jueves, abril 26, 2007

Cuando se casan los amigos

Deseo informar por esta vía que la institución matrimonial continúa su implacable cruzada en contra de los integrantes de mi listado de amigos. En esta oportunidad, tengo que reportar la dolorosa caída en combate de dos valerosos guerreros del comando borracho, quienes, con voz agonizante, se me acercaron para confesarme su postrera decisión de lanzarse al agua.
Luego del consabido minuto de silencio que suele acompañar a semejantes noticias, cobro conciencia de las duras circunstancias que se avecinan en el corto plazo, ya que a partir de cierta edad el celibato deja de ser un estado civil, para convertirse más bien en una plaza librada al ataque de piratas y corsarios, que sólo esperan vencer la resistencia de un último e incómodo centinela. O sea yo.
Sin querer me he convertido en un problema de salud pública. Y es que las mujeres casadas, al igual que las instituciones bancarias, suelen desconfiar de los hombres solteros, a quienes acostumbran sepultar en la desprestigiada categoría conceptual conocida como “los amigotes”: seres de vida promiscua e irregular, que se niegan a cumplir con el sabio contrato intergeneracional que ve en la familia la célula básica de la sociedad.
Soy, pues, el único prófugo de una banda desmantelada. A ojos vista el más peligroso. Para unos, por los chanchullos que conozco y que estoy en capacidad de divulgar (recuerden ustedes que no hay forma de no escuchar, “los oídos no tienen párpados”); para otros, por la inquietante posibilidad de que el día menos pensado me ponga creativo, y me dé por organizar un ameno reencuentro entre los insurrectos hoy favorecidos por el beneficio procesal de casa por cárcel.
Me cuesta mucho aceptar que la patota ha sido disuelta, que todo ha llegado a su fin. Que no habrá más rumbas ni operativos nocturnos con esos compinches que, como valientes espartanos, no preguntaban cuántos eran los enemigos sino dónde estaban. Ya no albergo dudas de que la próxima vez que mis amigos sepan de los rigores de una amanecida será cuando el llanto de sus pequeños hijos les impida pegar un ojo durante toda la noche.
Sólo los veré en anodinas reuniones sociales, donde me será imposible evitar que sean evocadas las anécdotas juveniles que tanto fastidian a las esposas (entre otras cosas, porque siempre son las mismas); o en amenas fiestas infantiles, donde me reconvendrán, severamente, el detallazo de no haber llevado a ninguno de mis sobrinos a la piñata de Spiderman III.
Nos dice el periodista peruano Renato Cisneros una gran verdad: “Un amigo que se casa es un camarada que se pierde. Cuando pasas los treinta, y ves cómo la gente con la que creciste va formando nuevas familias, y toma abrupta distancia de la vereda que hasta hace poco compartía contigo, experimentas una soledad inédita, rara, jodida”.
Todos los esfuerzos por buscarme un nuevo grupo de panas han resultado fallidos. No manejo los códigos de las generaciones emergentes. A cada rato se me sale lo viejo. No me han dejado otra opción que esperar que esa muerte que fue intermitente, gracias a la imaginación de José Saramago, entregue también su sobre violeta a mi amada soltería. Y así, al pie del altar, a punto de besar a nuestra futura señora, consiga yo reunir las fuerzas necesarias para perdonar la traición de mis viejos compinches.
Porque como bien lo dijo Publio Siro: “La amistad que acaba no había comenzado”.

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viernes, abril 13, 2007

¿Y esta fiesta es seca?

Mientras el mundo moderno discute los desafíos planteados por el crecimiento de la sociedad líquida (popular tesis elaborada por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman), aquí en Venezuela acabamos de padecer los rigores de lo que bien puede considerarse, al menos en el plano lingüístico, su antítesis conceptual, esto es: la sociedad seca.
Lo cierto es que ni bien había culminado el mes de marzo cuando el país etílico fue sorprendido en sus guapachosos cimientos por la decisión del Ministerio de Interior y Justicia de restringir la venta de alcohol hasta el lunes 9 de abril. Sin duda una medida arbitraria e inconsulta, que violentó el derecho consuetudinario de todo conductor venezolano a manejar imprudentemente en estado de ebriedad, y propiciar la mayor cantidad posible de accidentes en autopistas y carreteras
Sin embargo, este vil intento de sabotaje no logró menguar la elevada moral de esa casta guerrera y extrema conocida como “los temporadistas”. Por el contrario, todos sus integrantes recogieron, como una sola y gigantesca mano, el guante arrojado de manera altiva por los funcionarios de Papá Estado, y se volcaron (aunque también chocaron y se colearon) hacia los más disímiles sitios de interés turístico, provistos de copiosas bebidas espiritosas, adquiridas previamente en maratónicas jornadas de compras nerviosas.
Pero dichas ventas aluvionales, frenadas en forma abrupta por la entrada en vigencia de la ley seca, no consiguieron evitar que los empresarios de la cadena formal de distribución y comercialización incurriesen en importantes pérdidas monetarias. No obstante, a pesar de este desbarajuste, el impetuoso río de la economía encontró nuevos cauces, y la demanda de sedientos turistas fue atendida por los agentes del mercado negro, también denominado “afromercado” en los corrillos de lo políticamente correcto.
Fueron varios los viajeros que sintieron coronado su escape vacacional con el placer de lo clandestino, ya que gracias a la disposición oficial el simple hecho de comprar una botella de guarapita llegó a emparentarse, en términos de riesgos e implicaciones legales, con la adquisición de ojivas nucleares a un peligroso grupo de perros de la guerra.
En la práctica, el consumo de alcohol en horario restringido terminó erigiéndose en una prueba contrarreloj para atletas fuera de forma. Su resultado más penoso vino dado por la catajarria de personas que terminaron bebiendo de más. Legiones de borrachos cuyos maltratados hígados no merecen sufrir el efecto devastador de una nueva ley seca. Entre otras cosas, porque no podrán contarla.
En cambio los que sí gozaron de total impunidad, a la hora de dar al traste con la seguridad pública, fueron los practicantes del afamado deporte de la raqueta playera, cuyo peculiar sistema de puntuación se caracteriza por privilegiar los golpes violentos en zonas corporales como piernas, glúteos o implantes de silicona.
Tampoco hay que olvidar el valioso aporte hecho por los siempre preteridos diyeis de playa; caritativas almas que no tienen empacho alguno en compartir sus exquisitos gustos musicales con sus compañeros de balneario. Son fáciles de identificar porque se mueven en manada y se hacen acompañar de una pesada caja que, aunque parezca el féretro de un antiguo faraón egipcio, no es más que una modesta corneta.
Ya lo decía Leon Tolstoi: “Es más fácil hacer leyes que gobernar”.

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