jueves, octubre 13, 2011

Fue una noche mágica

¿Cuánto fanatismo deportivo soporta un corazón? El mío, venezolano y magallanero, guaquerí y rossonero, me sugiere que bastante. La inolvidable noche que los muchachos de la vinotinto le obsequiaron al país no puede explicarse únicamente como el triunfo del equipo chico frente a la bicampeona del mundo. Debe verse también como la reivindicación histórica de sucesivas generaciones de fanáticos que nunca doblegaron su fe y su pasión ante el peso de las derrotas.
El choque contra Argentina estuvo precedido por la polémica decisión del entrenador César Farías de encarar con dos formaciones distintas la primera jornada de la fase eliminatoria del Mundial Brasil 2014. Tras el revés con Ecuador, casi de manera unánime, los expertos manifestaron los pronósticos más sombríos, quizás escaldados por los lamentables descuidos de la seleción en la línea defensiva y su escasa capacidad para concebir un ataque rápido y frontal. El chocolate se hizo más espeso cuando, al análisis original, se sumó la goleada propinada por los albicelestes a la oncena chilena, con el dúo Messi-Higuaín en plan estelar (releo lo que acabo de garrapatear y pienso, con cierta desazón, que sólo a las grandes plumas les ha sido dada la suerte de salir ilesas del arsenal de tópicos y lugares comunes que jalonan la crónica deportiva tradicional).
Para alegría de todos nosotros, Venezuela ganó. Y ganó bien. La merecida victoria ratificó lo claro que estaba Nicolás Maquiavelo cuando afirmó que la virtud de una política viene dada por su éxito: porque sin duda fue el poderoso argumento del triunfo lo que posibilitó que el entrenador cumanés (identificado previamente como el culpable de inminentes descalabros) culminara rodeado de elogios por la adopción de una audaz estrategia. Este resultado y el modo en cómo fue conseguido terminan por legitimar a César Farías como el director técnico de la escuadra nacional. Podemos afirmar que el espíritu ganador que caracterizó el paso de Venezuela por la Copa América fue restituido cabalmente en el terreno de juego.
Cuando se analiza a fondo el rendimiento de los jugadores venezolanos, se pone de bulto lo injusto que resultaría empecinarse en encumbrar a un héroe por sobre todos. De los esforzados guerreros que, la noche del pasado martes, saltaron al césped del José Antonio Anzoátegui ―un estadio que lentamente teje su propia leyenda―, sólo el mediocampista Franklin Lucena cargaba en sus piernas con el desgate de noventa minutos de juego en la altura quiteña. Los catorce muchachos vinotintos supieron, en todo momento, mantener el ordenamiento táctico y liquidar las escasas oportunidades ofensivas del seleccionado albiceleste.
Sin embargo, también sería injusto no escribir algunas líneas de reconocimiento para el central del Athletic Club de Bilbao, Fernando Amorabieta, autor del gol de la victoria. El nacido en la población de Cantaura cumplió la promesa oficializada en su cuenta de Twitter el pasado 27 de agosto, cuando señaló: «Quiero decirles a los venezolanos que me hace mucha ilusión el poder jugar con la selección y demostraré mi compromiso». Dicho y hecho. Asistido oportunamente por su compañero de zaga, el lacónico Oswaldo Vizcarrondo, Fernando Amorabieta fue implacable en la defensa y anticipó exitosamente las tentativas ofensivas de Messi. Finalmente, y para redondear una faena memorable, cabeceó una pelota con la elegancia de los grandes delanteros.
¡Vamos muchachos! Si seguimos jugando así, Dios mediante, estaremos en el Mundial.

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