domingo, mayo 13, 2012

Yo no

Vivimos tiempos de monólogos. Los hay aburridos y previsibles, como el de la revolución bolivariana y su sedicente epopeya de la segunda independencia (poco importa que el presidente Chávez despache desde Cuba vía Twitter o que Pdvsa hipoteque nuestro petróleo con ventas a futuro al floreciente imperio del partido comunista chino). Los hay frívolos y sin contenido, como los espectáculos montados a la ligera por estrellas de la farándula local, en un intento de paliar la caída abrupta de la industria de las telenovelas. Los hay risueños y genitales, como los atribuidos al pene y a la vagina. Y los hay también inteligentes y oportunos, como el más reciente monólogo de Laureano Márquez.
La pieza comienza con la proyección del discurso final de Charles Chaplin en «El gran dictador», película filmada en 1940 en pleno apogeo de la Alemania nazi. Palabras luminosas que abren un boquete en la oscuridad de alma, y de fines, del poder que se pretende eterno. Frases de advertencia para las personas prosternadas ante el miedo o enceguecidas por el relumbrón mesiánico: «
A los que puedan oírme, les digo: no desesperen. La desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano. El odio pasará y caerán los dictadores, y el poder que se le quitó al pueblo se le reintegrará al pueblo, y, así, mientras el hombre exista, la libertad no perecerá. (…) En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Las fieras subieron al poder con la promesa de estas cosas. Pero mintieron: nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres sólo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. (…) En nombre de la democracia, debemos unirnos todos». Impagables minutos iniciales que marcan el tono de lo que vendrá. Y lo que vendrá será el terreno ambiguo, paradójico y contradictorio donde el humor funda su magisterio e hinca sus verdades incómodas.
Los primeros burlados son aquellos que pensaron, quizás influenciados por la humorada antinazi de Chaplin, que el título del monólogo de Laureano —«Yo no»— encerraba un pequeño tributo a la resistencia cívica de Joachim Fest. Sin embargo, la proyección en pantalla de la portada de la biografía de Ricky Martin, de título «Yo» —en la que el artista boricua confiesa su condición homosexual—, sirve para aclarar las dudas: «Yo no. Yo no soy homosexual. Respeto a los homosexuales, pero yo no soy y Claudio Nazoa me dijo que él tampoco».
Recuperado de este modo el tono de la comedia, Laureano expresa su sorpresa por el extraño país que somos y cuestiona el silencio que rodea al estado de salud del presidente Chávez; un mutismo que obliga a los venezolanos a permanecer atentos a los informes oncológicos proporcionados oportunamente no por una junta médica sino por un periodista. Y puesto a analizar la conducta trastornada, el humorista se ocupa del ala «extremista» de la oposición venezolana que proclama su deseo de expulsar al chavismo del poder pero no duda en comprar los bonos en dólares que le permiten al gobierno proseguir con la francachela populista.
Aventura entonces una sentencia que, enunciada en clave de principio sociológico, resulta dolorosa a fuerza de ser verdad: el venezolano sólo intenta la salvación colectiva cuando no encuentra medios para alcanzar la salvación individual. Le fascina declararse partidario de un mundo ideal (sin corrupción, sin privilegios, sin abusos de autoridad), pero lucha por filtrarse discretamente en las rendijas del sistema de dominación al que dice combatir. Visto bien, lo único malo de la mafia parece ser no pertenecer a ella…
La dinámica de la comedia exige retomar la senda de la risa, y el humorista, curtido en su oficio, lo consigue con apenas un chiste; uno que ilustra la estrecha convivencia que tienen en nuestro país la ley y el delito. La sala se viene abajo cuando imita el tono del vendedor ambulante que ofrece a los conductores, en plena cola en la autopista, un combo surgido de un mercadeo surrealista: la ley de tránsito acompañada de una cerveza bien fría.
Luego de algunas reflexiones hilarantes acerca del modo como las nuevas tecnologías han moldeado el temperamento de los jóvenes, Laureano se ocupa de los chamos que sueñan con irse del país y de los profesionales universitarios que acarician un «Plan B» en alguna de las metrópolis del primer mundo. No lo hace con un tono inquisitorial. Sólo se limita a compartir su testimonio de hijo de inmigrantes. Habla del dolor del destierro, de la ruptura emocional que jamás se supera, de las enloquecidas maneras que emplea la mente nostálgica para volver a las raíces del sentimiento.
Dijo el filósofo danés Soren Kierkegaard que «un individuo no puede ayudar ni salvar una época: sólo puede decir que está pérdida». Ojalá que la época cuyo fin anunció Laureano Márquez en su brillante monólogo sea la Venezuela agostada por el miedo, la viveza y la conducta acomodaticia.

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