martes, agosto 05, 2014

El sentido de un final

«¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja? Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la maleabilidad del tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo enlentecen; de vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de verdad y nunca vuelve», piensa en voz alta el protagonista de El sentido de un final (Anagrama, 2012) novela del inglés Julian Barnes.
Seis recuerdos recurrentes, cinco verdaderos y uno apócrifo, incitan al jubilado y divorciado Tony Webster a reflexionar sobre el océano de renuncias y frustraciones que hacen del idealismo de la juventud y el pragmatismo de la adultez dos continentes lejanos.
«El tiempo primero nos encalla y después nos confunde. Creíamos ser maduros cuando lo único que hacíamos era estar a salvo. Pensábamos que éramos responsables pero sólo éramos cobardes. Lo que llamábamos realismo resultó ser una manera de evitar las cosas en lugar de afrontarlas. El tiempo…, que nos den tiempo suficiente y nuestras decisiones más sólidas parecerán temblorosas, nuestras certezas fantasiosas», piensa un envejecido Tony Webster al revisar su pasado.
¿Qué lo impulsa a volver sobre los caminos transitados, a repensar las decisiones adoptadas, a evocar las circunstancias olvidadas por libre voluntad? El fallecimiento de una mujer, que por un tris no fue su suegra, y el incumplimiento de una disposición testamentaria (la recepción de los diarios de un antiguo amigo de la secundaria: el joven suicida Adrian Finn) son las razones que alteran la tranquilidad de Tony Webster.
El nombre de Adrian Finn abre nuevamente el salón clausurado. Allí, sentados en los pupitres, están los otros dos miembros de la cofradía: Alex y Colin. De pie, en el estrado, el profesor Old Joe Hunt («cuyo sistema de control dependía de su capacidad de mantener un aburrimiento suficiente pero no excesivo») hace una pausa en su clase de historia para hacerle una pregunta al joven Marshall («un ignorante cauteloso que carecía de la inventiva de la auténtica ignorancia»):

—¿Cómo describiría el reinado de Enrique VII?
—Había descontento, señor.
—¿Podrías ser más preciso?
—[«Marshall asintió lentamente, reflexionó un poco más y decidió que no era un momento de cautelas»]Yo diría que había una gran descontento, señor…

Donde sí existía un gran descontento era en la vida sexual del joven Tony: «Yo no era exactamente virgen, por si los lectores se lo están preguntando. Entre el colegio y la universidad viví un par de episodios cuyas emociones fueron mayores que la huella que dejaron. De modo que lo que ocurrió más adelante me hizo sentirme tanto más extraño: al parecer, cuanto más te gustaba una chica y cuanto mejor te entendías con ella, tanto menos oportunidades de sexo. A no ser, por supuesto —y hasta más tarde no articulé este pensamiento—, que hubiera algo en mí que se sentía atraído por las mujeres que decían que no. Pero ¿existe acaso un instinto tan perverso?».
Aparece entonces la rara belleza de Veronica, la primera novia formal de Tony, y con ella el tortuoso descubrimiento de la pre-culpa («la expectativa de que ella iba a decir o hacer algo que me hiciera sentir debidamente culpable»), pero también del placentero infrasexo. Y he aquí un impensable hallazgo de esta novela: el infrasexo no es menos determinante del destino humano que el sexo.
La ruptura con Veronica y su inmediato noviazgo con Adrian Finn disuelve el grupo de los fieles mosqueteros y obliga al relegado a ocultar su dolor y refugiarse en la supuesta ataraxia de la madurez emocional. Pero la madurez también decepciona…
« A medida de que los testigos de tu vida disminuyen, hay menos corroboración y, por consiguiente, menos certeza de lo que eres o has sido (…) ¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos», dice Tony.
La historia personal y la historia colectiva como una narración nacida del instinto primitivo de dotar de sentido al caos de las acciones humanas. La historia como la imposición de las mentiras de los vencedores, pero también como la aceptación pasiva de los autoengaños de los derrotados.
«En mis propios términos, me contenté con las realidades de la vida y acaté sus necesidades: si esto, entonces esto otro, y así pasaron los años, En los términos de Adrian, yo renuncié a la vida, desistí de estudiarla, la tomé como venía (…) Había querido que la vida no me molestara demasiado, y lo había conseguido; y qué lamentable era. Una medianía, era lo que había sido desde que dejé el colegio. Una medianía en la universidad y en el trabajo; una medianía en la amistad, la lealtad, el amor; un mediocre, sin duda, en el sexo (…) La palabra retumbaba. Medianía en la vida; medianía en la verdad;  una medianía moralmente», se cuestiona Webster.
Pero todos sufren abusos; sólo que algunos sujetos, devenidos victimarios, y sin «la circunstancia atenuante de la juventud», esgrimen los antiguos abusos recibidos como justificación moral para nuevos atropellos. Vemos así como abundan los individuos cuya única preocupación es evitar a toda costa que vuelvan a abusar de ellos y son, acaso sin proponérselo, «los más despiadados, de los que hay que cuidarse».
Para Tony no hay mayor idiota que un idiota viejo, aquel que a pesar de los años se deja estremecer por la «eterna esperanza del corazón humano», aquel que aún se niega a renunciar a esa variante de la utopía que desea ver en el premio y el reconocimiento el destino inexorable de todo esfuerzo («Crees que te lo mereces. Yo sí, en todo caso. Pero entonces empiezas a comprender que a la vida no le incumbe recompensar el mérito»). Webster concluye: «Llegas así hacia el final de la vida; no, no de la vida misma, sino de algo distinto: el final de cualquier posibilidad de cambio en esa vida».

¿Descontento? Mas bien diríamos que un gran descontento…

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