domingo, julio 14, 2013

La tarea del testigo

Lo bueno de la Fundación El Perro y la Rana es el precio ínfimo de sus obras; lo malo, el módico tiraje que luego destina a la venta. Esta posterior dificultad para conseguir algunos de los títulos más atractivos del fondo editorial (pienso, por ejemplo, en el ensayo de Luigi Pirandello sobre el humorismo) pone en evidencia como la política de precios subvencionados, concebida para el beneficio de los compradores, a menudo dificulta el disfrute de los bienes culturales. Pero gracias al santo anónimo que benignamente protege a los lectores, logré dar con un ejemplar de La tarea del testigo, texto ganador del premio de novela corta Rufino Blanco Fombona en el año 2006.
Antes de comenzar mis comentarios de la obra, considero justo aclarar que las venideras líneas no alcanzarán ni la calidad ni la profundidad analítica de la reseña que, acerca de La tarea del testigo, hiciera el escritor venezolano Roberto Echeto, quien supo plantear en su recensión la miríada de complicaciones que debe arrostrar cualquier novelista a la hora de llevar la vida del poeta José Antonio Ramos Sucre al mundo de la ficción, una figura histórica tan atractiva intelectualmente como plagada de silencios y misterios. Concluido, pues, este reconocimiento a una crítica literaria de mayor fuste, procedo a exponer mis impresiones de lector.
Mediante una prosa sobria y elegante, Rubí Guerra, escritor anzoatiguense nacido en San Tomé, logra convertir en materia literaria los días finales del poeta cumanés José Antonio Ramos Sucre (1890-1930). Con trucos legítimos en el mundo de la ficción (la variación de la perspectiva narrativa, la apelación al recurso del intercambio epistolar, la incorporación de relatos cortos y en apariencia inconexos, la referencia velada a obras cinematográficas de culto), Guerra hilvana un relato de ambiente onírico, surrealista, construido a partir del sufrimiento de un insomne («dormir no es una necesidad fisiológica, sino un estado del alma, una virtud»), donde se superponen los planos temporales y los personajes son definidos en función de sus sombras y ambigüedades.
En La tarea del testigo asistimos a la peregrinación del poeta suicida por hospitales en Alemania, Suiza e Italia durante los dos años en que fungió como cónsul general de Venezuela en Ginebra; apreciamos la angustia causada por la falta de sueño y las secuelas mentales degenerativas asociadas con la dependencia de medicamentos hipnóticos. Vemos también como, en otras tantas ocasiones, el protagonista sucumbe ante la curiosidad por el vecino («esa forma pervertida del deseo de comprender»), ante la urgencia de estar enterado de las andanzas y las obsesiones  —acaso también de las otras existencias— de cada uno de los personajes recluidos en los centros de sanación, como el escritor checo Konrad Reisz o al adolescente Cesare, el enigmático sobrino del doctor Kircher.
Somos, en suma, testigos del derrumbe, del desmoronamiento anímico que el propio Ramos Sucre confiesa un día antes de su último cumpleaños: «Mañana cumplo cuarenta años y hace dos que no escribo nada. No me resigno a pasar el resto de mis días, quién sabe cuántos años más, en la decadencia mental. Toda la máquina se ha desorganizado».
¿Y cómo funcionaba la «máquina» de Ramos Sucre en Caracas, antes que sobreviniera el declive? La biógrafa Alba Rosa Hernández Bossio expone la relación de las actividades diarias del poeta: «Su ritmo de trabajo iniciaba idéntico a las cinco de la madrugada cuando se le podía ver de Gradillas a Sociedad frente a la pizarra luminosa de la casona de El Universal leyendo los últimos cables noticiosos, y esperando el periódico. Luego será la ruta de sus clases para la Escuela Normal y el Liceo Caracas, y después la Academia Militar. Regresará a su oficina de la Cancillería, y antes del mediodía se detendrá un rato en la plaza para los comentarios de última hora, luego el almuerzo en la pensión. Por la tarde de nuevo la Cancillería hasta el anochecer cuando saldrá a compartir la tertulia de la plaza. Al fin, muy tarde, los noctámbulos lo verán, la fina caña de bastón que usaba a sus espaldas, caminando solo por la ciudad, por El Paraíso, El Panteón, San Juan, la Estación del Ferrocarril, La Candelaria, dándole vueltas a la noche para poder dormir. Fernando Paz Castillo recuerda el miedo de pasar a su lado a esas horas “porque entonces no lo soltaba a uno en toda la noche”».
Pero si la pesadez rehuía de sus párpados, no hacía lo mismo con su lengua. En los trances de seducción, las palabras traicionaban al poeta. Siempre le costó dar con la expresión llana y precisa que le franqueara la puerta de la mujer deseada. Sufría la maldición del tímido. Retomamos, en este punto, el relato biográfico de Hernández Bossio: «Según el recuerdo de quienes lo conocieron llegado a Caracas, a Ramos Sucre le gustaba pasear por las calles residenciales para ver, puestas a la ventana, a las muchachas sentadas en cojines bordados sobres los poyos, engalanadas para ser admiradas por los pasantes, y por quienes se detenían para cortejarla tras el enrejado. Fernando Paz Castillo recuerda haber conocido a “dos o tres muchachas de las cuales él se enamoró, pero novia no le conocí, muchachas muy bonitas y con él pasé varias veces a verlas, él se entusiasmaba, pasaba y hablaba con ellas, ahora, novia, no le conocí”».
La sexualidad truncada como variante del insomnio, una que impide la llegada del otro sueño, el de la acepción desiderativa, erótica, carnal. Rubí Guerra no esquiva el asunto y trata en su novela una faceta escasamente comentada del poeta: «Odiaba tener que escoger a una mujer como un antiguo señor escogería a una esclava. Cada vez más, sus deseos eran fuente de desdicha y aislamiento. Se enamoraba de beldades inalcanzables, mujeres que apenas si notaban su existencia. Sus amigos artistas tenían amantes que provenían de las barriadas populares, muchachas que hacían de dependientes en las tiendas, de costureras, de lavanderas, cuando no tenían oficios más dudosos. Él no tenía nada que decirles. No sabía cómo dirigirse a ellas. Era demasiado serio y se refugiaba en el sarcasmo (…) Él nunca había pensado que pudiera gustar a una mujer, no de verdad, cómo gustan los hombres de las mujeres».
Trágico crepúsculo de la pluma que renovó las letras americanas con versos cultos y obscuros, como tocaba a un políglota de amplia cultura clásica (hablaba griego, latín, francés, italiano, alemán, holandés, sueco y danés), acostumbrado a leer a Homero, Virgilio, Dante y Goethe en su lengua original.
«¿Podemos dejar testimonio sin cuestionar lo que testimoniamos? ¿Negamos nuestra naturaleza cuando nos limitamos, cuando cegamos voluntariamente nuestra visión y nos obligamos a no sacar conclusiones, o sólo nos expresamos con más fidelidad? ¿Es el testigo y su tarea lo que importan, o lo atestiguado?», se pregunta, el narrador de la novela de Rubí Guerra.

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