jueves, marzo 30, 2006

El Monólogo del Desempleo (Nota primera: de sus oscuros orígenes)

Aunque ustedes no lo crean, en algún momento de mi vida llegué a convertirme en una auténtica promesa para mi familia. Corrían los tiempos en los cuales mis padres se ufanaban de haber procreado a todo un portento de la comunicación social; un fenómeno intelectual que, a pesar de no haber visto matemáticas en su ya lejano Liceo Andrés Bello (un liceo privado: privado de pupitre, privado de pizarrones…), había logrado culminar una Maestría en Administración de Empresas en la mismísima cuna del neoliberalismo salvaje: el Iesa.
Todos en la casa esperábamos convencidos la inminente llegada de un ofrecimiento gerencial globalizado y bien remunerado, que acercara a nuestras vidas los merecidos adelantos del paraíso bíblico. Pero los días pasaban y de aquello nada.
El primero en impacientarse fue como siempre mi anciano padre, quien empezó a compararme con el agua estancada. “Lo que no se mueve se pudre”, me advertía con una mano, mientras con la otra me hacía llegar un aviso de prensa relacionado con la búsqueda de un motorizado bilingüe: “Hijo lo importante es entrar. Una vez adentro, tú te mueves”.
Sin embargo, yo no me resignaba a enterrar mi quimera gerencial. Por el contrario, a menudo echaba mano de la doctrina metafísica “connymendeciana”, la misma que recomienda decretar tu destino de manera entusiasta. Fue así como empecé a visualizarme en una lujosa oficina, auxiliado por una sensual secretaria, listo para brillar en infinitas reuniones de trabajo, con el fin de agregar valor para los accionistas de la empresa. Pero el sueño terminó el día en que mi papá llegó a la casa y me encontró hablando solo... Supongo que pensó en enviarme a un manicomio, pero se trataba, sin duda, de una decisión muy difícil: no en balde soy su único varón. Optó más bien por preguntarme algo molesto: ¿Pero qué diablos estás haciendo hijo mío?
La sinceridad, al contrario de lo que suele pensarse, no es siempre la mejor aliada. Y es qué, ¿cómo decirle a mi viejo que no me encontraba ocupado en nada distinto al simple disfrute del bloque romántico de la televisión? Fue entonces cuando tuve una gran iluminación, una verdadera muestra de que Dios existe: Revelarle a mi padre que me encontraba en plena elaboración de una grandiosa obra intelectual: El Monólogo del Desempleo.
Visiblemente emocionado, mi padre cerró la puerta del cuarto, y se dispuso a llamar a sus amigos para jactarse nuevamente del fruto de su genética. Yo, por mi parte, rebosaba de alegría no sólo por haber superado exitosamente el difícil episodio, sino también por haber legitimado mis largas tardes de sin oficio.
Pero como reza la famosa salsa, todo tiene su final, nada dura para siempre. Y fue así como llegó el día en que mi padre me pidió leer el manuscrito del monólogo; prueba inequívoca de mi total pava, por provenir dicho pedimento de un consumado lector de la Gaceta Hípica. Ante ese inesperado parto de la abuela, no me quedó otra opción que ponerme a escribir mi tan esperada ópera prima.
Fueron dos semanas de intenso trabajo, con el claro propósito de retratar en un texto el cúmulo de sufrimientos que amargan la vida de todas las personas que carecen de un puesto de trabajo. Y eso es, finalmente, mi Monólogo: el desarrollo de una triste y contundente verdad: el peor explotado del capitalismo es aquel que no tiene quien lo explote.

1 Comments:

Blogger Cástor E. Carmona said...

Amigo Rafael, quisiera expresarle mi agradecimiento por revelar sin egoísmo alguno los detalles que propiciaron la gestación de una obra a la que le auguro un gran éxito cuando usted decida montarla sobre las tablas (que no con las tablas en la cabeza); así como le ruego que haga extensiva mis felicitaciones a su señor padre, quien en su sabiduría infinita nos recordó esa premisa sin grietas y según la cual lo importante es entrar y una vez adentro… hay que moverse.¡Memorable!

11:37 a.m.  

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