jueves, noviembre 02, 2006

Deje su mensaje

Puede que se trate de una fobia personal, pero a veces pienso que nada resulta más frustrante que vernos obligados a dejar un mensaje en una grabadora. Comunicación fracturada y de paso facturada. Oscuro trance que pone de relieve las escasas fuerzas de nuestros deseos (ya de conversar, ya de saber del otro) para echar abajo el muro inasible de la ausencia.
Cada uno tiene su forma particular de interactuar con las contestadoras. La mía, debo confesarlo, es de las más patéticas del inventario: No bien termina de sonar la señal, empiezo a gaguear algo que pretendo sea un mensaje claro y conciso, pero que guarda más parecido con los ladridos lejanos de un perro escapado de una jauría condicionada por el científico Pavlov. “Te-te lla-llamo pa-para saber co-cómo estabas…”. Si se me ocurriese rematar mis palabras con la frase “eso es todo amigos”, nadie dudaría del autor de la llamada: Porky el cerdito. Es por esta suerte de miedo escénico que muchos prefieren tratar de comunicarse más tarde.
Hay quienes sienten por las grabadoras el mismo miedo cerval que invade a muchos de los pobladores de tribus originarias cuando son enceguecidos por el flash fotográfico: la posibilidad de perder parte de su esencia, la misma que luego se queda encerrada para la posteridad en un papel.
Puesto a escoger, me inclino a pensar que los jirones del alma tienen más posibilidad de quedar trabados en el mensaje telefónico. El hilo de la voz es también el hilo de Ariadna: nos permite llegar al ovillo definitivo de una intención, de una personalidad. Muchos de nosotros creemos presentir con mayor certeza la voz de la verdad que la imagen de la verdad. Sólo el retrato de la violencia y las huellas dejadas por su devastador paso nos hacen deponer nuestras suspicacias frente a la siempre presente amenaza del montaje visual. En palabras de uno de los personajes de la novela Esperando a los bárbaros de J. M. Coetzee: “El dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a dudas”.
Pero la forma también es el mensaje. Por eso, podemos afirmar que nuestro fallido interlocutor también quedará revelado en las palabras que seleccione para la grabadora de su teléfono. El vacilador nos dirá: “¡Aló! ¡Aló! ¡Aló! No te escucho bien hermano. Mejor deja tu mensaje”; aunque ya para ese entonces seguramente estaremos roncos de tanto gritar “soy yo, soy yo”.
El paranoico sólo se limitará a susurrarnos: “555555. Deja tu mensaje”, sin revelar nombres o apodos que pudiesen facilitar las labores de identificación. El chamo cool nos “malandreará” con un escueto: “Ya sabes lo que tienes que hacer”. El empresario del “matatigrismo” no desaprovechará la oportunidad para recordar que dejes tu número o correo electrónico de contacto; mientras que los enamorados encargan al objeto de su pasión la grabación del mensaje. Finalmente, los seres tímidos prefieren que sea el robot de la operadora telefónica el que anuncie su imposibilidad de atender.
Sin embargo, a la hora de consignar anécdotas relacionadas con las personas y sus contestadoras, me quedo con la melancólica confesión de un amigo: “Lo que me gusta de la grabadora es que es la mejor demostración de que alguien, en un momento y un lugar determinado, pensó en mí y quiso dejar constancia de ello, anulando así el silencio y el olvido”.
Ya nos lo decía el español José Bergamín: “Sólo los solitarios pueden sentirse solidarios”.

1 Comments:

Blogger Inos said...

Si quien empieza a conversar consigo mismo es un loco en potencia, imagínense que será aquel que habla con un aparato... sobre todo cuando el 99% de los casos el dueño de la grabadora solo alcanza a oír posteriormente una especie de "blblblbggg, xyxppp dd mbmbmnn *click*" y no le para la más mínima bola.

La comunicación como utopía y la ciberingenuidad del triste Hombre.

Un saludo.

3:06 p.m.  

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