lunes, marzo 03, 2014

De la confusión y otros demonios

Los apuestos se enamoran; los feos se confunden. Si un galán le pregunta a una mujer si desea ser su novia, lo más factible es que acepte de inmediato, movida por una apremiante felicidad. Pero cuando sucede justo lo contrario, y es un rijoso sujeto con discapacidad estética quien desliza la posibilidad de iniciar una relación de pareja, entonces lo más normal es que ella eche mano del manido recurso de la confusión mental.
Al apuesto se le responde. Al feo se le disuade: «Tú no me amas, estás confundido. Tú no me amas, estás confundido. Tú no me amas, estás confundido», repite la dama escurridiza, con la ciega vehemencia de quien se propone apaciguar la lujuria ajena con la técnica psicológica de la hipnosis y la sugestión mental. Una variante del mantra, que reza así: «Tienes mucho sueño. Tienes mucho sueño. Tienes mucho sueño. Pero ni por el carajo vas a dormir conmigo».
Lo más curioso del asunto es que, por lo general, el que suele estar confundido es el  hombre apuesto y musculoso que —como tantos entusiastas de la mensajería de texto— ni siquiera sabe si «labio» se escribe con «b» o con «v», o si la palabra «cariño» lleva «c» o lleva «k». Aunque, aquí entre nosotros, ¿a qué mujer seria le puede alarmar un detalle tan anecdótico e irrelevante? Lo fundamental siempre será no perder de vista que es el feo quien impepinablemente termina por confundirse, a pesar de que el pobre tenga muy claro las partes femeninas que sueña besar, las carnes que anhela palpar o las zonas donde quiere retozar («El norte es el sur», nos recuerda de manera pícara Ricardo Arjona, patrono musical de las causas perdidas). Es pues el feo una especie de San Nicolás incomprendido, condenado siempre a llegar a deshora, a darse de bruces contra puertas selladas. Porque en los asuntos de la pasión, es muy sabido, más importancia tienen las urgencias que los obsequios.
En la moderna cultura de la belleza y el esplendor físico, a las personas feas no sólo se les niega el objeto del deseo, también se les prohíbe la humana posibilidad de desear. No pueden enamorarse, so pena de ser tildados de confundidos, sádicos o morbosos. En nuestro tiempo, la perversión y la aspiración malsana no están tanto en el deseo como en quien desea. Si un hombre atractivo, alguien como Brad Pitt, le sugiere a una dama principal que a la medianoche asista a su casa en compañía de un grupo de «amiguitas», este gesto jamás será interpretado como una velada invitación a sostener un encuentro licencioso, de corte promiscuo; muy por el contrario, será interpretado como un pedimento comprensible por parte de un caballero curtido en el cosmopolita arte de la socialización.
Pero toda presunción de buena fe cesa abruptamente cuando un sujeto poco agraciado, prudente y respetuoso, toma la palabra para proponerle a la chica de sus desvelos la conveniencia de un almuerzo familiar con la señora que quisiera su suegra:

—¿Qué dices mi amor? Tú, tu mamá y yo. Piénsalo… Para conocernos mejor…
—¿Pero de qué coño me hablas tú? ¡Si quieres invito a mi abuelita para que en vez de un trío hagamos un cuarteto, maldito pervertido! ¿Ah? ¿Qué te parece esa idea, sátiro infeliz? ¡Hazme el favor y sales ahora mismo de mi vista, monstruo libidinoso!».

No me extrañaría que en un futuro cercano la siempre atenta disciplina psicológica saliera al auxilio de las beldades acosadas por las huestes de lo contrahecho y, en brillante composición de neologismos científicos, le dé por acuñar la voz médica Síndrome de Déficit de Atención Sexual (SDAS, por sus siglas), para referirse a la tendencia patológica de ciertos feos —en realidad, sólo de aquellos feos que carecen de bienes de fortuna- de confundir los gestos femeninos de cortesía con escandalosas demostraciones de «pistoneo» sexual. Entonces veremos prosperar centros de terapia donde reconocidos especialistas muestren a sus pacientes las claves interpretativas del lenguaje corporal, de modo que un discapacitado estético pueda distinguir cuando una picada de ojo se debe a una «promesa de coito sin garantía» u obedece, por el contrario, a una molestia con el lente de contacto (en este sentido, pienso que no estaría de más incorporar a la terapia de lenguaje corporal un módulo 2.0, cuyos contenidos estén orientados a significar de una manera adecuada el repertorio de emoticones empleados en correos electrónicos, redes sociales, WhatsApp y pines. No sé, digo yo: para evitar el mal de la confusión digital).
Amor a primera vista. Confusión a primera vista. Amor eterno. Confusión eterna. Enamorarse solo. Confundirse solo. Sorprende comprobar que frases tan parecidas oculten realidades tan diferentes. De las personas enamoradizas lo sabemos todo. Sabemos, por ejemplo, que cuando no pueden tener a su lado al ser amado se entregan por completo al guayabo y al desamor, recorren bares y cantinas, vacían todas las botellas, se recuestan de rocolas y cantan en los karaokes el consabido repertorio de vallenatos y rancheras. ¿Pero qué hacen para desfogar sus cuitas aquellas almas que, a falta de mejor término, llamaremos «confundidizas»? ¿Cómo se supera la «desconfusión», un dolor tan atroz que la voz que lo nombra aún no aparece registrada en los diccionarios (es casi un hápax)? ¡Qué extraño resulta que aún el vate Ricardo Arjona no se haya lucrado con este asunto!
Conviene dejar hasta aquí esta incierta navegación por las procelosas aguas de la sexualidad y de los cánones estéticos, y ceder las últimas palabras a Fernando Savater, el noble filósofo que cuando no dice la verdad pronuncia la mentira más digna de ser verdad: «¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos las queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella. Se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía. Y eso en todo los campos, eróticos o artísticos. Hasta en la política».

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