jueves, octubre 08, 2015
Ilustración: Gabriella Di Stefano
Una de las características del humor es ser, sobre todo, un
asunto de perdedores
Daniel Samper Pizano
Es
lamentable la carencia de obras históricas que recojan la evolución del humor
en las culturas clásicas. De la civilización griega, por ejemplo, no sobrevivieron
las teorías humorísticas desarrolladas por sus notables filósofos. Obras como Sobre la comedia (segundo libro de la Poética de Aristóteles) y De la comedia y De lo ridículo (ambas de Teofrasto) desaparecieron del acervo
literario occidental. Si hoy se sabe de su existencia es porque algunos de sus
fragmentos fueron citados por Cicerón en el segundo libro de su De oratore.
La importancia que el mundo griego le concedió al humor
resulta fácil de deducir, porque le atribuyó al chiste un origen divino. Los
relatos mitológicos hablan de dos creadores: Radamantis y Palamedes; el
primero, uno de los habitantes de las Islas de la Bendición, y el segundo,
héroe famoso por su ingenio y prontitud de respuesta.
En el siglo IV a. C. existió en los suburbios de Atenas un
club de contadores de chistes llamado «el sesenta» que, al parecer, se reunía
en el santuario de Heracles en Diomeia. El historiador Jan Bremmer (1999: 15)
precisa las características de esta agrupación:
Los integrantes de este «club» no eran profesionales, sino
aficionados: por sus nombres podemos concluir que pertenecían a la clase alta
ateniense; uno de ellos, el bizco Calimedon, fue un político de renombre. Si
tenemos presente que en el siglo IV las bufonadas fueron perdiendo aceptación
social, cabe pensar que el club reunió a unos conciudadanos deseosos de contrariar
el orden social imperante.
Sin
embargo, no todos los contadores de chascarrillos procedían de noble cuna. Bremmer
(1999: 11-14) recuerda que, según testimonios recogidos por el historiador
Jenofonte, muchos de los primeros comediantes eran pobres y a menudo
intercambiaban chistes por comida. En un pasaje de su obra El banquete, escrita después de 380 a. C., se recrea la llegada
sorpresiva de Filipo, el gelotopoios
(literalmente, «el que provoca la risa»), a una fiesta organizada en la casa
del rico Calias. El advenedizo, una vez recibido en el andron (única habitación a la que podían acceder los hombres que no
pertenecían a la familia), se presenta a la audiencia: «Todos sabéis que soy un
bufón y he venido muy dispuesto porque pienso que es más chistoso venir a la
cena sin invitación que venir invitado». El anfitrión le responde: «Pues bien,
ocupa un sitio, pues los presentes, como ves, están llenos de seriedad, pero tal
vez algo carentes de risa». Filipo toma pues la palabra, pero fracasa en sus
dos primeros intentos. Desesperado, deja de comer, se envuelve en su capa, se
tira al piso y gime. Únicamente cuando los invitados prometen reírse del
próximo chiste, y en efecto la primera carcajada se deja escuchar, el
comediante se atreve a reanudar la cena. En un momento de la velada uno de los
invitados menciona la habilidad de Filipo para las imitaciones y las
comparaciones, pero el filósofo Sócrates interviene abruptamente antes de la
actuación del gelotopoios para
advertirle que sus gracias serían recibidas a condición de que estuviera
«callado en lo que debía callar».
En la sociedad ateniense la institución del banquete
representaba el espacio de encuentro donde la élite discutía de política,
fraguaba alianzas, jugaba a los dados y procuraba reírse con chistes, parodias
e imitaciones humorísticas. A partir del año 507 a. C., con las reformas
democráticas de Clístenes, la aristocracia perdió influencia en la acción
política y en las deliberaciones sobre las acciones de gobierno. El banquete,
como práctica social, quedó relegado estrictamente a la vida privada. La
aristocracia hizo suyas las maneras propias de un estamento social ocioso,
interesado en divertirse y jactarse de su riqueza.
Con el paso del tiempo la clase aristocrática logra hacerse
de la riqueza suficiente para costear los gastos de numerosos comensales.
Entonces aparece en la lista de invitados un personaje asociado con el chiste
como forma de entretenimiento: el kolax
(adulador) que se ganaba su comida hilvanando bromas elogiosas sobre el ho trephon (anfitrión, el que da
alimento). La existencia de esta práctica social queda confirmada en una
comedia escrita por Epicarmo, específicamente en un escena donde un kolax le dice a la multitud: «cenando
con aquel que me desea, que solo necesita pedírmelo, e igualmente con aquel que
no me desea, que no necesita hacerlo; durante la cena soy ingenioso y provoco
grandes carcajadas y alabo a mi anfitrión». A mediados del siglo IV a. C. la
voz griega parasitos, literalmente
«aquel que come en la mesa de otro», se convierte en sinónimo de kolax.
En el campo semántico asociado al humor adulante se
documenta también un término griego empleado en el siglo V a.C.: bomolochos, «el que tiende emboscadas en
los altares». Según las investigaciones de Jan Bremmer (1999: 14):
La elección de ese lugar para mendigar comida puede
sorprender, aunque no tanto si recordamos que los griegos consumían carne
principalmente durante los sacrificios. La costumbre de intercambiar comidas
por chistes era probablemente bastante antigua porque el verbo bomolocheuo también significa «hacer el
bufón» o «dar rienda suelta a la obscenidad». Parece que, con el paso del
tiempo, los bufones más destacados pasaron de los altares de los píos a los más
extravagantes salones de la élite ateniense.
Como una
línea asíntota, el contador de chiste procurará acercarse cada vez más a la
esfera del poder (primero al salón del aristócrata, luego al palacio del rey),
con la intención de asegurarse no solo el plato de comida y la copa de vino,
sino también el privilegio de reposar en mullido tálamo. La historia sorprende,
a veces, con la coincidencia de ambas condiciones —la del comediante y la del
gobernante— en una sola persona, como fue el caso de Agatocles, tirano de
Siracusa (en el año 300 a. C.), quien, bufón y mimo por naturaleza, consiguió
la popularidad entre sus gobernados gracias a su capacidad para imitar a los
asistentes a las reuniones de la asamblea.
No solo los filósofos se ocuparon de la comedia y de lo
cómico. También importantes rétores de la Antigua Roma reflexionaron acerca del
humor, uno de los tantos géneros del discurso, como medio de persuasión y
recurso psicológico para granjearse la buena voluntad del público. Cicerón
acuñó el término scurra para
referirse a la persona que desconoce los límites impuestos al humor por la
seriedad (gravitas) y la inteligencia
(prudentia): el buen orador tiene que
cuidarse mucho de no excederse en la caricaturización, porque no todo lo
ridículo termina por parecer gracioso. Quintiliano se mostró, si se quiere,
mucho más conservador que su colega, al afirmar que los cómicos profesionales
(el mimus, el ethopoios y el sannio, o bufón
de campo) habrían de buscarse entre individuos de las clases inferiores: los
metecos, los esclavos o los libertos. En palabras del historiador Fritz Graf
(1998: 31): «Para Quintiliano el mayor peligro del orador reside precisamente
en el riesgo de acabar pareciéndose a un cómico».
Del cómico se temía no tanto su propensión al uso de lugares
comunes (de hecho, la retórica antigua basaba sus líneas de argumentación en una
lista de ideas de amplio consenso: los topoi),
sino más bien la tendencia a apelar al recurso escatológico como disparador de
la risa. De la potencia cómica de la vulgaridad da debida cuenta el mito griego
del origen de las estaciones; especialmente, aquel pasaje donde la diosa
Démeter, sentada en la agelastos petra
(roca sin risa), consigue por fin superar la depresión por el rapto de su hija
Perséfone gracias a las carcajadas que le arrancaban los chistes vulgares
contados por la criada Yambo.
De
la plaza al palacio
La
naturaleza subversiva de la risa ha determinado su reputación. A lo largo de
los siglos, los jefes del poder temporal y los jerarcas del poder espiritual
han sabido turnarse en las labores de satanización de la vis cómica. Un buen
ejemplo de ello se encuentra en las llamadas Reglas Monásticas, del siglo V d. C. En el apartado dedicado al
silencio, intitulado «Las Taciturnitas» se lee: «La forma más terrible y
obscena de romper el silencio es la risa. Si el silencio es la virtud
existencial y fundamental de la vida monástica, la risa es gravísima violación»
(citado por Le Goff, 1998: 46). En el siglo VI se publica la Regula Magistri, un intento de fijar a
la comunidad cristiana pautas de comportamiento físico y espiritual. Este
documento establece que, de todas las manifestaciones de expresión del cuerpo
(«ese abominable atuendo del alma», según el papa Gregorio El Grande), la risa
es la peor.
Pero será de las entrañas mismas de la vida religiosa de
donde surgirá una nueva modalidad de comediante: el goliards o bufón itinerante. Hábil simulador, el goliardo no puede
considerarse un heredero de la tradición griega del kolax, porque actúa en plazas públicas, procura el aplauso de las
personas humildes y emplea como resorte humorístico de sus chistes el
padecimiento de una demencia simulada. El goliardo no adula sino que expone la
realidad de la comunidad en términos humorísticos, y lo hace con la excusa de
padecer demencia. Esta circunstancia histórica muestra que el pueblo solo
tolera la exposición de la verdad a condición de que provenga de los labios de
un loco.
Peter Berger (1998: 134-135) relata en su libro Risa redentora:
Los bufones itinerantes procedían con frecuencia de los
monasterios y eran individuos (generalmente hombres aunque también hubo algunos
casos de monjas renegadas) que habían dejado sus monasterios expulsados como
castigo por sus faltas, movidos por el deseo de liberarse de la disciplina
monástica o empujados por circunstancias económicas… Eran exponentes de una
curiosa mezcla de vagabundeo, delincuencia y artes del espectáculo, se ganaban
la vida echando mano del ingenio, relegados a los márgenes de la sociedad,
siempre de un lugar a otro… En ese mundo marginal, el loco o el necio gozaban
de una extraña libertad (la Narrenfreitheit
alemana). Se les permitía ridiculizar a las autoridades tanto religiosas como
seculares con sus palabras, canciones y actos.
En su
ensayo, Berger comenta que en una determinada época, cuya fecha exacta no llega
a datar, la locura se «profesionalizó». Los goliardos abandonaron la calle y la
evolución del comediante se institucionalizó en una nueva figura: el bufón de
la corte. No todos los bufones eran enanos, aunque sí lucían curiosas
vestimentas. Eran célebres por el ingenio, la astucia política y su malicia
personal. Dependían por completo del monarca que le mantenía. El puesto del
bufón de corte era muy precario y no despertaba mucha envidia. Debía pasearse
vestido con un disfraz absurdo y permanecer atento en todo momento a los
cambios de humor y de ideas de su señor. Las cortes europeas albergaron bufones
entre los siglos XVI y XVIII.
Al igual que el tirano Agatocles de Siracusa el rey Luis IX
de Francia (1214-1270), conocido también como San Luis, pasó a la historia como
un líder político que cultivaba la doble dimensión de comediante y gobernante.
En un tiempo de agelastas (personas
sin sentido del humor) incurrió en el atrevimiento de decir que, por respeto a
la religión, únicamente se abstendría de reír los días viernes.
[San Luis] era un hombre no solo propenso a la risa sino que
se ceñía claramente a la figura del rex facetus,
el «rey guasón», que se convirtió en una de las representaciones habituales del
rey. El rex facetus llegó a ser una
figura reconocible en un contexto social y temporal específico: el de la corte.
En este contexto encontramos una función regia casi obligatoria: bromear… Cabe
incluso intuir que la risa se estaba convirtiendo en un instrumento de gobierno
o, al menos, en una imagen del poder (Le Goff, 1998: 45).
Esto se
aviene perfectamente con la conjetura de la filósofa Corinne Enaudeau (1998:
20): «Grandeza y miseria del comediante que, lo mismo que el rey en su corte,
sólo goza de contemplarse contemplado, de verse visto. La grandeza sólo existe
por sus signos. Privados de exhibición, el rey y el comediante no son nada. No
es que estén desnudos: son nulos».
Caídas las monarquías absolutas el bufón comienza a buscar
otro trabajo. Lo consigue en la calle, pero no en la plaza pública ni en medio
de los puestos del mercado, sino en el circo. Una nueva modalidad de
entretenimiento popular que toma, para la escenificación de sus prodigios, la
vieja arena circular donde el empresario Philip Astley, organizador de ferias
ecuestres, presentaba exhibiciones acrobáticas a caballo, mezcladas con breves
situaciones cómicas que servían de intermedio al espectáculo principal.
El
humor político
Sería
injusto presentar a la comedia y a los comediantes como presencias ancilares en
el contexto de las relaciones de dominación política. El único motor de la risa
no lo constituye una mesa opípara. A lo largo de la historia ha habido quienes
concibieron el humor y sus distintos géneros como una suerte de contrapoder
ciudadano frente a los abusos de los gobernantes. Como bien diría George Orwell
(1968), cada chiste es una pequeña revolución.
Intelectuales como Meike Wöhlert (1997: 15) convalidan la
tesis de que el humor político es un fenómeno moderno; algo impensable en
épocas en las que el poder estatal no estaba legitimado por el pueblo, sino por
Dios, y todas las críticas eran interpretadas como una blasfemia y causa de anatema.
A las repercusiones filosóficas y legales asociadas al concepto de soberanía
popular deben sumarse las complejidades del reparto de poderes surgido a raíz
de la Revolución Francesa.
Pero sería desorientador asociar el apogeo del chiste
político con la democracia. Es conveniente tomar en cuenta la opinión de
Rudolph Herzog, autor de un análisis de la comicidad y el humor durante la
supremacía de Adolfo Hitler:
Llama la atención el hecho de que el humor político florezca
especialmente en los sistemas totalitarios y que, por el contrario, apenas se
desarrolle en las sociedades abiertas, libres y democráticas. Ni en la época de
Weimar ni en la actualidad alemana se pueden encontrar ni por asomo tantos
chistes sobre los poderosos como en el Tercer Reich y en la República
Democrática Alemana (Herzog, 2014: 23-24).
Herzog distinguió
dos períodos en la fabricación de chistes políticos en la Alemania nazi. El
primero, de 1933 a 1941, se singularizó por chistes poco críticos y orientados
a señalar más las flaquezas humanas de los dirigentes que sus crímenes. El
segundo lapso, de 1942 a 1945 (época en la que se amplió la incongruencia entre
la Alemania de la propaganda nazi y la Alemania del frente de guerra), se
caracterizó por la exacerbación del clima político, la proliferación de las
sentencias de muerte y la judicialización de las diferencias ideológicas; un
trienio en el que a los jueces no les importaba tanto el delito en sí (el
haberse hecho el gracioso) sino el pensamiento político del infractor (amigo o
enemigo del nacionalsocialismo). Herzog (2014: 13) concluye:
Tras la guerra aparecieron más de media docena de libros con
chistes políticos de los años de la dictadura nacionalsocialista. Los editores
de tales compilaciones cómicas querían hacer creer a la gente que el que se
burlaba de Hitler entre las cuatro paredes de su casa era en el fondo un
enemigo de los nazis o incluso un miembro de la resistencia. La más reciente
investigación ha puesto de manifiesto que esa idea hermosa, pero más bien fruto
de un deseo, era tan solo una leyenda. Los chistes políticos no eran una forma
de resistencia activa, sino más bien vías de escape para la rabia acumulada del
pueblo. Se contaban en las tertulias, en el bar, en la calle, para desahogarse
al menos durante un instante haciendo de la risa una forma de liberación. Y eso
solo podía estar bien visto por el régimen nazi, que carecía del más mínimo
sentido del humor.
Acerca de los chistes políticos basados en el comunismo (anekdot en ruso) se han escrito decenas
de libros, incluso un trabajo de grado en la Universidad de Stanford. Una de
las obras más interesantes es Hammer and
tickle (El martillo y la cosquilla) del periodista británico Ben Lewis
(2009). En el caso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se cumplen
dos importantes principios: (1) a mayor discrepancia entre el ideal político y
la realidad social aumenta la cantidad de chistes y (2) la ideología del «delincuente»
es mucho más grave que el «delito».
Lewis sostiene que su investigación de campo y la consulta
exhaustiva de archivos de la época revelan que el número de personas que fue a
prisión por emplear el humor como arma política es mucho menor que el pensado
tradicionalmente. Calcula que el régimen de Josef Stalin encerró en las
cárceles soviéticas a más de 200.000 hombres como represalia por sus veleidades
humorísticas. Los momentos históricos de mayor represión coinciden con la purga
estalinista (1934-1939) y las rebeliones húngara (1956) y checoslovaca (1958).
En una entrevista concedida a Guillermo Altares (2008) del diario español El País, Lewis comentó:
El comunismo es el único sistema político que ha producido
su propia rama de la comedia… El comunismo se convirtió en una máquina de
creación humorística, entre otras causas, porque su fracaso económico y su
obsesión por el control ciudadano precipitaron situaciones irremediablemente
ridículas. Se trataba de un mundo absurdo, de un mal chiste. La teoría marxista
de la producción no funcionó ni un solo día: ya en las primeras semanas había
graves problemas de abastecimiento de alimentos y mercancías. Sin embargo, los
periódicos oficiales se hacían los ciegos ante aquella realidad, y aprovechaban
sus titulares para alabar el triunfo del socialismo real. El resultado de la
desconexión existente entre los hechos cotidianos y la propaganda del régimen
fue el nacimiento espontáneo de cientos de chistes.
Consultado
por el periodista, Lewis se atrevió a formular un conjunto de valoraciones
personales de mayor interés anecdótico que científico. Por ejemplo, los mejores
chistes fueron inventados en la Alemania del Este, porque eran precisos y
disciplinados:
·
Chiste
1: ¿Por qué, a pesar del desabastecimiento, el papel higiénico alemán tiene dos
hojas? Porque hay que enviar una copia de todo a Moscú.
·
Chiste
2: ¿Cuál es la diferencia entre el capitalismo y el comunismo? El capitalismo
es la explotación del hombre por el hombre. El comunismo es exactamente lo
contrario.
Los
chascarrillos rumanos pertenecían a la tradición del humor negro:
·
Chiste
1: ¿Qué hay más frío en Rumania que el agua fría? El agua caliente.
·
Chiste
2: ¿Por qué Ceausescu organiza un desfile del primero de mayo? Para comprobar
quién ha sobrevivido al invierno.
Los
checos se caracterizaban por ser certeros y surrealistas:
·
Chiste
1: ¿Cuál es el país más neutral del mundo? Checoslovaquia, porque ni siquiera
interfiere en sus asuntos internos.
·
Chiste
2: ¿Por qué los checos son hermanos más que amigos de los rusos? Porque a los
hermanos no se les elige.
Los del
gulag soviético se alimentaban del género del absurdo:
¿Cuándo se celebró la primera elección soviética? Cuando
Dios puso a Eva al frente de Adán y le dijo: «Escoge a tu mujer».
Esta
seguidilla de chistes comunistas sugiere que el humor está vinculado con el
sentimiento de pertenencia y cohesión de un grupo humano, pero también con la
comprensión que se tenga de los factores que determinan el espíritu de una
época. Ahora bien, a menudo se registran ciertos paralelismos entre diferentes tiempos
históricos (en un curioso guiño a la frase enunciada en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: «La historia se repite dos
veces. La primera como tragedia, y la segunda como farsa»): reaparecen en el
ámbito público viejos chistes que mantienen su estructura humorística, pero
cambian sus protagonistas. Herzog (2014: 28) explica este fenómeno social del
modo siguiente:
Dentro del género de humor político se encuentran algunos
chistes que en el fondo funcionan como moldes en el que en cada ocasión se puede
introducir un nuevo contenido. La mayoría de esos chistes siguen un modelo tan
fácil de recordar que pudieron sobrevivir a varios sistemas políticos. En el
fondo son apolíticos aunque se sirvan de personalidades políticas.
En América Latina la investigación sobre las implicaciones
del chiste político tiene su cima en el estudio de Samuel Schmidt (1996). Este investigador
de la Universidad Autónoma de Ciudad de Juárez llega a conclusiones de gran
relevancia, que abonan los planteamientos de Herzog y Lewis:
·
El
chiste político establece muchas veces el tono de las expectativas sociales, aun
antes de que lo hagan los especialistas en opinión pública. Tiene como
finalidad ridiculizar al político y su imagen. Es unidireccional y no da lugar
a debate; y tiene fuerza porque establece una lógica eficiente para arruinar el
prestigio del político.
·
El
humor político es una válvula de escape que emplea el pueblo para vengarse de
los políticos, sin arriesgar la estabilidad del sistema (los chistes no son
construidos por el pueblo, pero se repiten por boca del pueblo). Expresa la
confrontación entre el ingenio social y el poder político. Enfrenta las
situaciones que molestan a la sociedad, ilumina el juego político oculto y
descubre la verdad. Esconde el deseo de la élite opositora o gubernamental
disidente de producir una discusión de carácter público, sin que tenga por ello
que comprometerse visiblemente o pagar los costos institucionales de la
discrepancia con el poder; y hace que la gente sea propensa al conformismo.
Para
Schmidt, en general, el humor es un componente importante de la vida
democrática y el hecho de que no sea perseguido es un símbolo de civilización.
En los regímenes totalitarios la impronta de los chistes políticos es mayor,
porque en muchos casos es la única forma de oposición existente. Como reza un
fragmento del Simplicius Simplicissimus:
«El miedo y el terror son la mitad de grandes cuando uno se los toma a risa».
Referencias
·
Altares,
G. (2008): «Todo fue un gran chiste». El
País, 20 de julio: «http://elpais.com/diario/2008/07/20/revistaverano/1216504808_850215.html».
Consulta: 2 de junio de 2015.
·
Berger,
P. (1999): Risa redentora: la dimensión
cómica de la experiencia humana. Barcelona: Kairós.
·
Bremmer,
J. (1999): «Chistes, humoristas y libros de chistes en la antigua Grecia». En J.
Bremmer y H. Roodenburg (eds.): Una
historia cultural del humor. Madrid: Sequitur.
·
Enaudeau,
C. (1999): La paradoja de la
representación. Buenos Aires: Paidós.
·
Graf,
F. (1999): «Cicerón, Plauto y la risa romana». En J. Bremmer y H. Roodenburg (eds.):
Una historia cultural del humor. Madrid:
Sequitur.
·
Herzog,
R. (2014): Heil Hitler, el cerdo está
muerto. Reír bajo Hitler: comicidad y humor en el Tercer Reich. Madrid:
Capitán Swing.
·
Le
Goff, J. (1999): «La risa en la Edad Media». En J. Bremmer y H. Roodenburg
(eds.): Una historia cultural del humor.
Madrid: Sequitur.
·
Lewis, B. (2009): Hammer
and tickle: a history of communism told through communist jokes. Londres: W&N.
·
Orwell, G. (1968): «Funny, but not vulgar». En S.
Orwell e I. Angus (eds.): The collected
essays, journalism and letters of George Orwell. Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich.
·
Schmidt,
S. (1996): Humor en serio: análisis del
chiste político en México. México: Aguilar.
·
Wöhlert, Meike (1997): Der Politische Witz in der NS-Zeit am
Beispiel ausgesuchter SD- Berichte und Gestapo-Akten. Frankfurt: Europäischer
Verlag der Wissenschaften.
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