domingo, diciembre 01, 2013

Felicidad obligatoria

Pocas cosas más tristes que decretar la alegría. Supone un desconocimiento profundo de los sentimientos y emociones que alientan y dan forma a la vida. Desdeña el carácter mudable del deseo y pasa por alto el funcionamiento caprichoso de los recuerdos; demonios personales que entresacan de la memoria el mal pasado para luego reivindicarlo, a la luz de los horrores del presente, como un instante vivido, pero nunca comprendido, de felicidad.
La frase anónima «cuando éramos felices y no lo sabíamos» resume de modo inmejorable el carácter desconcertante de ciertas nostalgias, puesto que ellas suponen el reconocimiento tardío de circunstancias benévolas, o al menos no tan aciagas, que en su momento las personas no supieron identificar, quizás por causa de un error muy frecuente: tomar una parte del mal como todo el mal. Debe entonces sobrevenir el asco, la tragedia, la decadencia, para comprender cabalmente lo lejos que se estaba del infierno y la anarquía. Debe, pues, irrumpir el absurdo histórico de un presidente ilegítimo, con decretos surrealistas de felicidad suprema, para hurgar en el pasado e identificar nuevas fuentes de nostalgias: cuando había una variedad de productos en los anaqueles de los mercados, cuando se caminaba de noche por la ciudad sin sufrir riesgo alguno, cuando se podía hablar en público sin la obligación de mencionar a cada instante el nombre del padre de la revolución…
Pero no hay que exagerar la nota. Tampoco vivimos tiempos inéditos para la humanidad. No elevemos a la condición de genio creativo a quien no es más que un vulgar plagiador. Ya en la Rumanía de Nicolae Ceauşescu, por citar un ejemplo, la vivencia de la felicidad se impuso a la población como un deber. En aquella oportunidad el comunismo pudo demostrar su destreza innata para simular orgasmos.
Gracias a escritores de fuste como Norman Manea (Bucovina, 1936) los lectores pueden conocer como los rumanos vivieron este tiempo de opresión, de optimismo a la brava. Su libro Felicidad obligatoria (Tusquets editores, 2007) contiene cuatro relatos largos, o cuatro novelas cortas, que tienen el mérito de retratar la galería de oscuros personajes sin los cuales es imposible conseguir el sometimiento de una sociedad: los corruptos, los resentidos, los sádicos, los aduladores, los delatores, los fanáticos, los ingenuos y los apáticos.
En el primer relato de volumen, titulado El interrogatorio, asistimos al largo monólogo de un esbirro con ínfulas de intelectual. La joven artista Sia Strihan, pareja de uno de los líderes de la disidencia política, lleva cuatro días de arresto preventivo. La dinámica de torturas y maltratos se interrumpe abruptamente cuando la detenida es trasladada a una lujosa habitación, en la que está prevista una conversación especial con un personaje de aire enigmático. Este hombre inicia su perorata con una crítica razonada a los viejos métodos de extracción de información: «Cuando la pelaron al cero, ¿la obligaron a hacer con el cabello una especie de plumero para el polvo? Y no sólo para limpiar el polvo… A propósito, ¿olvidaron meter en la celda el cubo? Sobre todo en los días en que estuvo usted enferma del estómago. ¿Diarreas provocadas con toda intención? Seguro que lo habrá sospechado. ¿Por la noche, de pie, ante el fuego cruzado de cuatro potentes proyectores? ¿Le sumergieron la cabeza en un balde con agua y jabón? Imaginación rudimentaria, de salvajes. ¿Dos días en un calabozo de las dimensiones de un armario cerrado? ¿La oscuridad más absoluta? Por supuesto, a eso hay que añadir las palizas de rutina. Las burlas, las mortificaciones y una comida para cerdos. No es nada grato recapitular, ¿verdad? Y todo eso, en definitiva, ¿para qué? Siempre las mismas preguntas. Sabían que usted no respondería. Quizás le extrañe, pero sus respuestas tampoco les interesaban. No habrían dejado de atormentarla. Las respuestas les habrían ofrecido una nueva ocasión de castigarla. Para que repitiese lo que ya había afirmado, para decirle que los otros sostenían lo contrario. Que usted se contradecía, que ayer dijo una cosa y hoy otra. No les habrían faltado excusas».
Según esta tesis rocambolesca, el esbirro humanista e intelectual es aquel que refrena el sadismo y se interesa genuinamente por la respuesta, aquel que le resulta intolerable la inferioridad del «contertulio». Un pensador que filosofa en una cámara de Gesell acerca de la derrota («Una mentalidad estrecha no comprende que el fracaso es algo natural, no comprende cuantas delicias puede ofrecer el fracaso, como todo lo humano, cuanta melancolía… ¿Para qué se va a poner uno a explicarles que, en realidad, lo único que existen son los fracasos? Algunos son menos evidentes. Enmascarados, engañosos, dan la impresión de ser éxitos») y la importancia de métodos heterodoxos e ideas inéditas («Toda esta historia de las maravillas que podrían averiguarse al investigar una serie completa de dibujos o pinturas hechas por usted y que tienen como tema la casa, para ser más exactos, la antigua casa de su novio,  el camarada Lucian Hariga, me ha servido como argumento convincente para los que me pagan. Mi sentido común, mi relativo sentido común, una vaga fantasía, les parece tan inaudito que, con el tiempo, se han vuelto unos torpes en lo referente a mi humilde persona, vacilan sobre lo que yo les propongo, sobre lo que les digo, sea inventado o sacado de libros, o de libros inventados, pues al fin y al cabo ni lo van a notar.  Tienen una especie de humildad, el miedo llega a confundirse con el respeto, que, desde luego, crece paralelamente al odio contra mí, contra usted y contra todo el que está relacionado con los libros o crea en ellos. El desprecio, la superstición y el odio contra los libros, reales o inventados… No serían capaces de entender la realidad o la irrealidad que hay en un libro. Lo real que puede ser un libro no escrito desde el momento en que su contenido, todavía virtual, se halla en la mente de un hombre»).
Con todo, y a despecho de su supuesta superioridad moral, el esbirro humanista, gárrulo e intelectualoso, no puede frustrar la ocurrencia del mal. ¿Pero cómo podría hacerlo? Si su presencia allí, en esa lujosa habitación, es simplemente la materialización de una presencia anterior y virtual en la mente del torturador.
La segunda historia, Biografía robot, confirma el aforismo del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila: «Un destino burocrático espera a los revolucionarios, como el mar a los ríos». Norman Manea describe en el texto el esplendor y la decadencia del camarada Vasile Cotigă, un militante precoz del partido comunista, que con los años incursiona en el periodismo comprometido y logra consolidarse, con el seudónimo de Victoraş Scarlat,  como una de las plumas propagandísticas más vitriólicas en la guerra contra los enemigos del sistema.
De aquellos primeros tiempos de formación ideológica, el protagonista recuerda de manera especial un documental proyectado por los dirigentes del partido. En este punto del relato, el narrador omnisciente nos informa: «Es una película de un gran director sobre la crisis económica y moral de la Alemania de los años veinte. Miseria, policía, sospecha, vigilancia, aumento paulatino del descontento, los mecanismos de presión ejercida sobre el individuo con inseguridad laboral, aterrorizado por criterios de selección cada vez más rigurosos, aturdido por una propaganda estrepitosa, seguido a cada paso, obligado a rellenar continuamente formularios sobre su vida, sus convicciones y sus familiares, aplastado por el miedo, encogido en una cama cada vez más inestable. Se verá cómo se sancionan cada vez con más dureza el humor y el arte, cómo se rechazan la duda y la ironía, cómo se instaura el terror de las trompetas, de la unanimidad y el elogio, cómo empieza la caza de sospechosos, extranjeros, enfermos, intelectuales, putas, artistas y especuladores, cómo los demagogos visten severos uniformes, cómo medran los granujas, los fracasados, los sádicos, los delatores y los fanáticos».
Cuando concluye la proyección del filme, el activista que funge como conductor del cine foro procede a encuadrar las percepciones del público: «El victorioso resultado de esta maniobra de distracción es la agresividad entre los hombres; la desconfianza, fácil de manipular. Creo que este método, el de interponer factores de desviación entre la causa y su efecto, es instructivo». Aunque, en verdad, tan sólo es una de las muchas estrategias revolucionarias que debe internalizar el robot socialista: el comportamiento simulado, la relativización de los valores, el espíritu cuartelero, la censura noticiosa y la fabricación de eslóganes a partir de medias verdades.
Pero ni siquiera el autómata está exento de padecer el estremecimiento de la pesadilla. Ocurre cuando las autoridades consideran conveniente aplicar las triquiñuelas clásicas en nuevos contextos de la actividad humana. Optan entonces por interponer factores de distracción entre el mérito y el reconocimiento, como un modo de incrementar el miedo en la mente cautiva. La vileza ya no es tan generosamente valorada. Vasile Cotigă, la joven promesa del partido comunista, entra en desgracia y su permanencia en el establishment es cuestionada. Se le recrimina el origen burgués de la esposa, la doctora Valentina Vrânceanu, quien, además del pecado original de la ascendencia judía, debe dar cuenta del aprovechamiento indebido de su posición directiva, en un centro hospitalario, para garantizarle una atención especial a su padre enfermo. Luego de innumerables ruegos, el camarada Petre Petru, un antiguo mentor, decide echarle una mano al caído y consigue ubicarlo como oficinista en una de las sucursales de la Caja de Ahorros.
Sentado en su nueva oficina, el camarada Victoraş Scarlat comparte la condición proletaria con un grupo de mujeres parlanchinas (Ina Nicolaevna Șatova, Geta Muşuroi, Viorica Voicilă y la joven Pitusa). Con el paso de los días, el revolucionario no tarda en advertir la muerte que se agazapa en la tranquilidad de la vida burocrática. De la mano de su nueva jefa, la camarada Carmen Petroianu, el activista repudiado aprende los rituales sociales propios de la cultura de la resignación socialista, siempre efectiva a la hora de mantener el culo pegado a la silla: «A todos les llega la hora de rodar cuesta abajo. ¡Quién sabe cuando le tocará a mi esposo! Al menos, vamos a endulzarnos la vida con algunas tonterías mientras se pueda (…) En ninguna parte nadie se hace rico con un sueldo. Incluso un buen sueldo no deja de ser un sueldo. No es trabajando como se llega a algo, ¡trabajando no! (…) Si uno quiere controlarlo todo, no le sale nada a derechas. Las buenas intenciones y las órdenes severas, como en el ejército, no valen para nada. El hombre sólo puede ser soldado durante un plazo breve». El disimulo y el cinismo como fases culminantes de la épica comunista.
Si Biografía robot puede interpretarse como una parábola del enquistamiento burocrático de los revolucionarios, la tercera historia del libro, Una ventana a la clase trabajadora, puede leerse como una moderna fábula moral, protagonizada por un obrero indignado ante los abusos cometidos por el más poderoso de los patronos: El Estado.
A pesar de contar con una impecable trayectoria profesional de veinticinco años en una fábrica metalúrgica, el técnico calificado Valentin Nanu es relevado abruptamente de sus responsabilidades y reubicado en el departamento de mantenimiento de la sección de calderos, con una baja de 400 leus en su remuneración mensual. A este primera vejación se suman otras represalias: asignación arbitraria de guardias, desconocimiento del pago de las horas extras, imposición de multas y amenazas de nuevas sanciones. Harto de la situación, Valentin Nanu acude al Tribunal de Justicia de Bucarest para denunciar el maltrato laboral y solicitar una compensación económica de 14 mil leus por daños y perjuicios.
Mientras espera el fallo judicial, decide trabajar como técnico a domicilio para compensar el dinero perdido. Como carece de clientela, echa mano de una agudeza mental: con la mirada busca ventanas en mal estado, por tratarse de un posible indicio de personas interesadas en reparaciones domésticas. De este modo, traba relación con un matrimonio de literatos que vive en un calculado aislamiento. La presencia insistente de Valentin Nanu da pie a una relación marcada simultáneamente por el interés y la desconfianza. La visita profesional le permite a la pareja recuperar los objetos averiados y retomar el vínculo interrumpido con la vida colectiva, aquella que transcurre más allá de las paredes del apartamento. De manera sorpresiva, el Tribunal de Justicia de Bucarest se pronuncia a favor del denunciante, aunque fija la compensación económica en 8 mil 750 leus. Pero Valentin Nanu no tendrá tiempo de celebrar la victoria, porque un acontecimiento familiar le recordará que aquel Estado suficientemente poderoso como para darle todo tiene también la capacidad, un buen día, de quitarle todo…
Cuando releo las líneas de Una ventana a la clase trabajadora me confieso particularmente identificado con una de las tantas recreaciones que el escritor Norma Manea hace de la vida cotidiana en un país socialista. La escena se desarrolla en una parada del transporte público y retrata de manera irónica el supuesto potencial conflictivo que late en aquellas personas que participan, resignadamente, en cada una de las colas propiciadas por el sistema comunista, en su estrategia de someter la voluntad del ciudadano mediante una política de fomento diabólico de la escasez: «Grupos numerosos y compactos de gente se apiñan en la parada del autobús. No es la primera vez que el transporte público se convierte en blanco de las maldiciones y denuestos de la población. Amargos balbuceos concentran el odio y la desesperación de los pobres pasajeros. Se dan la vuelta, chocan unos con otros, de vez en cuando otean el horizonte con la esperanza de ver aparecer, por fin, al monstruo que los lleve a casa. Aturdidos por el frío y el cansancio, se desahogan con estrépito. Quien recogiese sus frases sincopadas creería que su indignación va a transformarse en un estallido generalizado en las próximas horas. Pero quien ha oído con frecuencia a estos oprimidos de lo cotidiano repetir los mismos vituperios desesperados en las colas diarias para la carne, el jabón, las chinchetas, el papel higiénico, los autobuses, el tabaco o los gorros, las colas de un interminable coro de la humillación y el furor… quien los ha oído todos los días ya se ha acostumbrado a no esperar más de esos cíclicos estallidos».
El libro Felicidad obligatoria concluye con el relato titulado La gabardina. En mi opinión, el texto mejor logrado. Vasile Beldeanu y Dina Eisberg, dos eminentes personajes de la jerarquía comunista, invitan a su apartamento a dos matrimonios amigos: los Stoian (Iona y Alexandre) y la pareja formada por Felicia y su esposo «El chico», «El niño», «El inocente», «El sabio». La velada transcurre de manera tranquila. La conversación perfila la psicología y la posición social de los presentes. Se deja ver rápidamente la envidia que despierta la influencia de Vasile y Dina en las esferas del poder. Cada atención es interpretada por los invitados como un gesto de ostentación. La pronunciación de frases reticentes y la existencia de cierta tensión erótica dejan entrever una vieja aventura amorosa entre la anfitriona y «El chico», «El niño», «El inocente», «El sabio». Cuando concluye la reunión uno de los invitados deja olvidada en el perchero una gabardina semejante a la usada por los agentes de la policía política. El hallazgo de esta prenda de vestir desencadena una serie de eventos marcados por la ambigüedad y la paranoia, una zona gris donde nadie es lo que dice ser y el fingimiento se convierte en la única pauta de comportamiento.
Sobre este cuento escribe el editor Robert Boyers en la revista Letras Libres: «El abrigo parecería el elemento decisivo, la única cosa segura en la que podemos centrar nuestras comprensión. Pero luego nos preguntamos, ¿qué nos dice exactamente la gabardina aparentemente simbólica?, y descubrimos que le confiere a la obra entera un aire de sospecha, sin resolver o revelar cosa alguna. Bellamente colocada dentro de la narrativa, como si fuese de hecho decisiva, bien puede señalar —creemos— sin señalar nada en particular. ‛’Un lector se refiere a la gabardina como “una suerte de ‛significante flotante’, un objeto que es casi sin duda un signo”, aunque bien puede no significar más que la ansiedad o la intranquilidad en ausencia de cualquier cosa más fiable».
El cuento La gabardina no sólo retrata la paranoia y el miedo inducido por un Estado policial. Va más allá: muestra el aliento de vida que sustenta a las instituciones de vigilancia y control social; oficinas y servicios secretos que, una vez echados a andar, persisten siempre en su camino, a pesar de que ya no haya ninguna conspiración que develar ni ninguna explosión social que yugular: «Los que nos vigilan, a nosotros y a todo el mundo, están aburridos. ¡Aburridos, sí señor! Trabajan sin ganas, esperando que llegue el fin de mes para cobrar el sueldo. Redactan informes para aparentar que tienen algo que hacer, porque si no habría reducción de personal y perderían sus privilegios. Trabajo en vano, sin ningún rendimiento. No sólo en las fábricas y en el campo se trabaja sin ningún rendimiento. Hasta en esta misma institución… LA INSTITUCIÓN, o sea, ya sabes a lo que me refiero, por supuesto. ¡La Institución Básica! Ineficaz, como las que dependen de ella. ¡Dispone de los mejores medios, por supuesto, pero trabaja en vano, Sabio! En vano, te lo digo yo. Piénsalo... No hacen más que llenar expedientes y armarios. Informes, notas confidenciales, legajos y más legajos. ¿Y qué? ¡Nada! Nada, muchacho… No pueden poner en práctica todo lo que preparan, no pueden hacer que funcione, y añaden, reanudan y aumentan. Ya no estamos en los tiempos del georgiano bigotudo…  En balde repiten los del otro lado, los del paraíso del consumo, los eslóganes sobre la Utopía y el Terror. ¿Qué utopía? Ya no se trata de nada de eso… ¡Cómo si ellos, con su pragmatismo, hubiesen encontrado la solución! Fíjate en ellos y verás lo que significa la falta de utopía, fíjate en nosotros y verás lo que significa la falta de todo, incluso de utopía. Pero ya no detienen en plena noche a miles de personas… Aunque el material y la motivación los preparan continuamente, por supuesto, la máquina tiene que trabajar, ya que existe tiene que trabajar. ¡En vano! Armarios, habitaciones enteras. Expedientes, expedientes, expedientes que no se concretan. Rendimiento mínimo también en éstos, entérate. Rendimiento mínimo, Chico».

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