domingo, marzo 14, 2010

Añoranza de los maestros


Ya nadie quiere ser maestro. Muy pocas personas reivindican esta noble condición menos profesional que humana. Pareciera que saber más que los demás, en cualquier aspecto de la vida, se ha convertido en un delito, casi un acto nefando. La cultura de lo políticamente correcto, que veladamente tiraniza a las sociedades modernas, no pierde ocasión para remachar la figura del facilitador como eje central del sistema educativo del futuro.
Sin embargo, a pesar del caché y savoir faire del novísimo oficio no me imagino a Sócrates reclamando para sí, antes de apurar un trago de cicuta, la condición de facilitador de Filosofía. Tampoco me da la sesera para recrear la escena de unos doce apóstoles que se refieran a Jesús con el piadoso remoquete de «El facilitador»; y eso que, con su sacrificio, el Nazareno nos facilitó la vida eterna. Mucho menos me alcanzan las neuronas para imaginar al Libertador Simón Bolívar, en la cima del Monte Sacro, en compañía de Simón Rodríguez, pronunciando palabras como: «Juro por mi honor, juro por Dios, juro por mi patria y juro por usted mi querido facilitador».
El actual descrédito del magisterio obedece a varias razones. La más pedestre, afianzada en el plano económico, pone de bulto que con el amor al conocimiento y la preocupación por el prójimo no se va al mercado. La causa más rebuscada, por pretendidamente intelectual, se desprende del igualitarismo ramplón y descocado que se empeña en extrapolar a todos los planos de la existencia (la familia, la escuela, la empresa) la noción política de democracia en su concepción más primitiva y tumultuaria, aquella que idolatra a la mayoría y escarnece a las minorías, aquella que aspira ingenuamente resolverlo todo con una votación.
Para estos modernos jacobinos de la inclusión, el salón de clases representa uno de los últimos bastiones de la dominación basada en jerarquías y privilegios. Según estos cruzados del espíritu democrático, se torna imperativo –si en verdad la sociedad tiene como axioma la igualdad de todos sus miembros– liquidar el inveterado y solitario reino del maestro. La justicia social exige acallar el tono solemne y monocorde del dómine, para así poder escuchar la voz coral de los iguales enzarzados en sesudos debates entre iguales. Una Arcadia rediviva que si acaso llegase a necesitar de una presencia adicional ésta no sería otra que la de un moderador que oriente y mantenga vivo el debate. En este sentido, el facilitador se erige como el Primus Inter Pares.
No se me escapa que detrás de la conversión del maestro en facilitador se oculta la misma metamorfosis mercadotécnica que transforma al alumno en cliente y hace del fenómeno del aprendizaje una variante más de la filosofía de calidad de servicio. De seguir por este camino, asistiremos al día en que desesperados guías de aula repitan como mantra que los alumnos siempre tienen la razón.
Por su híbrida naturaleza de animador y promotor comercial, el facilitador se erige como un enemigo jurado de las clases magistrales. Su deber principal no es educar sino entretener, esto es, mantener interesada a la audiencia cautiva. De ahí, que su metodología de enseñanza –por darle un nombre– exhiba un carácter marcadamente multimedia. Su utillaje comprende laptops de última generación, láminas de Power Point, Video Beam, Home Theater, Plasmas Hig Definition, sonido Dolby Stereo y, si pudiese, lentes 3-D, cotufas y un vaso de refresco.
En sus clases, que curiosamente nunca reciben el nombre de clases sino más bien de coloquios, talleres vivenciales o conversatorios, el facilitador se esfuerza en todo momento en promover la intervención, sin ton ni son, de todos los presentes; sabe que, al igual que cualquier animador de programas de talk show, el silencio es su enemigo y que su evaluación de desempeño se encuentra indisolublemente atada a la participación y feed back de los oyentes-clientes (Profesor Tumusa, dixit). De ahí que no resulte sorprendente que en un futuro, no muy lejano, los facilitadores más creativos y emprendedores estimulen en sus eventos la recepción de llamadas del público, el envío de mensajes móviles de textos o las interacciones on line con comunidades de «tuiteros».
Pocas voces más extranjeras en el léxico de un facilitador que las palabras «examen» y «evaluación». La utilización de estos términos en su discurso laboral implicaría la admisión inconsciente de una determinada superioridad mental, que le permitiría identificar los distintos niveles de inteligencia o retención mnemotécnica de cada uno de los asistentes al taller vivencial. Esta hipótesis, de suya negada, implicaría en el fondo una desleal ruptura del pacto entre los iguales. Por tanto, en el mundillo de los facilitadores no se admiten quizzes, ni siquiera de selección simple o de verdadero o falso. No hay que olvidar que el facilitador de casta no coloca puntuaciones, sino que distribuye certificados de asistencia como las reinas de belleza reparten besos.
En la actualidad, el facilitador —este eufemismo extraído de la lengua sin vida de lo políticamente correcto— ha estado penetrando lamentablemente los ámbitos académicos, de la mano de la pomposa metodología conocida como estudios de casos. En esta dinámica «académica» de «discusión entre iguales», el que menos puja, puja una enseñanza basada en una interesante «experiencia de vida». Debo confesar que no creo en esto. Como resultado de una prolongada exposición a rituales de carácter colectivo he desarrollado un creciente recelo por la denominada deliberación popular, ya que casi siempre he comprobado que a la mayoría de la gente le gusta opinar sin tener una preparación previa. He perdido la cuenta de las veces en que el autorizado «hablar desde la experiencia» se ve reducido al relato chato y aburrido de los chismes de oficina, los problemas domésticos o las peripecias de alcoba.
El salón de clases tiene una especificidad que bien haríamos en reconocer y aceptar. El término «facilitador» más que una palabra vinculada al mundo de la docencia pareciera ser un eufemismo que alude a la actividad ilegal, clandestina, de un gestor. No en balde nos facilitan la obtención de un trámite burocrático, una cédula de identidad o un pasaporte; pero no pueden facilitarnos la comprensión de las causas históricas del ascenso de Napoleón Bonaparte, por mencionar un ejemplo. Se aprende más de la persona apasionada que ha dedicado parte de su vida al estudio detallado de un asunto, que de la bulliciosa caterva de presumidos que aturden nuestros oídos con sus dizque «valiosos» testimonios construidos «desde la experiencia».
Escribe Claudio Magris en uno de sus artículos de la compilación Utopía y Desencanto: «El maestro es tal porque, aún confirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a sus discípulos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por sus propios caminos. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarlo a encontrarlo y recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona (…) Contar con auténticos maestros es una suerte extraordinaria, pero también es un mérito, porque presupone la capacidad de saberles reconocer y saber aceptar su ayuda; no sólo dar, también recibir es un signo de libertad, y un hombre libre es quien sabe confesar su debilidad y coger la mano que se le ofrece».
Gracias a los buenos maestros por tener siempre sus manos extendidas.

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1 Comments:

Blogger Ortega Brothers said...

Maestro, usted es un Maestro!!!

10:50 p.m.  

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