Como una extraña mezcla de médico e historiador,
Curzio Malaparte apunta en su cuaderno de notas la fecha exacta cuando estalla
la epidemia de peste que sofoca a los habitantes de Nápoles: el primero de
octubre de 1943, día de entrada a la ciudad de los ejércitos aliados contra el
nazismo y el fascismo.
«Aquélla era una peste profundamente distinta,
pero no menos horrible, de las epidemias que cada cierto tiempo devastaban a
Europa en el medievo. Lo extraordinario del nuevo mal consistía en esto: que no
corrompía el cuerpo, sino el alma. Los miembros permanecían, en apariencia,
intactos, pero dentro del envoltorio de la carne sana el alma se iba pudriendo
y descomponiendo. Era una especie de peste moral, contra la cual no parecía
existir defensa alguna», registra el escritor Curzio Malaparte (heterónimo de
Kurt Erich Suckert), quien da su nombre al narrador desencantado de la novela La piel (Galaxia Gutenberg, 2010).
Las mujeres son las primeras personas en contraer
la peste. Niños y hombres apenas resisten por unas cuantas horas más. Sólo
pocos sujetos consiguen sobrevivir a la bruma viciada que se esparce por todos
los recovecos de la ciudad. Una inmunidad que nunca les será perdonada, porque los
erige en incómodos testigos de la vergüenza universal.
¿Pero dónde está la semilla de la peste? ¿Cuál
es su agente transmisor? ¿En qué situaciones ocurre el contagio? Estas
preguntas surgidas en la mente del lector son respondidas, sin ambages, por
Curzio Malaparte en párrafos cortos y duros, que acaban con la ilusión: «Todo
lo que tocaban esos magníficos soldados se corrompía al instante. Los infelices
habitantes de los pueblos liberados empezaban a pudrirse y a apestar nada más
estrechar las manos de sus libertadores. Bastaba con que un soldado aliado se
asomase desde un jeep para sonreírle a una mujer o acariciarle fugazmente el
rostro para que ésta, conservada hasta entonces digna y pura, se convirtiera en
prostituta. Bastaba con que un niño se llevase a la boca un caramelo regalado
por un soldado americano para que su alma inocente se corrompiera (…) La peste
habitaba en su piedad, en su propio deseo de ayudar a aquel pueblo
desventurado, de aliviar sus miserias, de socorrerlo en aquella tremenda
desgracia. El mal habitaba en sus propias manos, fraternalmente tendidas hacia
aquel pueblo vencido. Quizás estuviera escrito que la libertad de Europa no
había de nacer de la liberación, sino de la peste».
Con la venia del nuevo gobierno italiano, Curzio
Malaparte ejerce funciones de apoyo logístico. De inmediato se gana el respeto
de la alta oficialidad de los ejércitos aliados, por su valioso trabajo como
intérprete de distintas lenguas y lo entretenido de su compañía como excéntrico cicerone y erudito en cultura clásica y renacentista. Malaparte constata a diario, como
intermediario de excepción entre vencedores y vencidos, el relajamiento de las
costumbres familiares y la multiplicación de silencios cómplices que anuncian
la adopción masiva, por parte de los napolitanos, de la ética canalla de la
sobrevivencia.
«No me gusta ver hasta qué
punto es capaz de rebajarse el hombre con tal de vivir. Preferiría la guerra a
aquella “peste” que, después de la liberación, nos había ensuciado, corrompido
y humillado a todos, hombres, mujeres y niños. Antes de la liberación habíamos
luchado y sufrido para no morir.
Ahora luchábamos y sufríamos para vivir.
Hay una profunda diferencia entre luchar para
no morir y luchar para vivir. Los
hombres que luchan para no morir conservan la dignidad, y todos, hombres,
mujeres o niños, la defienden con celo, con feroz obstinación. Los hombres no
agachaban la cabeza. Huían a las montañas, a los bosques, vivían en cuevas,
luchaban como lobos contra los invasores. Luchaban para no morir. Era una lucha
noble, digna, leal. Las mujeres no exponían su cuerpo en el mercado negro para
comprarse barras de carmín, medias de seda, cigarrillos o pan. Sufrían el
hambre, pero no se vendían. No vendían a sus maridos al enemigo. Preferían ver
morir de hambre a sus propios hijos antes que venderse, antes que vender a sus
maridos. Sólo las prostitutas se vendían al enemigo. Los pueblos de Europa,
antes de la liberación, sufrían con una dignidad admirable. Luchaban con la
cabeza bien alta. Luchaban para no morir. Y los hombres, cuando luchan
para no morir, se aferran con la fuerza de la desesperación a todo cuanto
constituye la parte viva, eterna, de la vida humana, la esencia, el elemento
más noble y más puro de la vida: la dignidad, el orgullo, la libertad de
conciencia. Luchan para salvar su alma. Sin embargo, después de la liberación,
los hombres tuvieron que luchar para vivir. Luchar para vivir es algo
humillante, horrible, una necesidad vergonzosa. Nada más que para vivir. Nada
más que para salvar la piel. No se trata ya de la lucha contra la esclavitud,
la lucha por la libertad, por la dignidad humana, por el honor. Es la lucha
contra el hambre. Es la lucha por un pedazo de pan, por un poco de lumbre, por
un trapo con el que tapar a los niños, por un poco de paja para tenderse.
Cuando los hombres luchan para vivir, todo, hasta un frasco vacío, una colilla,
una piel de naranja, una corteza de pan seco recogida entre la basura, un hueso
descarnado, todo tiene para ellos un valor enorme, decisivo. Los hombres se
vuelven capaces de cualquier bajeza con tal de vivir, de cualquier infamia, de
cualquier delito, con tal de vivir. Por un mendrugo de pan cualquiera de
nosotros sería capaz de vender a su mujer, a sus hijas, de deshonrar a su
propia madre, de vender a hermanos y amigos, de prostituirse con otro hombre.
Estaríamos dispuestos a arrodillarnos, a arrastrarnos por el suelo, a lamer los
zapatos de quien pudiera saciar nuestra hambre, a doblegar la espalda bajo el
látigo, a secarnos sonriendo la mejilla manchada de esputos; y todo ello con
una sonrisa humilde, dulce, y una mirada cargada de una esperanza famélica,
bestial, una esperanza maravillosa».
Cada quince días los carros de
la limpieza pública recorren las calles de Nápoles («Pompeya que nunca ha sido
sepultada. No es una ciudad; es un mundo»). Recogen los fallecidos, de la misma
manera que antes de la guerra recogían la basura. Las familias se deshacen con
prontitud de sus muertos, porque ocupan en sus casas habitaciones que pudiesen ser
ofrecidas a los soldados de la libertad, mecenas cuyos obsequios de
agradecimiento son revendidos en el mercado negro. Es éste el horror que todo vencedor
necesita presenciar para sentirse héroe («Despreciaba a los héroes —dije—.
Sabía por experiencia que en Europa es más fácil ser un héroe que un cobarde,
que cualquier pretexto es bueno para hacerse el héroe, y que la política, en el
fondo, no es sino una fábrica de héroes. Materia prima, desde luego, no falta:
los mejores héroes, the most fashionable,
son los que están hechos de estiércol»). Es éste el horror que toda intervención
militar requiere para jactarse de humanitaria. La épica adquiere su resonancia allí
donde luchan con desigualdad la víctima y el victimario. Muy pocos se llaman a
engaño con respecto a la arrogancia de los victimarios, pero no ocurre lo mismo
con la indefensión de las víctimas, la cual muchos confunden con la virtud de la
humildad.
¿Hay inocencia en todas las
víctimas? ¿Tienen ellas, per se, una
incuestionable superioridad moral? («No hay nada humano en la voz del hambre
(…) el hambre no tiene ninguna fuerza, si crees que puedes confiar en el hambre
ajena, te equivocas».) El voluntarismo termina siempre por roturar los campos donde los héroes cultivan sus derrotas.
«La piel, nuestra piel, esta
maldita piel. Usted no puede ni imaginarse de qué es capaz un hombre, de qué
heroicidades y de qué infamias es capaz con tal de salvar la piel. Ésta, esta
piel asquerosa, ¿la ve? Antes soportábamos el hambre, la tortura, los martirios
más terribles, matábamos y moríamos, sufríamos y hacíamos sufrir para salvar el
alma, para salvar nuestra alma y la de los demás. La gente era capaz de
cualquier grandeza o de cualquier infamia con tal de salvar su alma. Y no sólo
la suya, sino también la de los demás. Hoy en día sufrimos y hacemos sufrir,
matamos y morimos, realizamos hazañas maravillosas y actos horrendos no ya para
salvar el alma, sino para salvar la piel. La gente cree que lucha y sufre por
su alma, cuando en realidad lucha y sufre por su piel, nada más que por la
piel. Lo demás no importa. ¡Nos convertimos en héroes por algo bien mezquino!
Por algo repugnante. La piel humana es algo repugnante. Fíjese. Da asco. ¡Y
pensar que el mundo está lleno de héroes dispuestos a sacrificar la vida por
algo así!», le comenta Curzio Malaparte, en un memorable pasaje, al general
Guillaume.
Las palabras destilan desprecio
por los hombres («condición primera de la sabiduría en la vida humana»). Y es
de este modo que el protagonista de la novela proclama su desagrado con una
especie abroquelada en la credulidad («la aparición del sol siempre engaña a
los napolitanos, dándole la falsa esperanza del fin de sus desventuras y
sufrimientos) y condenada a nunca salir zafa de las emboscadas del miedo («miedo
que se torna en ira social, clamor de venganza, odio hacia uno mismo y hacia
los demás»). Los hombres ven en sus desgracias la cólera de los dioses («y
junto con el arrepentimiento, el doloroso afán de expiación, la ávida esperanza
de presenciar el castigo del malvado, la ingenua confianza en la justicia de
una naturaleza tan cruel e injusta, junto con la vergüenza por la propia
miseria, de la que el pueblo es tristemente consciente, se despertaba en la
plebe, como siempre, el vil sentimiento de la impunidad, origen de tantos actos
nefandos, y el miserable convencimiento de que, en medio de tan gran ruina y
tan inmenso tumulto, todo es lícito y justo. Y así, se presenciaron en aquellos
días actos abyectos y sublimes operados por la furia ciega o el frío
raciocinio, diría casi que por una desesperación maravillosa; todo esto pueden
en las almas sencillas el miedo y la vergüenza por los pecados cometidos»).
Los ejércitos aliados llegan a la
capital italiana. El pueblo romano recibe a sus héroes. Entre la multitud
destaca un hombre que corre, al grito de «¡Viva América!», por el medio de la
calle, a la altura de Tor di Nona. De
repente, tropieza y su cuerpo es arrollado por las orugas de un tanque Sherman.
Todos gritan, menos Malaparte, quien recuerda haber vivido un episodio semejante:
«En Yampil, en el Dniéster, en Ucrania, en julio de 1941, vi sobre la tierra de
una calle, en mitad del pueblo, una alfombra de piel humana. Era un hombre que
había sido aplastado por las orugas de un carro de combate. La cara tenía forma
cuadrada, el pecho y el vientre habían quedado de través y se habían ensanchado
en forma de rombos; las piernas y los brazos, ligeramente separados del tronco,
parecían las perneras y las mangas de un traje recién planchado, estirado aún
sobre la tabla (…) Cuadrillas de judíos vestidos con caftanes negros, provistos
de palas y azadas, iban recogiendo los muertos abandonados por los rusos (…) En
medio de la calle, frente a mí, yacía el hombre aplastado por las orugas del
tanque. Los judíos se acercaron y empezaron a desincrustar aquel perfil de
hombre muerto. Poco a poco, con la punta de las palas, levantaron los extremos
del dibujo, como quien levanta las puntas de una alfombra. Era una alfombra de
piel humana, y el estampado, una fina estructura ósea, una telaraña de huesos
aplastados. Parecía un traje almidonado, una piel de hombre almidonada. La
escena era atroz y a la vez serena, delicada, remota. Los judíos hablaban entre
sí, y sus voces sonaban distantes, suaves, atenuadas. Cuando por fin terminaron
de arrancar la alfombra de piel humana del polvo de la calle, uno de los judíos
la clavó por la cabeza en la punta de la pala, la levantó como si fuera una
bandera y echó a caminar. El abanderado era un joven judío con el cabello largo
por encima de los hombros y una cara pálida y flaca en la que los ojos relucían
con una fijeza dolorosa. Caminaba con la cabeza erguida y llevaba en la punta
de la pala, a modo de bandera, aquella piel humana que se mecía y ondeaba al
viento como una auténtica bandera. Y yo le dije a Lino Pellegrini, que estaba
sentado a mi lado, “Ésa es la bandera de Europa, es nuestra bandera” (…) Y
sumándonos a la comitiva de los sepultureros, echamos a caminar detrás de la
bandera. Era una bandera de piel humana, la bandera de nuestra patria, era
nuestra patria misma. Y así fue cómo vimos arrojar la bandera de nuestra
patria, la bandera de la patria de todos los pueblos, de todos los hombres, al
vertedero de la fosa común».
No hay recibimientos ni
homenajes en Florencia. El paso de las tropas aliadas es el chupinazo que inicia
el desalojo de los sótanos, escondrijos de los falsos resistentes, de los supuestos
defensores de la libertad, de los sedicentes parteros del futuro. «De las
alcantarillas, los sótanos, los desvanes, los armarios, de debajo de las camas,
de las grietas de las paredes, donde vivían en la “clandestinidad” desde hacía
un mes, surgieron como ratones los héroes de última hora, los tiranos del
mañana; los heroicos ratones de la libertad que un día habrían de invadir a Europa
para edificar sobre las ruinas de la opresión extranjera el reino de la
opresión nacional». Días después, y unos cuantos kilómetros más al norte,
Malaparte llega a tiempo para presenciar el colgamiento del cadáver del Duce en la plaza Loreto: «El día que
entramos en Milán, nos encontramos con una ruidosa multitud aglomerada en una
plaza. Me puse en pie sobre el jeep y vi a Mussolini colgado por los pies de un
gancho. Vomité sobre el asiento del jeep; la guerra había terminado, y yo ya no
podía hacer nada por los demás ni por mi país, sólo vomitar».
Rodeado de ruinas –físicas y
morales-, asqueado de la eficacia asesina de la guerra, atormentado por el
dolor del que ha sido testigo, Curzio Malaparte suelta una última imprecación a
los vencedores (porque sí, porque incluso los perdedores, antes de serlo, habían
sido vencedores): «El hombre es un ser innoble. No hay espectáculo más triste,
más desagradable, que un hombre, un pueblo, en su apoteosis. Pero un hombre, un
pueblo, vencidos, humillados, reducidos a un montón de carne marchita, ¿hay
algo más bello y noble en este mundo?».
Para el escritor checo
Milan Kundera La piel es, sin duda, una archinovela: «El tiempo de la acción en La piel es breve, pero la historia
infinitamente larga del hombre está presente en ella. Por la antigua ciudad de Nápoles entra el
Ejército norteamericano, el más moderno de todos. La crueldad de una guerra
supermoderna se desarrolla en el trasfondo de las crueldades más arcaicas. El
mundo que ha cambiado de un modo tan radical muestra a la vez lo que queda
tristemente inmutable, inmutablemente humano (…) En La piel, todavía la guerra no ha terminado, pero su final ya está
decidido. Las bombas siguen cayendo, pero ya caen entonces sobre otra Europa.
Ayer, nadie se preguntaba quién era el verdugo y quién era la víctima. De
golpe, ahora el bien y el mal ocultan su cara; el mundo nuevo todavía es poco
conocido; desconocido; enigmático; el que cuenta tiene una única certeza: está
seguro de no estar seguro de nada. Su ignorancia pasa a ser sabiduría». (Un encuentro. Tusquets, 2009).
Esta sabiduría de Curzio
Malaparte queda en evidencia en muchos pasajes de la novela. Pienso, por
ejemplo, en los hechos narrados en el quinto apartado del capítulo seis («El
viento negro»), donde Malaparte acompaña al ejército estadounidense en su
marcha sobre Roma. Vemos allí a un soldado herido de gravedad, con el vientre
desgarrado y los intestinos expuestos a la mirada de la gente. El sargento
encargado de la tropa ordena trasladar al moribundo al hospital. Malaparte se
opone a la decisión. El centro médico está lejos, el viaje en jeep sería
demasiado largo y accidentado, lo que le causaría al soldado mucho más dolor. Recomienda
dejarlo donde está y que se muera sin enterarse de que se está muriendo. Entonces
comienza a decir chistes y a improvisar parodias para buscar la risa de quien
ya está signado por la muerte. Malaparte razona, del siguiente modo, este
hermoso gesto de humanidad: «Todos en Europa sabemos que hay mil maneras de
hacer el payaso, y que dárselas de héroe, cobarde, traidor, revolucionario,
salvador de la patria o mártir de la libertad no son sino maneras distintas de
hacer el payaso. Incluso poner a un hombre en el paredón y dispararle en el
abdomen, incluso perder o ganar una guerra son maneras tan buenas como otras de
hacer el ridículo. Pero no podía negarme a hacer el payaso para ayudar a un
pobre muchacho americano a morir sin dolor. Seamos justos: ¡en Europa a menudo
hay que hacer el payaso por mucho menos! Además, aquélla era una manera noble,
una manera generosa, de hacer el payaso, y no podía negarme: se trataba de no
hacer sufrir a un hombre. Comería tierra, masticaría piedras, tragaría
estiércol, traicionaría a mi madre por ayudar a un hombre, a un animal, a no
sufrir. La muerte no me da miedo; no la odio, no me disgusta, no es, en el
fondo, asunto de mi incumbencia. Pero odio el sufrimiento, y el de los otros,
sean hombres o animales, más que el mío propio. Estoy dispuesto a todo, a
cualquier bajeza, a cualquier heroísmo, con tal de no hacer sufrir a un ser
humano, con tal de ayudar a un hombre a no sufrir, a morir sin dolor. Por eso,
por más que sintiera subírseme los colores, me alegraba de poder hacer el
payaso no ya por la patria, la humanidad, el honor nacional, la gloria o la
libertad, sino por mí mismo, por ayudar a un pobre muchacho a no sufrir, a
morir sin dolor».
El soldado Fred muere con una
sonrisa en los labios, en un dulce y nostálgico sueño. Ciego por la furia, el sargento
le da un puñetazo en la cara a Malaparte y le grita: «Es usted quien lo ha
dejado morir, ¡usted lo ha matado! Por su culpa ha muerto en el fango, como un
animal. Your bastard! Shut up, you son of
a bitch!». Pero el capitán médico
Schwartz, al comprobar la gravedad de las heridas, le estrecha la mano a
Malaparte y de seguidas le dice: «Se lo agradezco en nombre de su madre».
Finalmente, culmino esta reseña
citando en extenso un ejercicio de sociología ensayado por Curzio Malaparte, a
partir de la risa como rasgo determinante de la idiosincrasia de los pueblos: «No
hay pueblo en el mundo que sepa reír tan de corazón como los americanos. Se
ríen como los niños, como los escolares en vacaciones. Los alemanes no se ríen
nunca por cuenta propia, sino siempre por cuenta de otro; de la misma manera,
ríen como si temiesen no reírse lo suficiente. El problema es que siempre se
ríen demasiado pronto o demasiado tarde, nunca en el momento adecuado. Por eso
su risa suena siempre a destiempo, o mejor dicho, fuera del tiempo, lo cual
vale también para el resto de sus actos y sentimientos. Diríase que se ríen
siempre por alguien que no se ha reído en el momento adecuado, o por alguien
que no se ha reído antes que ellos, o por alguien que no se reirá después. Los
ingleses se ríen como si fueran los únicos que saben reírse, como si nadie más
que ellos tuviera derecho a reírse. Se ríen como ríen todos los isleños: sólo
cuando están seguros de no ser vistos por nadie del continente (…) Los pueblos
latinos se ríen porque sí, porque les gusta reírse, porque «la risa es salud» y
porque, suspicaces, vanidosos y orgullosos como son, creen que el hecho de
reírse siempre de los demás y nunca de sí mismos demuestra a las claras que no
es posible reírse de ellos. Nunca se ríen por darle gusto a alguien. También
ellos, como los americanos, ríen por cuenta propia; sin embargo, a diferencia
de la de los americanos, su risa nunca es gratuita, se ríen siempre por algo. Y
en cuanto a los americanos, ah, los americanos, por más que se rían siempre, a
menudo se ríen por nada, a veces más de lo necesario, aunque sepan que ya se
han reído bastante; y no se preocupan nunca, sobre todo en la mesa, o en el
teatro, o en el cine, de si se ríen de lo mismo de lo que se ríen los demás. Se
ríen todos a la vez, ya sean veinte o cien mil
o diez millones, pero siempre por cuenta propia. He aquí lo que los distingue
de cualquier otro pueblo de la tierra, lo mejor que revela el espíritu de sus
costumbres, de su vida social, de su civilización: que nunca se ríen solos».
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