Tenía pensado escribir una reseña acerca de la
novela El barón rampante del
fallecido escritor Ítalo Calvino. Exponer aquí su trama y concatenar algunas
reflexiones acerca del personaje principal, Cosimo Piovasco di Rondò, cuya existencia
estuvo determinada por una decisión a un mismo tiempo alocada y radical: subir
a los árboles para no descender jamás.
Sin embargo, al empezar la primera versión de
esta columna semanal, me asaltó una duda muy frecuente: ¿cómo interpretarán los
lectores mi reseña? ¿Verán en ella la oportunidad de recordar, o enterarse, de
los rasgos principales de un relato de entidad dentro de la literaria fantástica
del siglo XX? O, por el contrario, ¿tomarán mi recensión como un banal intento de
evadir el drama que atraviesa el país?
No faltará quien piense: este escribidor habla de Cosimo Piovasco de Rondò para
no hacerlo de Nicolás Maduro o de Diosdado Cabello, siniestro tándem cívico
militar que martiriza a Venezuela. O peor aún: este escribidor, puesto a
escoger, prefiere compartir los árboles con el Barón Rampante que los sótanos
de la tumba con un estudiante torturado.
¿Qué busca un lector cuando abre las páginas de
la sección de Opinión de un diario? ¿La sensación de participar del mundo de
las ideas? ¿La lectura de artículos cuyos postulados principales confirmen sus pensamientos
y prejuicios? ¿La frecuentación de personas con cierta gracia y
agudeza para escribir historias o dilucidar conceptos? ¿El hallazgo de textos
desvinculados con la cotidianidad que lo asfixia? ¿Chismes? ¿Chistes?
Me gusta pensar que el lector que acude a estas
páginas lo hace para no sentirse íngrimo; solitario en el estruendo y la
escabechina de la lucha que le da sentido a sus días, aunque también los
consume. ¿Cuál lucha? «La lucha de todos los hombres esencialmente honrados por
ganarse la vida con decencia en una sociedad corrupta» (John Banville).
La actual polarización política tiene graves
consecuencias que se manifiestan en el aspecto psicológico del lenguaje.
Simplifica conceptos y modelos teóricos, hasta el grado de vaciarlos de
contenido; alimenta la angustia, por presentir en cualquier discusión una
ruptura; festina consensos inestables, como ilusorio mecanismo de anticipación
de enfrentamientos; endiosa eslóganes transmutados en premisas ideológicas; y despoja
al silencio de todo simbolismo filosófico.
En Venezuela, a los ojos de los dos bandos en
liza (pero también del tan mentado tercer sector no politizado) el callar es
una de las tantas formas de opinar. Acaso la más ladina.
La semilla de la polarización (pudiésemos sustituir
esta palabra por el término «caricaturización» y nada perdería sentido, ni en
la frase ni en la realidad) germina en la mente del fanático bajo la forma de
una trampa intelectual muy sencilla de explicar, porque se resume en dos
expresiones populares: «El que se pica es porque ají come» y «El que calla
otorga». Si hablas estás fuñido. Si callas también.
Ora picado, ora callado, el venezolano presencia
la decadencia de la política nacional. El foco de putrefacción es evidente: una
facción que, a despecho de los lineamientos republicanos y democráticos, se rehúsa
a entregar el poder, incluso en las más insignificantes instancias del Estado (porque en un sistema presidencialista el Poder Legislativo es una fruslería).
Lo único que supera la astronómica devaluación
del bolívar fuerte es la devaluación moral del gobierno y de sus personeros. A
medida que se acerca la elección parlamentaria del 6 de diciembre se agudiza el
envilecimiento de los otrora idealistas. Hasta la fecha han apelado a estratagemas
tan innobles y farisaicas como la igualdad de género, la inhabilitación
electoral o el reemplazo de directivas de partidos políticos.
¿Cuántas toneladas más de estiércol y detritus tendremos
que ver y respirar los venezolanos en los próximos días? Bienaventurado el
Barón Rampante porque, al habitar entre ramas, está a salvo de la riada creciente de materia fecal.
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