jueves, julio 20, 2006

Sembrar la burrundanga

Admito que un en principio me dejé influenciar por la opinión de los sectores más conservadores de la sociedad venezolana, y en acción precipitada terminé por sumar mi voz al desgañitado coro que pretendió satanizar a la burrundanga. Había olvidado –pobre de mí- el sabio consejo de Mark Twain: “Cada vez que uno se encuentre del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar”.

A la milagrosa burrundanga no le hizo falta su legalización para que encontrara acomodo en el imaginario popular. Lo hizo primero como protagonista de una serie de relatos de terror, que la emparentaban con la mítica jeringa de sangre contaminada, utilizada por algunos psicópatas para dar una calurosa bienvenida al mundo del sida. Luego como excusa “original” para disimular una infidelidad amorosa cuyo horario o repercusión habían superado los cálculos del autor. Finalmente, como la mágica llave al paraíso de la dominación sexual.

Sin embargo, todas estas visiones sólo sirven para abaratar el protagonismo histórico que debe tener la burrundanga como sustancia supresora de la voluntad; como mecanismo atípico de generación de consensos, basado en la inhibición de los deseos individuales. Esto es, parafraseando una definición del maestro Otrova Gomas, la posibilidad de convertir en epidemia la voluntad de una persona.

El 14 de febrero de 1936, en un premonitorio artículo publicado en las páginas editoriales del diario Ahora, el joven Arturo Uslar Pietri sacudió las conciencias de su época con una profética advertencia. La centenaria figura de las letras venezolanas escribió: “Si hubiéramos de proponer una divisa para nuestra política económica lanzaríamos la siguiente, que nos parece resumir dramáticamente esa necesidad de invertir la riqueza producida por el sistema destructivo de la mina, en crear riqueza agrícola reproductiva y progresiva: sembrar el petróleo”

Sin embargo, durante setenta años los administradores del Fisco Nacional han desoído tan sabias palabras, y han hecho algo ligeramente más improductivo que roturar la tierra para arrojar entre los surcos unos cuantos barriles de crudo: Han comprometido el futuro financiero del país, tras dilapidar de una manera alegre e irresponsable los dineros provenientes de la explotación petrolera. ¿Y todo ello para qué? Para comprar la voluntad de los electores, para contar con el silencio de los diferentes grupos de presión, para acaparar los votos de los jurados carnavalescos de samba o, recientemente, para asegurarnos un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Pero ya no podemos seguir con esta costosa política de captación de apoyo. Se hace imperativo “burrundangizar” al país. Esparcir este mágico polvo a lo largo y ancho del territorio nacional, a fin de quebrar la resistencia de tantos hombres y mujeres que se rehúsan a formar parte de la tan deseada unidad. ¿Qué la gente se queja porque no hay viviendas de interés social? Burrundanga con ellos. ¿Qué algunos precandidatos intentan sabotear las elecciones primarias de la oposición? Pues ni modo, también les sale su burrundangazo.

Y así, eliminando la humana tendencia al disenso y al conflicto, tal vez dejemos de derrochar el petróleo en cosas distintas al populismo y el clientelismo, y nos ocupemos de una vez por todas a construir una economía productiva y tecnificada.

¿Quién lo diría? Sembrar la burrundanga, para luego sembrar el petróleo.

jueves, julio 06, 2006

El motor de la economía

Aunque algunos sostengan lo contrario, el verdadero motor de la economía son las clases rumberas. Si la capacidad productiva de una sociedad fuese un fenómeno que dependiese únicamente del esfuerzo de sus grupos proletarios, no quedaría más remedio que concluir que la generación de riquezas sería un fenómeno estrictamente restringido al horario de 8 de la mañana a 12 del mediodía y de 2 de la tarde a 6 de la tarde.
Sin embargo, una sociedad con semejante limitación no estaría en capacidad de sobrevivir en las duras realidades de un mundo cada vez más globalizado y competitivo. Sólo la inagotable voluntad de las personas rumberas hace que la economía nacional cierre su ciclo productivo idóneo de 24 horas. Y es que, si admitimos que el ramo de la construcción es la industria que más empleos directos origina, tendremos también que reconocer que aquella que crea la mayor cantidad de puestos indirectos es la actividad rumbera.
No hay dudas de que el rumbero es un héroe de la modernidad. Por eso, tras haber culminado una extenuante jornada de trabajo, llega a su casa, no para empantuflarse o cabecear dormido como un vulgar sin oficio, sino para bañarse y vestirse para salir a la calle y pegarse una rumbita.
Dejemos de lado el inmenso coraje que se requiere para enfrentar los múltiples peligros que la nocturnidad y la inseguridad interponen a nuestro amigo el rumbero a manera de escollo: el más reciente de ellos, la letal burundanga. Centrémonos más bien en la milagrosa cadena de acontecimientos originados por la sola circunstancia de que una persona decidió rebelarse en contra del destino planificado por las autoridades del sistema.
Basta traspasar la puerta del hogar para que un rumbero comience a poner en marcha el pesado engranaje de la economía productiva. Lo hace pidiendo un taxi o conduciendo su vehículo a una estación de gasolina; ambos sectores del comercio que a esa hora estarían cerrados, sino fuese por su oportuna demanda de servicios. Posteriormente, este titán de la actividad económica proseguirá su tarea dirigiéndose a una discoteca; sitio donde entregará el coche a un valet parking y pedirá una cuba libre, no a Fidel Castro, quien nunca se la concedería, sino a un atento mesonero. Si tiene suerte, se encontrará con una hermosa chica que deseará conquistar. Razón por la cual hará llegar a los miembros de la orquesta una servilleta con el nombre de la pieza musical que deberán interpretar para iniciar así la milenaria danza de la seducción. Y todo esto, mientras los supuestos trabajadores roncan sus sueños de gloria en sus respectivas moradas.
Si el juego se va a prórroga y luego a penaltis, nuestro incansable luchador deberá efectuar una forzosa parada en la farmacia, con la finalidad de abastecerse de una cantidad mínima de preservativos que le permitan concluir triunfalmente su faena. Sin embargo, no olvidemos que no hay corrida de toros sin maestranza, por lo que nuestro Ulises urbano deberá recalar en un hotel de mediana calidad, para rentar una habitación con aire acondicionado y derecho a estacionamiento.
Pero aún cuando los planes del rumbero resulten un fracaso, y en medio de su mala estrella terminase atracado, todavía así estaría generando riquezas. Sólo que en este caso, en el sector marginal de la economía. Todo un fenómeno de producción y distribución de riqueza.
Por eso, al César lo que es del César.

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