viernes, febrero 18, 2011

Llamar las cosas por su nombre

Recibimos a Laureano Márquez quince minutos antes de la hora pautada para su participación en el evento principal. Había sido invitado al IESA para dictar la charla motivacional a los nuevos estudiantes de la Maestría en Administración de Empresas. Mientras nos tomábamos un café y conversábamos, un profesor del instituto caminó hasta nuestra mesa para compartir sus opiniones acerca de un editorial periodístico firmado por el humorista, a propósito de la instalación de la nueva asamblea nacional.
Como suele ocurrir en la Venezuela de nuestro tiempo, la tertulia de fondo sobre la utilidad e importancia de un parlamento plural fue dejada de lado por el comentario ligero y acuciante de las recientes tropelías perpetradas por el poder que se pretende revolucionario; arbitrariedades perfectamente encarnadas en las insólitas declaraciones emitidas, en el diario Últimas Noticias, por el jefe del Comando Estratégico Operacional de la FAN. En esta entrevista, el general Henry Rangel Silva advierte, sin rubor alguno, que la Fuerza Armada Bolivariana se alzará en armas contra aquel gobierno de oposición que ose desmontar las políticas sociales y económicas implantadas (¿?) por el presidente Hugo Chávez.
Llegados a este punto de la conversación, el profesor se animó a plantear dos preguntas: ¿No creen ustedes que en Venezuela ya estamos viviendo en una dictadura? Y sí así lo consideran, ¿cómo explican entonces el hecho de que los líderes y dirigentes más populares no se atrevan a proclamar esta realidad ante sus compatriotas y ante el mundo? Tras un breve silencio, Laureano Márquez respondió: “El no poder pronunciar sin temor la palabra «dictadura» es lo que revela claramente que nosotros, como sociedad, ya hemos perdido la libertad”.
Desde hace varios años, la definición técnica del régimen chavista monopoliza el debate ilustrado. Historiadores y expertos en ciencias políticas han sido emplazados, ya en tribunas de opinión de la prensa escrita, ya en los espacios informativos de los medios audiovisuales, a alambicar sus criterios taxonómicos y metodológicos para dar por fin con la denominación exacta del fenómeno político conocido coloquialmente como la revolución bolivariana. Aunque todavía no se ha llegado a ningún consenso, se puede inferir una tendencia en la discusión intelectual: el afán de la mayoría de los interlocutores por rescatar la existencia, aunque sea muy debilitada, de un sistema democrático. Democracia sí, señalan, pero siempre en vilo por amenazas de distinto signo.
Cuando analizo la dinámica de este debate ilustrado, he llegado a preguntarme de qué saben los que saben. La mayoría de estos expertos coinciden en reducir la complejidad del sistema democrático a una sumatoria de sufragios, a un mecanismo de votación (es frecuente, de hecho, que recuerden que el presidente Chávez es el campeón de las elecciones). Asombra constatar que, en cambio, nada dicen del marco de principios cívicos y ciudadanos que dan pábulo al llamado gobierno del pueblo, es decir, el conjunto de características normativas y axiológicas que históricamente han permitido que la idea de democracia se haya podido avenir, mucho mejor que las otras formas clásicas de gobierno (monarquía, tiranía, aristocracia, oligarquía y oclocracia), con el concepto de república. Para estos ilustres opinadores son cosas baladíes la separación de poderes, la finitud de las magistraturas, la alternabilidad de los gobernantes, la libertad de expresión, la separación tajante de la esfera privada y la esfera pública, la libre asociación de individuos y la sujeción a las normas fundacionales.
Lo curioso es que estos expertos que hacen gala de una laxitud conceptual tan llamativa como impropia, se transforman en dómines severos e inflexibles a la hora de engastar a la revolución bolivariana dentro de otras categorías políticas. Para la mayoría de ellos no tiene relevancia el hecho de que Chávez viole la constitución nacional, desnaturalice y adultere la división de poderes, persiga a los adversarios políticos que puedan disputarle unos comicios presidenciales, limite la libertad de expresión, reforme a su antojo la legislación electoral e instale una red de sumisos consejos comunales para herir de muerte al nivel vecinal de gobierno. En su criterio, Hugo Chávez jamás será un dictador porque, desde el punto de vista de la tradición política, un dictador es aquel magistrado extraordinario designado por dos cónsules romanos (de origen patricio) para gobernar el imperio durante seis meses, sin derecho a elegir un sucesor; además también porque, desde el punto de vista de la historia venezolana, un dictador es un general nacido en la población de Michelena en el año de 1914, que estudia un posgrado en la Escuela Militar de Chorrillos en el Perú, participa en una Junta Cívico Militar, persigue chicas en motoneta en la isla de La Orchila, desconoce la voluntad popular en un referendo celebrado en diciembre de 1957 y viaja en una avioneta llamada La vaca sagrada.
Del mismo modo, poco importa que Chávez utilice a las fuerzas castrenses como partido de gobierno, fomente el culto a su personalidad, manipule a su favor la historia fundacional y la figura del principal prócer de la nación, promueva la relación directa entre el pueblo y el caudillo, forme brigadas paramilitares de choque, privilegie la propaganda por encima de la información, base su enfoque político en el binomio amigo-enemigo, siembre el miedo social para inducir a la zozobra permanente y cree una neolengua rica en calificativos peyorativos y eufemismos. Chávez no es fascista porque, desde el punto de vista de la tradición política, un presidente fascista químicamente puro tiene que haber nacido en Predappio (Italia) y ejercido la docencia en modestas escuelas; además, por supuesto, tiene que haber sido fundador de los fasci di combattimento y marchado sobre Roma para encabezar los funerales de un congreso disuelto. De lo contrario, no se vale.
Tampoco resulta relevante que Chávez instaure un partido único, expropie a los grandes empresarios, acabe con el sector privado de la economía, secuestre el movimiento sindical, propicie purgas al interior del PSUV, invada los ámbitos tradicionales de la vida privada, ideologice la educación, reescriba a su antojo la historia, cultive la figura del imperialismo capitalista como enemigo externo, atice el espantajo de la contrarrevolución, segregue a los opositores, asfixie las manifestaciones culturales de la sociedad civil e instale un sistema de espionaje y delación. Chávez jamás será un comunista, porque, desde el punto de vista de la tradición política, un presidente totalitario de izquierda tiene que apodarse Koba (en este caso no basta con decirlas) y haber nacido en Georgia en el año de 1879; tiene también que haber entrado en Berlín y anexado a su gobierno la parte oriental de Europa. De lo contrario, lo sentimos mucho, ese señor no tiene nada de comunista.
No puede uno entender cómo mientras los virus que azotan al cuerpo humano son capaces de mutar y producir cepas más complejas y agresivas, los virus que martirizan el cuerpo social permanecen, en cambio, con su ADN inalterado por los siglos de los siglos. Cuesta comprender cómo mientras el animal «humano» procesa las experiencias pasadas para minimizar los errores y potenciar los rendimientos positivos de sus próximas actuaciones, el animal «político» se encuentre, por el contrario, genéticamente baldado para captar los procesos históricos y extraer lecciones que le permitan implantar un modelo mestizo, jenízaro, de control político y social basado en las mejores prácticas de regímenes que, a pesar de haber fracasado, conocieron de épocas de esplendor. Lo intolerable, en el caso venezolano, es ver cómo supuestos historiadores y eruditos académicos siguen llamando democracia al desmadre chavista, por miedo, o quizás, peor aún, por su incapacidad intelectual para identificar la presencia —tal como lo hiciera Polibio en su tiempo— de un novedoso modelo mixto de dominación social, cultural, militar, política y económica, que basa su avasallante andar en el aprovechamiento de las teratologías de izquierdas y de derechas.
A este proceso de esconder la realidad, de no llamar las cosas por su nombre, contribuyen también las plumas menores. Tal es el caso del periodista y ex encamburado chavista Vladimir Villegas, quien se la pasa blasonando de una supuesta objetividad periodística y tolerancia política. En su columna del martes 15 de febrero, publicada en El Nacional y titulada La misteriosa enfermedad de Aguilarte Gámez, el dirigente del PPT cruza ese límite en que la tolerancia, según el filósofo Edmund Burke, deja de ser virtud. Las líneas que nos disponemos a glosar hunden sus raíces en la preocupación y suspicacia que la abrupta destitución y sustitución del gobernador del Estado Apure producen en Villegas. En sus propias palabras: “Los hechos que han rodeado la salida de Aguilarte dejan un mal sabor. Chávez critica la guerrita interna y lo regaña públicamente. El partido le pide la renuncia, le colocan como secretario de gobierno al ex vicepresidente Carrizález, y por último, aparecen los problemas de salud, como quien saca un conejo de un sombrero. Alguien debe responder si Aguilarte metió la pata o metió las manos. Si hizo algo que constituye delito o que implique responsabilidades administrativas. Si está en terapia intensiva o si su enfermedad es contagiosa, le impide hablar y aparecer en público o lo inhabilita para ejercer su cargo. En estos casos, el silencio, el misterio, el hermetismo y el creer que los ciudadanos se tragan cualquier cuento de camino son remedios peores que la enfermedad”.
Villegas sospecha de la honradez de Aguilarte Gámez, pero no se anima a llamarlo ladrón. Encuentra más conveniente y menos peligroso permitirse algunos sarcasmos con el ex gobernador, dado su carácter de cadáver político. Patea al perro muerto, que diría el pueblo en su sencillez. Es así como cada burlita sobre los riesgos de contagio o reclusión en terapia intensiva sirven al periodista para colocar de bulto el malestar de un pueblo que se resiste a ser engañado por el villano de esta mediocre película tercermundista, a saber: el oprobioso Pancho Aguilarte Gámez. Sin embargo, este moderno moralista, este Catón de la quinta república, nada dice sobre la minúscula, y vista bien anecdótica, circunstancia de que el presidente Chávez perpetra un golpe legal, otro más, cuando violenta las disposiciones constitucionales que, como Estado federal, rigen los niveles regionales y municipales de gobierno en Venezuela. Chávez no puede destituir al gobernador de Apure ni el de ninguna otra entidad federal, y mucho menos está capacitado para designar como nuevo mandatario regional a uno de los secretarios territoriales del PSUV, su partido único, integrado por dirigentes foca. Cañizález actúa de manera inmoral al aceptar un nombramiento espurio, y Chávez es un dictador golpista por anteponer su voluntad a las atribuciones constitucionales de la asamblea legislativa de Apure. Esta es la verdad para todo el mundo, menos para Villegas, quien entiende que el busilis de la cuestión es si Aguilarte tiene dengue, paperas o sarampión morado. En fin, otro sujeto más que comparte la peregrina tesis de la historiadora Margarita López Maya de que en Venezuela aún tenemos democracia, pero con algunas preocupantes señales de alarma.
En su inmortal opúsculo Discurso de la servidumbre voluntaria el joven Étienne de la Boétie desentraña los mecanismos psicológicos que permiten que un simple mortal tiranice a una población. En una parte de su escrito señala: “Aquel que tanto os domina sólo tiene dos ojos, sólo tiene dos manos, sólo tiene un cuerpo, y no tiene nada más de lo que tiene el menor hombre del gran e infinito número de vuestras ciudades, a no ser las facilidades que vosotros le dais para destruiros. ¿De dónde ha sacado tantos ojos con que espiaros, si no se los dais vosotros? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos si no las toma de vosotros? Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿de dónde los ha sacado si no son los vuestros? ¿Cómo es que tiene algún poder sobre vosotros, si no es por vosotros? ¿Cómo osaría atacaros si no fueseis sus cómplices? ¿Qué podría haceros si no encubrieseis al ladrón que os saquea, si no fueseis cómplices del asesino que os mata y traidores a vosotros mismos?".
Villegas, al prestar su pluma, su oficio y su tribuna al dictador, traiciona el ideal democrático y, peor aún, se traiciona a sí mismo, como persona bien nacida y con derecho a vivir en libertad.
Aunque los guabinosos y oportunistas de siempre se molesten, Chávez es un dictador, un obsesionado con el mando total y vitalicio. Y el pueblo venezolano haría bien en recordar las palabras del escritor francés Albert Camus: “No llamar a las cosas por su nombre agrava el mal en el mundo”.

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1 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

Ni una letra perdida, como siempre, un placer leerte.
Está seguro que de gratis son muy pocos los que en ese país traicionan hasta a su madre. Siempre hay real, favores e ignorancia por delante de cualquier complacencia y jalabolismo.
Ante la miseria de espíritu, no hay dignidad ni principos.
Salúdote desde mis esquina!

3:23 p.m.  

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