«¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja?
Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la
maleabilidad del tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo enlentecen; de
vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de
verdad y nunca vuelve», piensa en voz alta el protagonista de El sentido de un final (Anagrama, 2012)
novela del inglés Julian Barnes.
Seis recuerdos recurrentes, cinco verdaderos y
uno apócrifo, incitan al jubilado y divorciado Tony Webster a reflexionar sobre
el océano de renuncias y frustraciones que hacen del idealismo de la juventud y
el pragmatismo de la adultez dos continentes lejanos.
«El tiempo primero nos encalla y después nos confunde.
Creíamos ser maduros cuando lo único que hacíamos era estar a salvo. Pensábamos
que éramos responsables pero sólo éramos cobardes. Lo que llamábamos realismo
resultó ser una manera de evitar las cosas en lugar de afrontarlas. El tiempo…,
que nos den tiempo suficiente y nuestras decisiones más sólidas parecerán
temblorosas, nuestras certezas fantasiosas», piensa un envejecido Tony Webster
al revisar su pasado.
¿Qué lo impulsa a volver sobre los caminos
transitados, a repensar las decisiones adoptadas, a evocar las circunstancias
olvidadas por libre voluntad? El fallecimiento de una mujer, que por un tris no
fue su suegra, y el incumplimiento de una disposición testamentaria (la
recepción de los diarios de un antiguo amigo de la secundaria: el joven suicida
Adrian Finn) son las razones que alteran la tranquilidad de Tony Webster.
El nombre de Adrian Finn abre nuevamente el
salón clausurado. Allí, sentados en los pupitres, están los otros dos miembros
de la cofradía: Alex y Colin. De pie, en el estrado, el profesor Old Joe Hunt
(«cuyo sistema de control dependía de su capacidad de mantener un aburrimiento
suficiente pero no excesivo») hace una pausa en su clase de historia para
hacerle una pregunta al joven Marshall («un ignorante cauteloso que carecía de
la inventiva de la auténtica ignorancia»):
—¿Cómo describiría el reinado de Enrique VII?
—Había descontento, señor.
—¿Podrías ser más preciso?
—[«Marshall asintió lentamente, reflexionó un
poco más y decidió que no era un momento de cautelas»]Yo diría que había una
gran descontento, señor…
Donde sí existía un gran descontento era en la
vida sexual del joven Tony: «Yo no era exactamente virgen, por si los lectores
se lo están preguntando. Entre el colegio y la universidad viví un par de
episodios cuyas emociones fueron mayores que la huella que dejaron. De modo que
lo que ocurrió más adelante me hizo sentirme tanto más extraño: al parecer,
cuanto más te gustaba una chica y cuanto mejor te entendías con ella, tanto
menos oportunidades de sexo. A no ser, por supuesto —y hasta más tarde no
articulé este pensamiento—, que hubiera algo en mí que se sentía atraído por
las mujeres que decían que no. Pero ¿existe acaso un instinto tan perverso?».
Aparece entonces la rara belleza de Veronica, la
primera novia formal de Tony, y con ella el tortuoso descubrimiento de la
pre-culpa («la expectativa de que ella iba a decir o hacer algo que me hiciera
sentir debidamente culpable»), pero también del placentero infrasexo. Y he aquí
un impensable hallazgo de esta novela: el infrasexo no es menos determinante
del destino humano que el sexo.
La ruptura con Veronica y su inmediato noviazgo
con Adrian Finn disuelve el grupo de los fieles mosqueteros y obliga al
relegado a ocultar su dolor y refugiarse en la supuesta ataraxia de la madurez
emocional. Pero la madurez también decepciona…
« A medida de que los testigos de tu vida
disminuyen, hay menos corroboración y, por consiguiente, menos certeza de lo
que eres o has sido (…) ¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida?
¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y
cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro
relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia
que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos»,
dice Tony.
La historia personal y la historia colectiva
como una narración nacida del instinto primitivo de dotar de sentido al caos de
las acciones humanas. La historia como la imposición de las mentiras de los
vencedores, pero también como la aceptación pasiva de los autoengaños de los
derrotados.
«En mis propios términos, me contenté con las
realidades de la vida y acaté sus necesidades: si esto, entonces esto otro, y
así pasaron los años, En los términos de Adrian, yo renuncié a la vida, desistí
de estudiarla, la tomé como venía (…) Había querido que la vida no me molestara
demasiado, y lo había conseguido; y qué lamentable era. Una medianía, era lo
que había sido desde que dejé el colegio. Una medianía en la universidad y en
el trabajo; una medianía en la amistad, la lealtad, el amor; un mediocre, sin
duda, en el sexo (…) La palabra retumbaba. Medianía en la vida; medianía en la
verdad; una medianía moralmente», se cuestiona
Webster.
Pero todos sufren abusos; sólo que algunos
sujetos, devenidos victimarios, y sin «la circunstancia atenuante de la
juventud», esgrimen los antiguos abusos recibidos como justificación moral para
nuevos atropellos. Vemos así como abundan los individuos cuya única preocupación
es evitar a toda costa que vuelvan a abusar de ellos y son, acaso sin
proponérselo, «los más despiadados, de los que hay que cuidarse».
Para Tony no hay mayor idiota que un idiota
viejo, aquel que a pesar de los años se deja estremecer por la «eterna
esperanza del corazón humano», aquel que aún se niega a renunciar a esa
variante de la utopía que desea ver en el premio y el reconocimiento el destino
inexorable de todo esfuerzo («Crees que te lo mereces. Yo sí, en todo caso.
Pero entonces empiezas a comprender que a la vida no le incumbe recompensar el
mérito»). Webster concluye: «Llegas así hacia el final de la vida; no, no de la
vida misma, sino de algo distinto: el final de cualquier posibilidad de cambio
en esa vida».
¿Descontento? Mas bien diríamos que un gran
descontento…
Etiquetas: Barnes, Lecturas, Literatura
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