jueves, febrero 02, 2012

Guevara, Ernesto, el guerrillero alucinado

Me imagino al camarada Valentín Santana, cada vez más solicitado (al menos por los cuerpos policiales), improvisando una pausa en su ajetreada agenda de terrorista impune, con el propósito de organizar, como otrora lo hiciera Francisco Mier, ilustre miembro de la junta directiva de la Sociedad Pasteur para el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido (antes Sociedad Heredia), una representación teatral que lleve por título: «Guevara, Ernesto, el guerrillero alucinado».
Como ocurre siempre a la hora de echar a andar cualquier modesta iniciativa cultural, la gente de la comarca confía en que el promotor cultural sepa apañárselas para obtener la venia y la subvención de las instituciones del Estado. Es por esta razón que no resulta extraña la presencia, en medio de los ensayos de la obra, del rábula Robert Serra, diputado con habilidad para la oratoria estridente y la jaladera de bolas en modo «rodilla en tierra». Escena espartana completada por una pléyade de núbiles actrices que con la mano derecha empuñan un Kalashnikov y con la izquierda campanean, sin rubor alguno, un palito de ron; valquirias ilusionadas con la posibilidad de colgar, en sus respectivos perfiles de Facebook y Twitter, «unas cuantas fotiviris burda de cartelúas y criminales».
Todo era pura cultura. Todo era Shakespeare y Lope de Vega. En verdad había fuego en el veintitrés («Hay fuego en el veintitrés / en el veintitrés»); pero ni las llamas ni las pavesas tenían nada que ver con la ordinaria premura de un incendio. Aquello era el fogonazo enceguecedor del intelecto humano. Santana, ese como chamán del fuego, ofrecía a los asistentes al teatro de la vida momentos de plenitud espiritual. Lamentablemente, en hora aciaga, la felicidad nubló la mirada de los asistentes y no pudieron ver la llegada de la canalla apátrida. Una jauría de lacayos imperialistas que hábilmente disfrazados de paradisleros lograron capturar variadas imágenes del festín dramático, para luego, en la oscuridad de sus madrigueras mediáticas, trucar cada una de las fotos (montaje digital mata montaje escénico) y denunciar como una burda violación de la Lopna el trabajo abnegado de la Compañía Teatral La Piedrita. Entonces el drama se convirtió en astracanada y el telón se vino abajo...
«Estos menores (¿Qué pasó menol? ¿Pendiente de un beta? ¡No te pongas feo pa'la foto!) estaban haciendo una obra de teatro sobre la guerrilla de los años sesenta y cargaban con facsímiles (sic) de armas; esos niños son de la Brigada Ambientalista Guardianes de la Tierra. La contrarrevolución ha lanzado una campaña de criminalización de nuestros niños. Han manipulado irresponsablemente las imágenes. Pedimos a los funcionarios públicos más análisis de la situación y menos desespero (…) Reprochamos que la Conferencia Episcopal Venezolana nos condene, mientras que guarda silencio acerca de los numerosos casos de pedofilia que violentan a los niños y menoscaban la credibilidad de la Iglesia», puede leerse en un comunicado público del Grupo de Trabajo La Piedrita.
Estas acusaciones son, pues, una ofensa al reconocido dramaturgo popular Valentín Santana y a sus preocupaciones de promotor cultural. Preocupaciones que, seguramente, debieron haber transcurridos con estas aladas palabras: «Miren güones, ayer tuve una ráfaga de burdas de ideas. Por ejemplo, vacílense ésta: ¿qué les parece si montamos una obra de teatro con los carajitos de la Brigada Ambientalista Guardianes de la Tierra? La vaina sería en honor del camarada Ché y se llamaría «Guevara, Ernesto, el guerrillero arrebatado». ¿Qué dicen los panas revolucionarios mismos? ¿Qué? ¿Qué suena mejor «alucinado»? Sí va. De pana que el conocimiento es una construcción endógena y colectiva. Entonces, decidido: ¡Que la obra se llame «Guevara, Ernesto, el guerrillero alucinado»! ¡Más nada papá! ¡Media lata de yukerí por el chiquinais a los oligarcas del veintitrés de enero! Esta obra va a ser un tiro. Qué se los digo yo, ¡qué he echado unos cuantos…! ¡Hay fuego en el veintitrés, en el veintitrés…!»
Y es que ahora resulta que el colectivo La Piedrita es una compañía teatral y sus numerosos actos de violencia constituyen estéticas puestas en escena. Ahora resulta que los niños, fotografiados con armamento de guerra en las manos, participaban en un casting para seleccionar el elenco infantil de un proyecto dramático pendiente de estreno. Ahora resulta que el mural blasfemo, en el que puede verse a un cristo guerrillero, tan sólo es la pieza central de un decorado volandero. Ahora resulta, en fin, que en Venezuela «titirimundachi» es pendejo.
«No hay nadie, Amadeo. ¿No te das cuenta? No hay nadie… Nunca hubo nadie» gritó, fuera de sí, Cosme Paraima, vicepresidente de la Sociedad Pasteur para el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido (antes Sociedad Heredia). Fue el modo de decirle a su viejo amigo que la representación del drama «Colón, Cristóbal, el genovés alucinado» había transcurrido sin público, porque todos los asistentes, menos uno ―uno que permanecía dormido―, se habían ido de la sala.
Ojalá que en la Venezuela de nuestros días las autoridades bolivarianas no se retiren de la sala inmensa que simboliza este país asombrado e indignado. Ojalá no se hagan los locos con quienes colocan ametralladoras y no libros en las manos de los niños, de nuestros niños. Ojalá no profundicen más, ―háganse ustedes ese favor― en la lamentable y costosa mojiganga que durante catorce años llevan siendo.

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