viernes, junio 07, 2013

Formas de volver a casa

El primer requisito para saber con exactitud las diferentes formas de regresar a casa es definir que se entiende por casa. El novelista Alejandro Zambra piensa que la infancia es el verdadero hogar. Por ello, se vale de los recuerdos de un niño de nueve años para intentar el regreso a las coordenadas geográficas, pero también afectivas, que signaron el comportamiento de los chilenos durante la dictadura de Augusto Pinochet.
«Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos. Seguían buscándome, desesperados. Esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar y ellos no», confiesa en las líneas iniciales el narrador de Formas de volver a casa (Anagrama, 2011).
No será el único episodio llamativo en la vida de este precoz aventurero. Páginas más adelante asistimos a la insólita petición de Claudia, una niña de doce años, interesada en espiar a un enigmático tío materno. El pequeño detective no vacila en tomar el trabajo, y aunque invariablemente resulta castigado por llegar muy tarde a casa, empieza a tomar nota de las circunstancias sospechosas del investigado. Gente extraña que entra a un apartamento, personas que salen a temprana hora de la mañana, mujeres que se pierden en barrios periféricos, conversaciones cortas repletas de monosílabos. Se puede decir que ha sido fácil construir el informe, la descripción de un conspirador; sin embargo, a la hora del encuentro pasa algo insospechado: Claudia no va. Entonces el espía amplía sus pesquisas y descubre que la niña más nunca llegará a cita alguna. Claudia no está, se ha ido de Chile.
«Claudia tenía ocho años y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho. A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar estas conversaciones». Llegados a este punto comienza abrirse la matriuska. El lector se entera que se ha hundido en las páginas de una novela frustrada, autoría de un escritor que confiesa: «Nadie habla por los demás. Aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando  la historia propia».
Y la historia propia es que ese niño de nueve años vivió con unos padres que intentaron sobrevivir a un período oscuro de opresión política. La verdadera novela, aquella que debe redactarse, es la novela de los padres; hombres y mujeres que hablaban o callaban, mataban o eran muertos, mientras sus críos hacían dibujos en un rincón. «Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer».
Zambra no escribe un memorial de agravios contra una generación que, vista con los ojos de la distancia, hace muy poco para sacudirse una dictadura. Sólo intenta describir el conformismo y la pasividad que posibilitan los abusos. No busca héroes. Sabe bien lo que ya advirtió el poeta Antonio Machado en inolvidable verso: «Qué difícil es no caer cuando todo cae».

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