domingo, septiembre 12, 2010

Coleccionistas de diplomas

Tan acostumbrados estamos a precisar contornos e identificar presencias que sentimos una inocultable molestia ante todo aquello que nuestros sentidos no pueden percibir. Vemos lo bello y lo feo, al igual que lo esbelto y lo rollizo, ¿pero cómo hacemos para mirar cabalmente el conocimiento?
Pensamos entonces que si bien no conseguimos captar el aspecto físico de lo invisible, si estamos capacitados, en cambio, para aprehender su esencia a través de las muchas manifestaciones de su especificidad conceptual. De este modo, nos engañamos con frecuencia al pensar que lo que no posee imagen acaso tenga aroma y sabor, sonido y textura. Personalmente, he perdido ya la cuenta de las numerosas ocasiones en la que he sido emplazado a escuchar la voz de la sabiduría o extasiarme en el mullido menaje de la inteligencia «bien amueblada».
Muchos creen que la única manera de hacer palpable la inteligencia es a través de la ostentación de un título académico. En este sentido, el diploma se revela como el mecanismo de mercado más eficiente para hacer tangible lo invisible. La identificación existente entre el concepto y el objeto que supuestamente lo encarna ha alcanzado tal grado de simplificación que, para muchas personas e instituciones, no se puede hablar de un verdadero conocimiento sin la garantía de un título universitario, o, en casos extremos, de un certificado de asistencia. De allí que resulte habitual la recargada presencia de diplomas en los decorados de los consultorios médicos: los dueños de estos establecimientos saben que, para muchos de sus pacientes, la diferencia entre un chamán y un doctor es la presencia de un pergamino debidamente notariado.
Sabemos de millones de personas que van a colegios y universidades a purgar, en las aulas, la condena cronológica impuesta para la obtención del dichoso papelito. Son esos curiosos estudiantes que, despreocupados por la acumulación de saberes y prácticas, sólo agarran un libro, o un arrugado legajo de fotocopias, en los períodos de exámenes. Discentes que se relacionan con el personal de la Dirección Académica de una manera muy parecida a la interacción surgida entre los conductores vivarachos y los fiscales maulas. «Amigo, ¿pero cómo podemos hacer con esta materia?» «¿Será que ustedes pueden reconsiderar mis calificaciones?». Tras maratónicas y extenuantes jornadas de «copy-paste», los futuros egresados consignan su informe de pasantías o su tesis de grado. Cumplidos los requisitos de rigor, las instituciones de educación superior devuelven a la sociedad una camada de ignorantes medianamente ilustrados en determinadas áreas de especialización. Hablamos aquí de nutridas promociones de egresados que no cultivan el hábito de la lectura ni los mueve un interés sostenido por el saber multidisciplinario. Nula tendencia a la actualización profesional que establece, en los hechos, un siniestro paralelismo entre la periódica graduación de estudiantes universitarios y el tradicional lanzamiento de vehículos «del año» en la industria automotriz: un comunicador social modelo 2007, un sociólogo modelo 2008, un abogado 2009, un ingeniero modelo 2010…
Ante tan desbordado fervor popular, algunos centros educativos y de formación técnica no han vacilado en hacer de los títulos, diplomas y certificados académicos una suerte de artículo de consumo masivo; una mercancía a la que se puede y se debe aplicar los principales hitos de la teoría mercadotécnica (la mezcla de las cuatro «p», la estrategia de diferenciación, la política de ventas por volumen). Desde esta perspectiva, el «diplomado universitario» constituye el producto comercial ideal para todas aquellas personas que no pueden dilapidar un año de sus vidas en tediosas clases con miras a obtener una constancia académica que avale, urbi et orbi, su condición de intelectual.
Es menester recibir el diploma en un acto solemne presidido por las autoridades académicas (debidamente arregladas con togas y bonetes), y en presencia de familiares y amigos (los «segundos frentes» también pueden colearse). No se debe pasar por alto que la apropiación definitiva del saber se legitima únicamente a través del contacto con la otredad. Y es que nada resulta más deprimente para un graduando que recibir su diploma por secretaría, sin que nadie lo vea, a solas, como si estuviese recibiendo una prueba de embarazo o una carta de despido. No basta pues con tomar la borla, necesario es también apacentar el ego con el aplauso cerrado del público —nunca claque— presente en el paraninfo. Vítores que en los hechos significan el primer reconocimiento social a la legitimidad del conocimiento adquirido. Aplausos que encierran un pacto tácitamente suscrito por todos los graduandos y familiares; un convenio que favorece a los estudiantes cuyos apellidos se inician por las primeras letras del alfabeto. Es preciso advertir que el disfrute de la cláusula de «ovación» queda reservada a tres sujetos: el primer estudiante en graduarse, el primero de la promoción y el último estudiante en graduarse.
La imperiosa necesidad de ser parte de este rito colectivo es la razón que explica el porqué tantos estudiantes detestan la entrega de certificados virtuales. «Yo puedo estudiar dos años en internet. Puedo vivir sin visitar un aula, un laboratorio o una biblioteca durante veinticuatro meses. Pero eso sí: mi titulo me lo dan en una ceremonia oficial. No se me hagan los locos. No me echen esa vaina», suelen afirmar este tipo de psiques. Seres de escasas certezas, los coleccionistas de diplomas piensan que, así como una mujer sólo está desnuda cuando su cuerpo es apreciado por un hombre, un estudiante únicamente se gradúa cuando la recepción del título tiene como testigos, en vivo y en directo, a la patota de amigos y familiares. La entrega de diplomas es un ritual tan poderoso y atávico que observamos como su estructura protocolar es reproducida, a escala, en microcosmos educativos como charlas prematrimoniales, talleres de adiestramiento laboral y cursos para conducir.
Con frecuencia la buena fama de diplomas y certificados de asistencia sirve de aliciente para que muchas personas incluyan en sus respectivas hojas de servicio un copioso anexo de constancias y fotocopias, con las cuales buscan demostrar la veracidad de los cursos, coloquios y talleres realizados. Un hábito aberrante que se traduce en mamotretos cuyo grosor parece anunciar, a sus desdichados receptores, la inminente lectura de una guía telefónica, un recetario de cocina o el sumario de un «cangrejo» judicial.
Los desempleados, individuos más cercanos a la narrativa picaresca que al circuito formal de la economía, tampoco desdeñan el prestigioso halo de los pergaminos. De ahí, que se valgan, cada vez con mayor insistencia, de la obtención de diplomas chimbos como método para disipar los aires de vagabundería que suelen proyectar ante la opinión pública. Cuales astutos traquetos, que «lavan» su «dinero sucio» a la sombra de cuantiosas inversiones de negocios, los desempleados orgánicos intentan legitimar su «tiempo malhabido» al amparo de talleres y coloquios, con la tranquilidad que les brinda el saber que no existe DEA que se ocupe de contrarrestar este tipo de modalidad delictiva. En este sentido, los desempleados han convertido en auténticos clásicos del «mientras tanto y por si acaso» el curso de inglés del CVA, el curso de computación de la Academia Americana y el curso de contabilidad del Centro Contable de Caracas.
Los diplomas, como todo papel-patrimonio (no pocas veces son esgrimidos en calidad de reserva de valor), permanentemente corren el riesgo de ver erosionado su valor intelectual por una emisión incontrolada de ejemplares. Lo que implica, en términos sociales, una suerte de «inflación académica» que inyecta al torrente de la economía nacional un sinnúmero de diplomas y títulos universitarios de menguante poder «cognoscitivo». Una amenaza descrita proféticamente por Giovanni Sartori, en su apasionante panfleto comunicacional Homo videns, la sociedad teledirigida: «Un hombre que pierde la capacidad de abstracción es eo ipso incapaz de racionalidad y es, por tanto, un animal simbólico que ya no tiene capacidad para alimentar el mundo construido por el homo sapiens (…) Vivimos una pérdida de pensamiento, una caída banal en la incapacidad de articular ideas claras y diferentes. El proceso ha sido el siguiente: en primer lugar, hemos fabricado, con los diplomas educativos, una Lumpen-intelligencija, un proletariado intelectual. Este proletariado del pensamiento se ha mantenido durante mucho tiempo al margen, pero a fuerza de crecer y multiplicarse ha penetrado poco a poco en la escuela, ha superado todos los obstáculos con la «revolución cultural» de 1968 (la nuestra, no la de Mao) y ha encontrado su terreno de cultura ideal en la revolución mediática. Esta revolución es ahora casi completamente tecnológica, de innovación tecnológica. No requiere sabios y no sabe qué hacer con los cerebros pensantes. Los medios de comunicación, y especialmente la televisión, son administrados por la subcultura, personas sin cultura. Y como las comunicaciones son un formidable instrumento de autopromoción —comunican obsesivamente y sin descanso que tenemos que comunicar— han sido suficientes pocas décadas para crear el pensamiento insípido, un clima cultural de confusión mental y crecientes ejércitos de nulos mentales»
Tal vez el vaticinio más triste, jamás dado por Nostradamus y San Malaquías, sea aquel que nos anuncie la muerte del saber académico y la existencia eviterna de diplomas y certificados.

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domingo, septiembre 05, 2010

Los cronófagos

Hábiles carteristas que se hacen de horas, minutos y segundos. Insondables agujeros negros que se tragan la luz de nuestros días y la tenue penumbra de nuestras noches. Lo curioso de los cronófagos es que afirman respetar nuestro tiempo, y acto seguido despliegan sus milenarias artes de embaucamiento para despojarnos lentamente del recurso más preciado.
Los cronófagos se alimentan de nuestro tiempo, son almas vampíricas que «nos quitan la soledad y no nos brindan compañía». De apariencia humana, estos sujetos son descendientes directos de dos males antiguos: el aburrimiento y el egocentrismo. No tienen conciencia de su naturaleza parasitaria, por lo que acostumbran fatigar los oídos de sus contertulios con chácharas interminables sobre lo valioso de su condición y lo elevado de sus sentimientos. Razón tenía el vienés Karl Kraus cuando señaló: «¡Con que maestría maneja un estúpido el tiempo! O lo pierde o lo mata. Porque nunca se ha oído que el tiempo perdiese o matase a un estúpido»
La taxonomía de los cronófagos es amplia. El representante más básico de la especie es el denominado «sujeto impuntual». Este individuo experimenta estremecimientos orgásmicos cuando somete a su víctima a minutos y horas de espera. También se solaza en la creación de todo tipo de justificaciones para explicar su tradicional dilación. Sin embargo, cuando por caprichos del destino la situación se invierte, y es el «sujeto impuntual» quien debe aguardar la llegada de otra persona, observamos como el simpático personaje de antaño se transmuta en una suerte de basilisco que brama por el respeto de sus derechos humanos.
Otro funesto cronófago es el «enamorado pelabola», un ser pavoso y miserable cuya afición es hacer de la pobreza un tour romántico. Todos lo hemos visto sentado en un apartado banquito de plaza, concentrado exclusivamente en meterle mano a su novia de ocasión. Todos lo hemos visto también en el cine, en los días de función popular, pedir un combo con dos pepsi y un conteiner de cotufas para compartir con su amada, porque la cursilería es su líquido amniótico, en ella flota y se recrea a placer. El «enamorado pelabola» sólo suelta a su víctima cuando prueba las mieles de la diosa fortuna. Entonces, con total descaro, hace suyas frases tan ocurrentes como: «No eres tú, soy yo», «Por Dios que no te merezco» y «Seguro que en otra vida nos volveremos a encontrar».
Una variante del cronófago amatorio es la «pareja disfuncional», aquella que nunca cambia pero se la pasa prometiendo que algún día lo hará. Se trata del celópata que no siente sospecha alguna por su cónyuge sino por los guarros que en todo momento la rodean; del agresor doméstico que, arrepentido, confiesa que los golpes fueron propinados «sin querer queriendo»; del promiscuo que jura, indignado, que no ha cometido infidelidad alguna y que jamás lo volverá a hacer.
Los viejos con proyectos y planes de negocios son también vampiros de nuestro tiempo. No se puede confiar en una gente dislocada psicológicamente por el infortunio de la jubilación, que siente, de repente, que el mundo le pertenece, que a los cincuenta años se puede desplazar a Bill Gates, que a los sesenta años están dadas las condiciones para emular a Lady Gaga. Pareciera como si en el fondo las pastillas para la hipertensión arterial, o los suplementos de calcio, fuesen una fuente de superpoderes. A su manera, estos emprendedores de la tercera edad tratan de superar la carencia de una pasión juvenil, de una vocación temprana.
Llegados a este punto debemos mencionar la lesiva presencia de las «eternas promesas»: personas que a pesar de haber estado precedidos, desde siempre, por exitosos vaticinios y halagüeñas proyecciones jamás han logrado despegar. Son tragedias familiares que nadie consigue explicar. ¿Qué error cometimos?, inquieren los padres. ¿Cuándo se pasmó la ilusión?, se preguntan los propios rezagados ¿Cómo regresarlos al buen camino?, tercian en el talk show las atribuladas víctimas de este cronófago.
También debemos referirnos a especímenes menores del inventario: las personas que se rehúsan a aceptar un «no» por respuesta, los sujetos monotemáticos que transfieren su fijación al grupo de amigos y conocidos, los individuos dispersos cuya logorrea convierte a cualquiera de sus oyentes en un caso preocupante de déficit de atención, los compañeros de oficina que organizan reuniones insulsas para simular que trabajan mucho, los obseso-compulsivos que malgastan su existencia engolfados en rutinas de repetición y procrastinación.
En su libro de memorias, En esto creo, Carlos Fuentes alude a un tipo extraño de cronófago, aquel que en un primer momento no se planteó apropiarse de nuestro tiempo: el amigo perdido. En palabras del novelista mexicano: «Lo terrible de la pérdida de la amistad es el abandono de los días a los que ese amigo les dio sentido. Perder a un amigo se vuelve, entonces, literalmente, una pérdida de tiempo. Con los años, miramos con nostalgia las antiguas horas de la amistad, como si nunca hubieran sido…».
Pero no sólo el tiempo individual puede ser objeto de robo. El tiempo histórico también es susceptible de ser secuestrado. La historia universal nos da cuenta de numerosos pueblos que vieron reducido su horizonte temporal como consecuencia de la acción irresponsable de líderes demagogos, que con pésimas administraciones sumieron en la pobreza a la mayoría de sus gobernados. A varias generaciones les tocaría pagar luego los ingentes costos sociales y económicos de estas tragedias humanas.
Los revolucionarios y los comunistas son por mucho los cronófagos más peligrosos, porque además de pretender controlar el presente y el futuro, desean hacerse también del pasado para reescribirlo a total conveniencia. Si existiese una dimensión paralela, de seguro les interesaría poseerla. Como señala Sándor Márai en ¡Tierra, Tierra!, otro excelente libro de memorias: «Los teóricos del comunismo fingen ignorar que no puede existir el comunismo sin el terror, porque un sistema cuyas dimensiones no son humanas sólo puede ser aceptado por la fuerza, por métodos inhumanos. Pero la crueldad es un opio que no puede abandonar quien lo ha probado. Y resulta necesario aumentar la dosis para obtener la misma satisfacción, igual que ocurre con las dosis de morfina o heroína».
Finalmente, es preciso señalar que el tejido institucional de un país no pocas veces se ve enrarecido por la filosofía cronófaga del burocratismo, el cual siempre encuentra un modo absurdo y surrealista de quitarles tiempo a los ciudadanos. Los empleados públicos consiguen transformar, con creatividad nada desdeñable, los inventos tecnológicos e informáticos en complejísimos modelos operativos que sólo producen malestar y dilaciones. En este sentido, Cadivi se yergue como la institución cronófaga por excelencia. Sus planillas, carpetas, etiquetas, separadores y numeraciones laterales son el modo más acabado de irrespetar el tiempo ajeno.
En una ocasión Karl Kraus señaló: «Existe un continente oscuro que envía descubridores». ¡Vaya que tenía razón! El cronófago es uno de ellos.

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miércoles, septiembre 01, 2010

Silencios

Las expectativas más funestas finalmente se han revelado ciertas: Franklin Brito acaba de fallecer tras prolongar en el tiempo una estricta huelga de hambre. Al silencio respetuoso que el nombre del productor agrícola despierta en los corazones de la Venezuela digna, se suma ahora el mutismo de un Estado inmoral, arbitrario y palabrero.
No se trata, en modo alguno, de dos silencios idénticos, porque mientras el primero de ellos encierra una atribulada cesación de voces y expresiones, el segundo deja retumbar, en el plano simbólico de la existencia, un ruido seco y atronador como el sonido de la bota que aplasta, como el estruendo de la edificación que colapsa, como la bulla de la turba que administra justicia con pillajes y linchamientos, como el sonsonete del individuo que no para de hablar de su grandeza y la supuesta inexorabilidad de su destino superior.
Pero a diferencia de los líderes más conspicuos del proceso, quienes hallan en la evasiva y el disimulo sus modos naturales de expresión, la carroña revolucionaria se mueve con premura rumbo a la escena del dolor. Los heraldos del totalitarismo proyectan su negra y alada sombra sobre el cadáver de Brito y sus deudos. La nación indignada ha tenido ya la oportunidad de escuchar el graznido de uno de los más siniestros miembros de la bandada: «La muerte de Franklin Brito es un caso aislado. El señor Brito lamentablemente nunca quiso entrar en razón. Ni él ni su familia. Es responsabilidad exclusiva de ellos, de una actitud terca, que no tiene nada que ver con una violación del gobierno».
¿Pero cuál es esa razón con la que el difunto Franklin Brito decidió no avenirse? ¿Será acaso la lógica aristotélica? ¿O tal vez la lógica cartesiana? ¿O de repente la lógica lingüística de la gramática degenerativa de Noam Chomsky? No. El señor Franklin Brito se negaba a transar con un Estado ladino que, con subterfugios y malas artes, dilataba el otorgamiento definitivo del titulo de propiedad sobre las extensiones del fundo Iguaraya, tierras que fueron invadidas el 23 de mayo de 2003 por unos belitres que enarbolaban como coartada una supuesta lucha contra el latifundismo. La verdad simple es que Franklin Brito largó su último aliento de vida en tajante oposición a los ilegales y caprichosos dictados de la razón totalitaria, que, en su embriaguez de poder, deshumaniza al individuo disidente y lo condena al exterminio físico y simbólico.
De la existencia de una lógica totalitaria en Venezuela nos dio buena cuenta el señor presidente de la República cuando, momentáneamente, dictó una pena de muerte de facto contra los habitantes de los barrios de Petare. Fue cuando se negó a aportar recursos financieros para el hospital Pérez de León (donde acuden los «oligarcas» petareños), bajo el surrealista argumento de que se trataba de una dependencia oficial adscrita a una alcaldía «escuálida». ¡Cómo si un hospital fuera una timba o una casa de lenocinio y no una institución donde se salvan vidas! Poco le faltó al jefe supremo para advertirle a su anonadada audiencia que lo mejor que podían hacer las víctimas de emergencia médicas en Petare era dirigirse directamente al cementerio, en lugar de malbaratar la escasa platica de la familia en un taxi para trasladarse a un hospital cerrado por imperialista y contrarrevolucionario.
En su columna A sangre fría, del pasado lunes 30 de agosto, el periodista editor Rafael Poleo apunta la siguiente reflexión: «Lo de Petare no es la primera muestra de insania que da Chávez, el hombre de quien acertadamente Aristóbulo Istúriz dijo una vez que parecía haberse fumado una lumpia. La variante es que esta vez Chávez se atrevió a sentar doctrina en cuanto a que no dará recursos financieros a las regiones donde gane la oposición, ni siquiera cuando se trate de vidas humanas. El horror que despertaron esas palabras, propias de un sátrapa de la antigüedad, le hizo reflexionar sobre las consecuencias electorales de semejante expresión de maldad. Por eso, remendó el capote, pero no sin advertir que le quitará los hospitales a las ciudades donde la oposición sea mayoría. Esto es una intolerable amenaza a los electores, propia de un cobarde acostumbrado a amedrentar porque le respaldan los fusiles». A todas aquellas almas cándidas que todavía confían en los gestos de rectificación del mandón no les haría mal el atender a uno de los muchos consejos escritos por el Cardenal Mazarino en su obra Breviario de los políticos: «Una señal de que un hombre es malvado es que se contradiga constantemente; alguien así puede llegar a cometer un robo».
Del documentado análisis de Poleo sólo discrepo en la parte en que el cronista confiesa su convicción acerca de la existencia de amplias reservas morales en algunos dirigentes del chavismo, como, por ejemplo, José Vicente Rangel («nacionalista auténtico, a quien le duele la nación que Chávez está destruyendo»), Aristóbulo Istúriz (poseedor de «una sincera sensibilidad social»), Iris Varela (mujer que «actúa movida por una tragedia personal que ella atribuye al Estado y no estoy seguro de que le falte razón») y Lina Ron («auténtica luchadora social, cuyo estilo corresponde a un estrato que la democracia olvidó»). Cuando leo estos testimonios, marcados por la alocada necesidad de creer en la buena fe de los chacales revolucionarios, no puedo evitar recordar un fragmento de La broma, del escritor checo Milan Kundera, cuando Ludvik, protagonista de la novela, conversa con Slovacek, su carcelero de pelo negro: «Por casualidad ese mismo día me quedé a solas con él y por hablar de algo le pregunté: “¿Cómo haces para disparar tan bien?”. El cabito me miró atentamente y luego dijo: “Yo tengo un sistema para acertar. Me imagino que el blanco no es un latón sino un imperialista. ¡Y me da tanta rabia que acierto!”. Le iba a preguntar cómo se lo imaginaba al imperialista en cuestión, pero se adelantó a mi pregunta y me dijo en tono serio y reflexivo: “No entiendo por qué me felicitáis todos ustedes. ¡Si hubiera una guerra yo dispararía contra vosotros”»
Por su parte, Teodoro Petkoff se niega a suscribir la tesis de que el bochornoso episodio del Pérez de León fue un inocuo lapsus linguae de Chávez. El editor del diario Tal Cual sostiene que la amenaza proferida no fue casual: «Fue la confirmación de un estilo de gobierno. Desde hace once años, Chacumbele [Chávez] gobierna sólo para una parte del país. Ignora y desprecia a la otra. No es el presidente de todos los venezolanos. Desde que asumió el mando dejó claro que se proponía dividir y polarizar al país y, para desgracia nuestra, lo ha cumplido. Lo de Petare fue un recordatorio que tiene también su piquete electoral. Quiere que la gente crea que quien no vote por sus candidatos no recibirá ni pan ni agua del gobierno central. Se trata de una gigantesca operación de chantaje. Chabumbele, simplemente, trata de extorsionar al país. Es la misma técnica del secuestro exprés»
Fue esta lógica de secuestro exprés, perversamente enmarcada dentro del totalitarismo chavista, la razón que Franklin Brito se negó a aceptar. Pero «el principio del honor» no le dice nada al chavismo. De ahí que diferentes turiferarios denuncien la politización de la tragedia del productor agropecuario. Despachan a Brito como un hombre obsedido por los bienes materiales, como una psique desequilibrada por una pulsión suicida, como una marioneta de oscuros intereses transnacionales. Poco faltó para anteponer a su concupiscente persona el ejemplo budista de Hugo Chávez, el espíritu elevado que se desprendió por siempre del sentido de propiedad. Sólo que estamos donde estamos porque el iluminado de Sabaneta no quiere abandonar la presidencia.
Tales y tan evidentes son los abusos cometidos desde el poder revolucionario que resulta sorprendente que abunden todavía entre nosotros personas que no digan nada ante la fatídica deriva del destino nacional. De la triste circunstancia de que el comunismo ya ha empezado a gangrenar el alma nacional nos da noticia la elevada cantidad de compatriotas que buscan acomodo entre las ruinas de la tiranía. Son esos venezolanos que por comodidad y calculado interés monetario han decidido abrazar el Ketman, variante del silencio que tuvo lugar en la civilización islámica del Oriente Medio, y que consiste en el conveniente ocultamiento de los pensamientos y sentimientos más íntimos.
Czeslaw Milosz, premio Nobel polaco, señala en su apasionante libro El pensamiento cautivo: «El hecho de representar en la vida diaria difiere de la representación teatral, dado que todo el mundo tiene que representar ante todo el mundo y que todo el mundo tiene plena conciencia de ello. El hecho de que un hombre represente no daña su reputación ni hace dudar de su ortodoxia. Pero, eso sí, debe saber actuar, porque su capacidad para representar su papel demuestra que su caracterización se funda en bases adecuadas (…) Lo que se observa en las democracias populares es una representación consciente en masa, más que una imitación automática. La representación consciente, si se le practica lo bastante, desarrolla los rasgos que cada uno usa más en su papel, del mismo modo que un hombre que se hace corredor de carreras porque tiene buenas piernas las desarrolla más en el curso de su entrenamiento. Tras larga familiarización con su papel, un hombre se identifica tanto con él que llega a hacérsele imposible diferenciar su “verdadero yo” del “yo que finge”, de tal modo que hasta los más íntimos amigos acaban por repetirse uno al otro los eslóganes del Partido. El hecho de identificarse con el papel que se está obligado a representar produce alivio y permite aminorar la vigilancia que uno ejerce sobre uno mismo. Los reflejos apropiados se tornan realmente automáticos en el momento oportuno (…) Una mascarada incesante y universal crea una atmósfera que es difícil soportar pero, al mismo tiempo, brinda a sus participantes ciertas satisfacciones nada desdeñables. Decir que una cosa es blanca cuando se piensa que es negra, reírse para sus adentros cuando se mantiene una apariencia de solemnidad, odiar mientras se manifiesta amor, saber algo y no estar enterado sobre ello; todo esto induce a sobreestimar la propia astucia. El éxito en el juego se convierte en un motivo de satisfacción».
Concluyo parafraseando un artículo del novelista alemán Thomas Brussig, en un número especial de El País Semanal, publicado en ocasión del vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín: «¿Cuánto comunismo llevo dentro? Es una pregunta que todo venezolano se debe plantear».

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