor la historia fundacional y la figura del principal prócer de la nación, promueva la relación directa entre el pueblo y el caudillo, forme brigadas paramilitares de choque, privilegie la propaganda por encima de la información, base su enfoque político en el binomio amigo-enemigo, siembre el miedo social para inducir a la zozobra permanente y cree una neolengua rica en calificativos peyorativos y eufemismos. Chávez no es fascista porque, desde el punto de vista de la tradición política, un presidente fascista químicamente puro tiene que haber nacido en Predappio (Italia) y ejercido la docencia en modestas escuelas; además, por supuesto, tiene que haber sido fundador de los fasci di combattimento y marchado sobre Roma para encabezar los funerales de un congreso disuelto. De lo contrario, no se vale.
Tampoco resulta relevante que Chávez instaure un partido único, expropie a los grandes empresarios, acabe con el sector privado de la economía, secuestre el movimiento sindical, propicie purgas al interior del PSUV, invada los ámbitos tradicionales de la vida privada, ideologice la educación, reescriba a su antojo la historia, cultive la figura del imperialismo capitalista como enemigo externo, atice el espantajo de la contrarrevolución, segregue a los opositores, asfixie las manifestaciones culturales de la sociedad civil e instale un sistema de espionaje y delación. Chávez jamás será un comunista, porque, desde el punto de vista de la tradición política, un presidente totalitario de izquierda tiene que apodarse Koba (en este caso no basta con decirlas) y haber nacido en Georgia en el año de 1879; tiene también que haber entrado en Berlín y anexado a su gobierno la parte oriental de Europa. De lo contrario, lo sentimos mucho, ese señor no tiene nada de comunista.
No puede uno entender cómo mientras los virus que azotan al cuerpo humano son capaces de mutar y producir cepas más complejas y agresivas, los virus que martirizan el cuerpo social permanecen, en cambio, con su ADN inalterado por los siglos de los siglos. Cuesta comprender cómo mientras el animal «humano» procesa las experiencias pasadas para minimizar los errores y potenciar los rendimientos positivos de sus próximas actuaciones, el animal «político» se encuentre, por el contrario, genéticamente baldado para captar los procesos históricos y extraer lecciones que le permitan implantar un modelo mestizo, jenízaro, de control político y social basado en las mejores prácticas de regímenes que, a pesar de haber fracasado, conocieron de épocas de esplendor. Lo intolerable, en el caso venezolano, es ver cómo supuestos historiadores y eruditos académicos siguen llamando democracia al desmadre chavista, por miedo, o quizás, peor aún, por su incapacidad intelectual para identificar la presencia —tal como lo hiciera Polibio en su tiempo— de un novedoso modelo mixto de dominación social, cultural, militar, política y económica, que basa su avasallante andar en el aprovechamiento de las teratologías de izquierdas y de derechas.
A este proceso de esconder la realidad, de no llamar las cosas por su nombre, contribuyen también las plumas menores. Tal es el caso del periodista y ex encamburado chavista Vladimir Villegas, quien se la pasa blasonando de una supuesta objetividad periodística y tolerancia política. En su columna del martes 15 de febrero, publicada en El Nacional y titulada La misteriosa enfermedad de Aguilarte Gámez, el dirigente del PPT cruza ese límite en que la tolerancia, según el filósofo Edmund Burke, deja de ser virtud. Las líneas que nos disponemos a glosar hunden sus raíces en la preocupación y suspicacia que la abrupta destitución y sustitución del gobernador del Estado Apure producen en Villegas. En sus propias palabras: “Los hechos que han rodeado la salida de Aguilarte dejan un mal sabor. Chávez critica la guerrita interna y lo regaña públicamente. El partido le pide la renuncia, le colocan como secretario de gobierno al ex vicepresidente Carrizález, y por último, aparecen los problemas de salud, como quien saca un conejo de un sombrero. Alguien debe responder si Aguilarte metió la pata o metió las manos. Si hizo algo que constituye delito o que implique responsabilidades administrativas. Si está en terapia intensiva o si su enfermedad es contagiosa, le impide hablar y aparecer en público o lo inhabilita para ejercer su cargo. En estos casos, el silencio, el misterio, el hermetismo y el creer que los ciudadanos se tragan cualquier cuento de camino son remedios peores que la enfermedad”.
Villegas sospecha de la honradez de Aguilarte Gámez, pero no se anima a llamarlo ladrón. Encuentra más conveniente y menos peligroso permitirse algunos sarcasmos con el ex gobernador, dado su carácter de cadáver político. Patea al perro muerto, que diría el pueblo en su sencillez. Es así como cada burlita sobre los riesgos de contagio o reclusión en terapia intensiva sirven al periodista para colocar de bulto el malestar de un pueblo que se resiste a ser engañado por el villano de esta mediocre película tercermundista, a saber: el oprobioso Pancho Aguilarte Gámez. Sin embargo, este moderno moralista, este Catón de la quinta república, nada dice sobre la minúscula, y vista bien anecdótica, circunstancia de que el presidente Chávez perpetra un golpe legal, otro más, cuando violenta las disposiciones constitucionales que, como Estado federal, rigen los niveles regionales y municipales de gobierno en Venezuela. Chávez no puede destituir al gobernador de Apure ni el de ninguna otra entidad federal, y mucho menos está capacitado para designar como nuevo mandatario regional a uno de los secretarios territoriales del PSUV, su partido único, integrado por dirigentes foca. Cañizález actúa de manera inmoral al aceptar un nombramiento espurio, y Chávez es un dictador golpista por anteponer su voluntad a las atribuciones constitucionales de la asamblea legislativa de Apure. Esta es la verdad para todo el mundo, menos para Villegas, quien entiende que el busilis de la cuestión es si Aguilarte tiene dengue, paperas o sarampión morado. En fin, otro sujeto más que comparte la peregrina tesis de la historiadora Margarita López Maya de que en Venezuela aún tenemos democracia, pero con algunas preocupantes señales de alarma.
En su inmortal opúsculo Discurso de la servidumbre voluntaria el joven Étienne de la Boétie desentraña los mecanismos psicológicos que permiten que un simple mortal tiranice a una población. En una parte de su escrito señala: “Aquel que tanto os domina sólo tiene dos ojos, sólo tiene dos manos, sólo tiene un cuerpo, y no tiene nada más de lo que tiene el menor hombre del gran e infinito número de vuestras ciudades, a no ser las facilidades que vosotros le dais para destruiros. ¿De dónde ha sacado tantos ojos con que espiaros, si no se los dais vosotros? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos si no las toma de vosotros? Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿de dónde los ha sacado si no son los vuestros? ¿Cómo es que tiene algún poder sobre vosotros, si no es por vosotros? ¿Cómo osaría atacaros si no fueseis sus cómplices? ¿Qué podría haceros si no encubrieseis al ladrón que os saquea, si no fueseis cómplices del asesino que os mata y traidores a vosotros mismos?".
Villegas, al prestar su pluma, su oficio y su tribuna al dictador, traiciona el ideal democrático y, peor aún, se traiciona a sí mismo, como persona bien nacida y con derecho a vivir en libertad.
Aunque los guabinosos y oportunistas de siempre se molesten, Chávez es un dictador, un obsesionado con el mando total y vitalicio. Y el pueblo venezolano haría bien en recordar las palabras del escritor francés Albert Camus: “No llamar a las cosas por su nombre agrava el mal en el mundo”.

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miércoles, febrero 09, 2011

Algo huele mal

Algo huele mal, pero no es en Dinamarca. El aire enrarecido, la brisa maluca, proviene en esta ocasión de Malawi, un modesto país del continente negro, cuya clase dirigente acaba de manifestar su intención de reactivar una legislación colonial que prohíbe a la población soltar flatulencias en público.
El promotor de la reforma parlamentaria es el ministro de Justicia y Asuntos Constitucionales de Malawi, George Chaponda, quien achacó al exceso de libertad y al multipartidismo el ambiente de total relajación —por lo menos de esfínteres— que aqueja a la nación africana (de más de catorce millones de habitantes) y amenaza con tornar irrespirable la vida en sociedad.
«El Gobierno tiene el derecho de garantizar la decencia pública. Tenemos que imponer el orden. ¿O acaso ustedes desean que la gente se tire pedos en cualquier lugar? Esto no ocurría durante el régimen de Kamuzu Banda (dictadura derrocada en 1994), porque la gente temía las consecuencias de sus imprudencias. Malawi tiene que regresar a los tiempos del respeto, y espero que los diputados tomen la decisión correcta en este sentido», señaló Chaponda al ser entrevistado en un programa informativo de la emisora Capital Radio.
El funcionario intenta acabar con la impunidad de los fumigadores callejeros, cuando propone que gases, aires, pedos, flatos, cuescos, follones y demás emanaciones mefíticas dejen de ser simples conductas inadecuadas para convertirse en delitos menores, susceptibles de acarrear sanciones morales y multas pecuniarias. A pesar de su condición de abogado, el ministro malawí se abstiene de ensayar doctrinas legales que puedan enriquecer la jurisprudencia relacionada con los delitos «gaseosos», esto es, desarrollos teóricos sobre la definición de la autoría material e intelectual (¡se han visto casos!), comisión culposa o alevosa, criterios para la calificación de gravedad, complicidad y vinculación con el terrorismo sustentado en armas químicas y biológicas.
En sus declaraciones, Chaponda llegó a afirmar, de un modo ciertamente temerario, que «sin duda se trata de un hecho de fácil comprobación que las necesidades de la naturaleza humana pueden ser controladas y, por tanto, mis compatriotas deben ir a los baños y servicios privados en lugar de tirarse pedos por las calles». Palabras polémicas que dejan ver que este señor no formó parte de las personas que pagaron con un brote de cólera su asistencia a un famoso matrimonio en República Dominicana; sarao macabro donde los invitados de chiripa dejan sus respectivos tractos digestivos por comer raciones de langostas y ceviches inconvenientemente manipuladas.
Este Torquemada africano no comparte las humoradas que sobre las flatulencias hizo el inmortal Francisco de Quevedo, quien en un largo poema de título ligeramente obsceno, Gracias y desgracias del ojo del culo, llegó a afirmar: «Se ha de advertir que el pedo antes hace al trasero digno de laudatoria que indigno de ella. Y, para prueba desta verdad, digo que de suyo es cosa alegre, pues donde quiera que se suelta anda la risa y la chacota, y se hunde la casa, poniendo los inocentes sus manos en figura de arrancarse las narices, y mirándose unos a otros, como matachines. Es tan importante su expulsión para la salud, que en soltarle está el tenerla. Y así, mandan los doctores que no les detengan, y por esto Claudio César, emperador romano, promulgó un edicto mandando a todos, pena de la vida, que (aunque estuviesen comiendo con él) no detuviesen el pedo, conociendo lo importante que era para la salud».
Tanto representaba la ventosidad para Quevedo que llegó incluso a tenerla por prueba de amor y amistad. De ahí que en uno de sus versos señale: «Hasta que dos se han peído en la cama, no tengo por acertado el amancebamiento; también declara amistad, pues los señores no cagan ni se peen, sino delante de los de casa y amigos».
A los venezolanos también nos acogotan los malos olores, aunque por circunstancias distintas a las que martirizan a los altos representantes del régimen malawí. Nuestra fetidez ambiental tiene que ver más bien con la aparición de conteiners con comida podrida y calles sepultadas en bolsas de basura, que el aseo urbano tiene semanas sin retirar. Ambas emanaciones (des)componen el olor de la revolución.

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