jueves, enero 26, 2006

Contra las dietas

Una cosa es muy cierta: El que está sano es porque aún no ha visitado a un médico, porque tan pronto salga de entrépito y sin oficio a meter sus narices en un consultorio se topará de frente con su infortunado destino: dejar gran parte de su mermado salario a merced de los numerosos miembros del honorable gremio de los “batas blancas”.
Los problemas comienzan con la llegada del perfil 20, porque sí resulta complicado acertar un cuadro con cinco o seis caballos, imagínense lo que queda para todos aquellos mortales que sueñan ingenuamente con aprobar cada uno de los veinte exámenes que conforman la terrible prueba. Al final, sino te agarra el chingo te agarra el colesterol.
“Pero es que si usted me escuchara y comiera sano y no llevase una vida sedentaria le aseguro que otro gallo cantaría”, te advierte el galeno de vientre prominente que, con un insoportable tonito perdonavidas, comenta el desastre de tus resultados hematológicos. Y en ese triste momento, cobras plena conciencia del patético carácter de tu derrota: haber sido insultado y regañado por otro gordo; un gordo trepado, aparatosamente, en el prestigioso púlpito de la ciencia.
Sin embargo, la culpa no es del gordito diplomado. Tampoco tuya. Le pertenece, en cambio, a tus padres, a esos entrañables seres que cariñosamente te legaron para tus años venideros una irrenunciable herencia, lamentablemente para ti, genética: la hipertensión arterial. Y entonces ahí, la jalea está echada.
Pero tranquilos, que la cosa se pondrá peor: No tardarán en recetarte una estricta dieta de montes y vegetales que, supuestamente, logrará alejarte de la fosa que te espera, porque a estas alturas del partido ya dejaste de ser un simple paciente para convertirte en un infarto que camina. Sensacionalismos aparte, conviene detenernos a reflexionar sobre este nuestro aciago destino: Nacer hombres y morir conejos. ¿Qué diría de todo esto Jean Jacques Rousseau?
Devaluados en la escala zoológica, convertidos en inquietos y juguetones herbívoros, nuestra actividad cerebral comenzará rápidamente a sentir los efectos degenerativos de tanta comedera de lechuga. Un cuadro intelectual que se agravará previsiblemente con la ingesta desproporcionada de agua; bebedera sin fin que, en perversa celada diurética, hará de nosotros melancólicas pero saludables chicharras.
Trabados en incansable lucha contra la fritanga, próximos casi a realizar fotosíntesis, acudiremos a las fiestas, otrora divertidas, para negar dos, tres, cuatro veces, al venerable mesías de los pasapalos: el tequeño. Y así, expulsados del paraíso culinario, deambularemos de mesa en mesa, de mesonero en mesonero, en procura de un casabito con queso paisa acompañado, cómo iba a faltar, de un refrescante tres en uno… justo castigo para una Humanidad que acaso encuentre en los triglicéridos, el colesterol y el ácido úrico sus más altos valores.
Desengaño metafísico que bien se resume en la sabia reflexión de una dama citada recientemente por el escritor venezolano Federico Vegas: “Llevo tres semanas de dieta y ya he perdido veintiún días”.

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