domingo, septiembre 27, 2009

Yo sólo quería ser gerente

Vivimos en un país donde las mujeres ambicionan ser reinas de belleza y los hombres sueñan con convertirse en peloteros de grandes ligas. Y es sólo cuando la genética conspira mortalmente contra estas legítimas aspiraciones vocacionales que las personas se avienen a pasearse, siempre de mala gana, por otros oficios imantados por el prestigio social. Lo malo del asunto es que no son muchos.
Ya nadie en Venezuela quiere ser médico, porque pocas cosas se encuentran tan alejadas del glamour de las alfombras rojas que el terminar encañonado, en una sala de emergencia, por el jefe de una banda delincuencial que amenaza con matarte si no le salvas el pellejo a su pana burda alias «El Quemao»; una misión imposible que se multiplica a la enésima potencia por la falta de equipos e insumos quirúrgicos. Tampoco ningún individuo implora al cielo graduarse de ingeniero o arquitecto, porque, en esta tierra agostada por el vendaval revolucionario, la única obra de infraestructura que nos queda es la instalación de quioscos y tarantines en las ferias de Mercal, o en los operativos exprés organizados en calles y avenidas para entregar cédulas de identidad y licencias de conducir. No queda pues otra opción que meterse a gerente. Y es que la gerencia parece ser la única posibilidad de ser alguien en la vida.
En épocas anteriores se solía decir que todo era negociable; hoy se afirma, con similar descaro y simplismo, que todo es gerenciable. Basta con revisar cualquier prospecto publicitario de una escuela de negocios, o de otra institución de educación superior, para constatar, no sin asombro, que casi todos los aspectos de la vida humana son susceptibles de ser gerenciados: la empresa, la pareja, los hijos, la soledad, el ocio, el carisma, el orgasmo, el reflujo gástrico. El único requisito previo es que se trate de un recurso escaso y limitado en el tiempo. De ahí que todavía ningún gurú se haya animado a publicar un libro sobre los modos de gerenciar la estolidez, dado que como dijo Albert Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro”.
El carácter venerable e intimidatorio de la gerencia le viene de su naturaleza: de ser una de las modernas maneras de ejercer el poder; pero también porque la casta sacerdotal que la fundó supo dotarla de un orden ceremonial (reuniones, modelos de gestión, cadena de reportes, planificación operativa) y de un léxico especializado que han servido de efectiva barrera de entrada a diletantes del mando. En este último aspecto vale la pena detenerse un rato. El poder es acción, pero en muchas ocasiones representa también un modo de hablar que anuncia una actuación o disfraza una omisión. La jerga gerencial encierra una asimetría verbal que confiere al hablante un poder simbólico. La gerencia se presenta entonces, en más de una ocasión, no como una actitud sino como una labia.
La vida organizacional experimenta una ruptura cuando los subordinados cobran conciencia del carácter pirotécnico y encantatorio de la jerga gerencial: las gallinas cantan como gallos y los cachilapos hablan como jefes. Los chismosos se dicen comunicativos. Los «echa-carro» reivindican su mística creencia en los milagros de la delegación y el empowerment. Los aduladores se presentan como seres proactivos; mientras que los vulgares intrigantes se metamorfosean en seres estratégicos y competitivos. Los imitadores reniegan públicamente de su amistad con el plagio, para confesarse cultores de las artes del benchmarking. Por su parte, quienes entregan sus trabajos en último momento se afanan por pasar como fieles apósteles de la filosofía logística del just in time. Finalmente, los empleados que desfogan su lujuria con las integrantes más apetecidas de la nómina laboral, en realidad sólo llevan a la práctica una estrategia de integración horizontal (a veces implantada aguas arriba, y otras aguas abajo).
Visto bien, la gerencia y la fealdad guardan cierta relación. Tanto los gerentes como los feos se encuentran obligados a administrar recursos escasos; y a la hora de la verdad, aunque ambos personajes proyecten la impresión de ser autónomos, lo cierto es que ninguno manda: el gerente debe limitarse a cumplir los objetivos aprobados por el Departamento de Finanzas o la Junta Directiva; mientras que el feo no tiene derecho a tener personalidad ni mucho menos dignidad. «No» es una palabra desterrada del vocabulario del feo, quien siempre se verá en la obligación de mostrarse proactivo ante el objeto de su deseo. Aunque no sepa nadar, irá a la playa; aunque odie el alpinismo, subirá el Kilimanjaro; aunque deteste el reggaetón, le meterá al perreo; porque en estos tiempos de crisis planetaria poseer la «doble f» (feo y fastidioso) ya es demasiado abuso.

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1 Comments:

Blogger Desde La Barra said...

jajajajaja

una belleza mi broder

jajajajaja

un abrazo

J

2:34 p.m.  

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