viernes, enero 09, 2015

La fiesta de la insignificancia

En ocasiones la historia sorprende a los hombres con la coincidencia en una misma persona de dos facetas en apariencia antitéticas: la del comediante y la del mandatario. El caso más antiguo del que tengamos noticias corresponde al tirano Agatocles (Siracusa, 30 a.C.), quien, «bufón y mimo por naturaleza», consiguió la popularidad entre sus gobernados gracias a su capacidad para imitar a los asistentes a las reuniones de la asamblea.
El humor tiene en común con el poder que siempre se ejerce en contra de alguien. Su disfrute precisa de una víctima. En el orden individual, la burla, como hostilidad disfrazada, suele orientarse hacia los miembros de los estratos superiores (las autoridades); mientras que en el ámbito colectivo, los chistes buscan escarnecer a los sectores de la sociedad tenidos como rivales o minoritarios.
Esta enigmática dualidad de la risa (medio de protesta personal y mecanismo de cohesión grupal), aunada a su reputación social como herramienta incruenta de dominio y fascinación (ambicionada tanto por poderosos como por impotentes), recorre las páginas de La fiesta de la insignificancia (Tusquets, 2014) e ilumina las muchas reflexiones de su autor, el novelista checo Milan Kundera.
La fiesta de la insignificancia puede ser analizada desde la perspectiva de la crítica literaria tradicional. Siete capítulos cortos, redactados con una prosa ágil y burlesca, apoyada en intertítulos que condicionan la atención de los lectores. Un narrador omnisciente —«el maestro»— que relata la historia de cuatro amigos de edad madura: Alain, Ramón, Calibán y Charles, y su relación con un hombre narciso y mentiroso llamado D̕ Ardelo. Numerosos paseos a pie por parques y bulevares despiertan en los personajes una tendencia a la meditación y al ensayo de teorías de índole surrealista o de franca inanidad. Además, los ángeles caídos de la ausencia y la derrota, ambos muy latentes en los acontecimientos contenidos en el entramado de relatos, determinan el tono sentimental necesario para la aparición del chiste y la ironía («el humor es, sobre todo, un asunto de perdedores», nos recuerda Daniel Samper Pizano en su escrito póstumo en honor a Chespirito).
La novela tiene dos planos de significación: el primero, viene dado por las acciones físicas de los personajes; el segundo, por las ideas que sobre el humor, el poder, la rebeldía, la felicidad y la sabiduría plantea con mucho arte Milan Kundera. El resultado es una lectura rápida y entretenida de un texto corto, cuyo placer se disipa con cierta inmediatez y es sustituido, al cabo de unos días, por un ánimo introspectivo, que nos advierte de la profundidad de aquello que presumíamos banal y ligero. La insignificancia celebra unas fiestas que no se agotan en una noche.
Alain, un hijo rechazado por su madre, un hombre maduro liado románticamente con una chica mucho más joven, recorre las calles parisinas con la mente engolfada en dos curiosas obsesiones: la recreación de una teoría del ombligo como objeto de deseo («en el cuerpo erótico de la mujer, algunos lugares son excelsos: siempre creí que eran tres: los muslos, las nalgas, los pechos. Y luego un día comprendí que había que añadirle un cuarto lugar: el ombligo […] Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo excitantes, expresan al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes equivocarte acerca de las nalgas de la mujer que amas. Reconocerías entre cien las nalgas amadas. Pero no puede identificar a la mujer que amas por su ombligo. Todos los ombligos son iguales») y la reconstrucción de las circunstancias que signaron el abandono materno.
Abrumado por sus cavilaciones, Alain deambula por aceras y avenidas sin reparar en los demás transeúntes, a quienes acostumbra tropezar y ofrecer disculpas: «¿Por qué siempre ese estúpido reflejo de pedir perdón? (... ) Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia adelante. Chocáis. Éste es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón?».
Una vez presentado a los lectores el meditabundo Alain, toca el turno a D̕ Ardelo, quien, a tres semanas para su cumpleaños, acude a la consulta del médico para conocer los resultados de un examen oncológico. Corre con suerte. Con lágrimas en los ojos decide celebrar la vida que prosigue. Da un paseo corto por los jardines de Luxemburgo. Allí se encuentra con Ramón, un sujeto que no goza de su afecto. En medio de un diálogo que nunca procuró, se le ocurre la idea tremendista de confesarse víctima de cáncer. Se hace un silencio que rompe con bromas y una improvisada solicitud para que organice la que pudiese ser su última fiesta de cumpleaños («las chácharas ligeras y alegres convierten al hombre trágicamente enfermo en un ser aún más atractivo y admirable»). D̕ Ardelo, el galán fracasado que gracias a sus interminables exhibiciones verbales ha terminado por revelar la inutilidad de ser brillante, se marcha entre risas («Es algo más que inutilidad. La nocividad. Cuando un tipo brillante intenta seducir a una mujer, ésta tiene la impresión de entrar en una competición. Ella también se siente obligada a deslumbrar. A no entregarse sin resistencia. Mientras que la insignificancia la libera. La descarga de precauciones. No exige ninguna agudeza. La despreocupa y, por tanto, la hace más fácilmente accesible»).
Ramón, propietario de una agencia de festejos, no puede con el secreto. Quiere compartir la exclusiva. Calibán y Charles lo reciben en su hogar. Calibán, aparte de su amigo, es su empleado, un actor en decadencia que, debido a la escasez de papeles dramáticos de relevancia, trabaja como mesonero a destajo; es en las fiestas y celebraciones donde se permite interpretar un inmigrante paquistaní con nulo manejo de la lengua francesa, acaso para no perder del todo sus destrezas histriónicas. Por su parte, Charles es dramaturgo y se encuentra embarcado en la fase final de una obra teatral para títeres, basada en un episodio de las memorias de Nikita Jrushchov: la historia de las 24 perdices. Aquí es el punto donde los dos planos se superponen.
Stalin confía a sus colaboradores la siguiente anécdota: «Un día decidí ir de caza. Me puse una vieja parka, me calcé unos esquíes, cogí un fusil de caza y recorrí trece kilómetros. De pronto, ante mí, vi unas perdices en las ramas de un árbol. Me detuve y las conté. Había veinticuatro. ¡Vaya mala pata! Sólo me había llevado doce cartuchos. Disparé, maté a doce, luego di media vuelta, recorrí otra vez los trece kilómetros hasta mi casa y cogí otra docena de cartuchos. Recorrí una vez más los trece kilómetros hasta las perdices, que seguían en las ramas del mismo árbol. Y por fin las maté a todas».
A pesar de que el empleo de la hipérbole por parte de Stalin pone de manifiesto el carácter cómico de la anécdota, ninguno de los colaboradores se ríe. Por el contrario, califican de absurda la situación y aborrecen la mentira del gran líder. Aquellos esclavos de las verdades materialistas de la Historia no recuerdan la manera tradicional como se enuncia un chiste. Ha empezado, de este modo, la «era de la posbroma», un tiempo donde el humor es desprovisto de su carácter subversivo, como resultado de las interpretaciones literales de los agelastas y demás esclavos de la verdad. El triunfo final del fanatismo sobre la inteligencia.
Algo de esto intuye Ramón cuando le comenta a Calibán: «El placer de la mistificación debía protegeros. Ésa fue de hecho nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huída hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio. Pero me doy cuenta que nuestras gracias ya perdieron todo su poder».
El pesimismo parece determinar el final de la obra para guiñol. Los amigos acusan el golpe del desamor y la fortuna. Aunque el tono sentimental no llega a la depresión. Los hombres tienen la posibilidad de dejar de ser actores de un drama sin final feliz. Sólo tienen que negarse a  tomar en serio aquello que les acontece.
Al final de la novela, los falsos amigos vuelven a encontrarse en el Jardín de Luxemburgo. Allí Ramón comparte con el «moribundo» D̕ Ardelo el secreto de la vida: «La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a amarla. Aquí en este parque, ante nosotros, mira, amigo mío, está presente con toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Sí, su belleza. Como has dicho tú mismo: la animación es perfecta, y totalmente inútil, los niños que ríen, sin saber por qué, ¿acaso no es hermoso? Respira, D̕ Ardelo amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor».

Etiquetas: , ,