domingo, agosto 19, 2012

La fiesta vigilada

El narrador de La fiesta vigilada (Anagrama, 2007), novela ensayo de Antonio José Ponte, no tiene nombre. Sólo sabemos que es un escritor que tomó la desafortunada decisión de volver a Cuba, un país devastado por una guerra no ocurrida, una isla transformada en un parque temático de la Guerra Fría.
En La Habana de los apagones, de la ruinas sin nobleza histórica, de la paranoia que pedalea en el aire, el  literato que regresa no tarda en advertir «que es en lo oscuro donde mejor pueden verse ciertas cosas». Una certeza que lo hace comprender que el azar es mucho más que una sucesión imprevisible de sucesos: es un lenguaje cuyas voces, en pocas ocasiones, nos es dado comprender. De allí que sepa muy bien que cuando un sistema político calla, y los burócratas se esmeran en no dejar constancia de sus prácticas indebidas, sólo el desperfecto nocturno de una obra pública puede decir la verdad, sólo dos letras (la «c» y la «n»), negadas a encender, pueden revelar a los cubanos su destino: «La revolución es ostruir». Inexplicable humor de las cosas que ayuda al lector a presentir, junto con Ponte, que a veces una falta de ortografía debe leerse como una profecía.
El protagonista se entera de su muerte civil en la terraza de la Unión de Escritores, donde dos esbirros, con sintaxis y obra publicada, le informan que ninguna revista y editorial cubanas publicarán sus textos, que ninguna institución cultural auspiciará cualquier evento que lo cuente entre sus conferencistas, que ninguna oficina gubernamental facilitará los trámites para su salida del país.
La vida como fantasma se inicia con una terrible comprobación: el espionaje siempre será exitoso porque abre sus puertas a las almas más simples. De allí que el escritor comente: «En los días siguientes supe que un agente de la policía secreta había interrogado a varios conocidos míos. Supe, por las preguntas hechas, que mis conversaciones telefónicas eran escuchadas. Deseaban conocer con quién me reunía, a quién visitaba, quién se acostaba conmigo. Merodearon mi calle, visitaron el comité de vecinos (…) La vigilancia entre los vecinos, ese era el abrazo de ahogados que arrastraba hasta el fondo...».
La soledad del apestado se convierte en la circunstancia propicia para que el protagonista levante un inventario de la aventura política que prometió el futuro. Recuerda, entonces, la manera cómo en Cuba se terminó la fiesta, el instante en que el comandante mandó a parar. A sólo un año del triunfo revolucionario buena parte de La Habana resultaba ya propiedad estatal: clínicas, hoteles, mercados, salas de cine, redacciones de periódicos, talleres de impresión, colegios religiosos y privados, tiendas, centros nocturnos, casinos, bares.
«Urgía cortar el sentido de propiedad entre la gente (…) Así fue decretada la prohibición de venta de inmuebles. Decretada también la prohibición de compra. Y todo individuo (cualquiera que fuese su historial, morador por una vida entera o beneficiado por las nuevas leyes) pasó a ser usufructuario del espacio que habitaba. La única movilidad legítima se reducía al trueque de vivienda por vivienda, bajo arbitraje estatal. Se vivía, pues, en casa de otro. En una ciudad ajena. Porque, mellado el sentido de propiedad, flaqueaba forzosamente el sentido de pertenencia», apunta el escritor sentenciado por la ambición totalitaria.
La pureza revolucionaria duró lo que duró el subsidio ruso. A principio de los años noventa, ante la falta de divisas, el Estado cubano consideró que ya era hora de que los capitalistas extranjeros y los turistas sexuales foráneos trajeran sus dólares. Para atraerlos, las autoridades retomaron la imagen turística de la isla de la diversión y ensayaron la reproducción, en ambientes controlados, de las antiguas celebraciones y los míticos bares: «Se reabría la fiesta, aunque acotada. Lo mismo que el dinero, la fiesta resultaba un simulacro. El bar lleno de chivatos y los de uniforme acordonando el baile».
El socialismo había demostrado, nuevamente, que era la vía más larga entre capitalismo y capitalismo.

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