martes, abril 11, 2006

Y ahora, ¿a quién quemamos?

Cuando apenas nos reponíamos del choque emocional producido por el descubrimiento tardío de que el Libertador Simón Bolívar no descendía de la blanca y criolla nobleza colonial, sino que era más bien un integrante más de la esclavizada negritud africana, nos toca enterarnos, con cierto retardo, de que el siempre odiado Judas Iscariote jamás traicionó a Cristo, y que fue, por el contrario, el apóstol que más lo amó.
La bomba estalla a pocos días de la Semana Santa, cuando el diario británico The Times (nuestra contraparte europea) informa a sus lectores sobre la autentificación de un papiro de 26 páginas encontrado en 1978 en la localidad egipcia de Beni Masar. Dicho documento, bautizado por sus recuperadores como “Evangelio de Judas”, traería consigo importantes revelaciones. La más polémica de ellas, que Iscariote fue el discípulo escogido por el propio Jesús para llevar a cabo una orden secreta, de cuyo cumplimiento estricto dependía la salvación de los hombres y el nacimiento de la Santa Madre Iglesia, esto es: la crucifixión del Nazareno.
Los primeros en celebrar este hecho comunicacional público y notorio fueron, sin duda, los muchos hijos de Judas que, esparcidos a lo largo y ancho del territorio nacional, esperaban resignados a ser chamuscados por el pueblo venezolano el venidero Domingo de Resurrección. En este sentido, no sólo mostraron su alegría por la eliminación de una práctica tan violatoria de los derechos humanos, sino que además informaron a la opinión pública sobre sus intenciones de demandar ante el Tribunal de La Haya a los santos patriarcas de la civilización cristiana por los delitos dos veces milenarios de difamación e injuria.
Adicionalmente, pedirán efectuar una investigación exhaustiva sobre el patrimonio personal del ciudadano Judas Iscariote a fin de determinar, mediante modernos instrumentos policiales y administrativos, la total inexistencia de las insidiosas treinta monedas de oro, que supuestamente habría recibido en prenda por, su hoy comprobada, falsa delación. Y es que para ellos está muy claro que si Jesús fue el cordero de Dios, Judas fue el chivo… expiatorio.
Sin embargo, los descendientes de Judas admiten de buen corazón que la suspensión brusca y definitiva de las tradicionales quemas supondría, desde el punto de vista cultural y folklórico, un duro golpe para la población venezolana, la cual ha tenido que compensar la frustrante ineficacia de su sistema judicial (hoy repleto de enanos) con la incineración de un inofensivo monigote. Y es que, como lo advertía el imprescindible Elías Canetti en su libro Masa y Poder: “A la masa todo le parece La Bastilla”.
Por ello, ponen a la orden un voluminoso legajo de contratos, documentos y copias de depósitos bancarios, de escasa importancia para la continuidad financiera del Estado venezolano, con el propósito de alimentar debidamente cada una de las diferentes piras y hogueras organizadas por la población en ocasión de la Resurrección del Señor.
Finalmente, los legítimos descendientes del otrora traidor pidieron limpiar la tenebrosa fama de sus labios. “Como cualquier hijo de Dios en esta tierra, también nosotros deseamos amar. También tenemos derecho a estampar nuestros besos donde se nos venga en gana. Ya basta de renegar de los ósculos de Judas. ¡Ni que los pobres valieran míseros treinta bolívares!”.

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