jueves, agosto 22, 2013

Del noble y olvidado arte de sabotear telenovelas

Si alguien ha sufrido en carne viva las ochenta y seis horas de cadenas de radio y televisión acumuladas por Nicolás Maduro desde el pasado 5 de marzo (por no hablar de las 1.464 horas contadas al difunto Chávez entre 1999 y 2010 por la firma consultora AGB Nielsen) ha sido el vilipendiado público de las telenovelas.
Sólo un ser desprovisto de sensibilidad y humanitarismo puede desdeñar el sufrimiento que carcome al espectador que ve frustrada su cita diaria con la pequeña pantalla o el gran plasma (que todo depende del estrato socioeconómico del telecubrero: no nos olvidemos que los ricos también lloran con su novelita y de algún asunto tienen que hablar al día siguiente con sus cachifas). Un aplazamiento arbitrario, sine díe, del sufrimiento que martiriza a la psique familiarizada con los altibajos de los seriados melodramáticos: ¿Quién diablos será el asesino de la última producción dramática del serial killer Martin Hahn?, ¿Cómo ocultará la villana su falso embarazo? ¿Dónde el abuelo multimillonario de la protagonista pelabola guardó el testamento en que la declara como su heredera universal? Estas, y no otras, son, qué duda cabe, las verdaderas y más acuciantes preguntas de la vida (sin oficio)…
Aunque muchos no lo recuerden, en nuestro país hubo una época desbordada de romanticismo, un tiempo en cuyas noches el sabotaje de telenovelas no dependía de la voluntad del caudillo de turno, sino que era un arte pacientemente cultivado por ilustres varones deseosos de sacar de sí a sus queridas espositas. La mayoría de estas técnicas han desaparecido. Las que han sobrevivido son usadas maquiavélicamente por las mujeres para importunar las transmisiones de los grandes eventos deportivos (los cuales, según el entendimiento de los machos de la casa, son todos, inclusive las fastidiosas partidas de póker de ESPN).
Dicen los entendidos que hay dos tipos de producciones dramáticas televisivas: las «novelas rosa», que se caracterizan por presentar personajes muy planos, que no suelen experimentar cambios en su carácter (en cierto sentido, son personajes que rezuman más alma que cuerpo); y la «novelas de autor», consideradas como más realistas, porque el comportamiento de los personajes suele retratar el carácter contradictorio del ser humano en sus circunstancias diarias. Obviamente, desde el punto de vista intelectual las novelas rosa son más fáciles de sabotear. Pero importunar el disfrute de una novela de ruptura tampoco es que sea imposible. Sólo se requiere conocer el estilo del escritor y sus obsesiones creativas.
Con el objetivo de brindarle a esta pieza de sociología menor un cariz más práctico que teórico, procedo a  listar las técnicas más efectivas para amargar la vida de los adictos a los teleculebrones (únicamente existen dos criterios incontrovertibles de calidad: el ser mandado a callar o el ser invitado a desalojar el dormitorio). Como siempre, de nada:

1.- El grito: De origen polémico (algunos autores identifican su origen en el famoso cuadro surrealista del pintor Eduard Munch; otros, en cambio, piensan más bien en un oscuro sketch de cámara indiscreta), esta técnica consiste en pegar un sorpresivo leco (o alarido) al oído del teleadicto en el preciso instante en que vaya a ser revelado un secreto fundamental para la trama novelesca. Otra variante pudiese ser el uso, a manera de interjección, de la frase «Diceselo, diceselo» cuando un actor tarda más de lo debido en pronunciar su parlamento.

2.- El interrogatorio: Con la habilidad propia de la fingidora de orgasmos, el saboteador televisivo debe simular un interés patológico por el nombre del personaje que caracteriza cada uno de los actores que conforman el elenco de la novela, así como también su importancia en la trama. ¿Y Fulano quién es? ¿Y ahora cómo llaman a Mengano? ¿Pero, por Dios, quién dijo que Zutano sirve para hacer de policía? Nota: También se vale preguntar por las cosas que pasaron en el capítulo anterior, aunque siempre se corre el riesgo de que le contesten: «¿Pero qué voy a saber yo, imbécil, si no me lo dejaste ver? ¡Ay, pero cómo te odio!».

3.- La respuesta: Técnica de antelación estratégica gracias a la cual el saboteador telenovelero adelanta una respuesta sarcástica o desquiciada a la pregunta planteada por un actor de la novela. Por ejemplo, si un personaje de una novela de Venevisión pregunta abiertamente sobre quién es el asesino de Marta Mónica, el saboteador debe apresurarse a decir: Gustavo Cisneros. Nota: Si la producción dramática es de Televisa entonces el nombre del asesino será, sin lugar a duda, el de Carlos Slim.

4. El volumen bajo: El saboteador telenovelero exterioriza su preocupación por el bajo volumen que obstaculiza a los presentes la audición de los brillantes diálogos del bodrio con aspiraciones de drama. Acto seguido, toma el control remoto para subsanar tamaña injusticia. Pero ya con el poder en la mano, el saboteador telenovelero, cual político de rancia estirpe, hace lo contrario a lo que dijo que iba a hacer, esto es: no cambia la intensidad del volumen sino de canal (de preferencia coloca uno deportivo para que la arrechera de la esposa sea mayor).  Una vez que haya pasado la parte de la novela que el adicto deseaba ver, el saboteador vuelve a marcar el canal del bodrio. Nota: En aquellos hogares afiliados a operadoras de televisión satelital es igualmente válido mover la antena del Direct TV.

5.- El cuñero loco: Esta técnica constituye un verdadero clásico para los amantes del telesaboteo. Se aprovecha la interrupción comercial para cambiar el canal en procura de otra alternativa temporal de entretenimiento. Una vez logrado el objetivo, usted procede a hacerse el loco y sólo vuelve a sintonizar el canal de la novela una vez robados preciosos minutos de la insoportable trama.

6.- La defensa de la castidad o «cuándo en mis tiempos»: Esta técnica se activa justo en las escenas lascivas (una ducha, un striptease, un encuentro sexual), cuando los actores reconocidos como símbolos sexuales muestran en horario familiar más piel de lo debido. Entonces el saboteador alza su voz en defensa de los valores éticos y morales pisoteados canallescamente por el escritor de la novela. La idea es proclamar de manera pública, y con voz estentórea, un necesario y profiláctico regreso a la era victoriana.

7.- La distracción 2.0: El saboteador interrumpe la transmisión del teleculebrón para llamar la atención de los presentes acerca de un tuit supuestamente arrechísimo que dizque originó como seis trendings topics a nivel mundial, para luego con total descaro leer un mensaje zonzo y calichoso de cualquier galápago del microblogging.

8.- La Steven Spielberg: No deja de ser paradójico que un escritor de telenovelas latinoamericanas, que se supone curtido en la tacañería de los directivos de televisión —unos sujetos capaces de cuestionar la contratación de pasantes de producción, con tal de ahorrarse unas pocas monedas— persista todavía en reproducir los grandes efectos especiales de la industria hollywoodense (choques, incendios, persecuciones en helicópteros). ¿Qué tiene qué ver Corazón de gavilanes con Transfomers? ¡Por Dios! ¡Dejen la marginalidad! Las tomas que terminan viendo los pobres telespectadores son tan patéticas, ridículas y tercermundistas que acometer cualquier labor de saboteo telenovelero puede y debe considerarse como una variante del facilismo. Ejemplo: En el guión se alude al hundimiento de un ferry pero lo que termina viendo la gente es el penoso zozobrar de un peñero. En fin, como diría un abogado acusador tras conseguir el testimonio más revelador del juicio: «No más pregunta Su Señoría».

9.- El erudito: El saboteador novelero aprovecha la aparición de cualquier actor en escena, así sea un vulgar figurante, para comentar el último chisme aparecido en los programas del corazón o de cotilleo televisivo. No es preciso indicar aquí, por obvio, que tienen preferencia, en el relato farandulero, las infidencias de naturaleza amarillista o sensacionalista.

10.- El profeta: Como un epígono del brasileño Reinaldo dos Santos, el saboteador telenovelero comienza a disparar a diestra y siniestra predicciones acerca del futuro que aguarda a los personajes protagonistas, así como también los incidentes que introducirán un giro insospechado en la trama: «A Esther Sofía le van a llenar el ipod de música, mientras que a Caralampio lo van a meter preso porque agarró unos dólares de Cadivi y luego se hizo el sueco y no viajó. Eso por no mencionar a la desdichada de Teresita, quien sufrirá un Alzheimer precoz y no sabrá cuál de sus muchos amantes es el padre de su muchacho»,

11.- El postrero: El objetivo es ambicioso: impedir la comprensión de las acciones del último capítulo del seriado dramático, de manera que el telespectador no pueda contar al día siguiente a su grupo de amigos el modo como fueron castigados los villanos ni la recompensa que obtuvieron los protagonistas por su sufrimiento sin fin. De no existir esta maléfica técnica de saboteo, los gerentes de Dramáticos se quedarían sin excusas para justificar la prolongación, en pantalla y en horario estelar, de su malhadado bodrio.


12.- El kamikaze: Sin el menor temor a la muerte, el saboteador teleculebrero le confiesa a su consorte que la protagonista de la novela es una diosa, un hembrón, una verdadera mujer. En ese instante, ciertamente, se acaba cualquier expectativa por acción dramática alguna. Incluso por las escenas anodinas de esa otra novelucha que muchos llaman matrimonio.

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miércoles, agosto 21, 2013

Los hipocondríacos salvajes

No hay ser más feliz en el mundo que un hipocondríaco con una póliza de seguro (sobre todo cuando goza de una amplia cobertura y disfruta las mieles de un bajo deducible). Es como un titán siempre convaleciente, que se adentra en los bosques embrujados del sistema de salud para allí encarar, en consultorios médicos y salas de emergencia, las emboscadas tendidas por la muerte.
Obsesionado con el tránsito hacia el más allá, el hipocondríaco es un perseguidor de padecimientos crónicos, de enfermedades mortales. También, por supuesto, un erudito; uno que no pisa bibliotecas ni se sienta en aulas universitarias, sino que frecuenta los cálidos espacios de las salas de espera para compartir, con sus colegas pacientes, los avances encontrados durante su navegación por internet. Porque sabido es que una segunda opinión siempre es buena, así sea la de un tuitero identificado con el sugestivo usuario de @brujodecarayaca…
La medicina es un asunto muy serio como para dejarlo únicamente en manos de los médicos. De allí que el hipocondríaco, acicateado por la indiscutible autoridad moral que le brinda su íntimo conocimiento del propio cuerpo («Este ruidito no lo tenía ayer», «La acidez me comenzó a golpe de mediodía», «Siento una bolita que me sube y me baja»), no vacila ni por un segundo en echar mano de su mejor aliado tecnológico: el motor de búsqueda de Google. El torrente de páginas encontradas le permite deleitarse con la lectura de archivos PDF en los que se resumen abstrusas ponencias académicas acerca de enfermedades extrañas. De igual modo, consigue inusitada fruición en la consulta de portales de divulgación científica, con artículos y reportajes interactivos sobre síntomas, síndromes, etiologías y posibles complicaciones en los resultados de las pruebas hematológicas. Ebrio de enrevesados términos de la jerga médica, nuestro sufrido amigo concluye invariablemente: «¡Ay Diosito! Ahora sí es verdad que no la cuento»).
Si el escritor Víctor Hugo lleva razón y la felicidad del malvado es una felicidad negra, entonces, por analogía, la felicidad del hipocondríaco es una felicidad ocre, cetrina, amarillenta (como ese color que delata las fallas hepáticas). Un sentimiento de intensa alegría que se alimenta de la contradicción interna que consume al sujeto que, aunque anda, come y duerme como todas las personas saludables, sin embargo, se halla muy mal.
No hay peor avilantez que contradecir el testimonio autobiográfico de un hipocondríaco. Entonces el indiscreto opinante pasa a ser objeto, inmediatamente, de todo tipo de imputaciones. Se le acusa de no valorar la existencia humana, de desdeñar el dolor ajeno, de carecer de sentimientos empáticos, de querer apropiarse de los bienes del difunto (a pesar de que quizás ni haya bienes ni tampoco difunto). La consecuencia lógica de tan paroxística escalada es la denominada «maldición gitana»; un ardid truculento mediante el cual el enfermo imaginario condena a sus descendientes a repetir su trágica suerte (no olvidemos que la única herencia que reciben los pobres son las taras genéticas): «¡Mírense en este espejo, infelices! ¡Dejen de burlarse! ¡Lo que les va a pasar a ustedes ya está escrito: por sus venas corre mi adn piche…».
Este demoníaco maleficio del «adn piche» pone en evidencia la relación enfermiza que mantiene el hipocondríaco con la ciencia genética. Mientras muchas personas nacidas en las amplias riberas del tercermundismo escarban alrededor de su árbol genealógico para sacar de las raíces algún antepasado (aunque haya sido un facineroso) de origen europeo o estadounidense que abra la senda de la ansiada nacionalización, el hipocondríaco menea frenéticamente el follaje genético para procurar tumbar el fruto podrido de una enfermedad hereditaria incurable: epilepsia, diabetes, glaucoma… cualquier vaina es buena a la hora de meterle ese coñazo al seguro e iniciar, así, el excitante ritual burocrático del escaneo de exámenes (¿cuál será el peor de los suplicios: mirar las fotos vacacionales de un turista u observar al trasluz las radiografías de un hipocondríaco?), el envío de facturas farmacéuticas, la rellenadera de planillas, la consignación de documentos, la entrega de cartas avales y la autorización  de la bendita «clave», sin la cual no hay atención ni hospitalización en las clínicas caraqueñas. El único escollo verdaderamente infranqueable viene dado por el ominoso listado de clínicas y de médicos tratantes, figura contractual esgrimida por las empresas aseguradoras para yugular gran parte de las iniciativas de libre emprendimiento patológico acometidas por el sedicente valetudinario.
Por supuesto que hay hipocondríacos que no joden tanto y salen baratos: son aquellos que durante toda su vida no pasan de un catarro o de una vulgar diarrea. Sin embargo, es preciso aclarar que la experiencia cotidiana nos demuestra que son la excepción. La tendencia es clara: los hipocondríacos de raza, los químicamente puros, no se amilanan ante la guadaña de la muerte y actúan con vocación de grandeza. Son espíritus visionarios que siempre están en procura de virus desconocidos, de nuevos cuadros mórbidos, de cepas bacteriológicas de reciente mutación, de enfermedades cuyos nombres impronunciables sólo aparecen en crucigramas de oscuros periódicos. Un complejo cúmulo de desafíos nosológicos que ponen a prueba a las mentes más agudas de la medicina moderna. Porque una cosa debe ser proclamada: han sido los batallones de incansables hipocondríacos los verdaderos padres materiales de las especializaciones y los postgrados médicos (Nota: abundan los hipocondriacos que, gracias a sus sistemáticas lecturas científicas, han logrado tal grado de familiarización con las voces antiguas, contenidas en los orígenes etimológicos de los vocablos médicos, que ya saben latín y griego y son capaces de leer las obras de Galeno e Hipócrates en su lengua original).
Y aunque dicen desconfiar del otro, por considerarlo fuente permanente de enfermedades, lo cierto es que los hipocondríacos mantienen una relación de dependencia morbosa (no podía ser de otra forma) con sus semejantes. En esencia, el hipocondríaco es un ser social, porque necesita trabar contacto con otros sujetos para poder enfermarse. Podemos afirmar que, en el controvertido campo de la psicología de masas, las dos únicas vivencias que un hipocondríaco estaría dispuesto a padecer, para así luego poder decir que se va a morir, son la epidemia y la cuarentena. Tanto en la epidemia (alegría contagiosa) como en la cuarentena (encierro vip), el hipocondríaco puede desfogar, por fin, su reprimido sentido de pertenencia a un grupo: nosotros los hipertensos, nosotros los bulímicos, nosotros los herniados…
Así como el maestro ruso Konstantín Stanislavski reveló a la humanidad el truismo aquel de que el actor se prepara; parientes y amigos pueden y deben llevar agua al molino de las perogrulladas y testimoniar, de este modo, las muchas maneras como un hipocondríaco se prepara para salir a escena en el teatro de la vida. Para ello apela a técnicas básicas de histrionismo que apuntalen su marcada tendencia psicológica al victimismo. He allí, pues, un axioma irrefragable: sin drama no hay hipocondría. Ya lo demostró el sabio Moliere cuando perfiló las características psicológicas de uno de sus personajes más famosos, Argan, el enfermo imaginario, quien, campanilla en mano, se regodea en reclamar a los suyos una supuesta maldad e indiferencia: «¡Tilín, tilín, tilín! ¡Pícaros de todos los diablos! ¿Es posible que abandonen de este modo a un pobre enfermo? ¡Tilín, tilín, tilín! ... ¡Cabe nada más lastimoso! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Dios mío me dejan morir solo! ¡Tilín, tilín, tilín!».
¿Pero cuándo se cura un enfermo imaginario? Mi experiencia me dice que los tales malestares terminan luego de asestarle un duro golpe a la economía familiar, cuando se compran  un viaje de medicinas que nunca serán tomadas porque siempre, a última hora, es preferible probar suerte con los «milagrosos» mejunjes de la medicina naturista, cuyos extractos de zábila jamás pegan en el estómago. Los hipocondríacos son longevos. Quienes sí mueren jóvenes son los integrantes del entorno familiar, esos pobres sujetos que cuando no fueron elenco fueron público.
Llega el fin de semana. Visito la casa de mi tío hipocondríaco y presencio su dramatismo doméstico. Escucho con desgano las interminables jeremiadas de este hombre que nació muriéndose. Al ver su teatro de corte callejero, confieso que no me sorprendería que un día de estos le cuente a la familia que le detectaron un cáncer en la trompas de Falopio (esa como caramera interna) con metástasis en el útero. Total, dicen que la mente lo puede todo. Y visto bien, qué carajo pueden los cromosomas XY ante la imaginación calenturienta de un obsesionado con la muerte.

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martes, agosto 20, 2013

La conjura de los necios

En la ciudad de Nueva Orleans, en una de las casas de la calle Constantinopla, Ignatius J. Reilly, idealista de alma medieval, desoye los consejos maternos sobre la conveniencia de hacerse de un trabajo remunerado. Encerrado en su habitación destina todos sus esfuerzos a la escritura, a razón de seis párrafos por mes, de una extensa y virulenta crítica contra el siglo XX y la injusticia de la sociedad capitalista.
Nombre principal en la lista de personajes de la literatura humorística mundial, y protagonista de la novela La conjura de los Necios (Anagrama, 1989), del novelista estadounidense John Kennedy Toole (1937-1969), Ignatius J. Reilly no es un revolucionario cualquiera. En su época de estudiante se inicia en el activismo político, en compañía de su atípica novia Myrna Minkoff, 
con la fundación del Partido del Derecho Divino, una institución binaria (por la cuantía de su base de prosélitos) que preconiza la toma del poder por parte de un rey decente, de buen gusto y rica vida interior, que supere a sus súbditos en el manejo profundo de dos importantes disciplinas: la teología y la geometría. 
Un incidente con alumnos reaccionarios termina abruptamente la incipiente carrera profesoral de Ignatius («por el bien del futuro de la humanidad espero que estos alumnos sean estériles») y lo devuelve al cuarto de la casa materna. Allí, como fiel creyente de la diosa Fortuna, espera la llegada de tiempos más propicios. Retoma su análisis de La consolación por la filosofía, obra maestra del filósofo romano Boecio, y profundiza su desprecio por el escritor Mark Twain, verdadero culpable del estancamiento intelectual que consume a los Estados Unidos. Aprovecha también algunos momentos del día para empuñar su pluma («motor de la verdad», «espada vengadora del buen gusto y la decencia») para escribir algunas perlas de inquietante nihilismo.
«Sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Me veo obligado a actuar en un siglo que aborrezco. Soy un anacronismo. La gente se da cuenta y le fastidia», anota el ermitaño en sus cuadernos Gran Jefe. Sin embargo, la diosa Fortuna dispone romper el aislamiento de su devoto seguidor y en una visita a la tiendas por Departamento D.H Holmes, en compañía de su madre, la señora Reilly, Ignatius se ve enredado en un malentendido con un policía (el patrullero Mancuso, maestro del disfraz) y arrastrado a una expedición etílica por los bajos fondos de New Orleans. Al final de la farra, el inoportuno choque del vehículo familiar, al momento de salir del estacionamiento, impone una gran deuda económica que sella el destino del antihéroe de esta novela: la necesidad de «pervertirse» y salir a buscar trabajo.
Buscar trabajo se convierte en una tarea titánica para este joven de gran tamaño y corpulencia, con gorra de cazador y olor a bolsita de té usada, esclavo de una antojadiza válvula pilórica, su personalísimo talón de Aquiles. La mala suerte alcanza niveles siderales cuando el capitalismo se descuida, baja sus defensas, e Ignatius logra colarse en la economía productiva. El encargado de Levy Pants, una empresa textil en decadencia, decide nombrarlo como encargado del archivo, unidad administrativa que pasa a ser llamada, por su nuevo custodio, Departamento de Investigación y Referencia. Pero no será el único nombre que sufrirá ajustes; los apuntes sueltos cobran la forma del «Diario de un joven trabajador o adiós a la holganza».
Con las reflexiones del filósofo devenido joven trabajador comienzan las conspiraciones: la de Ignatius contra la sociedad y la de la sociedad contra Ignatius. En este punto las páginas escritas por el novelista John Kennedy Toole (quien murió sin poder disfrutar de la celebridad de su obra) alcanzan unas elevadísimas cotas de hilaridad. Los lectores asistirán, entre otros acontecimientos, al épico fracaso de la Cruzada por la Dignidad Mora, movilización cívica definida por su autor como «la primera y brillante arremetida a los problemas de nuestro siglo».
Humillado pero no derrotado, nuestro antihéroe persiste en su idea de dinamitar el sistema de desigualdades desde su interior. Con algo de maña, se erige en uno de los conductores de la industria de la comercialización de alimentos, esto es: en un perrocalentero. Ignatius se convierte, pues, al mismo tiempo, en el nuevo vendedor y mejor cliente de Salchichas Paraíso (se come lo que supuestamente debe vender). Con la bata blanca, vestimenta que lo hace parecerse a «un huevo de dinosaurio a punto de romperse», arrastra su carrito por las calles del Barrio Francés, «esa sentina del vicio», con la atención fija en los detalles estratégicos de su segunda gran aventura: el Movimiento por la Paz. ¿Pero qué dirá en esta oportunidad la diosa Fortuna? Eso es algo que no comentaré aquí. En esta reseña prefiero mejor revelar al lector las razones que emplea Ignatius Reilly para justificar su conversión de filósofo a salchichero: «Fue mi interés por los derechos civiles lo que me llevó a convertirme en un vendedor de salchichas. Sospecho que eso se debe a que la concepción fue particularmente débil por parte de mi padre. Debió emitir el esperma de manera un tanto descuidada».
Kennedy Toole escribió una gran novela, donde nos sorprende por el manejo magistral de los recursos humorísticos —la exageración, el malentendido, la repetición, el doble sentido, la salida ilógica, la adjetivación desquiciada, la apelación cómica a los estereotipos, la unión endeble de los contrarios y la grandilocuencia como fuente de risa—, pero también por la construcción de personajes memorables —toda la fauna del bar «Noche de alegría»: la propietaria nazi Lana Lee, la nudista Darlene y su pajarito, también el negro Jones («Sí, me he encontrao un trabajo de negro y un salario de negro. Ahora ya soy un auténtico miembro de la comunidá. Ahora soy un negro real, no un vagabundo. Sólo un negro. ¡Juá! ¿Qué diferencia hay?)—, la concatenación de episodios aparentemente inconexos, la crítica política a la realidad de su tiempo —la cacería de brujas del macarthismo y los residuos del régimen de segregación racial —y, finalmente, nos deslumbra por la fina evocación de los textos clásicos de la comedia épica que hay en su prosa. Una épica memorable que a ratos reproduce la incómoda heroicidad de los desencantados.

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jueves, agosto 15, 2013

Cuando un cuadrado es un círculo

A pesar de ser considerado un fenómeno del mundo moderno, el sociólogo francés Jacques Ellul buscó las primeras manifestaciones de la propaganda política en las antiguas ciudades de Atenas y Roma. Con la agudeza propia del experto, logró reconocer las técnicas persuasivas empleadas por los primeros hombres interesados en influir psicológica, e ideológicamente, en sus semejantes: los tiranos, los sacerdotes délficos, los oradores democráticos, los generales de legiones y los emperadores romanos.
En su investigación, Ellul encontró que la mayoría de los tiranos demagogos que surgieron en casi todas las ciudades griegas, entre los siglos VIII y VI A.C., echaron mano sistemáticamente de técnicas y estrategias de efectos propagandísticos, con el propósito de incrementar el apoyo popular a sus gobiernos ilegítimos, nacidos de la violencia o de la tergiversación de los principios tradicionales de la transmisión de mando.
Estas modalidades primigenias de la propaganda política se nutrían, fundamentalmente, de tres elementos asociados con el ejercicio del poder: la apelación a discursos enfocados en la emocionalidad del mensaje y potenciados con el uso de las figuras retóricas de la oratoria clásica; la adopción de medidas administrativas de naturaleza populista (entre ellas, la confiscación de heredades o la distribución de dinero) y el embellecimiento de la ciudad mediante la edificación de obras de majestuosidad arquitectónica.
«Sin embargo, es necesario hacer hincapié en un hecho general: la construcción de monumentos se había ya utilizado periódicamente como propaganda, pero a partir de este momento histórico», afirma Jacques Ellul, «se convierte en el distintivo de un poder autoritario recién instalado. La propaganda monumental se halla, pues, siempre unida a lo que hoy denominaríamos como dictaduras» (Historia de la propaganda. Monte Ávila Editores. 1969 página 15).
Entre todos los tiranos griegos considerados como precursores de la persuasión colectiva con fines proselitistas el nombre más sobresaliente es el del político ateniense Pisístrato (600-527), quien logró alzarse con el dominio total de la ciudad-estado gracias a sus habilidades para la creación de sofisticadas técnicas propagandísticas. La más famosa de ellas: el amedrentamiento de la población con la amenaza permanente de un enemigo público, interno o externo (en el caso de su gobierno, atizaba el miedo popular con la conspiración de los Eupátridas).
Pero la inquieta mente de Pisístrato no se detuvo allí. Inventó, o en su defecto perfeccionó, un completo repertorio de estrategias para sugestionar a una colectividad necesitada de creer: la adulteración del mito fundacional de la sociedad, para legitimar su presencia indefinida en el poder (se apropió de la leyenda del héroe Teseo); la modificación de los textos literarios de la cultura clásica, para apuntalar su reputación de líder guerrero (existen pruebas de que mandó a modificar a su favor varios cantos de
 La Odisea); el fomento de campañas filantrópicas con poblaciones vecinas, para mejorar la imagen internacional de su gobierno y ampliar la base de aliados diplomáticos; la transformación de fiestas populares en celebraciones gubernamentales, para incrementar la percepción de una creciente adhesión de la gente a su gestión (no vaciló en desvirtuar el sentido religioso de las jornadas de las Panateneas y las Dionisíacas); y la concepción del acto público como la puesta en escena callejera de una representación teatral, con el propósito de acentuar, con fines persuasivos, la magnificencia del poder (el mejor ejemplo: la entrada de Pisístrato a la ciudad de Atenas, en el año 556, bajo la protección de la diosa Atenea, quien —gracias a una recreación dramática— descendió entre los hombres para recibirlo).
Con la muerte de Pisístrato las técnicas de persuasión a gran escala experimentaron un retroceso. Esta circunstancia histórica, en opinión del estudioso Ellul, descalifica a la civilización griega para ser considerada como la posible cuna de la actual propaganda política: «Hasta después del siglo IV, con la supremacía de Tebas y la posterior reacción de Filipo de Macedonia, no apareció un sistema de propaganda más complejo. En suma, en las democracias griegas la propaganda fue un hecho excepcional debido a ciertas causas generales: cierta armonía y cierto sentido de la medida, y la existencia de una cohesión social a pesar de las facciones que limitaron el uso de la propaganda. Por otra parte, hay que añadir otro factor muy importante: las sociedades eran muy reducidas y estaban compuestas por un número reducido de ciudadanos. Esta ausencia de masas es desfavorable para la propaganda».
En efecto: así como un único palo no hace montañas, un solo individuo nunca constituirá el público ideal para el alud propagandístico desatado por el hombre obsesionado con el mando absoluto y perenne; ese histrión, devenido dirigente, que concibe a la política como espectáculo y a la democracia como una cachiporra de las mayorías. De allí, que para que se produzca entre nosotros la milagrosa aparición de «la masa» sea menester la intervención taumatúrgica de un tipo determinado de ayudante; uno muy diestro en la alquimia nefanda de trocar a una sociedad en un rebaño de borregos, tal como explica el fallecido historiador Robert Hughes en su ensayo
 Roma. Una historia cultural: «Quizá el talento para el histrionismo sea algo fundamental  para el éxito político. Las figuras anodinas y con pintas de oficinistas no llegan a los máximos cargos, aunque sí que hacen más fácil la vida de las figuras espectaculares».
De abrirse una discusión sobre este respecto, seguramente muchas personas citarían el nombre de Joseph Goebbels como el ejemplo más famoso de estas figuras anodinas, y con pintas de oficinistas, que tan imprescindibles resultan a la hora de darle una dimensión colectiva al influjo de un liderazgo carismático. No en balde Goebbels es considerado como la eminencia gris detrás de la consolidación imperial del proyecto político de Adolfo Hitler. Sin embargo, este personaje histórico está sobrevalorado. En la monumental biografía que le dedica el historiador inglés Peter Longerich (Goebbels. RBA, 2012), se nos describe como un intelectual frustrado, necesitado de un propósito transcendental, que una vez adentro del gabinete ministerial fue frecuentemente ignorado en la toma de las grandes decisiones: «Goebbels sufría un “trastorno narcisista de la personalidad” que le hacía buscar activamente el reconocimiento y el elogio. Este trastorno cimentó su dependencia de Hitler, a quien convirtió en el objeto de su idolatría, en ese ser superior al que debía subordinarse para recibir legitimación y gratificación. Por ello, pasó una gran cantidad de tiempo enzarzado en largas batallas contra sus competidores en el entorno nazi (…) Goebbels no es el gran propagandista que se nos ha hecho creer. El problema es que una de las fuentes principales para estudiar a Goebbels es su propia propaganda, y hemos estado bajo el influjo de ella. Goebbels fue por encima de todo un propagandista de sí mismo, tratando de convencer al mundo de que era un genio de la propaganda capaz de unir a toda Alemania detrás de Hitler. Tenemos que tener presente que las fotografías, películas y otras fuentes que normalmente usamos como evidencia de su éxito para manipular al pueblo alemán fueron producidos en el ministerio de Propaganda con un propósito principal: crear ese mito (...) Me sorprendió la ausencia de conceptos o visiones políticos en su obra. Tras leer miles de páginas en sus escritos no queda claro qué tipo de sociedad o sistema político prefería o cuáles eran sus ideas básicas acerca de la política exterior o la Europa dominada por los nazis. Para él, la cuestión central fue siempre su propia posición en el régimen, o mejor dicho, como él y su obra eran percibidos por Hitler. Podría decirse que en política estaba más preocupado por el envoltorio que por el contenido», explica el historiador inglés.
En opinión de Peter Longerich la única innovación que consiguió Goebbels en materia comunicacional fue la incorporación, a la propaganda política, de la estética de los comerciales televisivos, con su manera de presentar los argumentos de naturaleza emocional: con música y efectos especiales.
Pero lo cierto es que Goebbels no le enseñó casi nada a Hitler. Basta apenas con una somera revisión de las páginas de
 Mi lucha, la obra seminal del ideario nazi, para darse cuenta de que el Führer estaba plenamente consciente del poder encantador de la propaganda, y de hecho manejaba muy bien el repertorio de técnicas de manipulación colectiva. Son numerosos los pasajes de la obra en los que se explaya en comentarios sobre el arte propagandístico: «Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel intelectual a la capacidad receptiva del menos inteligente de los individuos a quienes se desea vaya dirigida. De esta suerte es menester que la elevación mental sea tanto menor cuanto más grande la muchedumbre que deba conquistar. La capacidad receptiva de las multitudes es limitada y su comprensión escasa; por otra parte, tienen ellas una gran facilidad para el olvido. Así las cosas, fuerza será que toda propaganda, para que sea eficaz, se limite a muy pocos puntos, presentándolos en formas de gritos de combate hasta que el último hombre haya interpretado el significado de cada uno» (Mi lucha. Editorial Antalbe. Barcelona. Página 91); «La violencia verbal es, además de conveniente, necesaria. En honor a la verdad, es la palabra, por razones de naturaleza psicológica, la única capaz de producir revoluciones realmente grande en los sentimientos» (Op. Cit. Página 221); «Hoy me enorgullezco de haber descubierto los métodos que nos permitieron, no sólo tornar ineficaz la propaganda de nuestros adversarios, sino, además, apabullar con sus propias palabras a quienes la concibieron» (Op. Cit. Página 223); «La fuerza que le dio al marxismo su asombroso poder sobre las muchedumbres no consiste en la obra escrita y preparada por intelectuales judíos, sino en el formidable diluvio de propaganda oral que esta teoría descargó sobre la multitud» (Op. Cit. Página 226); «Las asambleas de grandes muchedumbres son necesarias, pues cuando a ellas asiste el individuo acometido del deseo de alistarse en un flamante movimiento y temeroso de encontrarse solo, recibe allí la primera impresión de una numerosa comunidad, lo cual ejerce un efecto vigorizador y estimulante en la mayoría de las personas. Éstas se someten a la mágica influencia de lo que llamamos sugestión de una multitud» (Op. Cit. Página 228); «La propaganda aventajará, con su impetuoso avance, de muy lejos a la organización, a fin de conquistar el material humano indispensable para ésta última. Siempre he sido enemigo de la organización precipitada y pedante, que produce inertes y mecánicos resultados. Por esta razón, lo mejor es dejar que una idea se difunda desde un centro y por medio de la propaganda durante un espacio de tiempo dado, y luego explorar cuidadosamente en busca de dirigentes entre los seres humanos que acudieron a la cita» (Op. Cit. Página 279); «El segundo deber de la propaganda es el de derribar la situación existente por medio de la nueva doctrina» (Op. Cit. Página 281); «Las afirmaciones han de ser siempre en indicativo o imperativo, nunca en condicional, porque así nutre la psicosis del poderío entre los amigos y de terror entre los enemigos».
Esta compleja relación de interés y desprecio del líder hacia la muchedumbre, pero también de completa fidelidad de la masa hacia su caudillo, no puede entenderse enteramente sin el estudio de las obras fundacionales de la psicología colectiva.
En 1895, el sociólogo francés Gustave Le Bon sorprende al mundo académico al anunciar la entrada de las masas a la vida política, en condición de actor principal.
 Ya para la época la idealización del sistema democrático como un gobierno legitimado en las urnas electorales periódicamente, pero también dispuesto a escuchar las críticas de la opinión pública, había dictaminado el descrédito de las monarquías absolutistas y el auge de los liderazgos carismáticos.
En sus primeros apuntes sobre el alma colectiva, contenidos y expresados en La psicología de las masas, Le Bon da cuenta del cambio mental que experimenta el hombre sumido en la agitación del grupo, ésa instancia superior que le dicta al individuo la nueva dirección que han de seguir sus afectos y pensamientos.
Desde la perspectiva psicológica, la conformación de la masa precisa de varios elementos: la existencia de una causa común; el surgimiento de un mismo interés durante la exposición a un mismo objeto; la experimentación de idénticos sentimientos antes una situación dada; y la facultad de los presentes de influir unos sobre otros.
«La dominación de la masa siempre representa una fase de desórdenes», señala Le Bon, «las decisiones de orden general tomada por una asamblea de hombres distinguidos, pero de especialidades diferentes, no son sensiblemente superiores a las decisiones que pueda tomar una reunión de imbéciles. Solamente pueden asociar, en efecto, las cualidades mediocres que todo el mundo posee. Las masas acumulan no la inteligencia, sino la mediocridad».
El conservadurismo de Le Bon a ratos coquetea con la óptica sociológica determinista, como por ejemplo cuando analiza el papel de la raza y la religión en los procesos de psicología colectiva. Según su criterio, una masa surgida en el seno de un pueblo de origen latino o católico propenderá a la intervención del Estado, dado el influjo de una cultura política identificada con el centralismo y el cesarismo. Mientras que una masa nacida de un pueblo de origen anglosajón o protestante buscará siempre apelar a la movilización privada.
En 1921, Sigmund Freud se propone revisar la validez científica de estas tesis tan polémicas. Para el psicólogo vienés, Gustave Le Bon entrega a los lectores un inmejorable perfil psicológico del alma colectiva, pero fracasa a la hora de explicar la ascendencia del líder a partir de un concepto un tanto equívoco: el «prestigio» («especie de fascinación que un individuo, una obra o una idea ejercen sobre nuestro espíritu»). Luego de arduas disquisiciones, Freud sostiene que el hombre común se comporta como un animal de hordas («un elemento constitutivo de una horda conducida por un jefe», son sus palabras) y no como un simple animal gregario. Concluye, en enrevesada jerga psicoanalítica, que la experiencia de masas es un mecanismo de sobrevivencia almacenado en el alma colectiva de la raza humana; un mecanismo cuyo carácter intenso, compacto y homogéneo nace de dos vías. La primera de ellas, la más simple y natural, por identificación con un objeto («la manifestación más temprana de un enlace afectivo a otra persona», explica). La segunda, las más común y más compleja de definir consiste en un particular nexo libidinoso (libido: término perteneciente a la teoría de la afectividad, energía de los instintos relacionados con todo aquello susceptible de ser comprendido bajo el concepto de «amor», no sólo en su aspecto sexual, sino también en sus rasgos platónicos como el deseo de proximidad y la disposición al sacrificio), caracterizado por tendencias sexuales cortadas en su fin (la renuncia a la cópula), que inhibe los procesos de autocrítica, como consecuencia  de la sustitución, dentro de la estructura psíquica del individuo, del «superyó» por el objeto (es decir, lo deseado pasa a ser la conciencia moral y la conducta idealizada del sujeto, lo que causa la inmediata anulación de las fuentes de malestar y recriminación).
«Para que los miembros de un grupo humano reunido accidentalmente lleguen a formar algo semejante a una masa, en el sentido psicológico de la palabra», nos aclara Sigmund Freud, «es condición necesaria que entre los individuos exista algo común, que un mismo interés los enlace a un mismo objeto, que experimenten los mismos sentimientos en presencia de una situación dada y que posean, en cierta medida, la facultad de influir unos sobre otros. Cuanto más enérgica es esta homogeneidad mental, más fácilmente forman una masa psicológica y más evidentes serán las manifestaciones de una alma colectiva (…) El carácter inquietante y coercitivo de las interacciones colectivas, que se manifiesta en sus fenómenos de sugestión, puede ser atribuido a la afinidad de la masa con la horda primitiva, de la cual desciende. El caudillo es aún el temido padre primitivo. La masa quiere siempre ser dominada por un poder ilimitado. Ávida de la autoridad, tiene, según las palabras de Gustave Le Bon, una inagotable sed de sometimiento. El padre primitivo es el ideal de la masa, y este ideal domina al individuo, sustituyéndose el superyó» (La psicología de las masas. Editorial Alianza. 2001. Página 67).
En la Italia de la segunda década del siglo veinte —transcurridos nueve años del ascenso del fascismo al poder—, el talento propagandístico comisionado para rebajar a toda una nación a la efervescencia ululante de la masa primitiva, infantilmente dependiente de un caudillo, fue el ex héroe de guerra Achille Starace, secretario general del Partido Nacional Fascista entre 1.931 y 1939.
El historiador Robert Hughes nos describe a Achille Starace en los siguientes términos: «Starace fue a Il Duce lo que Goebbels fue a Hitler, y resultó igual de activo que él en cuanto a la invención de un estilo de gobierno. Fue él quien concibió y organizó las manifestaciones “oceánicas” de decenas de miles de romanos en la plaza de Venecia, bajo el balcón desde el que hablaba Il Duce, con su podio oculto; él, quien instituyó “el saludo a Il Duce” en todas las reuniones fascistas, grandes o pequeñas, tanto si Mussolini estaba presente como si no; él, quien abolió el “insalubre” apretón de manos a favor de la “higiénica” rigidez del saludo fascista basado en el romano, que se hacía alzando el brazo. Se colocaba rígidamente en posición de firmes, haciendo tocar los talones entre sí, incluso cuando hablaba con su líder por teléfono. Y se aseguró de que los orquestados vítores de la muchedumbre se dirigieran sólo a Mussolini, ya que “a un hombre, y sólo a un hombre, se le ha de permitir que domine las noticias todos los días, y los otros deben enorgullecerse de servirle en silencio”» (Roma. Una historia cultural. Página 468).
Starace fue el artífice de la «fascistización» de la sociedad italiana. Fue él quien  se esforzó por hacer pasar como manifestaciones de una doctrina, redonda, sin fisuras, cada una de las señales contradictorias de la realidad. Nunca le importó que la dirigencia fascista no supiera bien qué cosa era el fascismo —como aún sostiene el historiador alemán Ernst Nolte—. Mitificó el origen del movimiento y denominó de manera pomposa «La marcha sobre Roma» al viaje en tren que, desde Florencia, hicieron supuestamente 300 mil golpistas armados del Partido Nacional Fascista (¡vaya que los vagones eran espaciosos!) rumbo al Parlamento para deponer al primer ministro Luigi Facta.
«La frase “Il Duce ha sempre ragione” (Mussolini siempre tiene la razón) dominó toda Italia y sus colonias africanas. Pintada en muros, cincelada en piedra, escrita con tiza en las pizarras, incluso formada con guijarros sobre los patios de recreo de las escuelas por los campesinos etíopes, fue el invariable leitmotiv del fascismo, y se siguieron pudiendo ver vestigios de ella en algunas partes de la Italia rural hasta finales de la década de 1960», relata el historiador Robert Hughes.
Achille Starace se erigió en el primer sacerdote del culto oficial a la personalidad. En 1932, y a propósito del décimo aniversario de la llegada de Mussolini al poder, convocó la Mostra della Rivoluzione Fascista, celebrada en el Palacio de las Exposiciones, cuya fachada principal fue adornada con cuatro columnas de aluminio de 30 metros de altura con la forma de las fasces. Dos años después, en 1934, se apuntó otro éxito propagandístico al presidir el Campeonato Mundial de Fútbol organizado y ganado por Italia. El día del juego final casi llenó las tribunas con funcionarios del partido fascista que, astutamente, gritaban más por Mussolini que por la selección azzurri. Ese año también se apropió de las celebraciones callejeras por el premio Nobel de Literatura otorgado al dramaturgo Luigi Pirandello.
Starace reconoce el papel multiplicador de los medios de comunicación en cualquier campaña propagandista, pero se abstiene aún de renunciar al empleo de los trucos clásicos de los embaucadores de feria: «En 1938 los medios de comunicación de masas, ya férreamente controlados —se necesitaba una licencia emitida por el Estado para ejercer como periodista de cualquier tipo, incluso como reportero de moda, bajo Mussolini, y éste nombraba personalmente a los directores de las todas las publicaciones— recibieron la llegada de Adolfo Hitler con éxtasis automático (…) Los
 funzionari de Mussolini se habían esforzado mucho en preparar la llegada del Führer a la estación Ostiense en Roma. Incluso se habían cuidado de que los últimos kilómetros de ferrocarril que llevaban a la estación estuvieran bordeados, a ambos lado, por un “pueblo Potemkin”, de decorados orientados hacia adentro, mirando hacia el tren, en cuyas falsas ventanas se asomaban cientos de romanos que vitoreaban con entusiasmo», recrea con amena prosa el historiador inglés Robert Hughes.
La buena estrella de Starace declinó cuando se concentró en la «fascistización» de la juventud. Al principio, se anotó importantes logros propagandísticos con la promoción de homenajes públicos a las noventa y cinco madres más prolíficas del país, así como también con la creación de
 los saggi ginnici (pruebas de destreza gimnásticas en medio de actos públicos). Pero al final su predicamento sufrió mella cuando invirtió su capital político en una idea que nunca cristalizó del todo: la Opera Nazionale Balilla, versión fascista de las juventudes hitlerianas.
Cuando Achille Starace sale de la primera línea de combate fascista había  inficionado a una gran parte del joven tejido humano del país. Con paciencia y tenacidad, el gran propagandista construyó una estructura de sumisión que llenaría de traumas y deshonor a muchas personas. Muy pocos fueron los que lograron salvarse. Incluso Norberto Bobbio, ese gran sabio de la filosofía política, hubo de confesar su pasado fascista, cuando un indiscreto investigador encontró, en los archivos de seguridad de la época, una carta titulada «Exposición de Norberto Bobbio a S.E. el jefe de Gobierno», donde el remitente informaba acerca de su pertenencia desde 1927 a las filas del Partido Nacional Fascista y a los Grupos Universitarios Fascistas, y expresaba su dicha por haber crecido en un ambiente familiar patriótico y fascista de total devoción al Duce. La comunicación puede encontrarse en la autobiografía de Norberto Bobbio publicada por la editorial Taurus; obra donde también puede leerse la siguiente reflexión: «En esta carta me he encontrado de pronto cara a cara con otro yo, que creía haber derrotado para siempre. No me turbaron tanto las polémicas sobre la carta como la carta en sí y el propio hecho de haberla escrito. Aunque formaba parte, en cierto sentido, de un trámite burocrático, aconsejado por la misma policía fascista; era una invitación a humillarse: Si usted le escribiera al Duce…». Años después, interrogado sobre este episodio vital por el periodista Giorgio Fabre, Bobbio completaría su respuesta: «Quien ha vivido la experiencia de un Estado dictatorial sabe que es un Estado distinto a todos los demás. Y esta carta mía, que ahora me parece vergonzosa, lo demuestra. ¿Por qué una persona como yo, que era un joven estudioso y pertenecía a una familia de bien, tenía que escribir una carta de este tipo? La dictadura corrompe los ánimos de las personas. Fuerza a la hipocresía, a la mentira, al servilismo. Y ésta es una carta servil. Aunque reconozco que lo que escribí era cierto, cargué la mano en mis méritos fascistas para sacar una ventaja. Para salvarse, en un Estado dictatorial, se necesitan almas fuertes, generosas y valientes, y yo reconozco que, en esta carta, no lo fui. Ahora es fácil hacer la caricatura de Mussolini, pero no debe olvidarse que posee todos los caracteres de lo que Max Weber hubiese podido denominar el jefe carismático. Era agresivo, exaltaba a las masas. Hasta tal punto fue un jefe carismático que siguió hasta el final el destino de los jefes carismáticos: tener siempre razón hasta el día en que, equivocándose, cae».
Umberto Eco, otro gran intelectual italiano, cuenta, con más picardía y autobenevolencia, su  primer momento de debilidad en la atmósfera totalitaria. Lo hace en las primeras líneas de su ensayo El fascismo eterno recogido en la compilación Cinco escritos morales (Editorial Lumen. 2000): «En 1942, a la edad de 10 años, gané el primer premio de los Ludi Juveniles (un concurso de libre participación forzada para los jóvenes fascistas italianos, es decir, para todos los jóvenes italianos). Había discurrido con virtuosismo retórico sobre el tema “¿Debemos morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia?”. Mi respuesta había sido afirmativa. Era un chico listo».
Por cierto, amigos lectores: considero que nunca como ahora se precisa una lectura reflexiva del ensayo de Umberto Eco sobre el fascismo eterno. Digo esto, porque la mayor amenaza que se cierne sobre el pueblo venezolano, desde el punto de vista de la psicología del lenguaje, es la operación de trasposición semántica mediante la cual los fascistas del chavismo buscan etiquetar a los sectores democráticos de «fascistas». Quien mejor ha ilustrado esta operación de trasposición semántica fue el tenebroso Joseph Goebbels: «Con una repetición suficiente y la comprensión psicológica de las personas implicadas, no sería imposible probar que de hecho un cuadrado es un círculo. Después de todo, ¿qué son un cuadrado y un círculo? Son meras palabras y las palabras pueden moldearse hasta disfrazar las ideas (citado por Pratkanis y Aronson en La era de la propaganda)». Para quienes aún duden de la aplicación de mecanismos propagandistas por parte de la dictadura madurista, ahí les dejo el ejemplo del Sicad, una payasada revolucionaria que prestigiosos expertos y periodistas se empecinan aún en denominar «subasta de dólares», a pesar de que con este procedimiento administrativo el gobierno usurpador sólo distribuyó divisas a quienes le dio la gana y no a quienes ofertaron el precio más alto. La «subasta» del Sicad es, pues, un ejemplo palmario de un cuadrado que pasa por círculo.
Umberto Eco, en su ensayo, enuncia las características principales del fascismo («muchas de ellas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista», explica el erudito historiador de la belleza y la fealdad). A continuación, y en beneficio de los lectores venezolanos, listamos estas características ontológicas del fascismo eterno (con algunos extractos de los comentarios del autor):
1.- El culto a la tradición: Ya no puede haber avance del saber. La verdad ya ha sido anunciada de una vez por todas, y lo único que podemos hacer nosotros es seguir interpretando su oscuro mensaje. Es suficiente mirar la cartilla de cualquier movimiento fascista para encontrar a los principales pensadores tradicionales.
2.- Rechazo del modernismo: El rechazo al mundo moderno se camufla como condena a la forma de vida capitalista, pero concernía principalmente a la repulsa del espíritu de 1789 (o de 1776, obviamente). La ilustración, la Edad de la Razón, se ven como el principio de la depravación moderna.
3.- Imposición del culto de la acción por la acción misma: La acción es bella de por sí y, por lo tanto, debe actuarse antes de y sin reflexión alguna. Por eso la cultura es sospechosa en la medida que se identifica con actitudes críticas.
4.- Rechazo al pensamiento crítico: El pensamiento crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. Para el fascismo eterno el desacuerdo es traición.
5.- Estímulo del miedo a la diferencia: El primer llamamiento de un movimiento fascista, o prematuramente fascista, es contra los intrusos.
6.- El aprovechamiento de la frustración individual o social.
7.- Explotación del sentimiento nacionalista: A los que carecen de una identidad social cualquiera, el fascismo eterno les dice que su único privilegio es el más vulgar de todos, haber nacido en el mismo país. Además, los únicos que pueden ofrecer una identidad a la nación son los enemigos. En la raíz de la psicología del fascismo eterno está la obsesión por el complot, posiblemente internacional.
8.- Incertidumbre en relación con el enemigo: Gracias a un continuo salto de registro retórico, los enemigos son simultáneamente demasiado fuertes y demasiados débiles.
9.- Sujeción al principio de la guerra permanente: En el fascismo eterno no hay lucha por la vida, sino más bien «vida para la lucha». El pacifismo es colusión con el enemigo; el pacifismo es malo porque la vida es una guerra permanente.
10.- Tendencia al elitismo: El fascismo eterno no puede evitar practicar un «elitismo popular». Cada ciudadano pertenece al mejor pueblo del mundo, los miembros del partido son los ciudadanos mejores, cada ciudadano puede (o debería) convertirse en miembros del partido. Pero no puede haber patricios sin plebeyos. El líder, que sabe perfectamente que su poder no lo ha obtenido por mandato, sino que lo ha conquistado con la fuerza, sabe también que su fuerza se basa en la debilidad de las masas, tan débiles que necesitan y se merecen a un «dominador». Puesto que el grupo está organizado jerárquicamente (según un modelo militar), todo líder subordinado desprecia a sus subalternos, y cada uno de ellos desprecia a sus inferiores.
11.- Culto a la muerte: El heroísmo es la norma. El héroe fascista está impaciente por morir, y en su impaciencia, todo hay que decirlo, más a menudo consiguen hacer que mueran los demás.
12.- Propensión al machismo y al juego con las armas como signos fálicos de poder, seducción y dominación.
13.- Imposición de un populismo cualitativo: Para el fascismo eterno los individuos, en cuanto a individuos, no tienen derechos y «el pueblo» se concibe como una cualidad, una entidad monolítica que expresa la «voluntad común». Puesto que ninguna cantidad de seres humanos puede poseer una voluntad común, el líder pretende ser su intérprete. Habiendo perdido su poder de mandato, los ciudadanos no actúan, son llamados sólo pars pro toto a desempeñar el papel de pueblo. El pueblo, de esta manera, es sólo una ficción teatral.
14.- Utilización de una neolengua: Todos los textos escolares nazis o fascistas se basaban en un léxico pobre y una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el pensamiento complejo y crítico.
Finalmente, el historiador Robert Hughes sólo agregaría al listado anterior una característica: La aplicación general a la vida civil de técnicas militares de control social.
Usurpador: ¡más fascista eres tú!

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