El primer resentimiento de un marxista es con la
realidad. No puede haber disculpa posible para el turbión de acontecimientos
que, en todo tiempo y lugar (el comunismo ha fracasado ya en 46 países),
pulveriza las pretensiones de verdad científica contenidas en los postulados
ideológicos de Marx y Engels.
Ya para principios de los años sesenta del siglo
XX, el comunismo había dejado de ser una esperanza redentora del proletariado
universal para erigirse en el único sistema político en la historia de la
humanidad forjadora de su propia rama de la comedia. Nadie lo ha expresado
mejor que el periodista inglés Ben Lewis, autor del libro La hoz y
la cosquilla: «El comunismo se convirtió en una máquina
de creación humorística, entre otras causas, porque su fracaso económico y su
obsesión por el control ciudadano precipitaron situaciones irremediablemente
ridículas. Se trataba de un mundo absurdo, de un mal chiste. La teoría marxista
de la producción no funcionó ni un solo día: ya en las primeras semanas había
graves problemas de abastecimiento de alimentos y mercancías. Sin embargo, los
periódicos oficiales se hacían los ciegos ante aquella realidad, y aprovechaban
sus titulares para alabar el triunfo del socialismo real. El resultado de la desconexión
existente entre los hechos cotidianos y la propaganda del régimen fue el
nacimiento espontáneo de cientos de chistes».
A pesar de la macabra eficiencia de la policía
política y la falsa normalidad auspiciada por la maquinaria propagandística, la
realidad redujo a escombros al bloque soviético. El mundo moderno asistió,
nuevamente, al deprimente espectáculo de otro imperio de mil años que desaparecía
sin siquiera llegar a una centuria. Desleído el maquillaje científico de
engendros totalizadores como el Anti-Dühring
y El capital, los dirigentes
comunistas se encastillaron en el pragmatismo de la acción política para
mantener su dominación, pero ahora bajo las directrices del más salvaje de los
sistemas económicos: el capitalismo de carteles y clanes mafiosos.
La venerable intelectualidad marxista fue
expulsada de los centros de poder. Sus miembros no pudieron evitar sentirse
científicos sociales degradados en el campo de batalla. Como derrelictos
arrojados por la marea de los tiempos, teóricos y especialistas del pensamiento
de izquierda fueron recalando lentamente en la quietud burguesa de los
claustros universitarios. Aceptaron resignados la titularidad de cátedras de
filosofía mientras maldecían, en la oscuridad de sus cubículos, la realidad indomeñable
que ridiculizó sus saberes, eclipsó sus influencias y los convirtió en penosos
y trágicos chascarrillos. El odio, cuando es experimentado con la intensidad
del trance, se revela como el misticismo canalla del alma fanatizada. Sobre la
gestación de este tipo de resentimiento estamos bien enterados gracias a la
perspicacia de Laurence Sterne en Vida y
opiniones del caballero Tristram Shandy: «Créeme, querido Yorick, este tu
irreflexivo humor te ha de traer tarde o temprano complicaciones y problemas,
con los que luego no valdrá para nada el ingenio. Sucede a menudo con estas
bromas que algunas personas de quienes uno se ríe se sienten agraviadas y en
posesión de toda la razón del mundo para sentirse así y cuando uno los llega a
considerar así también y echa cuentas de sus amigos, familiares, allegados y
camaradas, que no son sino otros tantos reclutas alistados con el ofendido bajo
el común denominador del peligro compartido, resulta que uno se da cuenta de
que no es exagerado calcular que por cada diez bromas dadas os habréis creado
cien enemigos».
En la casta sacerdotal nacida al calor de la
hermenéutica marxista «la realidad» se hizo de más de cien enemigos. Nombrarla
estaba prohibido en los monumentales y abstrusos ensayos sobre la economía de
planificación central redactados por los miembros de la intelligentsia. Páginas y páginas donde se entonaban loas a las
fuerzas de la historia y se deslizaban ligeros sarcasmos en relación con la
mano invisible del mercado, pero también se echaban de menos cada una de las
palabras empleadas para denominar la existencia real de algo, para señalar lo
que de verdad ocurre, para identificar aquellos aspectos con un valor práctico.
Esta sistemática negación del objeto del odio ―si no te nombro no existes― y su
reemplazo por la expresión «condición objetiva» siempre resultó más fácil que
reconocer, en un gesto valiente, la dimensión de la estafa, la magnitud del
ocultamiento: las ideas de Carlos Marx nunca formaron un sistema cohesionado de
postulados científicos, entre otras razones por la variedad de actividades productivas
que le impedían al autor de la novedosa teoría económica el desarrollo definitivo
de sus planteamientos y por el conflicto irresoluble entre dos influencias
intelectuales de igual peso: la perspectiva especulativa de Hegel (la historia
obedece a una lógica de desarrollo) y la perspectiva cientificista de la
escuela positivista.
No existió el Marx de una pieza. No existió esa suerte
de profeta ateo que legó a los hombres su tabla grabada con diez mandamientos.
Únicamente existió el hombre marcado por las contradicciones, el intelectual
escaldado por la realidad en cada una de las oportunidades en que intentó
plasmar, en los hechos, sus más febricitantes disquisiciones revolucionarias.
En una reseña literaria publicada el 9 de mayo de 2013 en The New York Review of Books el filósofo John Gray se ocupó
profusamente de relievar este aspecto de la vida del judío de Tréveris (a
propósito de la publicación de la biografía Karl
Marx, firmada por el historiador norteamericano Jonathan Sperber): «Sperber,
que usa como una de sus fuentes principales la reciente edición de las obras de
Marx y Engels, comúnmente conocida por su acrónimo
alemán, mega, construye una imagen de las ideas políticas de Marx que
es didácticamente distinta a la que han preservado las explicaciones
habituales. Las posturas que Marx adoptaba obedecían muy pocas veces a un
compromiso teórico preexistente con el capitalismo o el comunismo. A menudo
reflejaban sus actitudes ante los gobiernos europeos y sus conflictos, y las
intrigas y rivalidades en las que participaba como activista político (…) La
visión sutilmente revisionista de Sperber se extiende a lo que comúnmente se
consideran los postulados ideológicos definitivos de Marx. Hoy, como a lo largo
del siglo XX, la idea del comunismo es inseparable de Marx, pero no
siempre estuvo vinculado a ella. En su primer texto después de asumir el puesto
de editor del Rheinische Zeitung en
1842, Marx lanzó una áspera polémica en contra del principal periódico en
Alemania, el Augsburg Allgemeine Zeitung,
por publicar artículos a favor del comunismo. No basaba su ataque en argumentos
sobre la inviabilidad del comunismo: era la idea misma lo que refutaba.
Lamentaba que “nuestras ciudades comerciales, que florecieron en el pasado, ya
no lo hacen”, y declaraba que el auge de las ideas comunistas “había de
derrotar nuestra inteligencia, conquistar nuestros sentimientos”, en un proceso
insidioso sin remedio claro. En cambio, cualquier intento de introducir el comunismo
podía atajarse fácilmente con la fuerza de las armas: “Los intentos prácticos
[de instaurar el comunismo], e incluso los intentos masivos, se pueden
responder a cañonazos”. Como escribe Sperber: “El hombre que había de escribir
el Manifiesto comunista apenas cinco años después ¡defendía el uso
del ejército para reprimir un alzamiento de trabajadores comunistas!”. No se
trata de una anomalía aislada. En un discurso ante la Sociedad Democrática de
Colonia en agosto de 1848, Marx se refirió a la dictadura revolucionaria de una
sola clase como un “disparate”: una opinión tan notablemente contraria a la que
había expresado apenas seis meses antes en el Manifiesto comunista que
posteriores editores marxistas-leninistas de sus discursos se negaron a aceptar
su autenticidad. Y, más de veinte años después, cuando comenzaba la guerra
franco-prusiana, también desdeñó como “disparate” toda noción sobre la Comuna
de París. El Marx anticomunista es una figura poco conocida, pero sin duda hubo
ocasiones en las que compartió la opinión de los liberales, los de su tiempo y
los posteriores, de que el comunismo (asumiendo que fuera viable) sería
perjudicial para el progreso humano».
El desprecio por la realidad determina el norte
de las actividades académicas de los intelectuales filocomunistas: los hace
abandonar las líneas de investigación en el área económica. Reivindican
categorías centrales del ideario marxista como la formación de la conciencia de
clase y el proceso de alienación de los estratos populares, pero además vuelcan
su interés científico en la indagación de los mecanismos teóricos y prácticos relacionados
con los fenómenos de masas, materia prima de todo proceso de reingeniería
social. Buscan identificar en el ámbito mental los axiomas que el mundo de los
hechos le negó al marxismo. La ansiada ley de la historia reinterpretada como
la sumatoria totalizadora de las leyes que rigen las historias particulares. Aprovechan
de esta forma la vasta experiencia obtenida por los sistemas socialistas en la
aplicación de los factores persuasivos (propaganda) y disuasivos (represión y
vigilancia policial) del condicionamiento psicológico.
Luego de un período de ensimismamiento y
repliegue ideológico, connotados intelectuales de izquierda, movidos por un
recelo instintivo frente a la cotidianidad, comienzan a mirar con atención las investigaciones
académicas sobre la fabricación de realidades virtuales o paralelas por parte
de los medios de comunicación social de las sociedades capitalistas. Apoyan los
postulados de la «Teoría de la cultura de masas», enarbolada por la Escuela de
Frankfurt («la dominación cultural se expresa a través de los medios masivos»);
celebran la aparición de la tesis de la «aguja hipodérmica» propuesta por Harold
Lasswell, el padre de la «Teoría de los efectos» («los medios inyectan ideas y
estereotipos en el público para producir ciertos tipos de comportamientos»); y
magnifican el impacto de los llamados «mensajes subliminales» (una tendencia
que se mantiene incluso en nuestros días, a pesar de que como sostienen Ludovic
Ferrand y Juan Segui, en su obra La
percepción subliminal, estudios recientes en el área de la psicología
experimental demuestran que la percepción se borra en algunos centenares de
milisegundos, de tal forma que «el consumidor o el elector deberían
precipitarse en menos de 150 milisegundos hacia las estanterías, o hacia una
cabina electoral, para que el efecto del mensaje subliminal pueda actuar. Las
manipulaciones mentales por medio de mensajes subliminales en la práctica, son
imposibles»).
El aparente éxito de los primeros estudios
sociológicos en el área de los medios de comunicación social anima los días
cansinos de los pensadores comunistas, pero no consigue infundir vitalidad a la
ideología zombi que parasita sus mentes. Se precisa de un milagro para que al
marxismo le sea dado experimentar la tan ansiada «vida después de la vida». El
milagro tardará un poco, pero finalmente llegará desde el penumbroso terreno de
la espeleología. En la agotada caverna de la filosofía alemana, un humilde
minero descubre una rica veta. Un texto olvidado de Federico Nietzsche revela a
los seres del futuro un hallazgo subversivo: la realidad es una farsa, carece
de una entidad independiente y previa a la comprensión humana; no es más que un
proceso continuo de creación de significados orientadores de la acción de las
personas. En las propias palabras del autor de El anticristo: «No hay hechos en sí. Lo que ocurre es un conjunto
de fenómenos, elegidos y reunidos por un ser que interpreta (…) No hay ningún
“estado de hecho en sí”; por el contrario, siempre hay que proyectar un sentido
para que pueda haber un estado de hecho (…) En verdad, la interpretación es, en
sí misma, un medio de hacerse amo de algo. El proceso orgánico presupone un
interpretar perpetuo». Sobre el osario de la realidad el posmodernismo funda su
templo y sus argumentos arrojan luz sobre el fatal destino del marxismo: no
hubo una defunción natural del comunismo. Hubo, sí, un asesinato simbólico como
consecuencia de la imposición en la opinión pública mundial de una
interpretación ideológica sesgada (la famosa tesis del fin de la historia» preconizada
por Francis Fukuyama y su panda de liberales).
Al no existir los hechos, sino las
interpretaciones, el centro de interés académico se desplaza hacia el análisis
del lenguaje que hace posible la persuasión del otro o, en su defecto, la
imposición simbólica de una determinada explicación de la realidad. La
lingüística se erige en la ciencia general de la comunicación y todos se ocupan
de analizar los trabajos pioneros del francés Ferdinand de Saussure. En su
breviario Sociología de los medios de
comunicación Éric Maigret nos refiere el pragmatismo con el cual algunos
autores filomarxistas y posmodernistas buscaron sacar provecho de los más disímiles
corpus disciplinarios: «El lenguaje se concibe como externo a los hombres, como
autónomo, como un producto de la sociedad que constriñe a los hombres a la vez
que les permite expresarse. La lingüística se sustenta sobre una teoría del
signo, objeto clave cuya definición se reveló muy amplia ya que desborda el
campo del lenguaje. Es signo todo lo que tiene sentido: una palabra, una frase,
una imagen, un objeto al que dotamos de significación (una lámpara de pie puede
evocar la imagen de un anciano agachado, un pastelito puede recordarnos toda
nuestra infancia). La lingüística es entonces una subparte de una ciencia
general del signo que Saussure llama semiología y ésta última debe incluir
también el análisis de la imagen, de los signos auditivos, etc. En su versión
saussuriana, la semiología segmenta el signo en dos elementos tan dependientes
como pueden ser las dos caras de una moneda: el significante es el soporte del sentido (la palabra, la frase) y el significado, el sentido (o sema). A
esta división se une la noción de denotación,
sentido primero o inmediato de un significante, que es objeto de consenso, y la
de connotación, segundo sentido. La
palabra “rosa” denota una flor pero sus connotaciones son innumerables: el
color, la pasión, lo que pincha, etc. Hay arbitrariedad del signo puesto que
son las sociedades y no la naturaleza las que fijan el sentido de un
significante (la palabra “sensible” en francés remite a la emoción, mientras
que en inglés significa razonable). La lengua es un sistema o una estructura
porque las denotaciones y connotaciones son técnicas relacionales, los signos
se organizan unos en relación con otros: un discurso no dice nada en sí,
significa por diferencia (…) La excrecencia desmesurada del modelo lingüístico
tiene su apogeo con Claude Lévi-Strauss quien defiende una visión ampliada de
la comunicación como fenómeno antropológico transversal, intercambio de
palabras, de bienes y de mujeres, ya que los sistemas económicos y
sociales/sexuales son idénticos al modelo provisto por el lenguaje. Esta
antropología, detenida en la etapa de proyecto y por tanto duramente criticada,
poco convincente también por su machismo implícito, se vuelve un gran éxito
cuando se convierte en estudio de los mitos de las sociedades amerindias. Lévi Strauss,
después de Marcel Mauss y Emil Durkheim, demuestra que los hombres significan recurriendo a figuras retóricas de estilo
(metáfora, metonimia, símil, etc.) que son mecanismos de desplazamiento del
sentido que ellos ordenan en estructuras que se llaman relatos».
La llamada «Teoría del framing o enmarcamiento» es otro hallazgo relevante en el campo de
la lingüística y las ciencias cognitivas. Los frames o marcos son estructuras mentales que les permiten a las
personas comprender la realidad y, a veces, crear lo que ellas entienden por
realidad. Los marcos ayudan a las personas en sus interacciones más básicas con
el entorno: estructuran ideas y conceptos, modelan la manera de razonar,
condicionan los mecanismos de percepción e inciden en los modos de comportamiento.
El uso de estos marcos es inconsciente, automático, nadie se percata del
influjo.
El sociólogo Irving Goffman fue uno de los
primeros intelectuales en advertir la existencia de estos marcos y en precisar
cómo condicionan las relaciones humanas con el mundo. Goffman analizó
instituciones, como hospitales y casinos, y usos sociales, como los juegos de
seducción y las salidas de compras a centros comerciales. Descubrió algo importante:
las instituciones y situaciones sociales están conformadas por estructuras
mentales (marcos) que determinan el comportamiento de los individuos dentro de
esas instituciones y situaciones.
En otras palabras: la vida vista como una obra
de teatro en pleno desarrollo, la realidad entendida como la encarnación de una
metáfora (ejemplo: el béisbol), con papeles claramente delimitados (árbitros,
equipos rivales, lanzadores, bateadores), con escenarios específicos (el
estadio, la tribuna, la lomita), con momentos mentales determinados (octavo
inning, segundo strike, séptimo juego de la final), con relaciones y jerarquías
previamente establecidas entre los personajes (mánager, abridor, cuarto bate,
relevista, bateador emergente), con acciones lógicas (lanzar, correr,
deslizarse) y acciones prohibidas dado el tipo de contexto (nadar, dormir,
planchar), y con un vocabulario que no tiene sentido fuera del marco para el
que fue creado (no hit no run, elevado de sacrificio, robo de base). El poder
comunicacional de los marcos estriba en su capacidad para reproducirse a una
escala mucho más pequeña pero simbólicamente más significativa: el campo
semántico, el lenguaje.
En su obra Punto
de reflexión. Manual del progresista, George Lakoff, catedrático de
lingüística y ciencias cognitivas en la Universidad de California, ilustra con
un ejemplo las implicaciones de la «Teoría del Framing» o enmarcamiento:
«Charles Fillmore, uno de los lingüistas más destacados, ha estudiado como los
marcos cotidianos funcionan en los procesos judiciales. Por ejemplo, el verbo
“acusar” se define dentro de un “marco de acusación” y se conjuga en función de
unos papeles semánticos: acusador, acusado, delito y acusación. El acusador y
el acusado son personas (físicas o jurídicas), el delito es una acción y la
acusación es un acto verbal, una declaración. El acusador asume que el delito
es ilegal e inmoral y declara que el acusado cometió el delito. Ahora
analicemos esta frase: “Los demócratas acusan a Bush de espiar ilegalmente a
los ciudadanos de los Estados Unidos”. Los acusadores son los demócratas; el acusado
es el presidente; el delito, espiar ilegalmente a los ciudadanos de los Estados
Unidos; y la acusación, el acto de denunciarlo. El verbo “acusar” está
compuesto por dos elementos: uno declarado, y el otro presupuesto. El acusador
presupone la maldad (ilegalidad o inmoralidad) del delito y declara que el
acusado cometió un delito. La palabra “espiar” viene acompañada de su propio
marco, en el que hay un espía, un espiado y el acto de espiar, es decir, el
intento subrepticio de obtener información útil sobre la persona espiada. El
espía no sólo vigila las acciones de otro; el trabajo del espía consiste en
buscar cualquier cosa que pueda interpretarse como sospechosa o reveladora. En
resumen, el espía está llevando sus
marcos de comprensión y acción a las actividades diarias del espiado. Una
actividad “inocente” para quien la está haciendo puede resultar sospechosa al
espía. Lo interesante de la frase antes mencionada es que Bush no negó que se
espiara. Respondió afirmando que no fue ni ilegal ni inmoral, que no fue malo, sino que se obró correctamente, y bajo el amparo de su
condición de comandante en jefe. De este modo, Bush intentaba debilitar el marco, haciendo que el marco no fuera
adecuado para explicar lo ocurrido. Los marcos institucionales de Goffman y
los marcos de los procesos judiciales de Fillmore tienen la misma estructura:
papeles o roles semánticos, relaciones entre papeles o roles y un guión
prestablecido (…) Estos marcos también estructuran nuestras instituciones
políticas: elecciones, tribunales, órganos legislativos y administrativos…».
En términos de comunicación política, existen
muchos tipos de frames. Los marcos
profundos: valores y principios de alcance general que definen el «sentido
común» de las personas y posibilitan que una frase llamativa cale en el
público. Los marcos superficiales: eslóganes y consignas concebidos para
activar la atención del público u orientar la percepción de las personas. Los
marcos argumentales: estructuras de razonamiento que sustentan la premisa de un
eslogan o consigna. Los marcos que definen temas: aquellos que caracterizan el
problema, reparten culpas, simplifican las posibles soluciones y anulan
cualquier preocupación relevante que no esté contenida en el enmarcamiento. Los
marcos de mensaje: definen el enfoque y las pautas de elaboración de discursos,
piezas publicitarias, intervenciones públicas y declaraciones de prensa (tienen
en común los siguientes papeles semánticos: mensajeros, receptores, temas,
mensajes, medios e imágenes). La importancia de estos marcos en la
configuración de las opiniones individuales ha quedado corroborada por recientes
investigaciones académicas. La ciencia cognitiva ha demostrado que gran parte
del pensamiento es inconsciente y que las personas se forman sus ideas y
creencias a partir de marcos y metáforas, mecanismos alejados de la lógica
clásica. Se suele pensar que existe un único «sentido común», una suerte de
sabiduría convencional que se manifiesta de un modo idéntico en cada sujeto.
Sin embargo, esto no es así. El «sentido común» está determinado por los marcos
adquiridos de manera inconsciente. El «sentido común» de una persona puede ser
para otra una perversa ideología política.
El racionalismo apuesta a favor de la
contundencia de los hechos: la gente puede llegar por sí sola a conclusiones
pertinentes, siempre y cuando se le dé toda la información relacionada con un
suceso. Pero los estudiosos de los mecanismos del conocimiento humano sostienen
justo lo contrario: si los hechos no se ajustan a los marcos, la gente se
quedará con sus marcos (que están físicamente en sus cerebros) e ignorará,
olvidará o razonará en contra de los hechos. Los hechos tienen que estar
enmarcados de manera que tengan sentido y puedan convertirse en elementos del
razonamiento.
El racionalismo impera en los sectores
democráticos de Venezuela, y esa es una de las razones por lo que han perdido
terreno ante los chavistas. Las campañas políticas de la oposición basadas en
el racionalismo han descuidado los aspectos simbólicos, morales y emocionales,
es decir, todo lo que debería enmarcar una estrategia de persuasión colectiva.
La tendencia a esgrimir argumentos centrados en hechos y no valores ―lo
insuficiente del último aumento del salario mínimo, el número de devaluaciones
sucesivas, la merma de la producción de bienes y servicios―es un esfuerzo
perdido, condenado a caer en saco roto. La habilidad de los estrategas
comunicacionales del chavismo ha consistido en imponer durante quince años a la
sociedad venezolana sus marcos (tanto «profundos» como «superficiales»),
mediante la repetición de valores y principios aludidos de manera genérica en
significantes vacíos de fuerte resonancia y carga emocional positiva, como por
ejemplo las palabras «pueblo», «justicia», «igualdad», «dignidad», «soberanía»,
«revolución», «independencia». Este mecanismo de manipulación de la opinión
pública puede apreciarse, en toda su magnitud, cuando el gobierno en lugar de
admitir los problemas de escasez y desabastecimiento de productos de la cesta
básica aprovecha la coyuntura para anunciar acciones penales y administrativas
contra los supuestos promotores de una «guerra» económica contra el pueblo y la
revolución bolivariana; pero también cuando acusa de «terroristas» a los
estudiantes que encabezan las protestas populares celebradas en Venezuela a
partir del pasado 12 de febrero. ¿Dónde está la manipulación? El marco
conceptual relacionado con la «guerra» tiene unos papeles semánticos
predeterminados: ejércitos, lucha, cruzada moral, comandante en jefe, ocupación
de territorios, ataques sorpresas, rendición del enemigo y patriotas que apoyan
a las tropas; además la «guerra» justifica cualquier acción militar, porque en
una situación bélica todo es secundario. Si al término «guerra» se le suma el
término «terrorismo» se produce una metáfora en la que el «terrorismo» se
convierte en el ejército enemigo. En este punto del análisis es conveniente
ceder la palabra al profesor George Lakoff para mejor apreciar las
implicaciones semánticas y psicológicas de este peligroso marco de superficie:
«Hay que derrotar al enemigo. Pero el «terrorismo”, el “terror”, no es un
ejército de verdad, es un estado mental y, como tal, no se puede vencer en un
campo de batalla. Es una emoción. Por otra parte, el marco de la “guerra contra
el terrorismo” se perpetúa a sí mismo: el hecho mismo de estar en guerra
aterroriza a los ciudadanos y la reiteración de este marco crea aún más miedo.
De ahí que la “guerra contra el terrorismo” no tenga final, porque no se puede
vencer, derrotar ni apresar una emoción».
En la prensa venezolana nadie ha descrito mejor
esta maniobra de manipulación que el escritor Alberto Barrera Tyszka: «El
gobierno hace ahora lo imposible por ganar en el terreno de la verosimilitud.
Necesitan que sea verosímil la teoría del golpe de Estado. Necesitan hacer
creíble que todas las protestas son indignas y forman parte de un plan
calculado para derrocar al gobierno. Necesitan hacer lógico que la actuación
salvaje y sanguinaria de la fuerza militar es una noble respuesta defensiva
ante la agresión desmedida de un ejército asesino compuesto por estudiantes y
amas de casa entrenados en México, Estados Unidos, Panamá y en las haciendas de
Álvaro Uribe (…) Desde ese sistema operativo, desde esa nueva narrativa que
pretende explicar al país, el gobierno intenta ahora victimizarse, presentarse
no como el gestor, sino como el mártir de la violencia. Todo pasa por una
ceremonia anterior, por la construcción de una idea y de una sentimentalidad
que, durante quince años, ha desarrollado el poder. La idea de que ser de
oposición es ser de derecha y odiar al pueblo. La idea de que ser de la oposición
es estar asociado, de manera irremediable, al egoísmo, a la traición, a la
violencia, a la mentira, a la no venezolanidad… Morimos en las calles porque llevan
quince años matándonos simbólicamente (…) Es más fácil controlar la verdad que
controlar la inflación. A partir del 12 de febrero, el poder comenzó a
desarrollar un trabajo paralelo a la activación automática de la violencia
física: la construcción de una versión de la realidad que los pudiera salvar de
sus propias acciones. Ya existe una narrativa oficial que busca consolidar un nuevo consenso en el país. Todas las
noticias o declaraciones emanadas desde el gobierno, o desde las instituciones
que están al servicio del partido de gobierno, han ido lentamente adquiriendo
el mismo formato, el mismo lenguaje. Nada muy diferente de los que nos ha
enseñado la historia: la clase dominante intentando imponerle su voz al resto
de la sociedad. En el discurso oficial, por citar un ejemplo, ha habido una
progresiva desaparición del sustantivo “estudiantes”. La única calificación que
tienen ahora los sujetos de cualquier protesta se resume en tres palabras:
“terroristas”, “mercenarios”, “paramilitares”. Como si las marchas fueran una
convención de francotiradores. Como si la idea de la protesta fuera una
fantasía inexistente en el país. Este movimiento dentro del lenguaje es una
estrategia, forma parte de un plan, de una batalla fundamental para el
gobierno. Por eso Maduro escribe en The
New York Times y le concede una entrevista a The Guardian. Porque su prioridad es el traslado simbólico de la
culpa. Ya lo han dicho. Todos comienzan a declararlo como si fuera un mantra.
Ahora sostienen que todos los muertos son responsabilidad de la oposición. Y lo
repetirán hasta el cansancio o el infinito. Sin pudor».
Una vez descubierta la posibilidad de desquiciar
la percepción de la realidad mediante el uso del lenguaje y la creación de
marcos perceptivos de interpretación de acontecimientos, los intelectuales
posmarxistas van a lo suyo. Mientras el pensador esloveno Slavoj Žižek apela a
la teoría psicoanalítica lacaniana para determinar el modo en que triunfa una
ideología y el conjunto de sus preceptos son asimilados por el inconsciente
humano, el argentino Ernesto Laclau, como antes lo hiciera Claude Lévi-Strauss,
examina las implicaciones de los estudios de Marcel Mauss y Emil Durkheim,
pero también los del filósofo y matemático Blaise Pascal y el crítico literario
Paul de Man, para constituir una nueva concepción de la hegemonía que aporta el
universo simbólico necesario para la toma del poder por parte de los
neototalitarismos. Por tratarse Ernesto Laclau de una de las figuras
intelectuales más respetadas por los asesores comunicacionales del chavismo, en
gran medida por las vastas aplicaciones prácticas y discursivas de la «Teoría
de los significantes vacíos en la constitución de las significaciones políticas»,
vale la pena detenerse a revisar sus razonamientos.
Ernesto Laclau, pensador temerario (esto es, un
intelectual que sucumbe a la fascinación antidemocrática por el poder
totalitario, el líder carismático o el movimiento mesiánico), analiza en sus
ensayos los tipos de definición identificados por Blaise Pascal: (1) definición nominal o la que resulta de
la convención y se encuentra libre de contradicción, (2) definición real o el axioma o preposición que requiere ser
comprobado y (3) término primitivo o
noción difícilmente definible pero por entero inteligible («Si nadie me lo pregunta lo sé, pero si
trato de definirlo no lo sé», decía San Agustín del concepto del tiempo). Según
la tesis de Laclau, todo vocablo que suponga una definición de tipo real está
condenado a convertirse en un término primitivo, debido a la pérdida de sentido
nacida de la presión deformante de la labor mediadora del signo (la distorsión
de la representación), el paso del tiempo, la escasez de uso, la proliferación
de su empleo figurado (analogía, metáfora, metonimia) o su asimilación en una
falsa cadena de sinónimos hecha a partir de significantes vacíos. Al
convertirse en un término primitivo, la palabra se ve privada de su
significación particular sin que sea vea afectada, por esta operación semántica,
la intensidad de su carga emocional (una voz o un signo pueden manipularse para
cambiar la dirección de su carga: de positivo a negativo y viceversa). Así por
ejemplo, la palabra «fascismo», a noventa y cinco años de su primera
utilización formal en el primer congreso de la Fasci di Combattimmento en la ciudad de Trieste, únicamente
significa hoy una sucesión de ocho letras de significado equívoco y una carga
emotiva altamente negativa. Es, pues, un arma arrojadiza que puede ser lanzada
a la figura del enemigo político, junto con otras voces reales que al
transformarse en términos primitivos, por el desgaste del tiempo, funcionan también
como significantes vacíos de carga negativa (nazi, oligarca, terrorista) y son
susceptibles de emplearse de manera sucesiva (enumeración) o por sustitución (sinonimia)
dada su falsa relación de equivalencia. Lo más peligroso de esta aplicación
canallesca de principios lingüísticos y semánticos es que se dota al poder de
vocación absoluta de un extraordinario dispositivo simbólico para quebrar la
unidad de la lengua, reproducir la propaganda del régimen, adoctrinar a los
sectores más humildes de la población, potenciar la emocionalidad de los
discursos públicos, dinamitar los mecanismos de deliberación y réplica, negar
la realidad y acometer en el plano discursivo (donde se forjan las
interpretaciones de la realidad) la ilusión totalizadora. Dejemos hablar a
Ernesto Laclau: «Las diferentes luchas e iniciativas democráticas no están
unidas entre sí por vínculos necesarios, es decir, que nos enfrentamos con
relaciones metonímicas de contigüidad. Pero la operación hegemónica intenta,
sin embargo, que la condensación de esas luchas sea tan firme y estable como
sea posible; aquí las metonimias tienden a transformarse en totalización
metafórica. La relación hegemónica es sinecdóquica en la medida en que un
sector en particular ―el partido de la clase obrera, en este caso― tiende a
representar un todo que lo excede. Como, sin embargo, este todo carece de
límites definibles con precisión, nos encontramos con una sinécdoque impura: ella
consiste en el movimiento indecidible entre una parte que intenta encarnar un
todo indefinible, y un todo que sólo puede ser nombrado a través de su
alienación a una de sus partes».
Que la mayoría de los venezolanos no pueda
describir con exactitud «el socialismo del siglo XXI», a pesar de que
frecuentemente emplee este concepto en medio de una conversación política, nos
confirma que la ideología que brinda soporte al movimiento revolucionario no pasa
de ser un producto manufacturado en los laboratorios clandestinos de la «Teoría
de los significantes vacíos». Sin embargo, resulta fundamental subrayar que es allí,
precisamente, en su naturaleza indefinible donde radica la mayor fortaleza
simbólica de la expresión chavista, su mágico poder de aglutinación. Un sondeo
cualitativo de opinión contratado en junio del 2010 por el Centro Gumilla nos
comprueba la efectividad del truco semántico. Hablamos del estudio titulado
«Percepciones del socialismo en los sectores D y E», donde se organizan tres
grupos focales, en tres ciudades del país (Caracas, Barquisimeto y Maracaibo),
para conocer de boca de sus integrantes (venezolanos de 24 a 45 años de edad) las
ideas, nociones, simbologías, representaciones y expresiones lingüísticas
asociadas con la imagen del socialismo en el seno de las clases populares. El
politólogo Luis Salamanca resume del siguiente modo los hallazgos obtenidos: «Los
auto-identificados como chavistas señalan que socialismo es preocupación e
interés por lo social y lo económico. Al hurgar más profundamente asocian
socialismo con la igualdad de los ciudadanos, entendida como la igualdad
de oportunidades, de derechos y beneficios. Para la oposición, el
socialismo es básicamente el comunismo y/o la experiencia histórica del
socialismo en la URSS y en Cuba y creen que ese es el camino que está
transitando Chávez. La igualdad socialista es igualación por abajo, en desmedro
del mérito y esfuerzo individuales. En ese orden de ideas, pese al compromiso
con el proyecto del Presidente, los chavistas manifiestan un gran respeto por
la propiedad privada individual. El socialismo para los chavistas es Chávez;
para los opositores es lo negativo. La idea del socialismo ha penetrado en el
discurso político del venezolano gracias a la prédica de Chávez lo que provoca,
entre los chavistas, la asociación entre Chávez y el socialismo. Los
chavistas asocian mucho el socialismo a la figura de Chávez, en un sentido positivo.
Los opositores y ni-ni hacen lo propio pero en un sentido negativo. El
socialismo es para los chavistas la esperanza de solución de los problemas
desde lo individual hasta lo nacional; para los opositores es atraso y promesas
incumplidas. Los chavistas tienen la expectativa y la esperanza de
que se solucionen sus problemas en un orden que va desde lo personal hasta lo
nacional, pasando por lo familiar y lo comunitario. Ven en último lugar, las
soluciones a los problemas del país. Es interesante este “etapismo” que los
chavistas de los sectores D-E establecen para la construcción del socialismo:
primero, la persona; segundo, la familia; tercero, la comunidad; y, por último,
el país. Es de destacar la disparidad entre esta secuencia invertida en la
construcción del socialismo de la gente frente a la secuencia planteada por el
oficialismo, donde lo individual debe subordinarse a lo colectivo que es lo
primero. La secuencia planteada por el Presidente siempre empieza por el país y
concluye en el individuo y si hay que sacrificar lo individual, pues se
sacrifica a favor de lo colectivo».
La imposibilidad de asir conceptualmente al
«socialismo del siglo XXI» no es un problema determinado por el bajo nivel
educativo. El profesor galés Alan Woods, fundador de la asociación Tendencia
Marxista Internacional (TMI) y uno de los firmes partidarios del marxismo que
rodearon a Hugo Chávez, confiesa en una entrevista publicada en el año 2010:
«No creo que se pueda hablar del Socialismo del Siglo XXI como algo nuevo y
único, de este llamado Socialismo del Siglo XXI sólo se puede decir que nadie
tiene la menor idea de lo que es. Se trata de una botella vacía, que puede
llenarse con el contenido que le guste a cada uno. El problema es que esta
botella vacía ha sido presentada por la burocracia con todo tipo de ideas
reformistas acerca de una economía mixta y cosas similares». El español Juan
Carlos Monedero, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de
Madrid, tampoco puede aportar mayores precisiones: «El presidente Chávez
inicialmente tuvo unas referencias teóricas no perfectamente definidas. Tuvo un
compromiso con los pobres y una identidad nacional identificada con Bolívar.
Todo eso, sin embargo, no constituye un corpus; allí es cuando aparecen
personajes que se presentaron como asesores, pero que pecaron de absoluta
arrogancia pretendiendo arrogarse la construcción del presidente Chávez («El
chavismo según los chavistas». El Universal, domingo 24 de marzo de 2014).
La mayoría de los ideólogos del posmarxismo y
del posfascismo coinciden en su culto al caudillo, al hombre fuerte. A pesar de
que pensadores como Ernesto Laclau, Norberto Ceresole, Alan Woods y Heinz
Dieterich empleen diferentes denominaciones y apelen a distintas imágenes para
simbolizar el proceso de adoctrinamiento de las masas populares, todos ellos
rescatan la conveniencia de que los procesos de cambio sean encabezados por un
líder carismático de fuerte personalidad, con habilidades comunicacionales,
dotes estratégicas, ideología nacionalista y un discurso con reminiscencias mítico-religiosas.
¿Cómo surge este «comunicador nato», este «líder
necesario», cuyo carisma suspende el juicio crítico del individuo, embelesa el
alma de la comunidad y dinamita las bases institucionales de la democracia y el
republicanismo? ¿De qué modo su discurso manipulador, rico en resonancias
místicas y guerreras, corroe la esencia de una lengua nacional? Podemos
responder a estas preguntas gracias un filólogo que en 1933 se dio a la tarea
de registrar diariamente en un cuaderno de apuntes la manera como un líder
mesiánico copaba las instancias del poder del sistema político alemán y
arrastraba a toda una sociedad a un pozo de muerte y desolación («Observa,
analiza, guarda en la memoria lo que ocurre, mañana será diferente, mañana lo
percibirás de otra manera; regístralo tal como actúa y se manifiesta en el
momento»). Victor Klemperer inició sus apuntes como profesor de literatura
francesa en la Universidad de Dresde y los culminó quince años después como
operario de una fábrica y residente de una «casa de judíos». Sus observaciones
sobre la construcción de la atmósfera totalitaria iluminan aspectos tenebrosos
de los fenómenos de masas, como el impacto psicológico de las palabras, la
tendencia al resentimiento que aflora en poblaciones empobrecidas y la
determinación del espíritu de una época a través del lenguaje de sus hombres y
mujeres.
«En el primer año del régimen de Hitler ―yo
todavía ocupaba mi cargo y procuraba alejar de mí cualquier lectura nazi― cayó
en mis manos una obra primeriza publicada en 1929, Partenau, de René Hesse. No sé si se llamaba La novela del ejército alemán en el subtítulo o sólo en la solapa;
sea como fuere, se me quedó grabada esta definición general de la obra. Desde
una perspectiva artística, era un libro pobre: un relato largo, en el marco de
una novela sin resolver, demasiados personajes borrosos al lado de los dos
protagonistas, demasiados planes estratégicos que sólo podían interesar al
experto, a un futuro miembro del Estado Mayor; en definitiva, una obra carente
de equilibrio. No obstante, el contenido, que, de hecho, sólo pretendía
caracterizar al ejército alemán, enseguida me llamó la atención y más tarde
reapareció una y otra vez en mi memoria. La amistad entre el teniente coronel
Partenau y el terrateniente aristócrata Kiebold. El teniente coronel es un
genio militar, un patriota empedernido y un homosexual. El terrateniente sólo
quería ser su discípulo, pero no su amante, y el teniente coronel, concebido
como un personaje trágico, sin duda, se suicida. La desviación sexual queda más
o menos glorificada y adquiere los tintes heroicos de una verdadera amistad
masculina, y el patriotismo insatisfecho remite sin duda a Heinrich von Kleist.
Todo está escrito en el lenguaje expresionista, a veces pretencioso y
enigmático, de la época de la Primera Guerra Mundial y de los primeros años de
la República de Weimar, semejante, por ejemplo, al estilo de Fritz von Unruh.
Pero Unruh y los expresionistas alemanes de aquellos años eran pacifistas,
humanistas y, a pesar de su amor al país, cosmopolitas. Partenau, en cambio,
rebosa ideas revanchistas, y sus planes no son meras fantasmagorías; habla de “provincias
subterráneas” ya existentes, de la estructura subterránea de “células
organizadas”. Sólo falta, dice, un líder sobresaliente. “Sólo un hombre que
fuera más que un guerrero y un constructor sería capaz de despertar su energía
secreta durmiente y convertirla en un instrumento flexible y poderoso”. Cuando
se encuentre a este líder genial, creará espacios para los alemanes.
Trasplantará a Siberia a treinta y cinco millones de checos y miembros de otros
pueblos no germánicos, y su espacio actual en Europa será aprovechado por el
pueblo alemán. Este tiene derecho a ese espacio debido a su superioridad
humana, aunque su sangre lleve más de dos mil años “contaminada por el
cristianismo”… El aristócrata Kiebold se muestra entusiasmado por las ideas de
su teniente coronel. “Moriría mañana mismo por las ideas de Partenau”, declara.
Y más tarde le dice al propio Partenau: “Has sido la primera persona a la que
he podido preguntar con toda tranquilidad por el verdadero significado de
palabras como “conciencia”, “arrepentimiento” y “moral”, en comparación con los
de “pueblo” y “país”, tras lo cual ambos sacudimos la cabeza en señal de
profundo rechazo”. Como hemos señalado, la obra se publicó en 1929. ¡Qué
anticipo del lenguaje y de las convicciones del Tercer Reich! (…) Difícilmente
se mencionará Partenau en las futuras
historias de la literatura; pero debería desempeñar un papel muy importante en
la historia intelectual. El rencor y la
ambición de los lansquenetes desilusionados, hacia los cuales las jóvenes
generaciones alzaban la vista como si
fuesen héroes, constituyen una de las raíces más profundas de la lengua del
Tercer Reich», recuerda Victor Klemperer en su ensayo La Lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo.
Un pueblo atenazado por la pobreza, envenenado por
la pasión cainita, vaciado de espiritualidad, obsesionado por el brillo de
antiguas glorias políticas, constituye la mejor audiencia posible para un
discurso basado en el odio del enemigo interno y externo, un paso previo para
la dominación total («Amamos unidos, odiamos unidos / sólo tenemos a un enemigo
(…) A todos nos une un único odio / amamos unidos, odiamos unidos / sólo
tenemos un único enemigo», escribe Ernst Lissauer en el poema Canto de odio a Inglaterra). El
hitlerismo aprovechó la vulnerabilidad emocional del pueblo alemán y lo sometió
al bombardeo implacable de carteles, octavillas, alocuciones, artículos de
prensa y actos oficiales. Pero el daño mayor lo consiguió un recurso
propagandístico que no se capta mediante el pensamiento o el sentimiento
conscientes. Nos dice Klemperer: «El nazismo se introducía más bien en la carne
y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de
formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran
adoptadas de forma mecánica e inconsciente. El dístico de Schiller sobre “la
lengua culta que crea y piensa por ti” se suele interpretar de manera puramente
estética y, por así decirlo, inofensiva. Un verso logrado en una “lengua culta”
no demuestra el talento poético de quien ha dado con él; no resulta muy difícil
darse de poeta y pensador en una lengua altamente cultivada. Pero el lenguaje
no sólo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi
personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la
inconciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a
partir de elementos tóxicos? Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de
arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al
cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico. Si alguien dice una y otra vez
“fanático” en vez de “heroico” y “virtuoso”, creerá finalmente que, en efecto,
un fanático es un héroe virtuoso y que sin fanatismo no se puede ser un héroe
(…) En muchos aspectos, el lenguaje nazi remite al extranjero, pero gran parte
del resto proviene del alemán prehitleriano. No obstante, altera el valor y la
frecuencia de las palabras, convierte en bien general lo que antes pertenecía a
algún individuo o a un grupo minúsculo, y a todo esto impregna palabras, grupos
de palabras y formas sintácticas con su veneno, pone al lenguaje al servicio de
su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente,
más público y secreto a la vez».
Klemperer señala en sus anotaciones que la
Lengua del Tercer Reich es la lengua del fanatismo. Un código de sojuzgamiento
simbólico, de carácter totalitario, que no distingue entre ámbito privado o
ámbito público ni tampoco entre lenguaje escrito 0 lenguaje hablado, dado que
limita al concepto político de «pueblo» a la invocación permanente de una masa
primitiva. Despoja al hombre de su esencia individual; anula la personalidad; reduce
al sujeto a un elemento genérico, moldeable y reemplazable de una manada
dirigida y azuzada rumbo a una dirección específica («¿Qué hace un séquito
perfecto? No piensa y ya ni siquiera siente… Sigue».) El filólogo de Dresde confirma
esta siniestra operación de manipulación propagandística con el siguiente apunte
escrito el 20 de abril de 1933: «Otra ocasión festiva, otra fiesta del pueblo:
cumpleaños de Hitler. “Pueblo” se emplea tantas veces al hablar y escribir como
la sal en la comida; a todo se le agrega una pizca de pueblo: fiesta del
pueblo, camarada del pueblo, comunidad del pueblo, cercano al pueblo, ajeno al
pueblo, surgido del pueblo…».
La lengua del fanatismo tergiversa otras voces
de indudable abolengo. La palabra «voluntaria» tapa como un velo aquellas
acciones producidas por la presión o el chantaje, el vocablo «espontáneo»
anticipa la ocurrencia de los delitos organizados con apoyo del Estado y el
término «estratégico» justifica la confiscación del bien privado o el
ocultamiento de lo que debe ser sabido. El desquiciamiento del lenguaje llega
al paroxismo con la definición de «histórico». Otra vez apelamos a los apuntes de
1933: «He aquí la palabra que el nacionalsocialismo derrochó a mansalva desde
el principio hasta el fin. Se toma tan en serio o pretende convencerse tanto de
la duración de sus instituciones, que cualquier bagatela que le interese,
cualquier cosa que toque, es de importancia histórica. Considera histórico
cualquier discurso pronunciado por el Führer,
aunque diga cien veces lo mismo, es histórica cualquier reunión del Führer con el Duce, aunque no altere en absoluto la situación; es histórica la
victoria de un coche de carreras alemán, es histórica la inauguración de una
autopista, y se inaugura cada carretera y cada tramo de cada carretera; es
histórica cada fiesta de acción de gracias por la cosecha, es histórico cada
congreso del partido, es histórico cualquier día de fiesta de cualquier tipo. Y
como el Tercer Reich sólo consiste en días de fiesta ―podría decirse que estaba
enfermo de ausencia de días normales, mortalmente enfermo, así como un cuerpo
puede estar enfermo por falta de sal―considera históricos todos sus días». Pero
además de modificar la significación de las voces del idioma, la lengua del
fanatismo busca sentimentalizar el contenido de sus mensajes propagandísticos («Sustituir
el pensamiento por el sentimiento. Para sentimentalizar las cosas no
necesariamente se debe acudir a la tradición. La sentimentalización puede
asociarse libremente a lo cotidiano, puede emplear palabras corrientes del
lenguaje diario e incluso expresiones desenfadadas y utilizar una forma nueva
de apariencia sumamente neutra») y trasladar lo comunicado al ámbito de la
vivencia personal («Vivimos a todas horas desde el nacimiento hasta la muerte,
pero sólo aquellas horas extraordinarias en que vibra nuestra pasión, en que
percibimos la acción del destino, pueden constituirse en vivencias»).
La Lengua del Tercer Reich es un lenguaje
carcelario y, por tanto, forman parte de ella, como actos de ataque y defensa
entre carceleros y encarcelados, las alusiones veladas, las ambigüedades, las
falsificaciones, las siglas como un factor de protección hacia afuera y un elemento
de cohesión hacia adentro. «Desde luego las mentiras y fanfarronadas son
reconocidas como tales. Pero también es cierto que la propaganda reconocida
como mentira y fanfarronada sigue surtiendo su efecto si se tiene la cara dura
de continuar practicándola sin inmutarse (…) Cuando la palabra se dirige al
individuo, y no únicamente a su voluntad, cuando es doctrina, enseña los medios
necesarios para fanatizar y sugestionar a las masas», dice el filólogo.
En un amplio pasaje de su ensayo, Klemperer
analiza los estilos discursivos de Benito Mussolini y Adolfo Hitler y establece
importantes conclusiones: «Se trata de poner al líder en contacto directo con
el propio pueblo, con todo el pueblo, y no sólo con sus representantes. Si nos
remontamos en el tiempo siguiendo la línea de este pensamiento, toparemos
necesariamente con Rousseau, en particular con su Contrato Social. Cuando Rousseau escribe como ciudadano de Ginebra,
es decir, cuando tiene en mente las circunstancias de una ciudad-Estado, su
imaginación considera lógico y natural dar a la política una forma antigua y
mantenerla dentro de los límites propios de la ciudad, pues la política es el
arte de dirigir una polis, una
ciudad. Para Rousseau, el hombre de Estado es el orador que dirige al pueblo
reunido en la plaza; para Rousseau, las celebraciones deportivas y artísticas
en que participa la comunidad del pueblo significan instituciones políticas y
recursos publicitarios. La gran idea de la Unión Soviética consistió en
extender, mediante la aplicación de los nuevos inventos técnicos, mediante el
uso del cine y de la radio, el método espacialmente limitado de los antiguos y
de Rousseau a lo ilimitado, en permitir al líder y al hombre de Estado
dirigirse realmente y personalmente “a todos”, aunque este “todos” equivaliera
a millones de personas, aunque miles de kilómetros separaran a los grupos. De
este modo se devolvió al discurso la importancia que en la Antigüedad poseía
entre los medios y los deberes del hombre de Estado y se le dio, de hecho, una
importancia superior, por cuanto en lugar de Atenas se abarcaba todo un país y
más de un país. Sin embargo, el discurso no sólo cobraba mayor importancia que
antes, sino que también alteraba, necesariamente, su esencia. Al dirigirse a
todos, y no sólo a los representantes elegidos del pueblo, debía resultar
comprensible para todos y, por tanto, más popular. Popular es lo concreto;
cuanto más tangible sea un discurso, cuanto menos dirigido al intelecto, tanto
más popular será. Y cruza la frontera hacia la demagogia o la seducción de un
pueblo cuando pasa de no suponer una carga para el intelecto a excluirlo y a
narcotizarlo de manera deliberada. En cierto sentido, la plaza festivamente
adornada, la sala o la arena, pueden considerarse parte del propio discurso o
incluso su cuerpo; el discurso está incrustado y escenificado en este marco, es
una obra de arte total dirigida tanto al oído como a la vista; al oído
doblemente, ya que el bramido de la multitud, sus aplausos y muestras de
rechazo surten sobre el oyente un efecto cuando menos tan poderoso como el
discurso en sí. Por otra parte, el tono del discurso se ve sin duda influido,
sin duda teñido de forma palpable por la escenificación. La película sonora
transmite esta obra de arte en su plenitud; la radio sustituye el espectáculo
ofrecido a la vista por la locución, que corresponde al informe del mensajero
de la Antigüedad pero refleja fielmente el excitante doble efecto auditivo, el
responsorio espontáneo de la masa (…) En alemán, a Rede [discurso] y reden [hablar,
discurrir] sólo les corresponde el adjetivo rednerisch
[declamatorio], que, desde luego, no tiene buena aceptación: una actuación
«declamatoria» siempre está bajo la sospecha de ser pura bambolla. Casi podría
hablarse de una desconfianza hacia el orador innata al carácter del pueblo
alemán. Los pueblos románicos, en cambio, ajenos a esta desconfianza y
proclives a apreciar al orador, distinguen claramente entre lo oratorio y lo
retórico. Orador es para ellos un hombre que procura convencer mediante la
palabra y que, en un esfuerzo sincero por manifestarse con claridad, se dirige
tanto al corazón como a la inteligencia de sus oyentes. El adjetivo oratorio es
una alabanza con que los franceses cubren a los grandes clásicos del púlpito y
del teatro, a un Bossuet y a un Corneille. La lengua alemana también cuenta con
tales grandes oradores, como Lutero o Schiller. Para lo sospechosamente
«declamatorio» se utiliza en Occidente el término «retórico»: el rétor ―que se
remonta a la sofística de los griegos y a su decadencia― es el fabricante de
tópicos, el ofuscador de la inteligencia. ¿Pertenece Mussolini a los oradores o
los rétores? Sin duda, estaba más cerca del rétor que del orador, y en el
transcurso de su desgraciada evolución acabó entregado totalmente a lo retórico
(…) El Duce, por mucho que se le
notara el esfuerzo físico con que insuflaba energía a sus frases, con que
procuraba dominar a la multitud agolpada a sus pies, el Duce siempre seguía la corriente sonora de su lengua materna, se
entregaba a ella a pesar de toda su voluntad de dominio, era, incluso cuando se
deslizaba de lo oratorio a lo retórico, un orador sin distorsiones, sin
espasmos. Hitler siempre hablaba o, más bien, gritaba de manera espasmódica.
Incluso en el momento de máxima agitación, uno puede conservar cierta dignidad
y calma interna, cierta seguridad en sí mismo, un sentimiento de armonía con
uno mismo y con su comunidad. Hitler, el rétor consciente, exclusivo y
fundamental, carecía de todo eso desde el principio. Incluso en el momento del
triunfo se mostraba inseguro, acallaba a gritos a los adversarios y a sus
ideas. Nunca hubo serenidad, nunca hubo musicalidad en su voz, en el ritmo de
sus frases, siempre sólo burdos latigazos dirigidos contra los otros y contra
sí mismo. Su evolución, sobre todo en los años de la guerra, transcurrió desde
el agitador al acosado, desde las invectivas espasmódicas, pasando por la ira y
la ira impotente, a la desesperación. Nunca entendí cómo pudo, con sus burdas
frases muchas veces construidas de manera lesiva para la lengua alemana, con
una retórica evidente y totalmente contraria al carácter lingüístico del
alemán, ganarse a las masas y cautivarlas y sojuzgarlas durante un período tan
terriblemente largo. Pues por mucho que se atribuya a la influencia prolongada
de una sugestión que existió en su día, así como a la acción de una tiranía
carente de escrúpulos y al terror (“prefiero creer en la victoria a que me
ahorquen”, decía un chiste berlinés de la última fase), queda el hecho
espantoso de que la sugestión pudo gestarse y perdurar en millones de personas
hasta el último momento, en medio de todas las atrocidades (…) Desde 1933 sé de
manera irrefutable lo que intuía hace tiempo y no quería aceptar: que siempre
resulta muy fácil criar al pueblo creyente a pie juntillas. Y sé también que
todo hombre culto lleva adentro un estrato psíquico de pueblo, que en un
momento dado todo su saber sobre el engaño, toda su atención crítica no le
sirven en absoluto».
El anónimo integrante del séquito es un inocuo cero
a la izquierda, «redondo como una bola», pero el intelectual obnubilado por el
influjo particularísimo de su estrato psíquico de pueblo se convierte en un
factor de propagación del mal. Aprovecha su autoridad moral, su influencia
popular, para contribuir a la creación y asentamiento de los mitos
fundacionales de la nueva dominación. Con su prosa hipnótica, su voz
subyugante, su destreza narrativa, oculta las apetencias y los traumas que
arrastran al líder carismático. Construye un personaje grandilocuente que luego
será el centro del culto político, el dios profano de la nueva comunidad, sin nunca
reparar en la sabia advertencia de Groucho Marx: «“El poder para el pueblo”
significa dar todo el poder a quien grita “todo el poder para el pueblo”». Pero
este detalle resulta poco importante. En
su interior, lo intuye como el costo inmanente a todo proceso de cambio
revolucionario: el sometimiento de la sociedad a los designios de un gobernante
de fuerte personalidad con habilidades comunicacionales, dotes estratégicas,
ideología nacionalista y un discurso con reminiscencias mítico-religiosas. Una
descripción que encaja de manera
perfecta con el perfil periodístico de Hugo Chávez publicado por el novelista Gabriel
García Márquez el 31 de enero de 1999 en el diario El Universal: «Era el 4 de
febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez, con su culto sacramental de las fechas
históricas, comandaba el asalto desde su puesto de mando improvisado en el
Museo Histórico de La Planicie. El Presidente [Carlos Andrés Pérez] comprendió
entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a los
estudios de Venevisión para hablarle al pueblo. Doce horas después el golpe
militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que también a
él le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven coronel
criollo, con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de palabra,
asumió la responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político.
Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael
Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que
el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a
la Presidencia de la República menos de nueve años después. El presidente Hugo
Chávez Frías me contaba esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana
que nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince
días de su posesión como presidente constitucional de Venezuela por elección
popular. Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión
con los presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el
poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la
gracia criolla de un venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero
no nos fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para
conversar de su vida y milagros en el avión. Fue una buena experiencia de reportero
en reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad
que no correspondía para nada con la imagen del déspota que teníamos formada a
través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real? (…) Desde
el primer momento me di cuenta de que era un narrador natural. Un producto
íntegro de la cultura popular venezolana, que es creativa y alborozada. Tiene
un gran sentido del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le
permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de
Rómulo Gallegos».
Una vez bosquejados los trazos maestros del
perfil psicológico del líder, del hombre excepcional, el consagrado novelista
colombiano procede a presentarnos a su personaje literario en acción. Lo hace con
sucesivas anécdotas alusivas a la anagnórisis experimentada por el soldado
obediente devenido político contestatario: «Pocos días después [el teniente
Chávez] tuvo una experiencia que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne
para su tropa cuando un helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel
con un cargamento de soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez
cargó en brazos a un soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. “No me deje
morir, mi teniente”… le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro de
un carro. Otros siete murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se
preguntaba: “¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de
militares torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos
guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la
guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie”. Y
concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto
existencial”. Al día siguiente despertó convencido de que su destino era fundar
un movimiento. Y lo hizo a los veintitrés años, con un nombre evidente:
Ejército Bolivariano del Pueblo de Venezuela. Sus miembros fundadores cinco
soldados y él, con su grado de subteniente. “¿Con qué finalidad?” le pregunté.
Muy sencillo, dijo él: “Con la finalidad de prepararnos por si pasa algo”. Un
año después, ya como oficial paracaidista en un batallón blindado de Maracay,
empezó a conspirar en grande. Pero me
aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de
convocar voluntades para una tarea común. Esa era la situación el 17 de
diciembre de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera
decisivo en su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas,
y ayudante de oficial de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante
del regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante
mil doscientos hombres entre oficiales y tropas. A la una de la tarde, reunido
ya el batallón en el patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. “¿Y
el discurso?”, le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la
tribuna sin papel. “Yo no tengo discurso escrito”, le dijo Chávez. Y empezó a
hablar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una
cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América Latina,
transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los suyos y
los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe
Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento. El
comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para
ser oído por todos: “Chávez, usted parece un político”. “Entendido”, le replicó
Chávez. Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían logrado someterlo diez
contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo: “Usted está
equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un capitán de los
de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se mean en los
pantalones”. Entonces el coronel Manrique puso firme a la tropa y dijo: “Quiero
que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di
la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo
escrito, me lo había contado ayer”. Hizo una pausa efectista y luego concluyó
con una orden terminante: “¡Qué eso no salga de aquí!”. Al final del acto,
Chávez se fue a trotar con los capitanes Acosta Carle y Jesús Urdaneta
Hernández hacia el Samán de Güere, a diez kilómetros de distancia, y allí
repitieron el juramento solemne de Simón Bolívar en el monte Aventino. “Al
final, claro, le hice un cambio”, me dijo Chávez. En lugar de “cuando hayamos
roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del imperio español”, dijeron:
“Hasta que no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por
voluntad de los poderosos” (…) Siempre hemos dicho que los primeros éramos
tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya
identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de
febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero ya
estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está aquí con
nosotros en este avión”. Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón
apartado y dijo: “El coronel Badull” [Raúl Baduel] (…) El avión aterrizó en
Caracas a las tres de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de
aquella ciudad inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo
fueron también para mi vida. El Presidente se despidió con su abrazo caribe y
una invitación implícita: “Nos vemos aquí el 2 de febrero”. Mientras se alejaba
entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me
estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos
hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad
de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia
como un déspota más» (El enigma de los
dos Chávez. El Universal. Domingo 31 de enero de 1999).
¿Cuáles eran los embelecos discursivos, los
trucos comunicacionales, del ilusionista que deslumbró al nobel colombiano? A
lo largo de su campaña electoral, el candidato Hugo Chávez se esforzó por
imponer en la discusión pública la terminología de su proyecto personal de
poder, compuesta por voces con resonancias de transformación política como «cuarta
república», «quinta república», «cúpulas podridas» o «poder constituyente». De
este modo, Chávez cumplía con la aguda observación planteada por Jean-Pierre
Faye en su monumental obra Los lenguajes
totalitarios: «El crecimiento y desarrollo de una nueva jerga precede a las
fórmulas para tomar el poder, mediante un proceso de creación de la
aceptabilidad”. Hugo Chávez tuvo la habilidad de incorporar a su discurso dos
lenguajes tomados de dos mundos opuestos, el comunismo y el bolivarianismo, con
el propósito de producir un nuevo relato para la identificación colectiva.
También hizo suyas voces tradicionales y las singularizó con nuevos adjetivos,
como lo demuestra la expresión seminal del chavismo «la democracia
participativa y protagónica». Aquí se cumple la advertencia del psicoanalista
austríaco Wilhelm Reich sobre las operaciones de manipulación lingüística: «Los
conceptos reaccionarios añadidos a una emoción revolucionaria dan por resultado
la mentalidad fascista y originan una peste psíquica que se contagia a través
del pensamiento».
El tribuno Hugo Chávez descubrió el atractivo
retórico que ejerce en el auditorio el uso perfecto de la digresión y cobró
conciencia del poder político de las antítesis («palabras que se contradicen en
su sentido profundo, en el sentimiento que producen, y que, sin embargo, forman
la unidad poética más hermosa»): movimiento cívico y militar, revolución
pacífica y armada… Otra técnica discursiva fue la apelación constante a
significantes vacíos, esto es, a la utilización de palabras grandilocuentes y a
menudo ambiguas, dada la dificultad de su plena definición o su marcada
polisemia. Términos de vastos campos semánticos, con cargas de significación
positiva, que sin embargo carecen de una definición única, compartida por igual
tanto por el emisor del mensaje como por el receptor.
Tan pronto como el año 2000 el periodista
español Álex Grijelmo, en su ensayo titulado La seducción de las palabras, daba debida cuenta del repertorio
persuasivo de Hugo Chávez: «Si Karl Kraus podía reconocer a los nazis por su
manera de emplear el lenguaje, hoy en día cualquier estudioso de las palabras
podría haber vislumbrado la fulgurante victoria electoral de un nuevo caudillo
de América, el venezolano Hugo Chávez, ex golpista, ex militar y líder
arrollador. Su obsesiva querencia por palabras como justicia, igualdad y libertad,
su continuo empleo de una voz tan connotada como «corrupción», su machacona idea
de que él haría “renacer la democracia” en esa “república moribunda”… y su
conocimiento del lenguaje, siquiera sea inconscientemente, logran brillantes
frases de perversa seducción: “Entre AD y COPEI se repartían las
instituciones”, proclamó tras ser elegido. Y pronunciaba “se repartían…” sin
que se pudiera separar tal verbo de un largo contexto de acusaciones de
latrocinio general. Esa expresión llevará al subconsciente colectivo entero de
una nación hacia el “reparto” del botín, el reparto de los delincuentes tras su
atraco: “se repartían las instituciones”, declara Chávez pero en realidad está
diciendo: “se repartían el botín”. La connotación nos traslada a otra palabra
connotada a su vez, y con un sentido muy superior al que le otorga el
diccionario. Porque “botín”, según la definición de la Academia, es el “despojo
que se concedía a los soldados como premio de conquista”, o el “conjunto de las
armas, provisiones y demás efectos de una plaza o de un ejército vencido y de
los cuales se apodera el vencedor”. Aún no se ha incluido en el lexicón oficial
el significado relativo al “conjunto de objetos de valor obtenidos mediante
robo”, pero sin duda ese sentido forma parte de la memoria general de nuestros
días. Tantas veces habremos visto o imaginado cómo los rufeznos se repartían el
botín de sus fechorías que difícilmente podemos pensar ahora que esa palabra
designa a lo que se daba a los soldados tras una conquista. Sí tal vez, en
cambio, en lo que evoca la segunda definición: aquellos objetos de valor de los
que se apodera el vencedor de una batalla: los objetos (las instituciones) de
los que se apoderaron los socialdemócratas y los democristianos venezolanos y
que antes pertenecían al pueblo, al que se lo robaron. Esas son las
manipuladoras evocaciones que residen en una sola frase de Chávez, y los
efectos psicológicos que han podido producir en sus electores. Porque
“repartirse” no contiene nada malo en sí mismo. Parece lógico que dos partidos
que gobiernan en coalición se repartan los cargos, y así sucede en todo el
mundo civilizado cuando alguien no alcanza una mayoría suficiente. Pero ese “se
repartían la instituciones” (y no los cargos) alcanza un valor de seducción
innegable para los oídos inocentes de quienes quieran escuchar. “Repartirse”
acude a los circuitos neurológicos del receptor, una vez activados, con toda la
carga de su historia como palabra, con una fuerza especial que no transmitirá
nunca el diccionario. El ex militar Chávez continuaba el discurso exponiendo
que sus antecesores “asaltaron el templo de la patria, mercaderes, y, como
cuando Cristo, hubo que echarlos a latigazos”. Esas frases del ex golpista
(“asaltaron el templo de la patria”, “echarlos a latigazos”…) van directas a
los corazones ingenuos. Como sus simplificaciones: “No hace falta preguntar si
el Sol está levantado en el horizonte si lo estamos viendo. Eso es una
degeneración leguleyera, la que han tratado de esgrimir”. “Yo respondo por mis
acciones. Evalúeme por mis acciones. Pero yo no voy a responder a las voces de
la ultratumba”. “Estoy atendiendo el clamor de justicia de un pueblo”.
“Luchamos contra una horrenda corrupción que ha invadido a todos los
estamentos”. “Estamos trabajando para dar la garantía máxima de que la
democracia en Venezuela sea sólida, sea una democracia en la que imperen la
justicia, la igualdad y la libertad”. “Yo me he encargado de llevar esta
bandera allá por donde he ido; es la bandera de un país que está resucitando y
se pone a las órdenes y enteramente dispuesto para lograr un mundo mucho más
igualitario y más justo”. “Juro que no daré descanso ni a mi cuerpo ni a mi
alma hasta que hayamos enterrado esta IV República”. “Tronará mi voz ante la Asamblea Constituyente”. El lector
que me haya acompañado hasta aquí habrá identificado muy bien algunas de esas
palabras programadas en la mente de Chávez para la seducción general, términos
que repite lo mismo en una entrevista con un gran periódico internacional que
en un corrillo tras haber asistido a una entrega de premios. En su discurso se
habrán percibido con brillo propio conceptos como “Sol”, “horizonte”,
“ultratumba”, “clamor”… La seducción de los símbolos en los dos primeros
vocablos, la fascinación de los sonidos en los dos últimos… Y términos como
“justicia”, “democracia sólida”, “bandera”, “enterrar”, “resucitar”, “tronará”
(también en estos tres con la sonoridad de las erre y la energía que infunden
éstas a las palabras; y, por tanto, al discurso)… “Un país que está
resucitando”… El recurso del sufijo con matiz despectivo en “degeneración
leguleyera”… Y no les habrá pasado inadvertida a quienes comparten todas estas
reflexiones una formulación muy llamativa en alguien que, como Chávez, ya no
quiere hablar de su intentona golpista de 1992 ni de su mentalidad militar de
1999, una frase que le deja desnudo porque representa su esencia interior
castrense: “…Un país que está resucitando y se
pone a las órdenes”. Si el lenguaje nos define, si con el lenguaje
pensamos, el presidente venezolano se ha retratado con claridad: “un país que
se pone a las órdenes”… de un militar. Las palabras expresan el pensamiento… a
menudo involuntariamente. El refranero de nuestro idioma tiene algunas ideas
para esto: “antes se coge al mentiroso que al cojo” o “al buey por el cuerno y
al hombre por el verbo”. El estilo retórico de los militares de todos los
países del mundo (cabría hacer con Fidel Castro el mismo análisis que con Hugo
Chávez), especialmente si se han constituido en líderes políticos, ofrece
muchas facilidades para el análisis de sus discursos, que construyen aportando
muy poca información. Pierre Giraurd interpreta que, indudablemente, es preciso
que contenga la menor información posible, pues su objetivo consiste básicamente
en reunir a los receptores del mensaje alrededor de un jefe o un ideal común.
En efecto, cuanto más vagas se exponen la convención y las palabras generales,
cuanto más grandes son los campos semánticos, el valor del signo varía con
mayor ductilidad para acomodarse a la interpretación de cada oyente. Cuanto más
generales las expresiones, más adaptable su percepción por el usuario».
Otras estrategias del repertorio comunicacional
del candidato presidencial Hugo Chávez son el uso deliberado de una voz estentórea
(desde el punto de vista psicológico, al sujeto ruidoso se le concede el
crédito que se le niega a quien habla sin levantar la voz), la preminencia
discursiva del «nosotros» sobre el «yo» (esto cambiaría con el paso de los
años), el empleo de metáforas del mundo militar y del mundo deportivo para
facilitar la comprensión de sus ideas, el empleo de chistes y anécdotas para
aligerar la carga ideológica de los mensajes, la suplantación de términos
incómodos por eufemismos y la utilización de verbos interpretativos (casi
siempre meliorativos) que se basan en los términos de comparación, en los
superlativos o en adjetivos elogiosos. También sobresale el recurso sinecdóquico
aplicado por Hugo Chávez cuando hace coincidir de manera simbólica una parte
del pueblo (la Venezuela chavista) con todo el pueblo; una estrategia de
manipulación basada en el valor uniforme que ofrecen los nombres colectivos, aquellos
referidos a grupos de personas de identidad diversa. La técnica de
simplificación permite identificar el objetivo de una parte homogénea con el
objetivo deseado por un todo heterogéneo.
El Hugo Chávez de los últimos días, ese que a
pesar de su enfermedad mortal peroraba bajo la lluvia, se caracterizó por
incorporar tres estrategias adicionales de persuasión de masas: la concepción
del mensaje propagandístico según las claves del discurso religioso, el uso del
lenguaje manipulado para allanar el camino a los desmanes revolucionarios (casi
todos relacionados con la instalación del Estado comunal) y la orientación
deliberada de los flujos de opinión en las redes sociales, especialmente en
Twitter. Sobre el primer aspecto, resulta apropiado citar profusamente un
artículo del periodista Rafael Osío Cabrices: «Hay varios libros indispensables
para comprender lo que pasa hoy en Venezuela. Entre ellos El culto a Bolívar, de Germán Carrera Damas, y El divino Bolívar, de Elías Pino Iturrieta, naturalmente. Pero
también De que vuelan, vuelan, el
reciente ensayo de Michaelle Ascencio sobre la religiosidad popular en Venezuela.
Ascencio desmenuza el modo en que los venezolanos se comunican con lo
trascendente e identifica una serie de conductas que son muy evidentes en la
relación del chavismo con la gente que lo soporta en el poder: una fe basada en
la transacción, en el intercambio con la divinidad; una identidad religiosa que
no ve conflicto en declararse católico y practicar al mismo tiempo ritos de la
santería; una necesidad de protección, por parte de una deidad, de un largo
elenco de enemigos… Ese libro ayuda a ver cómo el chavismo aprovechó el déficit
de institucionalidad comunitaria y la abundancia de gente angustiada por la
pobreza, la violencia y la soledad, en un contexto de competencia entre
religiones en el que han prevalecido, tanto en Venezuela como en la región, las
sectas evangélicas, desde Brasil y Estados Unidos, y la religión yoruba, que en
Venezuela tiene siglos y que ha recibido, en los últimos años, el refuerzo del
vínculo político y económico con Cuba. Pero la reescritura de la propaganda
chavista como discurso religioso no sólo es una estrategia de sintonía con algo
ya presente en la sociedad venezolana, sobre todo en los estratos populares: es
una inmensa operación de defensa del status
quo. Convertir al chavismo en una religión es clausurar, blindar esa
ilusión de paraíso recobrado que anuncia en su mitología (…) Hoy, el chavismo
cumple todas las funciones sociales de toda religión. Produce una intensa
sensación de comunidad entre los suyos (…) Dice a sus fieles cómo vivir, de qué
deben hablar y de qué no, cuáles son sus valores y cuáles son sus antivalores,
de dónde salió el mundo y cuál es el lugar de cada quien en él, quiénes son los
buenos y quiénes son los malos, los infieles, aquellos que, en el mejor de los
casos, “no entienden”, “están disociados”, viven en las tinieblas primigenias
de quien no ha recibido la iluminación de la verdad. El mantra “todos somos
Chávez” es una comunión: su feligresía ahora ingiere el espíritu del caudillo;
antes era “Chávez es el pueblo”, ahora es “el pueblo es Chávez”. En la lógica
chavista, el que no es pueblo tampoco es patriota, o sea, tampoco es
venezolano: es extranjero o apátrida, alguien que no tiene patria, y que por
tanto no merece los mismos derechos de quién sí la tiene. Los no chavistas no
sólo somos peligrosos: somos impuros, bastardos, carentes de arraigo, igual que
el pueblo sin tierra al que también se le acusó de matar a Dios, el pueblo
judío (…) Es una lucha muy desigual: religiosidad y militarismo versus
racionalidad democrática» («La institucionalización del fanatismo». El Nacional. Papel literario. Domingo 7
de abril de 2013).
En cuanto al empleo de un lenguaje manipulado
para allanar el camino a los desmanes del gobierno, este expediente guarda
relación con el denominado «proceso de creación de la aceptabilidad»,
denunciado por Jean-Pierre Faye en Los
lenguajes totalitarios, y que consiste en la preparación de estados
mentales favorables en la población a partir de declaraciones manipuladas que sirven
como antecedentes o justificativos de acciones duras por parte del gobierno.
Hablamos aquí de palabras que sirven como teloneras de futuros abusos y
agresiones.
Estas palabras teloneras de abusos y violencia han
sido vertidas por los voceros del chavismo en los medios tradicionales de
comunicación de masas, pero también en las plataformas asociadas con la
expansión de internet. De la naciente constelación de redes sociales solo una
consiguió atrapar el interés del líder del proceso revolucionario: Twitter. Allí
el Chávez comunicador adoptó el usuario @chavezcandanga y se definió como presidente
de la República Bolivariana de Venezuela, soldado bolivariano, socialista y
antiimperialista. En sus 1.824 tuits se caracterizó por un uso diverso de la
herramienta tecnológica. Twitter le permitió expandir su audiencia, reforzar la
inmediatez de sus mensajes, aumentar su prestigio de líder global, anunciar
medidas de gobierno, direccionar la opinión pública e informar, en los últimos
meses de su existencia, acerca de su estado de salud. Con la muerte de Chávez y
el ascenso al poder de Nicolás Maduro, Twitter pasó a convertirse ―después de
las calles y avenidas de las ciudades con protestas ciudadanas― en el escenario
más intenso de lucha entre los activistas de la oposición venezolana y la
llamada «guerrilla comunicacional» del oficialismo, un combate signado por la
asimetría y disparidad de fuerzas y de recursos, tal como lo demuestran las
conclusiones de un estudio hecho por Gaby Castellanos, experta publicitaria y
estratega en Social Media: «Actualmente
se gestan dos guerras en Venezuela, una sangrienta en la calle y otra agresiva
y manipulada en internet. La violencia que se ve en la calle también se ve en
Twitter, Facebook e Instagram, y merece vuestra atención, y no por lo violento
de las fotos, sino por la tipología de las acciones y grupos. Por ejemplo: (1) Existe
un grupo de usuarios que “señalan” al Sebín a quienes deben buscar y detener.
Se dedica al “Doxeo” (es la técnica para obtener información confidencial de
las personas por medio de la tecnología) y se dedican a “hackear” cuentas de
Twitter, Gmail, Facebook, etc. y exponer esos datos (direcciones, teléfonos,
etc.) para producir detenciones y/o amenazas a familiares y/o usuarios; (2) otro
grupo se dedica al bullying (la
actividad repetida y agresiva con la intención de agredir a otra persona,
física o mentalmente) se utiliza como herramienta de ataque para disminuir la
utilización de Twitter como medio de comunicación hacia el exterior (fuera de
Venezuela); (3) otro grupo acciona el bloqueo de cuentas de Twitter por spam por parte de seguidores del
gobierno: señalan un objetivo (alguien que haga denuncias contra el gobierno) y
si la cuenta no es verificada (la mayoría en Venezuela), y si hay más de 100
denuncias por spam (reales o no) al
mismo momento, Twitter automáticamente suspende (por prevención) esa cuenta, de
esa manera este grupo va eliminando usuarios del medio, se va quitando usuarios
de su timeline y de encima; y (4)
otro grupo se dedica a la malversación de pruebas, es decir, a desmentir y manipular
las imágenes subidas y reales de los usuarios, a trabajarlas en Photoshop y
subirlas de nuevo, de esta manera no existe credibilidad en la información colgada
en internet, ya que la falsean con ese objetivo. Acción que luego acompañan con
una campaña de relaciones públicas por parte de las embajadas venezolanas en el
exterior, para desmentir toda esta información enviando notas de prensa a
medios y solicitando entrevistas en TV, radio y prensa. Probablemente, ninguna
de estas acciones os parezca significativa porque no las entendéis como
reales/físicas, pero tanto para Facebook y Twitter, son razones para la
suspensión definitiva de una cuenta (…) Imaginaros que tan importante es internet
y Twitter para el gobierno, que han creado una campaña llamada “Tuiteros por la
paz” en donde cada día envían órdenes a sus seguidores mediante mensajes vía
sms (al menos 2 diarios) sobre cómo actuar, qué decir, a quién atacar y qué
promover en Twitter. Estos individuos están organizados por misiones, por hashtag, para producir estas acciones,
se conocen, se les regala equipo, se les paga sueldo, son hasta familias
enteras» («La estrategia digital del gobierno venezolano». El Nacional. Jueves 10 de abril de 2014).
La obsesión por actualizar en tiempo real las
acciones ofensivas y contraofensivas del gobierno hace del chavismo el primer
régimen posmoderno del sistema político venezolano, según el criterio informado
de Humberto Valdivieso, profesor e integrante del Centro de Investigación y
Formación Humanística de la UCAB. Los chavistas son como las redes sociales, a
ellos no les interesa el valor de lo que se transmite o se difunde sino la
producción incesante de contenidos. Lo único importante es la capitalización de
los efectos comunicacionales producidos por los actos del habla (anuncios,
amenazas, promesas) o por las ejecutorias administrativas. «Una virtud capital
en nuestra época es la capacidad de cambiar permanentemente, con el propósito
de hacerse notar. La idea es que la gente siempre esté pendiente de ti. Eso lo
sabía muy bien Hugo Chávez, quien basó su éxito, en gran medida, en la
estrategia de la indeterminación. Las imprecisiones discursivas e ideológicas
le permitieron no aburrir, ser impredecible, no dejar blancos fijos para las
críticas. El proceso de seducción de las masas, de indagación de algo así como
la voluntad popular, le ayudó mucho en su táctica de ataque y repliegue. Un día
hablaba del Plan Bolívar 2000, otro de los cinco motores de la revolución y
después creó las misiones sociales. Y no importa que las misiones se
multipliquen, porque, en esencia, ninguna de ellas es verdadera. Son nombres,
referencias, gestos de una estrategia de seducción», reflexiona Valdivieso en
una entrevista concedida a la Revista Debates IESA.
El heredero del chavismo, el señor Nicolás
Maduro, también ha hecho suya la estrategia posmoderna de anuncios públicos que
comuniquen a la población la ilusión del comienzo constante, del movimiento
permanente, del reimpulso salvador. Allí está como evidencia, para aquellas
mentalidades que aún se pretendan escépticas, los datos aportados por la
Memoria y Cuenta del año 2013 de la Vicepresidencia de la República, donde
puede leerse que el gobierno revolucionario apenas cumplió con el 15 por ciento
de los 3.605 compromisos adquiridos con las comunidades populares en el marco
del denominado «gobierno de calle» (El
gobierno de calle cumplió con el 15 % de sus promesas en 2013. El
Universal. Miércoles, 26 de febrero de 2014). Lo dicho: no importan los hechos,
sino los gestos, las interpretaciones…
Una promesa incumplida representa falta de
honradez, burla de la fe ajena, acomodo con la mentira y, en determinadas
circunstancias, predisposición al delito. Con cada ofrecimiento insatisfecho la
sociedad paga la devaluación de la palabra como manifestación de honor y como
mecanismo de búsqueda y sello de acuerdos. Cuando los hombres y mujeres
consienten el deterioro del idioma incurren en una falta que raras veces queda
inulta. Los venezolanos todos los días sufrimos el horror que comporta el
empleo del lenguaje sin conciencia crítica.
«Por supuesto que Chávez no es el origen del
deterioro verbal en Venezuela, cuyos signos eran ya nítidos durante los 80 y 90
—producto acaso de la escasa importancia que los gobiernos le concedieron al
sistema educativo—, pero sí ha sido uno de sus efectos más devastadores. Chávez
aparece en un momento en que la mayoría del país se encontraba desencantada de
un discurso político vaciado de credibilidad y legitimidad. El terreno propicio
para que surgiera una voz radicalmente opuesta, encaminada a recuperar el
encanto perdido. De esta manera, como pocas veces en la historia de Venezuela,
un presidente haría de la oralidad mediática un vehículo esencial para su
ascenso, consolidación, permanencia y mitificación en el poder. Chávez tenía
conciencia de que su lenguaje dicharachero, incendiario, cursi y caudillista no
sólo lograba cautivar a miles de personas fuera y dentro del país, sino que
además era capaz de incorporar a quienes lo escuchaban en el mismo discurso,
convirtiéndolos en protagonistas de una épica simbólica hecha de palabras
(…) Un discurso guerrero que requiere de
enemigos para inventarse batallas diarias e interminables. De ahí que Chávez
desconfiara de la sociedad civil, de los intelectuales, de los periodistas, de
los estudiantes y de todo aquel que pudiera poner en evidencia las costuras de
un lenguaje militarista: literalmente incivilizado (…) Que su discurso poseyera
cualidades como la sencillez, el carisma, el anecdotario popular, el tono
intimista, la facilidad para la elaboración simbólica y la fuerza expresiva es
tan cierto como que esos atributos no fueron empleados para el enriquecimiento
cultural del país. Por el contrario, Chávez hizo del lenguaje una herramienta kitsch de manipulación ideológica,
histórica y psicológica. Una bulla y un performance.
Un repertorio de escatologías, mentiras y resentimientos. Un noticiero
informativo y un tribunal implacable. Un mecanismo de persuasión y distracción,
de seducción e intimidación. Un artefacto verbal para instalarse en la
conciencia colectiva, y de este modo, perpetuarse en el poder como un ideal
político cuyo sentido era sobre todo un sonido constante, infatigable, el
correlato sonoro de su ansia de poder (…) Durante más de 14 años, Venezuela
estuvo arropada por la voz de un presidente que no dejaba de hablar al tiempo
que impedía que dejáramos de hablar de él. La enfermedad más prolongada de
Chávez no fue el cáncer sino la verborrea. Las cadenas presidenciales eran el
mayor síntoma —y metáfora— de esa incontinencia: un encadenamiento en el que la
palabra traducía una acción, un decreto, una obra. Chávez fue menos un hacer
que un hablar (…) Él no inventó la violencia en Venezuela, es cierto, pero al
incorporarla en su discurso le dio una credencial de uso masivo y combativo de
temibles repercusiones (…) Hoy, el desarme más urgente es el de la lengua.
Tarea no poco ardua, dada la descomposición lingüística —trasunto de otras
descomposiciones— que dejó el comandante como herencia nacional», reflexiona el
escritor y crítico literario peruano-venezolano Luis Yslas («La lengua armada
de Hugo Chávez». El Nacional. Papel
literario. Domingo 7 de abril de 2013).
La relación entre guerra y lenguaje, entre la
militarización de la vida civil y el empleo distorsionado del idioma, es el punto
central de un enjundioso ensayo del chileno Adan Kovacsics publicado por la
editorial española Acantilado. El traductor y hombre de letras analiza los usos
del idioma que antecedieron al estallido de la Primera Guerra Mundial. Subraya
la dificultad de salirse del habla dominante. No importa el nivel educativo que
se posea, es casi imposible no claudicar ante el peso de la opinión
mayoritaria. El 16 de agosto de 1914 la crema y nata del estrato académico
alemán publica un comunicado donde señala: «Ahora, nuestro ejército lucha por
la libertad de Alemania y, en consecuencia, por los bienes de la paz y la
civilización no sólo en Alemania. Creemos que la salvación de la cultura
europea depende de la victoria que conseguirá el “militarismo” alemán». Los profesores
universitarios se sumaban, de este modo, a la prosa guerrerista que daba pábulo
al espíritu de la época. Según afirmó el crítico literario Julius Bab, en
Alemania se escribían por esas fecha unos cincuentas mil poemas bélicos por
día. Los principales diarios, «desde el bastión seguro de la retaguardia», jaleaban
a la dirigencia política y militar y cantaban las virtudes del soldado
pangermano. Se vivía, en palabras de Karl Kraus, un tiempo ruidoso, «que
retumbaba por la horrenda sinfonía de los actos que generan informaciones y de
las informaciones que provocan actos». Era la catástrofe de la palabra…
Las noticias que venían con los periódicos
obedecían a una lógica propagandística y de entretenimiento, con frecuentes
guiños de adulación al nacionalismo. Las informaciones eran aderezadas con
opiniones, lugares comunes, aseveraciones sin fundamento y desbordadas
descripciones de naturaleza literaria. En las salas de redacción se vivía el batiburrillo
de lo espiritual y lo noticioso. «El uso del lenguaje como instrumento, frívolo
e inconsciente quizá en sus inicios, acaba convirtiéndose en su uso como medio
para un fin y alcanza su primer apogeo en la guerra. Una vez que se produjo la
escisión, el empleo masivo de la palabra como utensilio no se hizo esperar.
Ahora que el hombre está sumido en él, no resulta fácil entender que antes
existiera otro lenguaje (…) El periodismo se ha apropiado de la literatura. Y
la guerra se ha apropiado del periodismo y, de paso, también de la creación
literaria. La campaña militar necesita exaltadores, divulgadores y portavoces,
necesita la propaganda, los escritores. La literatura debe convertirse en
medio. El fin: la difusión positiva del esfuerzo bélico propio (y de sus
razones) y la negativa del ajeno. O, si se quiere, mi victoria y la derrota del
otro. Todos los instrumentos deben ponerse a su servicio. Previa a la palabra
existe una voluntad, que declara qué es lo bueno y qué es lo malo, quién es el
amigo y quién es el enemigo, e impone cuanto se quiere decir. El bien y el mal
están fijados de antemano, son exteriores al lenguaje, el cual se usa para
expresar esa distinción y pierde así su dignidad (…) La guerra era un producto,
que no sólo necesitaba operarios en las fábricas o soldados en el frente o
directivos en los pisos superiores o mandos en los cuarteles generales, sino
también publicistas. Era la primera gran guerra moderna en todos los sentidos.
Un artículo, una mercancía; de hecho, la preferente. Tenía, como producto, la
prioridad. Todo se volcaba en su elaboración», indica Adan Kovacsics.
Escritores como Rainer Maria Rilke, Stefan
Zweig, Franz Theodor Czokor, Albert Ehrenstein, Viktor Hueber, Hans Müller, Alfred
Polgar, Felix Salten, Géza Silberer, Leopold Schönthal, entre otros, fueron
reclutados para cumplir el servicio literario en el grupo austro-húngaro adscrito
al Archivo de Guerra dirigido por el barón Emil Woinovich von Belobreska. «A los reclutados por el
Archivo de Guerra y encerrados allí de nueve a once horas, a los corresponsales
adscritos voluntaria o involuntariamente al servicio de “propaganda”, se
sumaban los mitificadores más o menos oficiales. La intención básica
consistía en crear un molde
perteneciente al pasado en el que el presente pudiese insertarse con facilidad.
Era el momento de dar forma al mito», relata Kovacsics.
En las oficinas de la Stiftgasse de Viena, entre
las nueve de la mañana y las tres de la tarde, cada escritor se dedicaba a redactar
tres historias heroicas por día, misión ultrasecreta, conocida también bajo la curiosa
denominación de «peinar a los héroes». Además de las labores de alta
peluquería, el recluta literario debía ocuparse de vitalizar sus relatos con detalles
imaginarios que proyectasen la ilusión de fidelidad a los sucesos históricos. Se
compartía oficina con el Grupo de Guías de Campos de Batalla, encargado de la
elaboración de quince guías turísticas, en alemán y en húngaro, para facilitar a
los turistas del futuro la visita detallada e informada a los escenarios
bélicos.
Otro importante actor en el campo
propagandístico fue el llamado Cuartel de la Prensa de Guerra, donde
periodistas con veleidades literarias redactaban entretenidas crónicas a partir
de los informes diarios remitidos por el Alto Mando del Ejército. Fue creado en
1909 en el marco del proyecto «Instrucción para la movilización Imperial y Real
Ejército», que en un documento anejo regulaba la actividad periodística en
situaciones bélicas. Este reglamento sería completado en 1917 por el comandante
Wilhelm Eisner-Bubna, quien define el servicio de prensa como un servicio de
propaganda: «El servicio de prensa es un servicio de propaganda. Ambos forman
parte de los medios más importantes para aumentar el prestigio del ejército en
el interior y en el extranjero. Es el deber de las autoridades militares
fomentar ampliamente la actividad del Cuartel de la Prensa de Guerra. Esto se
refiere lógicamente también a la información del frente mediante los
corresponsales de guerra». En cuanto al tratamiento a los periodistas alistados
para el servicio propagandístico, el reglamento rezuma un desprecio por lo
civil que se pretende disfrazar de espartana disciplina: «Los reporteros y sus
sirvientes usarán exclusivamente vestimenta
civil. Llevarán en torno al brazo, de forma visible, el distintivo correspondiente
(brazalete negrigualdo con la inscripción de “prensa”). Los informadores y su
personal recibirán del Ministerio de Guerra una legitimación para identificarse
en todo momento (…) Los informadores y sus sirvientes firmarán un escrito por
el que toman nota de que (a) a partir del día del ingreso en filas pertenecen
al séquito de un cuerpo del ejército que se encuentra en pie de guerra y están,
por tanto, sometidos a la justicia militar y a la disciplina del Imperial y
Real Ejército, (b) se muestran de acuerdo en que el mando del Imperial y Real
Ejército no asume ninguna responsabilidad por los daños materiales y físicos
producidos ni paga indemnizaciones (…) Los informadores y su personal no podrán
mantener contacto ni directo ni indirecto con miembros del estado enemigo o de
sus aliados; de lo contrario serán tratados como espías (…) Para toda la correspondencia
de los informadores sólo se permite el uso de las lenguas alemana, húngara y
francesa (se prohíben la escritura cifrada o los utensilios de escritura secreta). El censor es libre de
impedir del todo o en parte el envío de cartas y telegramas sospechosos o
indiscretos de los informadores y tachar, eliminar o volver ilegibles frases,
palabras y números».
La perversión del idioma por parte de los
uniformados, su uso como herramienta de guerra —tan cara al pretorianismo, al
militarismo—, desembocó en la sociedad en la entronización de un lenguaje
marcial con resonancias chauvinistas, y en el periodismo en la masificación de
la jerga castrense y en la estetización de los hechos de batalla. A modo de
conclusión, Kovacsics entrega a sus lectores inquietantes reflexiones: «Todo discurso
es una campaña y allí entronca con lo militar. La campaña publicitaria, la
discursiva y la militar se unen y se entrelazan como los hilos de una soga. Las
tres responden a algo así como una cadena de mando (…) Una guerra es, además de
sus actos y sufrimientos, un torrente de palabras. Quien lo percibe no puede
menos que sentir un escalofrío. A la crueldad se suma la frivolidad verbal, que
impregna hasta a quien la escucha, mancha incluso a quien piensa sobre ello (…)
No es el discurso político el que tiene que ajustarse a la prueba, sino a la
inversa: existe un discurso que es el destilado de una intención política, que
es el que conviene a dicha intención, y al él deben adaptarse las pruebas (los
hechos, las fotos, las representaciones). Primero se sabe lo que se quiere ver
(…) El acto de anteponer el título al contenido de la fotografía es, sin
embargo, inevitable precisamente desde el instante en que se prima el lado “arbitrario”
y “activo” del lenguaje en detrimento del “involuntario” y “pasivo”. Se trata
de evitar a toda costa que las imágenes hablen; no es cuestión solamente de
adelantarse al “enemigo” sino también a las “cosas” y a sus “representaciones”.
El sujeto crecido no puede admitir que algo externo a él, un objeto, una
imagen, se pronuncie ni siquiera humildemente».
Pero no hace falta sobrevivir a los sobresaltos
de las trincheras de la guerra para comprender que el destino último de las
palabras es el mismo que se cierne sobre las personas que las pronuncian,
porque todo lo humano está condenado a reproducir un ciclo de vida y de muerte.
Aunque también puede acontecerles esa ligera variante de la desaparición que es
la metamorfosis, o abrupto surgimiento de lo no enteramente nuevo. Y así, como
el odre viejo en ocasiones presta la fama de sus años para camuflar el vino de
reciente fabricación, algunas voces de solera obsequian su brillo a significados
que informan a los hablantes acerca de realidades emergentes, surgidas no pocas
veces de la decadencia de la sociedad. De suerte que el término «cínicos», por
dar un ejemplo, sin haber perdido su grafía original, nada nos dice ya de los epígonos
de la escuela filosófica fundada por Antístenes y Diógenes de Sínope. Muy por
el contrario: la novedosa acepción nos alerta de las personas impúdicas y procaces.
Este cinismo moderno es, por encima de todo,
vulgar y efectista. Nadie lo ha descrito mejor que Michel Onfray, quien en su
ensayo Cinismos: retratos de los
filósofos llamados perros (Editorial Paidós, 2002) entrega a sus lectores
una radiografía de uno de los males más palmarios de la Venezuela actual. De
los ejemplares catalogados en el texto del filósofo francés, procedo a citar en
extenso —una de las ventajas de tener un blog personal— las descripciones
relacionadas con tres nefastos especímenes de la miseria moral, a saber, el político cínico, el militar cínico y el
revolucionario cínico: «El cinismo político enuncia sus subterfugios bajo el
argumento de la necesidad histórica. Las estratagemas se ocultan recurriendo a
la razón y a la necesidad, pero éstas son motores ficticios: sólo impera la
obsesión por tener acceso al poder y luego por mantener las cosas como están.
El discurso es demagógico, humanista, hecho a la medida del deseo. Se invocan la
felicidad, la perfección, el paraíso. La escatología política es religiosa:
siempre apunta a la restauración de un Edén perdido o a la realización de un
ideal por venir. El juego consiste en desmerecer la vulgaridad del presente en
nombre de un hipotético futuro. La exacción presente se justifica en virtud del
resultado mirífico que se obtendrá más adelante. El cinismo político supone
recurrir excesivamente a la moralidad del mañana para ocultar mejor la
inmoralidad de hoy. El perspectivismo político pretende legitimar el estado de
hecho cínico en nombre de un ideal de la razón esencialmente teórico. Hume
formuló felizmente está duplicidad en su Tratado
de la naturaleza humana: “En el mundo hay una máxima que ya se ha hecho
totalmente corriente y que pocos políticos confiesan de buena gana, pero que la
práctica de todas las épocas ha autorizado: hay un sistema de moral particular
para los príncipes, mucho más libre que el sistema que debe gobernar a las
personas privadas”. La acción política es, por definición, cínica: justifica
mediante el derecho, la ley o la necesidad histórica lo que corresponde
fundamentalmente a pulsiones neuróticas. Estar en posesión del poder corrompe a
cualquiera. La tentación de usarlo primero y de abusar de él después es demasiado
grande. Suetonio nos enseña qué cosas es capaz de hacer un hombre que dispone
de poder. El político quiere imprimir su marca en lo real de su tiempo: decide,
quiere, legisla, exige e impone. Sus discursos anunciarán que obra para los
demás, para el futuro, para un mañana venturoso. En nombre de una finalidad
mítica, justifica exacciones y componendas. Una vez más, es Platón quien mejor
ilustra cómo opera el mecanismo cínico en la política: su República propone una ciudad justa, equilibrada, en la que cada momento
estará determinado para producir un conjunto armonioso. El objetivo platónico
es la realización de una política virtuosa y sabia. El discurso es religioso a
más no poder: la Ley y el orden estarán allí para contener las veleidades
agónicas, las pulsiones animales y las pasiones peligrosas. Y sin escrúpulos,
Platón justifica el uso de la mentira, la falsedad y de la hipocresía para
lograr el Estado perfecto. Según él, la falsedad “puede ser empleada por los
hombres como si fuera un remedio; por lo tanto, es evidente que su utilización
debe estar reservada a los médicos, y que los particulares incompetentes no
deben acercarse a ella”. Todavía más directo, agrega: “Por lo tanto,
corresponde a los gobernantes del Estado, como a nadie en el mundo, recurrir a
la falsedad, con miras a engañar, ya sea a los enemigos, ya sea a sus
conciudadanos, por el interés del Estado; ocuparse de tal materia no debe
corresponder a ninguna otra persona”. Peor aún, la mentira practicada por un
particular será castigada con sanciones más graves. La razón de Estado
encuentra aquí su fundamento y permite legitimar cualquier acción con el
pretexto de que apunta en defensa propia y, aun cuando lo ignore, al bien
lejano y probable del ciudadano llano. Como último recurso, siempre se le
prohibirá al hombre de la calle la facultad de juzgar, alegando su ignorancia
de la auténtica causalidad que determinó tal o cual exacción. Después de
Platón, parece imposible formular mejor el imperativo hipócrita inherente a la
política. Botero o Maquiavelo no hacen más que ofrecer variaciones sobre este
tema platónico. El autor de El príncipe
modula la suya partiendo de la noción de pragmatismo. Se trata de encontrar en
el resultado la legitimación de los medios. Para hacerlo, escribe: “Es justo,
cuando las acciones de un hombre lo acusan, que el resultado lo justifique, y
mientras ese resultado sea feliz, como lo muestra el ejemplo de Rómulo, siempre
lo excusará”. El florentino nunca ocultará que el único problema de filosofía
política que merece plantearse es el doble aspecto del acceso al poder y el
mantenimiento en el poder. El bien se identifica con aquello que permite
obtener el poder y conservarlo. Lo demás es vicio. Maquiavelo anuncia que hay
que “vencer por la fuerza o por la astucia” y enumera los métodos apropiados
que van del fingimiento al asesinato, de la hipocresía a la expedición
punitiva, de la mezquinad al pillaje. El príncipe tiene la obligación ética de
“obrar contra la palabra, contra la caridad, contra la humanidad, contra la
religión”.
« (…) El cinismo militar consiste en presentar
el apocalipsis guerrero o terrorista como algo útil, necesario para mantener el
orden establecido o para producir un orden nuevo. El fin disciplinario
justifica los medios brutales y desenfrenados. Cuando Platón describe su
sociedad ideal, sitúa a los militares entre las instancias del poder y el
pueblo. El guerrero evita el contacto directo entre los gobernantes y los
gobernados, esteriliza el trato entre amos y esclavos para que sólo tengan
lugar entre ellos relaciones de subordinación y sumisión. De modo tal que las
cualidades del guerrero son agudeza para rastrear, agilidad para perseguir y
fuerza para combatir. Sus funciones son esenciales: encontrar, atrapar y
golpear. (Recordemos que Platón desea una sociedad donde reinan la justicia, la
armonía y la inteligencia). En Las leyes,
el filósofo llega a mostrar sin ambigüedad que la obediencia es el fundamento
de todo orden político: de todas las leyes, “la más importante es que nunca
nadie, ni hombre ni mujer, esté sin un jefe; que nadie, ni en sus ocupaciones
serias ni en sus diversiones, deje que su alma tome la costumbre de hacer lo
que sea por sí misma, dejándose aconsejar únicamente por ella misma; que, por
el contrario, tanto en plena guerra como en plena paz, viva siempre con los
ojos puestos en ese jefe y siga siempre sus pasos, aceptando que hasta en las
cosas más ínfimas lo gobierne”. El objetivo platónico, que por lo demás se
confunde con el de los políticos, los sacerdotes y los militares, es que
“siempre la vida forme, en la medida de lo posible, un bloque único”.
Aborrecimiento de la singularidad, del carácter único, de la mónada: todo el
cinismo vulgar está animado por este temor a la falta de cohesión, a la falta
de consistencia del orden social. Los reyes y sacerdotes elaboran el modelo
político y los guerreros lo ponen en práctica asegurándose la docilidad, la
sumisión y la obediencia de los súbditos. Con el pretexto de proteger, de
impedir el disenso y evitar el caos, el guerrero instala el terror, la
arbitrariedad y la coacción. El principio de disciplina que tanto enorgullece
al ejército es el pretexto en virtud del cual puede reinar el cinismo vulgar.
También en este caso, mientras espera la guerra y el combate, el militar
instala el poderío de la voluntad arbitraria en el corazón mismo de lo
cotidiano. En el cuartel hay un derecho diferente del que existe fuera de él,
otro orden, otra lógica. El cinismo es inherente al ámbito militar: jerarquizar
es una manera de ejercer la dominación, de justificarla, de hacerla entrar en
la realidad. Disciplinar es combatir, instalar el caos, adelantarse al desorden
con el pretexto de instaurar un nuevo orden. Maquiavelo desarrolló sobradamente
la vulgaridad de las lógicas marciales en El
arte de la guerra. Sabe que el oficio de las armas “obliga a la violencia,
a la rapiña, a la perfidia y a una multiplicidad de otros vicios que
necesariamente hacen malo [al hombre honesto]”. Pero el florentino advierte que
se trata de un mal necesario y se impone la tarea de enseñar la aptitud
guerrera: elogio de la disciplina, de la obediencia a cualquier orden recibida.
El militar debe “habituarse hasta tal punto a estos combates simulados que
termina por desear los verdaderos”. Maquiavelo entra en el juego y describe un
combate ideal para ilustrar sus principios de estrategia: gritar, caer con
furia sobre el enemigo, matar. “Ved ―prosigue― con qué virtud, con qué
facilidad, con que tranquilidad masacran a sus adversarios”. El autor de El príncipe también teoriza sobre cierto
número de prácticas militares. Hasta puede leerse de su pluma el elogio de una
técnica lacedemonia cuyos recursos explotaron a fondo los nazis: mostrad, dice
Maquiavelo, a los enemigos despojados de sus vestidos, desnudos ante los
soldados, “para que el espectáculo de sus delicados miembros les haga comprender
que tales hombres no estaban hechos para atemorizar a los espartanos”. Pensemos
en las largas hileras de esos pobres cuerpos desnudos bajo el cielo invernal de
Alemania y llegaremos a la conclusión de que las técnicas guerreras, sean
cuales fueren los recursos tecnológicos que eximan de la mínima valentía, son
todas prehistóricas, que todas ellas se apoyan en los instintos más rastreros y
más primarios, no obstante lo cual justifican su acción en nombre de la
cultura, la civilización y la inteligencia. El cinismo militar es vulgar por
cuanto propone los medios más bárbaros ―agresividad, asesinatos, torturas,
odio, salvajismo, violaciones, pillajes, desdén― para lograr fines enmascarados
con oropeles por completo diferentes: triunfo de la civilización, el orden, la
libertad, la independencia. Quizás éste sea el ámbito en el que los fines estén
más alejados de los medios y en que resulta más palmaria la contradicción entre
ambos. Soldado de la paz, un militar es ante todo un profesional de la muerte.
« (…) El cinismo revolucionario enseña que para
alcanzar el nuevo orden previsto todos los desórdenes posibles e imaginables
son admisibles, en espera de un mañana venturoso. Leamos la fórmula clásica del
cinismo vulgar en la pluma de uno de sus defensores más célebres: “Desde un
punto de vista universal, la necesidad justifica el derecho a actuar; el éxito
justifica el derecho del individuo”. Y otro afirma: “El medio sólo puede ser
justificado por el fin”. El primero es Adolfo Hitler y el segundo León Trotski:
cínicos vulgares emblemáticos si los hay. Según el principio propuesto por
Lenin: “El interés de la revolución, el interés de la clase obrera es la ley
suprema”, toda acción es posible si se realiza en el marco teleológico
revolucionario. Continuemos con la lectura del revolucionario bolchevique: “Se
puede privar por un tiempo a los enemigos del socialismo, no solamente de la
inviolabilidad de la persona, no solamente de la libertad de prensa, sino
también del sufragio universal”. Y así se justifican el terror, la prisión, los
asesinatos y las confiscaciones. Respondiendo a una pregunta sobre la pena de
muerte, Lenin afirma: “Para nosotros, esta cuestión está determinada por el
objetivo que perseguimos”. Y en otro trabajo dice: “No existe otro camino para
liberar a las masas que no sea aplastar a los explotadores mediante la
violencia”. En Su moral y la nuestra,
Trotski redacta un manual del perfecto cínico de tendencia vulgar. Según él,
retroceder ante los crímenes, los asesinatos, las purgas y las deportaciones es
dar prueba de sensiblería y de sumisión a la moral burguesa de los
explotadores. Pragmático, escribe: “La revolución no se concibe sin violencia
ejercida sobre terceros y, teniendo en cuenta la técnica moderna, sin las
muertes de ancianos y niños”. O bien, en otro fragmento: “A nuestro entender,
lo que decide no es el móvil subjetivo sino la utilidad objetiva. ¿Tal medio
puede llevarnos al objetivo?”. Toda remisión a la moral burguesa sólo serviría
para retrasar el movimiento de la historia que va en el sentido de la
liberación de los pueblos: invocar la compasión es hacerse
contrarrevolucionario, pues “todo lo que lleve realmente a la liberación de los
hombres está permitido”. Más tarde agregó: “Sólo son admisibles y obligatorios los
medios que aumentan la cohesión del proletariado, que le insuflan en el alma un
odio inextinguible por la opresión, que le enseñan a despreciar la moral
oficial y a sus seguidores demócratas”. Y otros textos del mismo tenor. A ese
ritmo, si hemos de creer lo que dice Edgar Morin, hicieron falta 70 millones de
muertos para crear un paraíso fracasado», concluye Onfray.
Pero la contabilidad de lo macabro es aún mayor,
según los números manejados por autores como Stéphane Courtois, Nicolas Werth,
Jean-Louis Panné, Andrzej Paezkowski, Karel Bartosek y Jean-Louis Margolin en
la compilación El libro negro del
comunismo: crímenes, terror y represión (editor Robert Laffont, 1997). Un saldo mínimo de víctimas tendría, por países
asolados por el comunismo, la siguiente distribución: la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS), 20 millones de muertos; China, 65 millones;
Vietnam, 1 millón; Corea del Norte, 2 millones; Camboya, 2 millones; Europa del
Este, 1 millón; América Latina, 150.000; África, 1,7 millones; Afganistán, 1,5
millones, y movimiento comunista internacional, y partidos comunistas que no
están en el poder, una decena de millares de muertos. El total se aproxima a
los 100 millones de muertos.
¿Cómo fue posible que esta utopía cainita, esta ideología negadora del
ser humano, llegara a dominar, en su momento de mayor vitalidad política y
esplendor militarista, 34,4% de la población mundial y cubriese 30,7% del área
del planeta (según estadísticas recopiladas por János Kornai en su obra El sistema socialista)? Un misterio que
ha obsesionado a destacadas personalidades del periodismo de investigación. Una
de ellas, acaso la más destacada, es la periodista estadounidense Anne
Applebaum.
Especializada en el estudio de los países de la órbita comunista, Applebaum
acaba de publicar en español El telón de
acero: la destrucción de Europa del Este 1944-1956 (Debate, 2014), un
ensayo donde revela las claves empleadas para implantar un sistema totalitario por
parte de Joseph Stalin y el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD).
La metodología es resumida por la historiadora en una entrevista concedida al
periodista Daniel Gascón, publicada en la edición de julio de 2014 de la
revista Letras Libres: «Se creaban
fuerzas de policía secreta mucho antes de que llegara el Ejército Rojo a estos
países. En segundo lugar, estaba el uso de violencia dirigida. Cuando llegó el
Ejército Rojo, no se producían atrocidades en masa, sino que seleccionaba a
personas concretas que parecían posibles líderes nacionales. Tenían información
previa, sabían a quiénes buscaban. Otra parte de la explicación tiene que ver
con la forma en que manipulaban no tanto los medios de comunicación en general
como la radio en particular. Capturaron la sede central de la radio nazi en
Berlín y tuvieron mucho cuidado de que no se destruyera en los últimos días de
la guerra, para que pudiera convertirse rápidamente en la radio alemana
procomunista. Cuando trasladaron aviones llenos de comunistas alemanes desde la
Unión Soviética, una de las primeras cosas que hicieron fue poner a algunos al
mando de las emisoras de radio. Eran muy conscientes de la importancia de los
medios de masas. Otra parte de la respuesta tiene que ver con que la escala y
el impacto psicológico de la guerra habían debilitado la idea de la democracia
occidental. No solo en el Este de Europa, pero sin duda también allí. Si lo ves
desde el punto de vista de Checoslovaquia, por ejemplo, ¿qué había hecho
Occidente por los checoslovacos? Bueno, Francia y el Reino Unido los habían
vendido en Múnich. Nadie los ayudó durante la guerra. Desde la perspectiva de
1945, los gobiernos anteriores a la contienda parecían débiles. La gente veía
la guerra como un fracaso del sistema anterior y buscaba otro. Otra parte de la
explicación, que me sorprendió, es que una de las primeras cosas que hicieron
el Ejército Rojo y los funcionarios administrativos soviéticos fue controlar no
sólo la economía sino las instituciones de lo que ahora conocemos como sociedad
civil: organizaciones civiles y religiosas, clubes de montañismo y todo tipo de
entidades que no estaban conectadas con el Estado. Y empezaron, ya desde el
principio, en 1946, a aplastarlas y controlarlas. Esto fue muy importante para
crear un sistema totalitario. Finalmente, citaría otra herramienta que a menudo
se olvida, que es la limpieza étnica. No se aplica a todos los países, pero sin
duda en Polonia y en Checoslovaquia la deportación de los alemanes fue muy
popular. Creó un impulso positivo y dio a los partidos comunistas una enorme
cantidad de propiedad, dinero y cosas que podían repartir. Esa propiedad
alemana se convirtió en propiedad comunista, en propiedades que podían
nacionalizarse o entregarse a la gente. Controlarla suponía una gran
diferencia. También fue importante la dislocación de la guerra, los traslados
de la gente, los polacos llevados desde Ucrania a Polonia. Un refugiado es una
persona que tiene una dependencia inmediata de otras personas, que ha perdido
los amigos y la comunidad que lo rodeaban. En ese momento en Europa había
millones de refugiados, de personas que habían sido desplazadas de los lugares
en los que habían vivido. Y eso también hacía que fuera más fácil controlarlos
(…) Stalin favorecía a gente que conocía personalmente, en la que confiaba o
sobre la que pensaba que tenía alguna ventaja. No siempre le gustaban los comunistas
“domésticos” que no conocía. Comunistas polacos que no habían estado en Moscú
durante la guerra sufrieron arrestos y presiones políticas. Ocurrió lo mismo
con comunistas húngaros y alemanes. Algunos habían pasado la guerra en la
clandestinidad y otros fueron a campos de concentración en la época de Hitler.
Después de 1945 no gozaban de la confianza de Stalin porque no eran de los
suyos. Stalin no los conocía. No le interesaban los ideales de la gente, le
interesaban personas en quienes pudiera confiar».
El simplismo desea explicar el secreto de la dominación chavista por dos
incrementos: la subida de los precios petroleros y el aumento de los índices de
pobreza. Los áulicos, por su parte, juegan todas sus fichas a la tesis
histórica de la irrupción de un «genio político». Sin embargo, me temo que este
fenómeno de la contemporaneidad política venezolana es todavía más complejo. Algunas
de las razones de fondo pueden encontrarse en la candidez de las víctimas, pero
también muchas son identificables tan pronto se desvía la mirada hacia las
refinadas estrategias de los victimarios —la mayoría de ellos asesores externos—aglutinados
en torno a la figura del gran líder.
¿Cómo
nos dominaron? Esta será la pregunta más desafiante que deberán responder los historiadores del futuro.