lunes, septiembre 26, 2011

El comediante y el poder

¿Tú eres marisco o eres molusco? Tal era la pregunta hamletiana disparada a quemarropa por José Díaz (Joselo), allá por los años ochenta, a las personalidades invitadas a su programa humorístico de emisión semanal. Décadas después el popular cómico venezolano, emplazado a definir en términos tajantes su posición ideológica, no ha hurtado el cuerpo ante el incordio dilemático y se ha identificado como un fiel partidario del proceso revolucionario.
En una comparecencia mediática a medio camino entre el cuestionario Proust (un libro… una afición… un uñero…) y las breves preguntas y respuestas de la entrevista ping-pong, Joselo mantuvo una sincera conversación con el periodista Jolguer Rodríguez del diario El Tiempo de Puerto La Cruz. El espíritu y las implicaciones de las palabras pronunciadas en el encuentro ponen de relieve el inquietante perfil del fanático, de la persona que ha extraviado en el camino la capacidad crítica distintiva del humorista de nuestro tiempo.
Al ser consultado acerca de los recientes debates parlamentarios, el cómico de antaño cuestiona acerbamente la presencia de los sectores de oposición en la Asamblea Nacional y deja traslucir sus dudas en relación con la importancia de la institución parlamentaria, «porque todas las iniciativas del gobierno allí son echadas para atrás» (¿?). En cuanto a la conveniencia de rescatar algunos rasgos de la fallecida democracia puntofijista, afirma que no le interesa salvar nada de ese oscuro pasado —ni siquiera su propio programa humorístico, a juzgar por la omisión—, porque la cuarta república fue una época marcada por los sinsabores y la corrupción. Incluso, la recordada Radio Rochela se degradó tras la salida de sus libretistas fundadores.
Joselo reprocha que algunos analistas comparen al presidente venezolano con el dictador Marcos Pérez Jiménez. «Chávez cuenta con mayores recursos intelectuales y en su gobierno no existen presos políticos sino presos comunes», apunta. Para él la derrota del chavismo en las elecciones de octubre de 2012, además de una circunstancia profundamente antihistórica, representa una posibilidad de suya negada, porque la unión cívico-militar desea que la revolución bolivariana continúe, al menos, por doce años más. Pero si por casualidad las fuerzas de la oposición llegasen a ganar los comicios, —vaticina el entrevistado— tan sólo durarían un mes en el poder.
Aunque confiesa que de talibán sólo tiene las tres primeras letras, lo cierto es que sentencia cual lampiño ayatolá que lo mejor para el país será siempre lo que decida el líder revolucionario. En sus propias palabras: «Si lo que hace Chávez es comunismo, bienvenido el comunismo; si lo que hace es fidelismo, pues bienvenido el fidelismo chavista; si es marxismo comunista, pues bienvenido; si hace chavismo comunismo, bienvenido el chavismo comunismo». Tras tantas y tan calurosas bienvenidas, uno siente que lo único que le faltó al opinante fue manifestar que una Venezuela sin Chávez sólo sería comparable con las gaitas de las locas…
El resentimiento que dimana de las respuestas se hace más evidente cuando Joselo accede a charlar sobre sus días actuales. Afirma, de manera categórica, que sus buenos tiempos «han sido siempre»; sin embargo, tal efervescencia metafísica le dura muy poquito y párrafos más tarde, casi en clave depresiva, desliza su malestar por las crecientes mentadas de madre que sus antiguos televidentes le propinan en la calle. «Ellos decían que yo era el mejor de los cómicos. Ahora no pueden decir que no (…) Allí no había lealtad sino pura hipocresía». En un punto determinado de la entrevista el periodista indaga: ¿Cree en Dios?; entonces obtiene esta respuesta: «Primero Dios, segundo Dios, tercero Dios, y cuarto Chávez». ¿Caracterizaría usted al presidente? «No, no, no. Además, Chávez se echa vaina él mismo» (cosa que se entiende porque en el fundamentalismo está prohibido cualquier imagen o reproducción —mucho menos la parodia— de la deidad). El hombre de fe sagrada, y también profana, como aquel famoso apóstol niega también tres veces…
En el fondo, como tantos otros chavistas, Joselo guarda una factura que la juventud venezolana, culpable del pecado original de la democracia representativa, debe cancelar moneda sobre moneda y aún sahumados. Mientras el televidente del fenecido Show de Joselo siente nostalgia por los sensuales movimientos de Fedra López (danaide tropical condenada a enderezar un cuadro por siempre descolocado), el hombre del espectáculo, el álter ego del recogidito y el dipsómano licenciado Esparragoza, lo único que resiente es el retiro de la pantalla, el brillo ausente de las candilejas. Lo explica bien Corinne Enaudeau en su obra La paradoja de la representación: «Grandeza y miseria del comediante que, lo mismo que el rey en su corte, sólo goza de contemplarse contemplado, de verse visto. La grandeza sólo existe por sus signos. Privados de exhibición, el rey y el comediante no son nada. No es que estén desnudos: son nulos».
En descargo de Joselo, el comediante no sólo se parece al monarca. También comparte algo del talante del revolucionario. Eso, si tenemos por bueno el testimonio de Daniel, el cínico show man cuyas memorias articulan los hechos narrados en La posibilidad de una isla, novela del francés Michel Houellebecq: «Como el revolucionario, el comediante asume la brutalidad del mundo y le responde con mayor brutalidad. Sin embargo, el resultado de su acción no es cambiar el mundo, sino hacerlo aceptable cambiando la violencia, necesaria para cualquier acción revolucionaria, en risa; y de paso, ganando bastante pasta. En resumen, como todos los bufones desde la noche de los tiempos, yo era una especie de colaboracionista».
¿Pero es verdad que el comediante no sea más que un pobre bufón en la corte del rey absoluto? ¿Otro más de los colaboracionistas perdidos en la noche de los tiempos? ¿Nunca jugó acaso, este bufón, a ejercer subrepticiamente como un contrapoder a los ojos de la opinión pública? ¿Su boca muerde o besa la mano que lo alimenta?
Históricamente, el encuentro del comediante y el poderoso está signado por la comida. El helenista Jan Bremer, profesor de la Universidad de Groninga, en su ensayo Chistes, humoristas y libros de chistes en la antigua Grecia (publicado en la compilación Una historia cultural del humor), nos cuenta: «En la obra El Banquete, escrita después del 380 a.C., Jenofonte (c.430-350 a.C.) recurre al conocido artificio literario de introducir a un extraño para desarrollar el relato. Tras una llamada a la puerta, se anuncia la llegada de Filipo, el gelotopoios, literalmente “el que provoca la risa” (que, a falta de mejor equivalente en castellano, llamaremos “bufón”). Habiéndosele franqueado la entrada, el bufón permaneció en el umbral y dijo: “Todos sabéis que soy un bufón y he venido muy dispuesto porque pienso que es más chistoso venir a la cena sin invitación que venir invitado”. “Pues bien”, dijo el anfitrión, “ocupa un sitio, pues los presentes, como ves, están llenos de seriedad pero tal vez algo carentes de risa”. El bufón probó rápidamente suerte con un chiste; fracasó. Al fracasar también en el segundo chiste, dejó de comer, se envolvió en su capa, se tumbó y empezó a gemir. Sólo cuando los otros invitados prometieron reírse con el próximo chiste y uno de ellos se rió a carcajadas de las lamentaciones del bufón, pudo éste reanudar su cena (…) Por último, cuando concluía la velada, uno de los invitados alabó la habilidad de Filipo “para hacer comparaciones”. El bufón no quiso desaprovechar la oportunidad y saltó dispuesto a mostrar su destreza, pero Sócrates le advirtió de que sólo sería bien recibido en tanto estuviera “callado en lo que debía callar”; y “así se disiparon los vapores del mal vino”. Este relato describe de un modo bastante verosímil los entretenimientos que disfrutaban los ricos y famosos en la Atenas de finales del siglo V —a pesar de que Jenofonte era seguramente demasiado joven para haber presenciado esos banquetes—. Es también la descripción de un “bufón profesional” más detallada que conocemos, ya que otros textos sólo nos proporcionan algún nombre o apuntes esporádicos. Este texto plantea numerosas preguntas: ¿Solían presentarse de ese modo los bufones en los banquetes? y ¿por qué precisamente en los banquetes?, ¿por qué no se le permite a Filipo hacer determinadas comparaciones?, ¿consideraban los atenienses que el humor podía ser peligroso».
Bremer explica que el banquete era el espacio de encuentro donde la élite discutía de política, fraguaba alianzas, jugaba a los dados y procuraba reírse con chistes, parodias e imitaciones humorísticas. A partir del año 507 a.C. con las reformas democráticas de Clístenes, la aristocracia ateniense perdió influencia en la acción política y en las deliberaciones sobre las acciones de gobierno. El banquete pasó a convertirse en una práctica social perteneciente estrictamente a la vida privada. La aristocracia hizo suyas maneras propias de un estamento social ocioso, interesado en divertirse y jactarse de su riqueza. En palabras del historiador: «No fue sino hasta mediados del siglo V, cuando la aristocracia ateniense pudo costear la invitación de toda clase de gente a sus mesas. Pronto contaron entre sus invitados con uno muy particular: el adulador —kolax—, que se “ganaba” su comida lisonjeando a sus anfitriones a los que llamaba ho trephon —el que da alimento— (…) Se esperaba del adulador que compensara su presencia con bromas. Así lo confirman las palabras de otro parásito en una comedia del siciliano Epicarmo, que vivió en la primera mitad del siglo V: “Cenando con aquel que me desea (que sólo necesita pedírmelo), e igualmente con aquel que no me desea (que no necesita hacerlo); durante la cena soy ingenioso y provoco grandes carcajadas y alabo a mi anfitrión”. Originalmente, el parasitos, literalmente “el que come en la mesa de otro”, era un oficiante religioso de los ritos áticos, pero hacia mediados del siglo IV a.C., por razones que se nos escapan, vino a convertirse en el equivalente de kolax. En el siglo V encontramos también el término bomolochos, “el que tiende emboscadas en los altares”, es decir, el que pide comida. La elección de ese lugar para mendigar comida puede sorprender, aunque no tanto si recordamos que los griegos consumían carne principalmente durante los sacrificios. La costumbre de intercambiar comidas por chistes era probablemente bastante antigua porque el verbo bomolocheuo también significa “hacer el bufón” o “dar rienda suelta a la obscenidad”. Parece que, con el paso del tiempo, los bufones más destacados pasaron de los altares de los píos a los más extravagantes salones de la élite ateniense».
Como una línea asíntota, el bufón (la risa) procurará acercarse cada vez más a la esfera íntima del rey (el poder), con la intención no sólo de garantizar el plato de comida y la copa de vino, sino el privilegio de reposar en un tálamo palaciego. La historia nos sorprenderá, a veces, con la coincidencia de ambas condiciones, la del comediante y la del gobernante, en una sola persona, como fue el caso de Agatocles, tirano de Siracusa (en el año 30 a.C.), quien, «bufón y mimo por naturaleza», consiguió la popularidad entre sus gobernados gracias a su capacidad para imitar a los asistentes a las reuniones de la asamblea.
En la Edad Media surge una nueva modalidad de comediante: el goliards o bufón itinerante. Hábil simulador, el goliards no puede considerarse un heredero de la tradición griega de kolax, porque actúa en plazas públicas, procura el aplauso de las personas humildes y empleará como resorte humorístico el padecimiento de una demencia simulada. El goliards no adula sino que dice la verdad, y lo hace porque está loco. El profesor de la Universidad de Boston, Peter Berger, nos relata en su libro Risa Redentora«Los bufones itinerantes procedían con frecuencia de los monasterios y eran individuos (generalmente hombres aunque también hubo algunos casos de monjas renegadas) que habían dejado sus monasterios expulsados como castigo por sus faltas, movidos por el deseo de liberarse de la disciplina monástica o empujados por circunstancias económicas. En francés se designaba, entre otros términos, a estos individuos escapados de los monasterios como goliards —goliardos—. Eran exponentes de una curiosa mezcla de vagabundeo, delincuencia y artes del espectáculo, se ganaban la vida echando mano del ingenio, relegados a los márgenes de la sociedad, siempre de un lugar a otro (…) En ese mundo marginal, el loco o el necio gozaban de una extraña libertad (la Narrenfreitheit alemana). Se les permitía ridiculizar a las autoridades tanto religiosas como seculares con sus palabras, canciones y actos (aunque, desde luego, en algunos momentos algunas autoridades dejaban de ser tolerantes y reprimían la “locura”). Un tema clave de la “locura” era la inversión. Esta se expresaba literalmente a través del lenguaje y el ritual: frases latinas pronunciadas empezando por el final, ceremonias católicas oficiadas en orden invertido. Sin embargo, más habitualmente todo aparecía vuelto del revés en las representaciones de la “locura”; todas las diferenciaciones sociales (incluida las de género) y todas las jerarquías (incluidas las de la iglesia) quedaban borradas, eran parodiadas o se invertían su signo».
Berger comenta que en una determinada época, cuya fecha exacta no llega a datar, la locura se «profesionalizó». Los goliardos abandonaron la calle. La evolución del comediante quedaría institucionalizada en una nueva figura: el bufón de la corte. No todos ellos eran enanos, aunque sí lucían curiosas vestimentas. Eran célebres por el ingenio, la astucia política y su malicia personal. Escribe el historiador en su investigación: «Desprovisto de toda base exterior de apoyo, el bufón de la corte dependía por completo del monarca que le mantenía y esta dependencia y la total lealtad resultante eran, sin duda, el motivo por el cual el monarca apreciaba el papel que cumplía. No hace falta decir que no siempre era posible confiar en la benevolencia del monarca. Por consiguiente, el puesto de bufón de la corte era muy precario. Aun en aquellos casos en los que el bufón de la corte gozaba del favor del monarca, su existencia no era demasiado envidiable. Tenía que pasearse vestido con un disfraz absurdo y permanecer atento en todo momento a los cambios de humor y los prejuicios cambiantes de su señor para ajustar a ellos el ingenio. Era como una especie de animal de compañía en el sentido real. De hecho, algunos bufones de la corte estaban obligados a vivir en la perrera. Las cortes europeas albergaron bufones entre los siglos XVI y XVIII, si bien la institución entró en decadencia hacia 1770».
Caídas las monarquías absolutas, el bufón comienza a buscar otro trabajo. Lo consigue en la calle, pero no en la plaza pública ni en medio de los puestos del mercado, sino en el circo. Una nueva modalidad de entretenimiento popular que toma, para la escenificación de sus prodigios, la vieja arena circular donde el empresario Philip Astley, organizador de ferias ecuestres, presentaba exhibiciones acrobáticas a caballo, alternándolas con breves situaciones cómicas que servían de intermedio al espectáculo principal. «El personaje del payaso apenas ha cambiado durante su historia. Como tampoco ha variado la mayor parte de su repertorio, con tropezones y batacazos estilizados, juegos del escondite y hazañas de invulnerabilidad mágica. En la escena prototípica de la actuación de un payaso interviene su personaje antagónico, una figura seria que le persigue con un martillo o alguna otra arma. Ante el acoso de su antagonista, el payaso acaba ejecutando complejas maniobras evasivas a pesar de su aparente torpeza; cuando el otro por fin lo atrapa, le pega en la cabeza y lo derriba, siempre vuelve a reincorporarse al instante, ileso e invencible», explica Berger.
Sin embargo, en algunas ocasiones el payaso no logra salir indemne del acoso y la persecución. Sus esguinces y acrobáticos movimientos no le permiten zafarse del asfixiante «abrazo del oso» que le propina su enemigo íntimo más peligroso: el heredero del tirano Agatocles, a saber: el poderoso que no sólo aspira a ser el eviterno monarca del reino sino que también desea erigirse en el rey de la comedia; espíritu egocéntrico que necesita legitimarse, a un mismo tiempo, en la risa del público y los vítores de los súbditos. Así, de este modo, entre toques de trompeta y acordes circenses, dos payasos —el payaso blanco y el tonto Augusto, el dictador y el artista (en genial símil del escritor rumano Norman Manea)—se pelean por la jefatura de la arena, por el dominio del carnaval totalitario que, habiendo prometido el futuro, sólo festeja la muerte.
Siglos después, en esta ensangrentada arena del circo totalitario, reaparece el antiguo kolax griego, ahíto de moluscos y mariscos, para anunciar urbi et orbi que todo lo que diga el payaso blanco (que algunos perciben de rojo) representa la verdad y que su férreo credo fascista-comunista determinará, por siempre, el destino luminoso de la tierra venezolana. El kolax cree decir la verdad. Pero nosotros, espectadores forzados de esta mojiganga revolucionaria, sabemos que tan sólo ha contado el peor de sus chistes.

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jueves, septiembre 22, 2011

El orador apocalíptico

El 20 de marzo de 1938, cinco años después del ascenso al poder de Adolfo Hitler, el escritor Joseph Roth publicó en el Pariser Tageszeitung (periódico impreso en París por los exiliados alemanes) uno de sus artículos de opinión más memorables, con el título El orador apocalíptico.
En su pieza periodística, Roth echa mano de toda su perspicacia para identificar y analizar las técnicas de persuasión y manipulación usadas por el ministro de Propaganda del régimen nazi, Paul Joseph Goebbels, durante sus intervenciones públicas y campañas de comunicación.
El autor de la magistral novela La marcha Radetsky advierte a los lectores de su tiempo: «Desde hace siglos se ha acostumbrado uno a que la mentira se cuele de puntillas, sin hacer ruido. Sin embargo, el más sensacional invento de las modernas dictaduras consiste en haber creado la mentira estridente, basándose en la hipótesis, acertada desde el punto de vista psicológico, de que al sujeto ruidoso se le concede el crédito que se le niega a quien habla sin levantar la voz. Desde la irrupción del Tercer Reich, a la mentira, contradiciendo el refrán, le han crecido las piernas. Ya no sigue a la verdad pisándole los talones, sino que corre por delante de ella».
Roth explica que la mentira oficial se difunde en dos frentes: en el nacional y en el internacional. En la propia Alemania, el propagandista apela a cuatro técnicas de reconocida eficacia: (1) el encubrimiento, (2) la negación, (3) la falsa indignación y (4) la exageración (esos superlativos, «desvalorizados minuto a minuto como si fueran billetes en plena inflación»). Cuando toca trabajar en el exterior, el funcionario-comisario utiliza tres tácticas de influencia: (1) el soborno material o inmaterial de los líderes e intelectuales extranjeros, (2) la negociación de apoyos y acuerdos diplomáticos y (3) el impulso de convenios binacionales de sedicente intercambio cultural y humanitario (operativos médicos, ciclos de cine, festivales de música típica, jornadas de actualización académica, torneos deportivos, entre otras iniciativas).
Entre todo el arsenal de la mendacidad deliberada, el novelista polaco-austríaco identifica a la negación de la realidad y la adulteración de la verdad como las técnicas más tóxicas. De este modo nos expresa su razonamiento: «La voz de la verdad es discreta, la de la mentira ruidosa. Tan poco segura de sí está la mentira que tiene que gritar con vehemencia. Como si siquiera sonar más fuerte que ella misma. Pero la negación y la adulteración de la verdad son más peligrosas que la simple mentira, porque esta última destruye, pero a aquéllas dos sólo las pueden enmendar trabajosamente un desmentido. La adulteración de la verdad se consigue en el período más corto de tiempo recurriendo a la exageración o a la simple negación de la realidad. Ése es el secreto del método de Goebbels».
Sin embargo, al buenazo de Joseph Roth, quien murió en París en 1939, «de la muerte natural de un alcohólico: el alcoholismo» (cruel humorada del cubano Guillermo Cabrera Infante), se le olvidó inventariar otras tácticas de la manipulación política. Al concentrar sus esfuerzos exclusivamente en los decibeles empleados en la divulgación mediática del mensaje falaz, pasó por alto que los propagandistas no sólo gritan, disimulan o exageran, sino que además repiten hasta la saciedad su frase corta y directa, como si las trajinadas palabras fuesen ráfagas de un Kalashnikov.
El ministro Goebbels, quien después definiría la política noticiosa del Estado como un arma bélica («su propósito es el de hacer la guerra, no el de dar información»), fue un estudiante aventajado de la tradición alemana iniciada a propósito de la Primera Guerra Mundial. El historiador francés Jacques Ellul, en su obra Historia de la Propaganda, señala: «A principios de la guerra de 1914 sólo Alemania poseía cierta organización pública de propaganda. Junto al Ministerio de Asuntos Exteriores existía una división de prensa (orientada hacia la propaganda), y junto al estado mayor imperial una sección III-B, Política y de informaciones. Ésta última tenía por objetivo velar por la moral del ejército. Pero la dualidad de los servicios paralizó durante algún tiempo su eficacia. La propaganda mejor era realizada por la III-B, pero sólo el mariscal Ludendorff, en 1917, logró lanzar una verdadera gran propaganda (…) Esta propaganda alemana empleó esencialmente los siguientes temas: en 1914, las cualidades del pueblo alemán (respetuoso de los bienes y de las personas) y el tema religioso (Dios está con Alemania). Más tarde, el de la irresponsabilidad de la guerra (es el pueblo alemán el que ha sido provocado); más tarde el de la disociación del pueblo y los gobernantes entre los países aliados (el pueblo francés vive engañado por su gobierno que lo conduce al matadero)».
Goebbels complementa las enseñanzas de las primeras experiencias con las innovaciones propagandísticas introducidas por los bolcheviques a partir de 1916 con la creación del OSVAG. Esta suerte de ministerio soviético de la propaganda identifica tres formas de intervención en el debate público: la información, la agitación y la propaganda. Las autoridades del partido comunista precisan claramente las responsabilidades de los encargados de aplicar cada técnica: el informador tiene que alejarse de la noción burguesa de la objetividad y servir a los intereses de la revolución socialista; el propagandista debe enfocarse en inculcar muchas ideas a una o varias personas; mientras que el agitador se ocupa de imbuir pocas ideas a una masa de personas. «Normalmente cada miembro del partido debe ser un agitador en potencia», indica Jacques Ellul.
Ya en 1917 se puede considerar estructurado un primer corpus de las técnicas y estrategias de la propaganda moderna, definido a partir de la importancia de una doctrina central, una elevada capacidad de organización, el carácter masivo de los nuevos medios de comunicación y el encuadramiento de las masas a todos los niveles. Fue en este contexto histórico donde el más mefistofélico de los estudiosos de la comunicación humana hizo sus aportaciones. El profesor de Psicología de la Universidad de Yale, Leonard Doob, llegó a identificar diecinueve principios propagandísticos en la gestión de Joseph Goebbels: (1) Los propagandistas deben tener acceso a la información referente a los acontecimientos y a la opinión pública; (2) La propaganda debe ser planeada y ejecutada por una sola autoridad; (3) Las consecuencias propagandísticas de una acción deben ser consideradas al planificar esta acción; (4) La propaganda debe afectar a la política y a la acción del enemigo; (5) Debe haber una información no clasificada y operacional a punto para complementar una campaña propagandística; (6) Para ser percibida, la propaganda debe suscitar el interés de la audiencia y debe ser transmitida a través de un medio de comunicación que llame poderosamente la atención; (7) Sólo la credibilidad debe determinar si los materiales de la propaganda han de ser ciertos o falsos; (8) El propósito, el contenido y la efectividad de la propaganda enemiga, la fuerza y los efectos de una refutación, y la naturaleza de las actuales campañas propagandísticas determinan si la propaganda enemiga debe ser ignorada o refutada; (9) La credibilidad, la inteligencia y los posibles efectos de la comunicación determinan si los materiales propagandísticos deben ser censurados; (10) El material de la propaganda enemiga puede ser utilizado en operaciones cuando ayude a disminuir el prestigio de ese enemigo, o preste apoyo al propio objetivo del propagandista; (11) La propaganda «negra» ―aquella cuya fuente queda oculta para la audiencia― debe ser empleada con preferencia a la «blanca» cuando esta última sea menos creíble o produzca efectos indeseables; (12) La propaganda puede ser anunciada por líderes prestigiosos o figuras populares; (13) La propaganda debe estar cuidadosamente sincronizada; (14) La propaganda debe etiquetar los acontecimientos y las personas con frases o consignas distintas; (15) La propaganda dirigida al pueblo llano debe evitar el suscitar falsas esperanzas que puedan quedar frustradas por acontecimientos futuros; (16) La propaganda debe crear en el pueblo fanatizado un nivel óptimo de ansiedad con respecto a la consecuencias de la derrota de la «causa justa»; (17) La propaganda debe facilitar el desplazamiento de la agresión, al especificar los objetivos para el odio; (18) La propaganda no debe perseguir respuestas inmediatas; más bien debe ofrecer alguna forma de acción o de diversión, o de ambas cosas; (19) La propaganda dirigida al pueblo llano debe disminuir el impacto de la frustración.
Líneas más adelante, y quizás para mitigar los sentimientos de angustia y pesadumbre que asaltan a los lectores del ensayo una vez que toman conciencia del complejo y ambicioso modelo propagandístico, el profesor Leonard Doob agrega: «Goebbels reconocía claramente la impotencia de su propaganda en seis situaciones. Los impulsos básicos del sexo y el hambre no eran afectados apreciablemente por la propaganda. Las incursiones aéreas de los enemigos creaban problemas que iban desde la incomodidad hasta la muerte y que no podían ser soslayados. La propaganda no podía aumentar significativamente la producción industrial. Los impulsos religiosos de la población no podían ser alterados, al menos durante el choque físico de fuerzas. La oposición abierta de algunos alemanes y de las poblaciones en los países ocupados requería una acción vigorosa, no palabras ingeniosas. Finalmente, la desfavorable situación militar de Alemania se convertía en un hecho constatable por las personas comunes».
En términos sociales, el efecto más nocivo de la propaganda, magnificada actualmente por los nuevos medios de comunicación y las estructuras del poder totalitario, es la desesperanza que incardina en la mente del individuo. Incluso el gran Joseph Roth, uno de los mayores articulistas de opinión que en el mundo han sido, no consiguió escapar de esta lepra del alma. El 17 de octubre de 1936, cansado de luchar contra las mentiras abrazadas servilmente por el pueblo, Roth escribiría en el diario Das Neue Tage-Buch: «Ya no estoy en condiciones de escribir artículos que, me temo, podrían revelar un grado de pesimismo que no es conveniente mostrar ante un público amplio, por mucho que esté preparado para escuchar la verdad. Para mí no existe ningún “tema” que me permita concluir con ese mínimo de optimismo que se requiere para hacer una declaración en un periódico». Fuertemente tentado a abandonar su atalaya de tinta y papel, se limita a reflexionar: «Es difícil escribir frases que no vayan entre signos de interrogación. Y el mejor consejo que se le puede dar al lector es el siguiente: ¡qué tan sólo confíe incondicionalmente en las frases interrogativas! ¿Seguirá ese consejo?».
Pero dos años después, en 1938, el enemigo jurado de la mentira y de los mentirosos vuelve al ruedo para retomar la faena: «Hay que escribir precisamente cuando uno ya no cree que se pueda mejorar nada por medio de la palabra impresa. A los optimistas es posible que escribir les resulte fácil. A los escépticos, por no decir desesperados, les cuesta mucho, y por eso sus palabras deberían tener más peso. Las suyas deberían ser por así decir voces del más allá. Deberían estar envueltas en el brillo de lo estéril. (¡Y es que lo estéril tiene su brillo!)».
Entre los múltiples Roth, preferimos quedarnos con aquel que sentenció en prosa de alto vuelo: «No se profana la palabra, que era en el principio, sin profanar el espíritu, la fe, la dignidad, la libertad. Sólo los esclavos esclavizan la palabra. Sólo los mentirosos la tergiversan. Sólo los enajenados perturban la lengua. Sólo quienes cometen el mal la socavan. No por casualidad los criminales profieren la consigna siguiente. “Nada de palabras: ¡acciones!”. Esa exclamación los delata. Y no es casualidad que esa exclamación que los delata no contenga siquiera una amenaza seria. Pues de ella no se siguen acciones, sino nuevas y extrañas composiciones que suenan como si fueran palabras (…) Aun así, escribimos. Porque sabemos que las palabras veraces no mueren. Nuestra fe es sólida, porque no teme la duda. Al contrario, ésta la refuerza. También al final será la palabra verdadera, tan clara como lo fue en el principio» (Citas de Joseph Roth tomadas del libro La filial del infierno en la Tierra [Acantilado, 2004]).

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jueves, septiembre 15, 2011

¿Dónde está tu hermano?

Cuenta la Biblia que Yahvé, una vez enterado de la muerte de Abel, se acercó al asesino y le hizo una pregunta directa: ¿Dónde está tu hermano? Caín, desconocedor de la naturaleza omnipresente del creador, respondió que no sabía y que por favor no se le confundiera con el guardián del muchacho. Entonces Dios, hastiado de tantas mentiras, dijo: «¿Qué has hecho? ¡La sangre de tu hermano clama y su grito me llega desde la tierra!».
Pero milenios después, a las autoridades del gobierno de Venezuela, país arrasado por una dura tragedia cainita, no les llega ningún grito ni clamor mortuorio, a pesar de que durante el pasado mes de agosto ingresaron a la morgue de Bello Monte (en Caracas) la friolera de 565 cadáveres; de ellos, setenta y cinco por ciento con impactos de bala.
«El tema de la inseguridad es magnificado por la estructura de medios privados que concentra el 80% de la audiencia. Mientras que el índice de victimización de la inseguridad por parte del pueblo está en el orden del 23%, el valor de la exposición mediática es de 68%. Se ha querido hacer ver que el tema de la criminalidad se ha disparado con la llegada del comandante Hugo Chávez al poder, y eso es totalmente falso», asegura Jesse Chacón, director de la encuestadora Grupo de Investigación Social Siglo Veintiuno (GIS XXI), con la independencia de criterio y la autoridad moral que le brindan el haber sido ministro de la revolución bolivariana y el tener actualmente un hermano preso a la espera de un juicio penal por malversación financiera.
Estos indignos malabares técnicos y discursivos del «encuestador» y «recolector de muestras» Jesse Chacón nos obligan a recordar la comparecencia ante la Asamblea Nacional, a comienzos de año, del ministro del Interior y Justicia. En aquella oportunidad, Tarek El Aissami presentó los datos recabados en nueve estados del país; cifras alarmantes que al sumarse totalizaban 10.421 homicidios. Ese día también admitió una tasa de 48 homicidios por cien mil habitantes. Tan inusual divulgación de estadísticas, por parte de un alto funcionario del gobierno chavista, equivale en la práctica al reconocimiento formal de que en los últimos doce años los homicidios en Venezuela se han triplicado y que el falso paraíso revolucionario ha pasado a convertirse en la nación más violenta e insegura de América del Sur.
Sin embargo, quienes transitamos por las calles venezolanas sabemos que los guarismos revelados por el ministro El Aissami están chucutos. Son chimbos. El director del Laboratorio de Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela (Lacso), Roberto Briceño León, escribe en la edición más reciente de Debates IESAInseguridad: hay luz al final del túnel»): «Durante los años 2009 y 2010 se mantuvo el silencio oficial que desde 2005 pesa sobre las cifras de asesinatos que se cometen en el país. Los cálculos del Observatorio Venezolano de la Violencia fueron 17.600 homicidios y una tasa de 57 por cien mil habitantes. Estas cifras, conservadoras, son menores que los más de 19.000 homicidios y la tasa de 75 por cien mil habitantes que reportó la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana 2009, la cual todavía se mantiene oculta y casi que no existe oficialmente, a pesar de que sus resultados se colaron y fueron ampliamente difundidos por la prensa nacional».
Aunque cueste imaginarlo, el relato se torna más terrorífico cuando en la misma revista, páginas más adelante, nos topamos con las revelaciones del periodista Javier Ignacio Mayorca: «En la Encuesta Nacional de Victimización del Instituto Nacional de Estadística uno de los delitos que más interesó fue el secuestro. Se hizo un capítulo con preguntas especiales para conocer la magnitud real del problema. Los resultados indican que, entre julio de 2008 y julio de 2009, hubo en el país 16.917 víctimas de este delito. De ser acertado este cálculo, la tasa se dispararía a 65 casos por cien mil habitantes. Un cálculo basado en el promedio de los tiempos de cautividad, reconocidos por las víctimas en esa encuesta, permitió concluir que durante el año investigado el país perdió seiscientos (600) años de tiempo productivo».
Más allá de «la percepción de inseguridad», fatamorgana secretada por el avieso magín del encuestador y «recolector de muestras» Jesse Chacón», lo cierto es que la revolución bolivariana (ese Estado totalitario construido a pulso por un hombre obsesionado con el poder vitalicio) no combate la delincuencia. Se limita a disfrazar su exaltación de la impunidad cainita con los ropajes ajados y descoloridos de un supuesto respeto a los derechos humanos. Sin embargo, cuando tomamos conciencia de que los organismos policiales no efectúan ni siquiera una detención preventiva o definitiva (ni hablar de juicios y condenas) en el 91% de los homicidios, advertimos que sólo son respetados los derechos humanos de los pranes, asesinos y azotes de barrio. Es obvio que el gobierno de Chávez encontró en la muerte impune el método más expedito para sacar a los venezolanos de la pobreza. Lo malo del método es que también los saca de la vida. Las proyecciones del mencionado Observatorio Venezolano de la Violencia para el año 2011 nos hablan de más de 19 mil compatriotas que saldrán de la pobreza, pero lo harán lamentablemente convertidos en espectros y ectoplasmas.… Como expresó el escritor polaco Adam Zagajewski en su libro Solidaridad y soledad: «Aquí no hay lugar para novelas policíacas: todo el mundo sabe quién es el culpable: el culpable es el Estado totalitario».
Tomamos las palabras de Yahvé, y con él preguntamos: ¿Dónde está nuestro hermano Sábato Moschiano? Caín nos responde que no sabe nada; pero Dios y nosotros sabemos que Sábato fue asesinado el sábado 27 de agosto, delante de un sobrino, por un cliente que insatisfecho por el arreglo de un pantalón, lo acuchilló. ¿Dónde está nuestro hermano Carlos Absalón y su pequeña hija de siete años? Caín insiste en que no sabe nada y asegura que el tema de la inseguridad está magnificado por la canalla mediática; sin embargo, Dios y nosotros sabemos que Carlos Absalón y su pequeña hija resultaron asesinados la noche del 4 de agosto, cuando cinco sujetos armados interceptaron un autobús de Expresos Los Llanos y dispararon a mansalva a los pasajeros. ¿Dónde está nuestra hermana Evelyn González? Caín nos responde con estrépito «Viviremos y venceremos»; pero Dios y nosotros sabemos que Evelyn González, el jueves 18 de agosto, fue asesinada de treinta disparos por dos motorizados encapuchados. ¿Dónde está nuestro hermanito de nueve años, cuyo nombre no podemos leer en la prensa, que vive y juega en una calle ciega del barrio Olivett de Brisas de Propatria? Caín nos espeta que él no es guardián de carajitos y que la victoria revolucionaria ya tiene fecha: el 7 de octubre de 2012; pero Dios y nosotros sabemos que, la noche del 13 de agosto, el pequeño cayó muerto por una bala perdida, mientras jugaba con sus hermanos y unos amiguitos.
Clama la sangre de nuestros hermanos venezolanos. Sus gritos de dolor y muerte llegan al cielo, a Dios, desde la tierra; pero aquí abajo, Caín insiste, siglos y siglos después, en hacerse el loco…
No nos hagamos nosotros los locos. En la mañana o en la tarde del domingo 7 de octubre de 2012 no incurramos en la irresponsabilidad de avalar con nuestro sufragio esta mortandad. No nos permitamos, como venezolanos y seres humanos, abandonar el centro de votación reproduciendo ese fragmento escrito por el novelista Joseph Roth en el cuento La leyenda del santo Bebedor:

«Ambos detuvieron sus pasos, frente a frente

―¿Adónde le llevan sus pasos, hermano? ―inquirió el caballero mayor bien trajeado.

El otro le echó una leve mirada, para contestar luego:

―Que yo sepa, no tengo hermano, ni se adónde me lleva el camino».

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jueves, septiembre 08, 2011

Correr

«En los Juegos Interaliados de Berlín, en 1946, al ver detrás del cártel de Checoslovaquia a un solo atleta desmañado, todo el mundo se ríe. Y cuando ese atleta, que no se ha percatado de que ha sido llamado para participar en la prueba de su especialidad, atraviesa el estadio como un loco gritando y agitando los brazos, los periodistas sacan veloces sus libretas. Pero después, cuando en los cinco mil metros y ya con una vuelta de ventaja acelera sin parar y cruza la meta en solitario, los ochenta mil espectadores estallan en un clamor. El nombre de ese muchachote rubio que siempre sonríe no lo olvidarán nunca: Emil Zátopek».
Así comienza el editor Jorge Herralde el comentario de contraportada de la última obra del escritor francés Jean Echenoz: Correr (Anagrama, 2010). Un texto difícil de clasificar, porque, aunque a ratos asemeja una semblanza redactada en clave periodística, no tarda en asombrar con fogonazos de auténtica maestría literaria. No hablamos aquí de una novela histórica. Sin embargo, en sus líneas se ven retratadas las características más inquietantes de la Checoslovaquia oprimida por dos totalitarismos.
En la joven república ocupada por las fuerzas alemanas, el tímido Emil no es un buen estudiante. Con suerte consigue un puesto en la industria del calzado. A la salida del trabajo, sus compañeros le insisten para que practique el fútbol; piensan que su espigado tamaño pudiese brindarle algunas ventajas en el juego aéreo. Pero luego de varios autogoles y costosos errores, la falsa promesa queda excluida de las caimaneras. De vuelta a la soledad, Emil se dedica a buscar una disciplina deportiva cónsona con su naturaleza: empieza a correr. No tiene estilo ni método, pero cuenta con un talento innato para cubrir largas distancias. Se inscribe por curiosidad en varias carreras de aficionados. La mayoría de ellas las gana con facilidad. El buen desempeño no pasa desapercibido, y el Ejército checo le extiende una beca de estudio y la posibilidad de representar al país en las competiciones de atletismo entre fuerzas castrenses.
El éxito logrado en Berlín, en la exigente prueba de los cinco mil metros, confirma las suposiciones más optimistas de los entrenadores militares: Emil Zátopek es un fenómeno, «un motor excepcional sobre el que se han olvidado de montar la carrocería». La cosecha de cuatro medallas de oro y una de plata, en dos citas olímpicas, catapultan al joven corredor, al hombre fuerte de la maratón, al atleta que «odia ver la espalda de sus adversarios», a la categoría de héroe nacional. Su nombre resuena en el panorama deportivo y su presencia es requerida en las grandes ciudades del mundo, particularmente en las capitales de las potencias capitalistas. Las autoridades del partido comunista comienzan a sospechar la inminencia de ciertos riesgos:
«Se reúnen los altos mandos. Todos convienen en que Emil, cómo no, es un fenómeno del socialismo real. Pero por eso mismo es preferible guardárselo, economizarlo y no enviarlo demasiado al extranjero. Cuanto menos se lo vea, mejor. Porque sería una auténtica lástima que por una cabezonada, durante alguno de esos viajes, se pasara al otro bando, al inmundo bando de las fuerzas imperialistas y del gran capital. Por consiguiente convocan a Emil, que acaba de ser invitado a participar en una prueba internacional de cinco mil metros en Los Ángeles. Camarada, le dicen, el comité militar ha decidido que, en lo sucesivo, no podrás participar en ninguna competición deportiva sin previa autorización. Conforme, dice Emil, pero eso no cambia nada. Hasta ahora se me han concedido esas autorizaciones. Pues ahí está camarada, a partir de ahora ya no las recibirás. Puedes retirarte».
A partir de este momento el relato de Echenoz se vuelve hacia la carrera que Zátopek no consiguió ganar. La mítica resistencia de la «locomotora checa» fue sucesivamente quebrada por los movimientos lentos y sinuosos del Estado totalitario, ése que no soporta el culto de una personalidad distinta a la del jefe supremo. El mismo Estado que tergiversa sus declaraciones, lo retira de las pistas, lo separa de su esposa, lo condena por seis años a la radiación de las minas de uranio y lo obliga a firmar una confesión apócrifa donde muestra su arrepentimiento por sus deleznables dudas contrarrevolucionarias.
Como dice Tvetan Todorov en la introducción de su libro La experiencia totalitaria: «Para la mayoría de los habitantes de una sociedad comunista, la idea de huir al extranjero y volver a empezar la vida desde cero es sencillamente inimaginable, ya que es demasiado tarde, todo el mundo está atrapado en una red de relaciones que resultan difícil de romper, y además esta lepra del alma, el espíritu totalitario, lo ha cambiado por dentro. El hombre sólo tiene una vida y se ve obligado a vivirla en el lugar donde está».

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