lunes, mayo 07, 2012

La vida en las ventanas

Este es un texto escrito con melancolía: la melancolía de pararme al frente de la habitación que durante tantos años fue mi cuarto y recuperar para mis ojos el verde abundante del Ávila y esa claridad que se extiende por sobre los techos de una hilera de edificios de baja altura.
Siempre pensé que, además de mis padres, al momento de mudarme solamente echaría de menos las dos entradas del apartamento de La Candelaria. Estas dos puertas significaron para mí la posibilidad de evadir a los visitantes repentinos que, sentados en la sala, interrumpían con su palabrería la paz de la familia; también a los sujetos confianzudos que se metían por la fuerza en la cocina y se empecinaban en adulterar la sazón de la comida. Todavía recuerdo como mis hermanas y yo, al amparo de la disposición generosa de la vieja arquitectura, seguíamos derecho hasta llegar a los cuartos, para retomar, en ellos, la tranquilidad de nuestras vidas.
Hoy escribo estas líneas en la sala de mi nuevo apartamento, en el edificio Sevilla, y compruebo ciertamente que tengo nostalgia de la puerta perdida, aquella que no da a mi cocina, aquella que me hace resentir la incapacidad de sortear la presencia de visitas indeseables (no más burladeros ni salidas de emergencia). Un sentimiento proféticamente intuido, al que ahora se suma una segunda nostalgia, cursi, imprecisa, nunca prevista, que me invade tan pronto la memoria me regresa a la ventana de mi primer hogar y, con ella, a un mundo exterior visto pero rara vez observado.
No siempre fue así. No siempre desatendí el paisaje urbano que me rodeaba. Mis ojos alguna vez estuvieron sanos y me ayudaron a cultivar una obsesión por los detalles. Pero llegó el queratocono y mandó a parar. En menos de un año perdí gran parte de la visión  (más en el ojo izquierdo que en el derecho) y quedé condenado a utilizar lentes de contacto gaspermeables por el resto de mi vida. Me fue otorgado, sin pedirlo a deidad alguna, el cuestionable don de las miradas múltiples: la brumosa, cuando me libro a los contornos borrosos del queratocono; la selectiva, cuando gracias a la ayuda de los lentes convencionales enfoco en un punto determinado; y la cuasiperfecta, cuando consigo por fin ponerme los lentes de contacto. Si lo que dice el neurólogo Oliver Sacks es verdad, y cualquier enfermedad introduce una duplicidad en la vida de una persona («un “ello”, con su propias necesidades, exigencias, limitaciones»), entonces el queratocono trajo a mi vida dos importantes contradicciones: la de ser un detallista que no observa y la de ser un apasionado que no se fanatiza (basta con quitarme los lentes de contacto para ver de otra forma lo que antes me parecía tan claro).
De ese tiempo pasado, cuando parado al pie de la ventana todo lo veía (tiempo provechosamente vivido y dormido), me llega el recuerdo de uno de los mejores inicios literarios que haya leído, aquel escogido por el narrador peruano Julio Ramón Ribeyro, en el cuento Los españoles incluido en el libro de relatos Los cautivos: «He vivido en cuartos grandes y pequeños, lujosos y miserables, pero si he buscado siempre algo en una habitación, algo más importante que una buena cama o que un sillón confortable, ha sido una ventana a la calle. El más sórdido reducto me pareció llevadero sí tenía una ventana por donde mirar a la calle. La ventana, en muchísimos casos, reemplazó para mí al amigo lejano, a la novia perdida, al libro cambiado por un plato de lentejas. A través de la ventana llegué al corazón de los hombres y pude comprender las consejas de la ciudad».
Salgo al balcón de mi nueva casa y abro la ventana. Mis ojos ya no aprecian el verdor del cerro y sufren el empequeñecimiento de la perspectiva. Mi mirada se topa de frente con el costado ennegrecido de una torre residencial, luego desciende hasta la calle y busca allí, en las aceras, el origen de los ruidos. Sin proponérmelo, observo «una ciudad en ropa interior». La ciudad de mi niñez convertida en la pasarela cochambrosa de una moda bastarda, que tiene en buhoneros e indigentes sus modelos top. Es la Caracas frenética donde peatones, conductores y motorizados intentan ampliar, como diría Houellebecq, el campo de batalla. Sin embargo, prefiero esta visión a no tener ninguna.
El argentino Ricardo Piglia describe magistralmente con una anécdota esta angustiosa necesidad de ver. En la novela  Respiración artificial, el filósofo polaco Tardewski, discípulo imaginario de Wittgenstein, anota en el diario personal pasajes de su larga conversación con el joven Emilio Renzi: «Déjeme que le cuente una historia, le digo. Una vez estuve internado en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por otra melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, un hijo de franceses llamado Guy, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia afuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía. Era un privilegiado. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco, que se muriera para poder sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió. Después de complicadas maniobras y sobornos, conseguí a que me trasladaran a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo a Renzi. Bien. Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene gracia, me dice Renzi. Parece una versión polaca de la caverna de Platón. Cómo no, le digo, sirve para probar que en cualquier lado se pueden encontrar aventuras».
Veo con asombro como estas líneas escritas a partir de una nostalgia cursi, imprecisa, nunca prevista, echan andar los mecanismos de una suerte de continuidad cortazariana que, gracias a un nombre —Sevilla—, une el balcón de mi modesto edificio al balcón de un hotel español; un balcón donde un hombre recién casado mira con detenimiento a una mujer desconocida, que pareciera esperar a alguien en la esquina. Se trata del protagonista del relato En el viaje de novios, unos de mis cuentos preferidos del maestro Javier Marías, que hoy cito en extenso por tratarse mi blog de una región ocultamente furibunda:
«Mi mujer se había sentido indispuesta y habíamos regresado apresuradamente a la habitación del hotel, donde ella se había acostado con escalofríos y un poco de náusea y un poco de fiebre. No quisimos llamar enseguida a un médico por ver si se le pasaba y porque estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque sea para un reconocimiento. Debía de ser un ligero mareo, un cólico, cualquier cosa. Estábamos en Sevilla, en un hotel que quedaba resguardado del tráfico por una explanada que lo separaba de la calle.
Mientras mi mujer se dormía (pareció dormirse cuando la acosté y la arropé), decidí mantenerme en silencio, y la mejor manera de lograrlo y no verme tentado a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y cómo vestían, cómo hablaban, aunque, por la relativa distancia de la calle y el tráfico, no oía más que un murmullo. Miré sin ver, como mira quien llega a una fiesta en la que sabe que la única persona que le interesa no estará allí porque se quedó en casa con su marido. Esa persona única estaba conmigo, a mis espaldas, velada por su marido. Yo miraba hacia el exterior y pensaba en el interior, pero de pronto individualicé a una persona, y la individualicé porque a diferencia de las demás, que pasaban un momento y desaparecían, esa persona permanecía inmóvil en su sitio. Era una mujer de unos treinta años de lejos, vestida con una blusa azul sin apenas mangas y una falda blanca y zapatos de tacón también blancos. Estaba esperando, su actitud era de espera inequívoca, porque de vez en cuando daba dos o tres pasos a derecha o izquierda, y en el último paso arrastraba un poco el tacón afilado de un pie o del otro, un gesto de contenida impaciencia (…) Estaba anocheciendo, y la pérdida gradual de la luz me hizo verla cada vez más solitaria, más aislada y más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Se mantenía en medio de la calle, no se apoyaba en la pared como suelen hacer los que aguardan para no entorpecer el paso de los que no esperan y pasan, y por eso tenía problemas para esquivar a los transeúntes, alguno le dijo algo, ella le contestó con ira y le amagó con el bolso enorme.
De repente alzó la vista, hacia el tercer piso en que yo me encontraba, y me pareció que fijaba los ojos en mí por primera vez. Escrutó, como si fuera miope o llevara lentillas sucias, guiñaba un poco los ojos para ver mejor, me pareció que era a mí a quien miraba. Pero yo no conocía a nadie en Sevilla, es más, era la primera vez que estaba en Sevilla, en mi viaje de novios con mi mujer tan reciente, a mi espalda enferma, ojalá no fuera nada. Oí un murmullo procedente de la cama, pero no volvía la cabeza porque era un quejido que venía del sueño, uno aprende a distinguir enseguida el sonido dormido de aquel con quien duerme. La mujer había dado unos pasos, ahora en mi dirección, estaba cruzando la calle, sorteando los coches sin buscar un semáforo, como si quisiera aproximarse rápido para comprobar, para verme mejor a mi balcón asomad0 (…) La mujer de la calle acabó de cruzar, ahora estaba más cerca pero todavía a distancia, separada del hotel por la amplia explanada que lo alejaba del tráfico. Seguía con la vista alzada, mirando hacia mí o a mi altura, la altura del edificio a la que yo me hallaba. Y entonces hizo un gesto con el brazo, un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de acercamiento a un extraño, sino de apropiación y reconocimiento, como si fuera yo la persona a quien había aguardado y su cita fuera conmigo. Era como si con aquel gesto del brazo, coronado por un remolino veloz de los dedos, quisiera asirme y dijera: "Tú ven acá", o "Eres mío". Al mismo tiempo gritó algo que no pude oír, y por el movimiento de los labios sólo comprendí la primera palabra, que era "¡Eh!", dicha con indignación, como el resto de la frase que no me alcanzaba. Siguió avanzando, ahora se tocó la falda por detrás con más motivo, porque parecía que quien debía juzgar su figura ya estaba ante ella, el esperado podía apreciar ahora la caída de aquella falda. Y entonces ya pude oír lo que estaba diciendo: "¡Eh ¿Pero qué haces ahí? El grito era muy audible ahora, y vi a la mujer mejor. Quizá tenía más de treinta años, los ojos aún guiñados me parecieron claros, grises o color ciruela, los labios gruesos, la nariz algo ancha, las aletas vehementes por el enfado, debía de llevar mucho tiempo esperando, mucho más tiempo del transcurrido desde que yo la había individualizado. Caminaba trastabillada y tropezó y cayó al suelo de la explanada, manchándose en seguida la falda blanca y perdiendo uno de los zapatos. Se incorporó con esfuerzo, sin querer pisar el pavimento con el pie descalzo, como si temiera ensuciarse también la planta ahora que su cita había llegado, ahora que debía tener los pies limpios por si se los veía el hombre con quien había quedado. Logró calzarse el zapato sin apoyar el pie en el suelo, se sacudió la falda y gritó: "¡Pero qué haces ahí! ¿Por qué no me has dicho que ya habías subido? ¿No ves que llevo una hora esperándote?" (lo dijo con acento sevillano llano, con seseo) (…)  ¿Qué pasa?- dijo mi mujer débilmente.
Me volví, estaba incorporada en la cama, con ojos de susto, como los de una enferma que se despierta y aún no ve nada ni sabe dónde está ni por qué se siente tan confusa. La luz estaba apagada. En aquellos momentos era una enferma.
-Nada, vuelve a dormirte- contesté yo.
Pero no me acerqué a acariciarle el pelo o tranquilizarla, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque no podía apartarme del balcón, y apenas apartar la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo. Ahora me veía bien, y era indudable que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, la persona que la había hecho sufrir en la espera y la había ofendido con mi prolongada ausencia. "¿No me has visto que te estaba esperando ahí desde hace una hora? ¡Por qué no me has dicho nada!, chillaba furiosa ahora, parada ante mi hotel y bajo mi balcón. "¡Tú me vas a oír! ¡Yo te mato!", gritó. Y de nuevo hizo el gesto con el brazo y los dedos, el gesto que me agarraba.
-¿Pero qué pasa?- volvió a preguntar mi mujer, aturdida desde la cama.
En ese momento me eché hacia atrás y entorné las puertas del balcón, pero antes de hacerlo pude ver que la mujer de la calle, con su enorme bolso anticuado y sus zapatos de tacón de aguja y sus piernas robustas y sus andares tambaleantes, desaparecía de mi campo visual porque entraba ya en el hotel, dispuesta a subir en mi busca y a que tuviera lugar la cita. Sentí un vacío al pensar en lo que podría decirle a mi mujer enferma para explicar la intromisión que estaba a punto de producirse. Estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque yo no fuera un extraño, creo, para quien ya subía por las escaleras. Sentí un vacío y cerré el balcón. Me preparé para abrir la puerta».
No más burladeros. No más salidas de emergencia.

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