miércoles, diciembre 01, 2010

El gusto prostituido


Cuando en el Facebook reviso mi perfil de usuario me cuesta reconocerme. No sólo por la existencia de tantos amigos (una cantidad demasiado elevada para un sujeto como yo, tímido y poco sociable), sino también por la abundante cantidad de páginas, grupos y personalidades emergentes de los cuales, supuestamente, soy fanático.
Confieso que cada vez dudo más de la conveniencia de aceptar una propuesta de amistad. Mi experiencia como víctima de las redes sociales me lleva a aseverar que la amistad virtual resulta mucho más exigente y comprometida que la amistad tradicional. Los amigueros on line no suelen conformarse con la concreción de un vínculo interpersonal o un reconocimiento de carácter público. Ellos desean agregar tu nombre, de un modo imprudente y abusivo, a una base de datos de fanáticos y sigüíes de los más alocados inventos y emprendimientos cibernéticos.
Pienso que incurrimos en un grave error cuando, llevados por el temor a desairar una autoestima que juzgamos lesionada o tambaleante, convenimos en aceptar una petición de amistad o una invitación a participar en un grupo. Y tal cosa es así, en el mundo sin ley de la Web, porque tú renuncias automáticamente a tu individualidad en el preciso instante en que accedes a declararte fanático de una página o seguidor de un perfil personal. Sucede entonces nuestro rápido adocenamiento en las manadas mercadotécnicas del target y del mercado meta, denominaciones técnicas que hacen referencia a una masa compacta y homogénea de consumidores y usuarios.
Existe en el Facebook, y supongo que también en otras redes sociales, una patética caterva de sujetos, según ellos muy creativos, cuya única ambición consiste en la formación del grupo virtual con más seguidores. No importa el quid ni el busilis del asunto; mucho menos las razones filosóficas esgrimidas para justificar la tan anhelada aglutinación de voluntades: lo único relevante es convertirse en el pionero de la movilización digital, trascender, erigirse en el líder del rebaño. Un buen ejemplo de esta variante moderna del cretinismo lo constituyen los famosos fundadores de los grupos «A que consigo un millón de…» («A que consigo un millón de admiradores del periodista que le arrojó el zapato a George Bush», «A que consigo un millón de aficionados de la revista Gaceta Hípica», «A que consigo un millón de personas que compraron el CD de Paulina Rubio en dúo con Bertín Osborne»); agrupaciones, todas ellas, carentes de sentido, de continuidad, que vagan como herrumbrosos derrelictos en el mar de la (des)información. Se trata de una peste que no conoce de escapatorias, porque si por alguna casualidad decides rechazar semejante castigo, el administrador del grupete no vacilará en reenviarte la invitación hasta el final de los tiempos. Como si de una maldición mitológica se tratase.
La mayoría de estos «amigos virtuales», que nunca debieron haber sido, violentan el pacto tácito que desde siempre ha regido las relaciones entre personas que apenas empiezan a conocerse; esto es, la sabiduría expresada en la aproximación progresiva, en la forja paciente del respeto mutuo. Es obvio que a ninguno de ellos le interesa nada relacionado con la dignidad; circunstancia que explica como, en una suerte de ictus demencial, estos sujetos comienzan a comportarse como si la idea de engrosar las filas del grupo de acoso y de tortura hubiese sido realmente nuestra. Una actitud desquiciada y desquiciante, una vulgarización de las más predecibles estrategias publicitarias, que se expresa, entre otras cosas, en el bombardeo inmisericorde de mensajitos informativos tipo spam, actualizaciones de contenidos y notificaciones de preferencias reales e imaginarias de nuestros vínculos en el «feisbu». En fin, un descaro de dimensiones interplanetarias.
Es muy cierto que en la blogósfera, esa región ocultamente furibunda a decir del novelista Javier Marías, ya menudeaban los sujetos que, echando mano de primitivas técnicas de intriga y persuasión, utilizaban la sección de comentarios para promocionar sus páginas personales. Sin embargo, ninguno de estos blogueros con inquietudes mercadotécnicas se enfrascaba en una campaña de tortura psicológica. Visitaban tu bitácora, dejaban su añagaza publicitaria y luego se marchaban. No te perseguían. No te molestaban. No regresaban. Pero ahora con las redes sociales todo ha cambiado. Vivimos los tiempos del acoso sin fin.
Tengo para mí que el origen del incordio obedece a una malsana aspiración a la reciprocidad: «Porque yo soy tu seguidor, tienes que seguirme». Lo que equivale a pensar que porque este cronista ha incluido en el blogroll de La Hora del Vampiro a Javier Marías y Enrique Vila-Matas, estos dos eminentes escritores españoles tienen la obligación de seguir mis publicaciones o de colocar mi blog entre los enlaces de sus respectivas páginas web. ¿Pero qué clase de estupidez es esta? Resulta frustrante compartir el corto tiempo vital que nos ha sido dado con seres que conciben las preferencias, aficiones y predilecciones en términos de popularidad e intercambios comerciales, y no en función de criterios estéticos o intelectuales. ¿Qué valor puede tener el seguimiento o el apoyo de una persona fanática de todo, de una veleta carente de criterios de jerarquización, incapaz de alambicar sus sentimientos de afinidad? ¿Qué peso puede llegar a tener la voz vicaria o los juicios contemporizadores de una persona gregaria que sólo aspira a sentir lo que Nietzsche bautizó como «el calor del establo»?
Con el surgimiento de Twitter la cosa no ha hecho sino empeorar, porque se trata de una red social que no busca fomentar el conocimiento de nuevas personas ni la cristalización de vínculos profesionales. La mayoría de sus usuarios se plantean influir en la identidad de los grupos de referencia, en los flujos de información y en la orientación de la opinión pública. El universo Twitter está compuesto, grosso modo, por dos clases de seres: el líder y el seguidor. El número de seguidores y la cantidad de mensajes «retuiteados» dan la medida exacta del liderazgo e influencia acumulado por la persona; un factor psicológico que torna mucho más acuciante la expectativa de reciprocidad que ha marcado la senda del gusto prostituido.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, en una excelente columna publicada en el diario El Espectador, comentó: «Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes sociales. Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto. Está mal visto decir, por ejemplo, que las redes sociales tienen claramente un lado pueril: ver a cuarentones mandar mensajitos que dicen “quiero ser tu amigo” me parece, más que conmovedor, preocupante. Está mal visto decir que las redes sociales, más que informarnos de lo que hacen los demás, están hechas para que los demás sepan que estoy haciendo yo: hay en eso una especie de ansiedad por estar todo el tiempo a la vista, por exhibirse y ser examinados, que se acerca demasiado al narcisismo. Los Twitters y los Facebooks y los como-se-llamen son sólo intentos desesperados por no desaparecer: estoy aquí, también existo, no se olviden de mí. Es un miedo atávico: el miedo a ser excluidos del grupo, el miedo gregario a estar con nosotros mismos. Las redes sociales son la manera más sofisticada que hemos inventado de paliar ese miedo, o de desterrarlo de nuestra rutina diaria. Lo cual no es de sorprenderse en una sociedad que le ha declarado la guerra a la soledad, donde los solitarios son señalados con el dedo y se trata por todos los medios de devolverlos al redil que sea, el de la religión, el del partido, el del gremio, el de los fans de cualquier cosa: fans de Obama, fans de Larissa Riquelme, fans de las aceitunas con anchoa».
Una cruzada contra la turbamulta del gusto prostituido pasa, sin duda alguna, por recordarles a todos estos prolíficos fundadores de grupos idiotas la aladas palabras del mejor Marx que ha existido, el gran Groucho: «Nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo».

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2 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

Como siempre en el clavo 100%. Pero recuerda que al escribir nuestros blogs, también somos parte del rebaño que le ha declarado la guerra a esa soledad...Es nuestra manera de decir que aqui estamos y no hemos desaparecido, que tenemos algo que decir...y que cada comentario en nuestras páginas nos hace sentir menos solos y casi siempre nos dibuja una sonrisa en el rostro. Llámalo peste del siglo 21. Lo bueno es que podemos discernir entre lo que aceptamos y lo que no. Yo agradezco al ciberespacio haber encontrado páginas como la tuya. La acepto. ;)

3:54 a.m.  
Blogger Rafael Jiménez Moreno said...

Gracias Señorita Cometa por tu gentileza y constancia. ¡Qué bueno que siempre apareces!

12:00 p.m.  

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