miércoles, octubre 17, 2007

Caiga quien caiga

Algún día nuestra sociedad deberá animarse a evaluar el abultado registro de daños y perjuicios que, para la institucionalidad democrática venezolana, significó el apogeo mediático del denominado periodismo de denuncia. Un movimiento de linaje inquisitorial que, a través de columnas informativas semanales, jamás dudó en construir una profusión de piras y cadalsos donde ajusticiar a los individuos sospechosos de incurrir en el vil delito de traición a la patria.
Supuestos focos de resistencia ciudadana ante los abusos del sistema, estos ensoberbecidos plumarios no dudaron ni por un instante en erigirse en la conciencia moral de un país diezmado por la corrupción y la impunidad. Su inconfundible tono perdonavidas proyectaba paladinamente una íntima certeza: sólo bastaba mencionar el nombre de una persona en cualquiera de sus escritos acusatorios para arrumbarla, sin mayores trámites, en el apestado lodazal de la clase delincuente. Así de rápido funcionaba el ensalzado tribunal de la opinión pública.
Sin embargo, la posterior evolución de los acontecimientos políticos y sociales en mucho contribuiría a identificar las verdaderas intenciones de tan puras vestales (por favor no olvidar el certero aforismo de Karl Kraus: “El ideal de la virginidad es el de aquellos que quieren desvirgar”). En este sentido, uno de los episodios más reveladores resultó ser, sin duda, la milagrosa conversión acaecida en el alma de un connotado periodista dizque proveniente de las filas de la izquierda progresista, que pasó de enemigo acérrimo del poder a ser uno de los más cínicos y denodados cortesanos de la revolución bolivariana. Si su famoso confidente, de nombre Cicerón, hubiese sido realmente aquel noble senador romano, de seguro que éste, escandalizado, le hubiese interpelado: “¿Hasta cuándo JVR vas a abusar de nuestra paciencia?”. Pero -qué tiempo, qué costumbres-, a este moderno Catilina nadie lo apostrofó...
Hubo de ser el mismísimo mandón quien dispusiera su expulsión de la escena palaciega, cansado como estaba de lo empalagoso de su amor mercenario. Pasados varios días, y desechado cual preservativo usado (¡qué finos símiles pueden alumbrar la mente de un poeta cuando remonta las alturas del Parnaso!), nuestro ilustre desempleado no tuvo mejor ocurrencia que retomar su antiguo oficio de acuseta. Pero he aquí que debió encarar, en toda su magnitud, un drama shakesperiano: el tener que padecer la escindida existencia de un periodista de denuncia con miedo a enfurecer al poder totalitario. Optó entonces por aplicar una ingeniosa estrategia: convertirse en el primer opositor del gobierno corrupto de.... ¡Colombia! (bueno, aunque también se aceptan denuncias sobre atropellos en Bosnia, Tanzania y Australia).
Y si lo duda, basta con que sintonice su programa dominical, donde, además de la misma colección de desvaídos suéteres de hace una década, encontrará perlas como la siguiente: “La población ya no aguanta más la inseguridad, sobre todo en la región fronteriza. El narcotráfico ha carcomido las bases de las organizaciones políticas vinculadas con el oficialismo. Sin embargo, ante esta dolorosa tragedia, el gobierno nada dice. Sorprendentemente, permanece mudo. ¿Pero por qué calla el jefe de Estado? ¿Por qué no enfrenta con coraje los reclamos de su pueblo? ¿Olvida acaso este político que el silencio no es una alternativa? Por eso, desde aquí, desde esta tribuna, y si acaso le resta algo de hombría, lo emplazo públicamente a que hable presidente Uribe. Y ustedes amigos no se vayan, porque al regreso...”. En fin, ante tan lamentable espectáculo, pero también ante tan irrespetuoso desprecio por parte de su patrón, sólo me resta traer a colación las palabras del aquel escritor alemán que dijo: “Nada es más triste que una bajeza que no ha conseguido su premio”.
Mención aparte merece la innovación conseguida por un oscuro periodista del género de denuncias, quien siempre se precia de escribir incómodas verdades. El invento de marras no es otro que el ilógico arte de jalar bola en tono de camorra (de no mediar tanta zafiedad por parte del foliculario, hablaríamos aquí del uso de una figura retórica: el asteísmo). ¿Qué cómo es eso? Es algo muy fácil. Es como escribir o decir cosas así: “Sépalo señor presidente: no tengo miedo. Ni a usted ni a sus esbirros. Puede arrestarme en el más lúgubre y sucio calabozo de la DIM, y aún así no conseguirá silenciar mi voz. Me importa un bledo que domine todos los poderes, y que el Fiscal y el Contralor sean simples amanuenses de su voluntad suya de usted. Y es que nadie puede obligarme a callar la más profunda de mis convicciones: Que usted es un presidente muy bonito y que su verruga le queda morto chic. De hecho, es el punto final de ese poema sobre la belleza que es todo usted. Esta es la verdad, y alguien debía tener el valor para contársela”. ¡Pero qué bárbaro! ¡Botaste la bola negro, botaste la bola! Con especímenes de este jaez, luce más que sabia la admonición del profesor de Juan Villoro en la Universidad Autónoma Metropolitana: “¡Estudien muchachos o van a acabar de periodistas!”
Sin embargo, la existencia de estos sicarios de la palabra no es nada nuevo. Domenico Musti en su libro Demokratía, orígenes de una idea nos ilustra parte de los males que afectaron a la democracia ateniense del siglo V AC: “Las muchas leyes confusas y el excesivo control que caracterizan al sistema democrático produjeron un malévolo exceso de supervisión. Este hecho multiplicó las oportunidades de intervención de los sicofantes. El sicofante es el autor de una iniciativa de carácter judicial que presenta el aspecto del sofisma y de la denuncia calumniosa: en definitiva un sofista-calumniador-delator (...) un sicofante es aquel que denuncia un asunto baladí cargándolo de un perfil de delito que no le corresponde”.
Pido que no se confundan estas líneas con una apología del silencio. Nunca hemos sentido miedo del periodismo, ya que estamos convencidos de que sus nobles gestas jamás darán al traste con la democracia (según Polibio este sistema tiende a durar tres generaciones, es decir, como cincuenta años). Lo que sí nos causa pavor, y mucho, es el daño infligido por una gavilla de denunciadores de oficio, que, sin pruebas ni testimonios veraces en la mano, disparan a quemarropa sobre la reputación ajena.
El fallecido maestro Ryszard Kapuscinski, en su libro Los cinco sentidos del periodista, reflexiona ante sus estudiantes: “Conviene tener presente que trabajamos con la materia más delicada de este mundo: la gente. Con nuestras palabras, con lo que escribimos sobre ellos, podemos destruirles la vida (...) Por eso escribir periodismo es una actividad sumamente delicada. Hay que medir las palabras que usamos, porque cada una puede ser interpretada de manera viciosa por los enemigos de esa gente. Desde este punto de vista, nuestro criterio ético debe basarse en el respeto a la integridad y la imagen del otro. Porque, insisto, nosotros nos vamos y nunca más regresamos, pero lo que escribimos sobre las personas se queda con ellas por el resto de sus vidas. Nuestras palabras pueden destruirlos. Y en general se trata de gente que carece de recursos para defenderse, que no puede hacer nada”.
Ojalá que nunca vivamos tiempos terribles de descrédito periodístico que nos lleven a decir, con el español Manuel Vicent: “Soy periodista, pero prefiero que en casa sigan creyendo que toco piano en un burdel”.

Etiquetas: , ,

1 Comments:

Blogger Cástor E. Carmona said...

Lúcidos argumentos, amigo Rafa. Me recuerda la sagaz sentencia (cuyo autor no recuerdo, para variar) que dice algo así como: “el periodismo lleva a muchos sitios. Lo fundamental es saber dónde bajarse”

7:58 p.m.  

Publicar un comentario

<< Home