viernes, julio 22, 2011

Catarsis

Procedo, sin más, a dar mi valoración de lector: en un país donde se fomenta el desprecio por el conocimiento y se envilece el noble oficio de la medicina, al pretender someter su ejercicio profesional a los dictados de una doctrina ideológica, la obra Catarsis: sobre el poder curativo de la naturaleza y el arte, escrita por el médico polaco Andrzej Szczeklik y publicada por la editorial Acantilado, resulta de obligatoria lectura.
Al comentar las razones que lo llevaron a plasmar tan interesantes reflexiones acerca del antiguo empeño de burlar a la muerte —esa puta que se va con todos, que diría Carlos Fuentes—, el cardiólogo Szczeklik señala: «He escrito este libro para mirar de cerca la profesión a la que me dedico y tal vez con la esperanza de despertar el interés del lector, ya que trato temas como la enfermedad y el sufrimiento que, tarde o temprano, nos afectarán a todos. El libro habla del arte de la medicina, es decir, de la capacidad de reconocer las enfermedades y del don de prever o pronosticar su desarrollo. A menudo, el texto hace incursiones en el arte de la poesía y de la música, lo que obedece a la convicción del autor de que la medicina y el arte tienen un origen común en la magia, puesto que las principales preguntas de ambas nacen de los mitos —esos sueños eternos—, sobre todo de los mitos griegos, y la misteriosa purificación a la que alude el título está presente tanto en la historia de la medicina como en la de la estética, cuyos fundamentos crearon Pitágoras y Aristóteles».
El autor comienza sus apuntes con una premisa esotérica y provocadora: existe una red invisible que conecta el destino de hombres y mujeres; una trama cuyo tejido se distiende, hasta convertirse en un hilo de entendimiento y confianza, a medida que los individuos identifican los vínculos que tienen entre sí. Cuando el médico, sentado en su consulta, conversa con el paciente y elabora con detalle la historia clínica (anamnesis) tira delicadamente de una de las hebras de esta red. Nace así una unión personal basada en el respeto, una relación marcada, acaso como ninguna otra, por la virtud de la fidelidad.
La base de este vínculo tan poderoso lo explica Szczeklik en los siguientes términos: «El enfermo acude con su dolor, su aflicción, su sufrimiento y su temor, y pide socorro. Su petición de ayuda puede adoptar diferentes formas: la verborrea que oculta el miedo o un rostro impertérrito detrás del cual se esconde la desconfianza en los médicos. Y el enfermo habla. Hay que escucharle, hay que oír su historia (…) Para el narrador, su historia es lo más importante del mundo. Y el oyente nunca debe olvidar que alguna de las historias que escucha será la suya un día u otro, porque alguna de las enfermedades le caerá en suerte también a él. ¿Sabrá entonces reconocerla?»
La evocación de un episodio bíblico —el viaje de dos apóstoles a Emaús y el encuentro no advertido con Jesús— da pie a una reflexión sobre la dificultad del diagnóstico, versión médica de la revelación religiosa. Con humildad, pero también con mucha dignidad, el autor de Catarsis describe las emociones que se apoderan de la mente del médico al no conseguir precisar las causas de una enfermedad, cuando no entiende la confesión del cuerpo. En otras palabras: «El dolor de no saber ayudar». Esta resignada aceptación de los límites del conocimiento, pone de bulto la principal seña de identidad del gran médico: la habilidad misteriosa para reconocer la enfermedad, precisar la etiología y atinar con el remedio.
Pero adonde no llega el hombre, acaso pueda llegar la tecnología. Por eso, la prosa se torna exultante cuando el ensayista repasa los avances en materia de reanimación de pacientes y las últimas técnicas para el trasplante de órganos. Al analizar el descubrimiento de la secuencia del genoma humano y las prometedoras aplicaciones de las células madre, Szczeklik percibe el tímido intento de vaciar de pasajeros a la barca de Caronte, de traer, del mismísimo Hades, al dios pagano de la medicina, Asclepio, a quien Zeus no perdonó el abuso de regresar los muertos a la vida.
La mitología está presente en las páginas de Catarsis no como despliegue culterano de un escribidor que necesita ser tenido por erudito, sino como la comprobación de un hecho no menor: la existencia de símbolos e imágenes que unen a la humanidad en su sorprendente viaje de doscientos mil años. De tal suerte, que la leyenda helénica de las primeras estrellas sirve de abreboca para el estudio de una nueva formación microscópica con propiedades predictivas: la constelación de genes. El mito de la Sibila Cumana, condenada a un envejecimiento sin fin, por faltar a una promesa hecha al dios Apolo, ilumina las reflexiones sobre la búsqueda de la juventud permanente o de terapias que retrasen el acartonamiento de la piel. El polimorfismo de Proteo (anciano, león, pantera, serpiente, árbol o jabalí) y Zeus (toro, castor, cisne, águila y lluvia), pero también el curioso pedigrí del bestiario griego, expresado en la quimera y su familia (Tifón, Equidna, Cerbero, la Hidra, la Esfinge y el León de Nemea), allanan el camino para entender la mutación de los virus, la burla del sistema inmunológico y la aparición de las pandemias. La pena de amor de la oréade Eco anticipa el imparable auge de los instrumentos de diagnosis, con ondas sonoras que rebotan al interior de nuestros cuerpos y permiten reconstruir la imagen de los órganos. El mito de Narciso no plantea la maca del egocentrismo, sino más bien la crueldad de otro castigo, de otra limitante: la imposibilidad de reconocernos. También hay música, cuando se nos habla de las semejanzas entre el tempo rubato de Chopin y la melodía del corazón. Y aparece la risa, cuando Szczeklik, al tratar infructuosamente de recordar el rostro de una antigua paciente, dice: «Esta mujer es como el gato de Cheshire, ya no está, sólo queda su sonrisa»
Finalmente, viene la muerte y eclipsa con su enorme sombra los esfuerzos del doctor. Llegados a este punto, la unión con el paciente se rompe, la palabra pierde su poder sanador. Entonces, el autor de Catarsis se pronuncia a favor de un principio humano y deontológico: «Atajamos el dolor por mucho tiempo, lo borramos de la conciencia. Y, no obstante, aunque silencioso, mudo, el sufrimiento no se marcha para siempre, y hay momentos en que sobrepasa todos los límites. Y hace estragos. Destruye en el enfermo la sensación de proximidad humana, de simpatía. El vínculo se rompe. No hay respuesta. Es como si el paciente se encerrara en otro mundo. El peso que tienen que sobrellevar el médico y las enfermeras aumenta a ojos vistas. Las palabras no bastan, no vienen al caso. Cuando detrás de la puerta yace un enfermo a quien no hay mucho que ofrecer, la mano se retrae instintivamente antes de girar el pomo. Sin embargo, siempre queda una cosa: la presencia. La presencia como muestra de simple solidaridad humana. La presencia: el último deber del médico».
Andrzej Szczeklik ha escrito un gran libro.

Etiquetas: , ,

jueves, julio 21, 2011

Un fallo bien fallo

En un preocupante fallo judicial, que coloca en serios aprietos a todas aquellas personas que afirman que en Venezuela todavía existe un régimen democrático, el juez Alberto Rossi, titular del Tribunal Vigesimoprimero de Control de Juicio del Área Metropolitana de Caracas, acaba de condenar a dos de prisión al exgobernador del Estado Zulia, Oswaldo Álvarez Paz, luego de hallarlo culpable de difundir «falsa información».
El 8 de marzo de 2010, en el programa de televisión Aló Ciudadano, el excandidato presidencial señaló que nuestro país servía de centro de operaciones a redes continentales del narcotráfico. La gravedad de la declaración llevó a la Fiscalía General de la República a solicitar un juicio contra el político socialcristiano por los delitos de conspiración, instigación pública a delinquir y difusión de falsa información.
Pero si tal cosa es verdad, si al draconiano Ministerio Público le asiste la razón al calificar la existencia de mafias internacionales del narcotráfico como una mentira de índole subversiva, un hecho totalmente negado en la realidad, ¿entonces por qué carajo fue librada la orden de captura contra Walid Makled?, ¿por qué fue puesto tanto empeño en que se le extraditara desde Colombia? ¿Será tal vez por el delito de reventa de entradas para la final del baloncesto profesional entre Cocodrilos de Caracas y Marinos de Anzoátegui? ¿Piensan acaso que somos tarados? Si en nuestro país la mentira fuese un delito, esta sería la hora en que la Fiscalía estaría abriendo una investigación al presidente de la Asamblea Nacional por haber jurado que Hugo Chávez no tenía cáncer o al mismísimo ministro Jorge Giordani por haber indicado que el gobierno no aprobaría una devaluación del llamado bolívar fuerte.
En una dramática investigación periodística, publicada el domingo 10 de julio de 2011 en el diario El Universal, la reportera María Isoliett Iglesias califica al comercio ilegal de drogas como una de las principales fuentes de recursos de los pranes que dirigen, por la vía de facto, los centros penitenciarios venezolanos; esos «líderes negativos» (eufemismo gubernamental) que llegan a manejar anualmente, por concepto de ganancias, un promedio de dos millones y medios de dólares. En este sentido, un declarante que pidió mantener oculta su identidad, dada su condición de expresidiario, comentó: «Hoy varios de los penales, por no decir que todos, se convirtieron en centros importantes de distribución de drogas. Son jíbaros mayores. Eso quiere decir que distribuyen la droga en el sector donde está enclavado el reclusorio. También son centros de extorsiones importantes y suerte de torres de control de secuestros, en particular los de la modalidad exprés».
A contrapelo de la crisis, el gobierno insiste en construir su propia realidad. Una versión idílica que sirva de excipiente a la aplicación progresiva de una ideología que niega la libertad de pensamiento y la autonomía del individuo. La causa de tanta vileza queda expuesta por el marqués de Condorcet en una frase memorable: «Controlando la información, los poderosos persiguen la homologación ideológica y política, haciendo que los ciudadanos no aprendan nada que no sirva para confirmarles en las opiniones que los gobernantes quieren suscitar en ellos»
La uniformidad de las noticias se logra mediante mecanismos de coerción, algunos de origen tributario, otros de naturaleza judicial. En Venezuela, los tribunales están cada vez más comprometidos con la doctrina del derecho socialista y revolucionario; desarrollo teórico acomodaticio y banderizo que deja de lado lo dispuesto en la constitución y las leyes de la República, y sólo busca favorecer la hegemonía de un hombre y su ideología totalitaria.
El diputado Guillermo Palacios, en una rigurosa investigación de los fallos del Tribunal Supremo de Justicia, encontró que la casi totalidad de las solicitudes de antejuicio de mérito, iniciadas en contra de importantes funcionarios públicos, terminaron engavetadas o declaradas como improcedentes. Sólo en los casos de funcionarios caídos en desgracia con el régimen (como el general de la Guardia Nacional, Carlos Alfonso Martínez, el exgobernador de Yaracuy, Carlos Giménez, y el parlamentario Wilmer Azuaje), el TSJ resolvió los antejuicios de mérito en 24 horas. Cuando el parlamentario analiza el caso del presidente Chávez, el lector avezado no puede dejar de recordar al escritor y aforista polaco Stanislaw Jerzy Lec quien señaló: «Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla». Es así como el «imparcial» Tribunal Supremo de Justicia ha declarado como inadmisibles 35 solicitudes de antejuicio de mérito contra el Jefe de Estado, mientras otras 30 han sido desestimadas. El culmen de esta jurisprudencia bolivariana lo alcanzó la Sala Político Administrativo al momento de dictaminar, en ponencia del magistrado Emiro Rosas (Fallo 393), que el presidente y sus ministros no están en la obligación de rendir cuentas a la población acerca de las decisiones gubernamentales, dado que el esfuerzo comunicacional pudiese distraerlos de lo verdaderamente fundamental: la dirección de las políticas públicas en resguardo de los intereses del pueblo.
Pero mientras @chavezcandanga guarda un silencio tuitero en relación con las grandes preguntas, el pueblo mengua por las tarascadas de esa hidra de mil cabezas que es la indefensión. Lo sabe muy bien la magistrada del TSJ, Blanca Rosa Mármol de León, cuando, en una entrevista publicada el pasado domingo 17 de julio en el diario El Nacional, dice: «Ningún ciudadano tiene garantías de que un juez va a respetar sus derechos. Recordamos que si un juez acuerda la libertad de una persona que el gobierno quiere mantener presa, puede ser destituido y hasta encarcelado, como la jueza María Lourdes Afiuni. La mayoría de los jueces no tienen fortaleza profesional ni ética para administrar justicia, y no vacilan en entregar la libertad de una persona a cambio de su permanencia en el cargo (…) En Venezuela nadie puede dormir tranquilo y el que lo hace es porque no ha reflexionado sobra la gravedad del deterioro de la administración de justicia, porque no se ha dado cuenta de que con jueces miedosos y dispuestos a complacer al que detenta el poder político o económico todos los ciudadanos estamos en peligro de prisión y de muerte».

Etiquetas: , ,

miércoles, julio 20, 2011

El Palacio de los Sueños

Curioso: una novela sobre el mundo onírico nos aleja del dormir. El Palacio de los Sueños, del escritor albanés Ismail Kadaré, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009, despliega en sus páginas una perturbadora alegoría del poder totalitario, siempre interesado en hacer del inconsciente colectivo un nuevo territorio para la dominación política
«En el continente nocturno del sueño se encuentran tanto la luz como las tinieblas de la humanidad, su miel y su veneno, su grandeza y su miseria. Todo lo que se muestra turbio o amenazante, o lo que pueda llegar a serlo al cabo de los siglos, manifiesta su proyecto primero en los sueños de los hombres. No existe pasión o pensamiento maléfico, adversidad o catástrofe, rebelión o crimen que no proyecte su sombra mucho antes de materializarse en el mundo. Por eso el sultán soberano dispone que ningún sueño, aunque haya sido visto en el más apartado confín del Estado el día más anodino o concebido por el más insignificante siervo de Alá, debe escapar a la vigilancia del Tabir Saray [Palacio de los Sueños]», explica uno de los altos funcionarios del imperio otomano.
El vertiginoso ascenso profesional del joven Mark-Alem, descendiente de una de las familias albanesas de mayor abolengo e influencia, los Quyprilli, permite al lector conocer de primera mano la estructura burocrática del gigantesco palacio: el departamento de Acopio, donde los habitantes del reino envían el informe de lo soñado la noche anterior; el departamento de Selección, donde se desechan los ensueños sin valor predictivo, aquellos que poco advierten sobre inminentes peligros; el departamento de Interpretación, donde expertos en simbología se afanan en conseguir el «sueño maestro», pálpito onírico, aviso divino que informa al Estado acerca de magnicidios y conspiraciones; y el departamento de Archivo, donde reposan, documentados y catalogados, los sueños de hombres, mujeres y niños.
La novela de Kadaré también es una reflexión sobre las familias de tradición que lo sacrifican todo por disfrutar de los rituales y privilegios del mando; que preparan a sus hijos para ejercer funciones ministeriales y diplomáticas en gobiernos de cualquier signo político; que se extasían con los secretos y chismes de los gobernantes; que aspiran a ser el poder detrás del trono. Familias marcadas, a un mismo tiempo, por la gloria y la tragedia. En palabras de uno de los personajes centrales del relato: «La vida de un hombre queda perturbada para siempre una vez que se encuentra atrapada en los engranajes del poder, pero eso no tiene parangón con el drama de un pueblo entero prisionero de ese mecanismo (…) Repartirse el poder no significa sólo apropiarse de la parte correspondiente de los galones y los tapices. Yo diría que eso sólo llega más tarde. ¡Compartir el poder significa antes que nada repartirse los crímenes!».
Pero el Estado totalitario que crea una institución para desentrañar el misterio de lo onírico, y alimenta la ilusión del presunto dominio de los sueños y las pesadillas sobre la realidad, no pierde de vista que en última instancia el mundo consciente lo domina todo. Los turbios manejos de la política real terminan así por contaminar el plano surrealista de la existencia. En las brumas de Hipnos y Fobetor tampoco existe la meritocracia. Los grupos políticos presentes en el Tabir Saray se pelean la oportunidad de dictaminar el «sueño maestro», apaciguar la paranoia del gobernante y reservarse como merecido premio la posibilidad de administrar el castigo. El poder amenaza con cambiar de manos. De allí que el Visir, primera autoridad civil del imperio, advierta a su sobrino Mark-Alem, el menor del clan Quyprilli: «Vivimos una hora crítica. El sueño maestro nos puede volver a golpear (…) Se dice que algunos de los sueños maestros son inventados, son fabricados en el Palacio de los Sueños por los propios funcionarios del departamento, a la medida de los intereses de los poderosos grupos que rivalizan por el poder, o de acuerdo con el estado de ánimo del soberano».
Luego vienen los miedos. Los pequeños: a soñar, a oír de más, a confundir el delirio con el sueño, a abrir la puerta indebida, a caminar por siempre en infinitos y oscuros pasillos, a equivocarse en el desciframiento de los arcanos, a la cita repentina para conversar con el superior, a los sueños diabólicos que encabritan a las bestias de carga y detienen las caravanas. Los grandes: a perder la vida íntima, a traicionar a los suyos por el padre de todas las cosas, a las venganzas anónimas de la burocracia, a la imposibilidad de olvidar los abusos vistos, a la inutilidad de esconderse, a la obligación de avanzar con el sistema.
Mark-Alem teme. Únicamente le gusta la hora del descanso, cuando comparte con centenares de empleados en el gran comedor del Tabir Saray. Sólo allí experimenta «la tranquilidad que siente el hombre asustado al camuflarse entre la muchedumbre».

Etiquetas: , ,

jueves, julio 07, 2011

Un hombre y su destino

La semana bicentenaria transcurre en medio de un vértigo informativo. El presidente Hugo Chávez, tras anunciar en tierra extranjera su batalla contra el cáncer, vuelve de manera sorpresiva al país con la intención de participar, aunque sea sólo a distancia, de las celebraciones oficiales en conmemoración de la firma del acta de la independencia.
En pocas horas, la repentina presencia del jefe del Estado trajo como consecuencia la reducción de la angustia vivida por gran parte de la población, bien porque ya unos comenzaban a intuir el extravío del rumbo estratégico de la revolución, bien porque otros empezaban a notar la falta de un responsable en la realización de las tareas de gobierno.
También se registró, de manera espontánea, una suerte de torneo de jalabolismo y adulación rastrera. Los primeros participantes en liza fueron los periodistas y las anclas informativas del equipo de prensa de Venezolana de Televisión, seguidos, muy de cerca, por los dirigentes de todo pelaje del PSUV. El denominado «pueblo bolivariano» no desaprovechó la oportunidad de meter baza en el asunto. Entre las numerosas jaladas registradas en la calurosa mañana del martes 4 de julio destaca, por mucho, la perpetrada por una señora de la tercera edad, quien confesó haber ofrecido su cuerpo para que Dios alojase allí todo tipo de células malignas, a condición, por supuesto, de que dejase tranquilo el organismo del presidente Hugo Chávez.
Qué cosa tan fuera de lugar: una grotesca linsonja que se pretende hacer pasar por impetración o cuestionamiento. El cáncer es un asunto muy serio, un padecimiento, en ocasiones terminal, que no da cabida a representaciones melodramáticas o a fariseísmos funerarios del tipo «¡Muerte, llévame a mí!». Igualmente molesta, al menos a los hombres y mujeres creyentes, que pasados ya los tiempos del oscurantismo religioso vengan algunas personas a proponer la existencia de un Dios colérico y vengativo, hambriento de sacrificios humanos, que sólo encuentra placer en la imposición de enfermedades al rebaño descarriado.
Pienso que el primero en tomar conciencia de la gravedad de la situación, de lo serio de su enfermedad, debe ser el propio convaleciente. Al interior de su mente. el jefe de Estado tiene que reflexionar sobre si su proyecto de poder absoluto y totalitario merece, en verdad, poner en vilo la posibilidad de una recuperación definitiva. Así como demostró tener coraje al informar sobre su delicado estado de salud a la población, Chávez debe también derrochar valentía para delegar las funciones de gobierno en el vicepresidente de la República —Elías Jaua—, y dedicarse en exclusiva a sus terapias de recuperación. Los venezolanos asistimos, más que al desigual combate entre un hombre y su enfermedad, a la lucha definitiva entre un hombre y su desmedida ambición de poder.
En La Habana, en un emotivo mensaje transmitido a todo el país en cadena de radio y televisión, el presidente confesó: «No quería ni quiero que los venezolanos me acompañen por senderos que se hundan hacia abismo alguno». Pero, sentimentalismos aparte, lo cierto es que Chávez hace muy poco por evitar que las bases populares de su movimiento ideológico se despeñen por la pronunciada pendiente del culto a la personalidad, aberración política que, al representar la negación de la ciudadanía y la madurez cívica, también es un abismo y uno muy profundo.
Hay que hablar claro: cada día de forzada permanencia en el poder, por parte de un Chávez convaleciente, equivale a la tácita confesión de desconfianza en los poderes creadores del pueblo. De tal forma, que el tan cacareado amor popular es pagado por el caudillo no con amor, sino con soberbia y avaricia.
Por más que se desgañite y gimotee el coro de sigüíes y aduladores, lo cierto es que nadie puede querer más a Chávez que el propio Chávez. Si él no valora su propia vida, ¿quién más lo hará? En sus manos está su destino. Como siempre, sólo él puede ser el eterno golpista.

Etiquetas: , ,