martes, febrero 21, 2012

Las celebraciones malandras

Hubo una época en que la victoria significaba una recompensa por un desempeño justo, digno, virtuoso. Fueron los mismos años en que la noción de triunfo se afincaba en el dominio en el marcador, en la rapidez mental, en la fortaleza física gallardamente explotada. Hubo, en fin, una superioridad moral que hoy sólo encontramos en algunas derrotas.
Extraviada la gloria del ganador y negado el honor al vencido, la victoria se degrada y se vuelve un lugar propicio para la entronización de almas vulgares y chabacanas, justos campeones de una arena degradada donde cualquier triquiñuela queda de antemano justificada.
Goles, jonrones, ponches y canastas, más que momentos cúlmenes de la acción deportiva, han devenido excusas para la mofa del adversario, para el ensayo público de celebraciones cada vez más ofensivas contra los perdedores. Empiezan por sacarse la camiseta, imitar a un sicario o simular un coito con una entidad inasible (el denominado «perreo»). Terminan por apalear al «maldito fanático» del equipo contrario. Las celebraciones malandras, justificadas por la pulsión violenta y el deseo humano de sublimar la guerra por otros medios, enturbian y adulteran la atmósfera fraternal de la sana competición entre iguales.
No pocas veces los medios de comunicación social azuzan a los cultores de las celebraciones malandras con transmisiones especiales (las denominadas «antesalas» o «previas), concebidas para intensificar y recalentar el clima de enfrentamiento. También ayudan los eslóganes publicitarios que machacan el carácter mortal del combate, la naturaleza decididamente histórica del encuentro (no importa que apenas estemos en los albores del tercer milenio). Un in crescendo de la exageración, un frenesí prebélico que, sumado a la instigación cainita de cierto periodismo sensacionalista, determina el reemplazo de las noticias por proclamas altisonantes y declaraciones de guerra.
Algo de turbio habrá en el asunto, pues los fablistanes sensacionalistas, tal vez atormentados por la buena conciencia, a menudo intentan ocultar el hecho de que muchos de los excesos verbales de las personalidades públicas son la consecuencia del acoso y el hostigamiento de paparazis y reporteros paradisleros, que incluso los siguen hasta el baño. Son estos señores quienes, con no poco descaro, se empeñan en hacer ver que las declaraciones destempladas de atletas, competidores y artistas son manifestaciones bulliciosas de psicologías trastornadas, excentricidades de egos obsesionados con la constante presencia mediática.
La celebración malandra es un cáncer que nace en la cancha y a veces también en el escenario. Encuentra su metástasis en la tribuna y allí, en estos espacios populares, alimenta el resentimiento y la intolerancia de las masas. Hace posible una memoria del mal. La camaradería de los antiguos asistentes queda sepultada por los excesos de las barras ultrosas, cuyos integrantes se encuentran hermanados por brotes anómicos disfrazados de rivalidad deportiva. Sin embargo, la farsa se viene abajo tan pronto los exaltados entonan la letra de un cántico infame: «Y en dónde están / en dónde están / los hijos de puta / que nos iban a ganar»; coro procaz, pendenciero, tan lejano a las expresiones tradicionales del fanático venezolano.
Nada más ajeno a un celebrador malandro que la idea de lo recíproco. Sólo el festejo propio es digno y legítimo; el festejo del otro, la alegría del competidor, siempre será por definición una provocación inadmisible, una invitación indeclinable a la coñaza colectiva.
Lo sabido: el matonismo campea en el silencio; especialmente en aquel que consigue mimetizarse en la palabrería hueca y grandilocuente; porque una cosa es obvia: sin un Homero no se puede revivir la Ilíada todas las noches. El malandrismo, la barbarie uniformada, necesita de aedos que empleen sus rapsodias para trocar los vejámenes en prendas de pundonor, dignidad y amor propio.
Entre los apologistas de este malandrerismo heroico destacan, por mucho, los comentaristas deportivos (y sorpresa: ¡también los analistas políticos!) comprometidos con la «crítica constructiva» y «en positivo». ¿Quién de nosotros no ha sufrido la tortura de transmisiones alejadas de la realidad? ¿Quién de nosotros no se ha descaminado con juicios y opiniones de una sedicente objetividad? ¿Quién de nosotros no ha escuchado las loas al mítico «pundonor» del «Samurái» Alexander Cabrera? Sabemos muy bien que abundan los especialistas que reparten elogios con el mismo criterio con el que un sátiro piropea a las mujeres que pasean por una plaza. Dicen ser independientes, pero queman sus inciensos en los estrechos calabozos del miedo, donde permanecen hacinados los periodistas que intuyen que una palabra de más, una frase desafortunada, pudiese acarrearles la pena máxima del veto informativo. Son trabajadores del verbo al servicio del mutismo.
Ya lo dijo el argentino Borges: «La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece».

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jueves, febrero 16, 2012

Quedaron locos

Los maestros del fraude, los mismos que con menos votos sacaron más diputados, alzaron su voz para cuestionar la legitimidad de las elecciones primarias de la oposición. Lo hicieron acaso sin advertir (tal fue la magnitud del mazazo propinado por la Venezuela democrática) que con su denuncia arrojaban serias dudas sobre el comportamiento del tan venerado y supuestamente objetivo Consejo Nacional Electoral.
Minutos después de que Tibisay Lucena ofreciera una rueda de prensa para preservar su honorabilidad de rectora de un poder público nacional, en el Tribunal Supremo de Justicia, específicamente en la Sala Constitucional, el magistrado Francisco Carrasquero, jurista de «tramparente» trayectoria, autor de la famosa tesis del derecho revolucionario, ordenaba a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana proceder al embargo de los cuadernos electorales de las elecciones primarias.
La medida, evidentemente dictada para revivir el oprobioso expediente de la «lista Tascón», resultó de imposible aplicación porque los representantes de la Mesa de la Unidad Democrática cumplieron con la promesa de eliminar cualquier documento que revelase la identificación de las personas que votaron en la consulta del pasado domingo.
El nerviosismo del gobierno chavista constituye la mejor prueba del logro de las fuerzas democráticas. Ya se acabó el monólogo. Hugo Chávez ya no está solo en la arena del debate público. Más de tres millones de venezolanos perfilaron, con su participación en las elecciones primarias, el rostro definitivo del líder político llamado a poner fin a catorce años de militarismo y comunismo disfrazado.
Las primeras declaraciones del candidato de la unidad democrática, Henrique Capriles Radonski, despiertan confianza y optimismo. En sus palabras no hay lugar para los reconcomios históricos ni los absurdos fanatismos ideológicos («Si quieres discutir con tu adversario político, no utilices su lenguaje», nos advierte George Lakoff, especialista en lingüística cognitiva). Su propuesta es sencilla: retomar el camino del progreso, mediante la creación de empleos de calidad, el fortalecimiento del sistema educativo, el impulso a la actividad empresarial, la ampliación de los programas sociales y la recuperación del modelo de descentralización administrativa. Dios estará con él y con nosotros.
Pero el mandado no está hecho. La revolución neototalitaria de «masa crítica», la dictadura de falsos e inocuos espacios de participación controlada, no se quedará de manos cruzadas. La jugarreta jurídica del magistrado Carrasquero es apenas un movimiento en el tablero de la política nacional. No hace falta hurgar en las centurias de Nostradamus para avizorar como, en los próximos meses, seremos testigos del grosero ventajismo electoral de quien usa el entramado de instituciones como un mero tinglado. De hecho, el dictador ya regurgitó: «El majunche tiene unos asesores que le han dicho que no debe confrontarme y yo te digo: majunche tienes que confrontar a Chávez porque la cosa es conmigo, y me tienes que confrontar con ideas porque Chávez es el pueblo. Mientras más te empeñes en disfrazarte más te vas a conseguir conmigo, todos los días del mundo, ¡majunche! No me vas a poder evitar. La confrontación con Chávez no la vas a poder evitar porque es la confrontación con los patriotas, la patria y la dignidad nacional. Una de mis tareas, señor majunche, va a ser quitarte la mascara, porque por más que te disfraces, majunche, tienes rabo de cochino, orejas de cochino y roncas como cochino. ¡Eres un cochino! (…) Majunche irás a gobernar a la tierra de Tarzán y la mona Chita».
Qué lástima que un líder que contó con el fervor de grandes sectores de la población, que llegó a encarnar los deseos de reivindicación simbólica y real de los hombres y mujeres más necesitados, haya desaprovechado la oportunidad histórica de servir a su patria. Hoy, más que un estadista, el teniente coronel Hugo Chávez transmite la tristérrima imagen de un obseso con crisis histérica que no puede soportar la pérdida de su fetiche: el poder absoluto, el mismo que, según el historiador Lord Acton, corrompe absolutamente.

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jueves, febrero 09, 2012

Breviario de campaña electoral

El año 64 a. C., Marco Tulio Cicerón propone su candidatura como cónsul. Entre los seis adversarios que debe vencer destaca Lucio Sergio Catilina, un golpista impenitente que se vale de las reglas políticas tradicionales para conspirar contra la república romana.
En un sistema social basado en la nobleza, la falta de antepasados ilustres en el Ejército y en el Senado constituye un lastre. Sin embargo, Marco Tulio ha conseguido ser el primer miembro de la familia Cicerón en ocupar una alta magistratura; lo hace tras ejercer el cargo de cuestor en la provincia de Sicilia. A los ojos de los votantes representa un homo novus. Un hombre nuevo que tiene que superar las viejas emboscadas de la lucha política.
Marco Tulio no baja solo al centro de la arena. Lo acompaña su hermano menor, Quinto Lucio, quien se ha animado a redactar un pequeño manual de instrucciones para el candidato de la casa. El resultado de estas reflexiones se conoce como el Breviario de campaña electoral, y constituye uno de los documentos más antiguos de lo que hoy se conoce como mercadeo político. Los lectores en español pueden consultarlo gracias a la editorial Acantilado, que publicó el pequeño estudio en 2003
El Breviario se inicia con una observación que no deja lugar a idealismos: durante el breve lapso de una campaña electoral valen más las apariencias que las cualidades naturales del líder, porque «los hombres se dejan cautivar por el aspecto y las palabras antes que por la realidad de su propio beneficio».
El candidato (etimológicamente, aquel que porta la toga blanca, toga candida en latín, para ser fácilmente identificado) más que empecinarse en transmitir la pureza de su trayectoria política, debe concentrarse en captar el apoyo de los grandes financistas; los empresarios llamados a patrocinar las actividades de proselitismo político necesarias para el contacto cara a cara con los votantes. «Procura, además, que todos aquellos que te deben algo y aquellos que desean debértelo se den cuenta de que no van a tener más oportunidad que ésta, los unos, de demostrarte su agradecimiento, y, los otros, de convertirse en deudores tuyos», aconseja Quinto Lucio.
La campaña electoral no es una campaña militar ni tampoco una guerra de guerrillas, por lo tanto se recomienda no abrir más campos de batalla que los estrictamente necesarios. Lo verdaderamente importante es sumar voluntades, juntar todos los apoyos posibles. «La palabra “amigo”, cuando eres candidato, tiene un significado más amplio que en tu vida corriente», señala el autor del Breviario, «de hecho, todo el que te demuestre alguna simpatía, que te trate con deferencia y que vaya a menudo a tu casa, ha de ser incluido en el círculo de amistades. Es necesario crearse amistades de cada una de estas clases: para las apariencias, hombre de familia y cargo ilustre que, aunque no se esfuercen en hacerle propaganda, al menos aumentan la dignidad del candidato; amigos para garantizarse la protección de la ley, los magistrados; y amigos para conseguir el voto de las centurias, hombres que gocen de una influencia muy particular. Pon especial insistencia en procurarte y asegurarte el apoyo de quienes tienen, o esperan tener, gracias a ti, el dominio de una tribu, una centuria o cualquier otro beneficio».
La palabra «traidor» mantiene su especificidad semántica, pero en tiempos de campaña electoral no conviene alborotar el cotarro con peanes y repiques de tambores. La mejor estrategia es, por mucho, la simulación: «Si oyeras decir o te dieras cuenta de que uno que se ha comprometido contigo te está haciendo, por así decirlo, el doble-juego, procura hacer ver que ni has oído ni sabes nada del asunto; si alguien, creyéndose sospechoso, quiere justificarse ante ti, sostendrás que nunca has dudado de sus intenciones ni crees tener motivo para ello (…) De todas maneras, conviene conocer los propósitos de todos para saber qué grado de confianza se puede depositar en cada uno de ellos».
Hay tres factores que conducen a un hombre a mostrar una buena disposición y a brindar su apoyo en unas elecciones: los beneficios, las expectativas y la simpatía sincera. Y en cuanto al secreto para ganarse el afecto de las muchedumbres, el autor propone la más clásica de las máximas: prometer, prometer y prometer. Un candidato jamás debe negarse a los pedimentos populares, porque, aunque muchos insistan en la supuesta naturaleza olvidadiza de las masas, lo cierto es que tanto el pobre como el rico atesoran en su memoria los nombres de aquellos que un día les dijeron que «no». Una aguda observación que viene a ser corroborada en nuestro país, más de dos milenios después, con los estudios de la Sociedad Venezolana de Psicología Positiva y el Departamento de Ciencias de Comportamiento de la Universidad Metropolitana, cuyas conclusiones revelan que el venezolano es un ser dado a la gratitud y la amabilidad, pero también es una persona contraria a perdonar.
Ahora bien, lo del resentimiento no es exclusivo de esta tierra y de estos tiempos. Seguimos con Quinto Lucio: «Todos son así: prefieren una mentira a una negativa. Gayo Aurelio Cota, un maestro en estrategia electoral, solía decir que tenía por costumbre prometer a todo el mundo sus servicios, a no ser que le pidieran algo en contra de su deber, y que se los ofrecía a aquellos a cuya disposición juzgaba muy conveniente estar. No decía que no a nadie, porque a menudo surgía algún imprevisto que impedía a cuantos había hecho una promesa que la aprovecharan, de manera que frecuentemente tenía menos exigencias de las que se había imaginado. Asimismo, aseguraba que no podía tener la casa llena de gente quien sólo acepta los compromisos que se ve capaz de honrar, que el azar ocasiona que vaya bien un asunto con el que no contabas, y, en cambio, que vaya mal otro que creías tener por la mano; por lo tanto, decía, lo último que se debe temer es que se enfade la persona a la que se la ha mentido. Las promesas quedan en el aire, ni tienen un plazo determinado de tiempo y afectan a un número limitado de gente; por el contrario, las negativas te granjean, indudable e inmediatamente, muchas enemistades; y es que son más las personas que piden poder disfrutar de los servicios de uno que las que, de hecho, acaban disfrutando de ellos».
Quinto Tulio Cicerón no dejó nada escrito sobre cómo atemperar el ánimo de aquellos sujetos que insisten en soliviantarse y escalar las acciones de protesta, cansados ya de tantas promesas incumplidas. Para este caso en particular, toca echar mano de los métodos, truquitos y lanzamientos «rabo e'cochino» de un connotado experto en comicios quien, puesto a censurar la protesta de un damnificado inexplicablemente molesto por no tener casa y vivir en un refugio desde hace dos años (¡hay gente delicada, en verdad!), tronó: «¡No permitas que el desespero te convierta en un contrarrevolucionario!». Lo que faltó fue agregar: «¡Hermanito, por el amor de Dioxxx, reflexiona, reflexiona!».

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jueves, febrero 02, 2012

Guevara, Ernesto, el guerrillero alucinado

Me imagino al camarada Valentín Santana, cada vez más solicitado (al menos por los cuerpos policiales), improvisando una pausa en su ajetreada agenda de terrorista impune, con el propósito de organizar, como otrora lo hiciera Francisco Mier, ilustre miembro de la junta directiva de la Sociedad Pasteur para el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido (antes Sociedad Heredia), una representación teatral que lleve por título: «Guevara, Ernesto, el guerrillero alucinado».
Como ocurre siempre a la hora de echar a andar cualquier modesta iniciativa cultural, la gente de la comarca confía en que el promotor cultural sepa apañárselas para obtener la venia y la subvención de las instituciones del Estado. Es por esta razón que no resulta extraña la presencia, en medio de los ensayos de la obra, del rábula Robert Serra, diputado con habilidad para la oratoria estridente y la jaladera de bolas en modo «rodilla en tierra». Escena espartana completada por una pléyade de núbiles actrices que con la mano derecha empuñan un Kalashnikov y con la izquierda campanean, sin rubor alguno, un palito de ron; valquirias ilusionadas con la posibilidad de colgar, en sus respectivos perfiles de Facebook y Twitter, «unas cuantas fotiviris burda de cartelúas y criminales».
Todo era pura cultura. Todo era Shakespeare y Lope de Vega. En verdad había fuego en el veintitrés («Hay fuego en el veintitrés / en el veintitrés»); pero ni las llamas ni las pavesas tenían nada que ver con la ordinaria premura de un incendio. Aquello era el fogonazo enceguecedor del intelecto humano. Santana, ese como chamán del fuego, ofrecía a los asistentes al teatro de la vida momentos de plenitud espiritual. Lamentablemente, en hora aciaga, la felicidad nubló la mirada de los asistentes y no pudieron ver la llegada de la canalla apátrida. Una jauría de lacayos imperialistas que hábilmente disfrazados de paradisleros lograron capturar variadas imágenes del festín dramático, para luego, en la oscuridad de sus madrigueras mediáticas, trucar cada una de las fotos (montaje digital mata montaje escénico) y denunciar como una burda violación de la Lopna el trabajo abnegado de la Compañía Teatral La Piedrita. Entonces el drama se convirtió en astracanada y el telón se vino abajo...
«Estos menores (¿Qué pasó menol? ¿Pendiente de un beta? ¡No te pongas feo pa'la foto!) estaban haciendo una obra de teatro sobre la guerrilla de los años sesenta y cargaban con facsímiles (sic) de armas; esos niños son de la Brigada Ambientalista Guardianes de la Tierra. La contrarrevolución ha lanzado una campaña de criminalización de nuestros niños. Han manipulado irresponsablemente las imágenes. Pedimos a los funcionarios públicos más análisis de la situación y menos desespero (…) Reprochamos que la Conferencia Episcopal Venezolana nos condene, mientras que guarda silencio acerca de los numerosos casos de pedofilia que violentan a los niños y menoscaban la credibilidad de la Iglesia», puede leerse en un comunicado público del Grupo de Trabajo La Piedrita.
Estas acusaciones son, pues, una ofensa al reconocido dramaturgo popular Valentín Santana y a sus preocupaciones de promotor cultural. Preocupaciones que, seguramente, debieron haber transcurridos con estas aladas palabras: «Miren güones, ayer tuve una ráfaga de burdas de ideas. Por ejemplo, vacílense ésta: ¿qué les parece si montamos una obra de teatro con los carajitos de la Brigada Ambientalista Guardianes de la Tierra? La vaina sería en honor del camarada Ché y se llamaría «Guevara, Ernesto, el guerrillero arrebatado». ¿Qué dicen los panas revolucionarios mismos? ¿Qué? ¿Qué suena mejor «alucinado»? Sí va. De pana que el conocimiento es una construcción endógena y colectiva. Entonces, decidido: ¡Que la obra se llame «Guevara, Ernesto, el guerrillero alucinado»! ¡Más nada papá! ¡Media lata de yukerí por el chiquinais a los oligarcas del veintitrés de enero! Esta obra va a ser un tiro. Qué se los digo yo, ¡qué he echado unos cuantos…! ¡Hay fuego en el veintitrés, en el veintitrés…!»
Y es que ahora resulta que el colectivo La Piedrita es una compañía teatral y sus numerosos actos de violencia constituyen estéticas puestas en escena. Ahora resulta que los niños, fotografiados con armamento de guerra en las manos, participaban en un casting para seleccionar el elenco infantil de un proyecto dramático pendiente de estreno. Ahora resulta que el mural blasfemo, en el que puede verse a un cristo guerrillero, tan sólo es la pieza central de un decorado volandero. Ahora resulta, en fin, que en Venezuela «titirimundachi» es pendejo.
«No hay nadie, Amadeo. ¿No te das cuenta? No hay nadie… Nunca hubo nadie» gritó, fuera de sí, Cosme Paraima, vicepresidente de la Sociedad Pasteur para el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido (antes Sociedad Heredia). Fue el modo de decirle a su viejo amigo que la representación del drama «Colón, Cristóbal, el genovés alucinado» había transcurrido sin público, porque todos los asistentes, menos uno ―uno que permanecía dormido―, se habían ido de la sala.
Ojalá que en la Venezuela de nuestros días las autoridades bolivarianas no se retiren de la sala inmensa que simboliza este país asombrado e indignado. Ojalá no se hagan los locos con quienes colocan ametralladoras y no libros en las manos de los niños, de nuestros niños. Ojalá no profundicen más, ―háganse ustedes ese favor― en la lamentable y costosa mojiganga que durante catorce años llevan siendo.

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