domingo, agosto 03, 2014
Adan Kovacsics goza de un justo prestigio en el
mundo de las letras hispánicas por su trayectoria como traductor de escritores
de tres importantes tradiciones literarias: la austríaca, la húngara y la
alemana. Gracias a su trabajo, paciente y documentado, numerosas personas se
han podido deleitar con los textos de grandes maestros como Karl Kraus, Joseph
Roth, Ingeborg Bachmann, Hugo von Hofmannsthal, Viktor Klemperer, Imre Kertész,
Ádám Bodor y László Krasznahorkai.
La publicación de Guerra y lenguaje (Acantilado, 2007) permite descubrir otra faceta
del eminente intérprete: la del ensayista, la del lector acucioso y erudito que
pone al servicio de la investigación su amor por la palabra y el complejo
entramado de resonancias que ejerce sobre el devenir humano.
En «La crisis del lenguaje», primer texto de la compilación,
Kovacsics, se centra en la capacidad del idioma de dar debida cuenta de los
acontecimientos que forjan el espíritu de una época. La reflexión inicia con el
análisis de un escrito de Hugo von Hofmannsthal, el documento apócrifo titulado
Carta de Lord Chandos, el cual
constituye, a los ojos de un oscuro profesor vienés de latín, el inicio de la modernidad.
Hofmannsthal pone en boca del personaje su creciente descontento con los
postulados artísticos del movimiento esteticista, además de expresar su
preocupación por el desmoronamiento, en las grandes capitales del imperio
austrohúngaro, del estilo de vida burgués. «No puedo captar a mis
contemporáneos ni sus acciones con la mirada simplificadora de las costumbres»,
se queja Lord Chandos.
Kovacsics, con recursos de ensayista solvente,
indaga acerca de las posibles influencias que embargaron de susidio el alma de
Hugo von Hofmannsthal. El primer nombre en aparecer es el del Ernst Mach,
defensor de una postura reñida con la deificación del lenguaje. En su opinión, el
principal valor de la palabra reside en su poder de singularizar todos los
objetos y fenómenos estables, mediante denominaciones aceptadas por todos. Congerie
de términos que, a fuerza de repetirse, constituyen el sólido piso de las
costumbres, la piedra angular de una tradición de pensamiento y desarrollo
cultural.
La tesis de Fritz Mauthner es aún más radical,
más antimetafísica. Cuestiona la capacidad del lenguaje para reflejar la
realidad: «Hemos heredado la lengua, estamos expuestos y sometidos al poder de
las palabras, que actúan como dioses. Herencia, divinidad: lastres todos que
impiden nuestro acceso a lo real. El lenguaje ejerce un poder falso. Sólo
genera superstición. Significa una maldición. Nuestro conocimiento del mundo
está distorsionado porque se produce a través de él. Depende de los sentidos,
que son productos de la casualidad, de una evolución que bien podría habernos
llevado en otra dirección. Supeditado a los datos sensoriales, limitados y
demasiado humanos, no puede conducirnos a “la cosa en sí”».
Mauthner acusa al lenguaje de ser el principal
culpable de nuestra incomprensión del mundo, puesto que nos obliga, como hablantes,
a cargar con una larga y pesada cauda de palabras y conceptos muertos, de voces
y elaboraciones intelectuales ideados para denominar un tiempo ya ido. Una
furiosa arremetida de la que sólo se libran la poesía y el silencio.
El anarquista Gustav Landauer secunda los
planteamientos de Mauthner y llama la atención sobre tres verdades de valor
casi científico: (1) el lenguaje no sirve, es una antigualla, no está a la
altura de las potencialidades del conocimiento, incluso, lo frena; (2) el
lenguaje actúa como herramienta del poder explotador, represor y engañoso, para
someter a reprimidos, explotados y engañados;
y (3) el ser humano sólo cuenta con la salida salvadora de la acción
revolucionaria.
Del empleo del idioma como instrumento de sometimiento
real y simbólico de la población nos habla también Oswald Wiener, cuyas tesis
son glosadas ampliamente por Kovacsics en su ensayo: «Wiener insiste en el
dominio político y social ejercido a través de la lengua. Señala, por ejemplo,
“y si alguien dice que el significado de una palabra es su uso en el lenguaje,
es muy simpático de su parte y sin duda está dicho con toda la buena intención,
pero nosotros añadimos a voz en cuello: las palabras y su uso están
insuperablemente ligados a la organización política y social, son esta organización…”. No hay manera
de escapar del “nudo inextricable de lenguaje, estado y realidad, de esa
santísima trinidad”. Y “cuando se consigue acuñar una ̕opinión̕ en el
lenguaje […] la ̒opinión̕ sirve al Estado”. Quien
se expresa por medio de la lengua es, por tanto, un “pensador estatal”. En
consecuencia, “la rebelión contra el lenguaje es una rebelión contra la
sociedad”».
Hugo Ball, uno de los fundadores del movimiento
dadá, carga también contra la lengua maldita («pegada a la suciedad como en
manos de cambistas que han sobado las monedas») y el periodismo que la ha hecho
posible. El guante de la provocación es recogido del suelo por un eminente
bicho de redacción, que superpone la devoción por la pureza del verbo a su amor
por la imprenta y sus productos. Karl Kraus, orador de fuste, temible polemista,
padre de ingeniosos aforismos («Un periodista es aquel que no sabe nada de
cuanto habla y escribe, pero sabe expresarlo») comparte, para asombro de sus
colegas, las críticas de Ball: el secreto del mal se esconde en los tópicos y
lugares comunes hilvanados por currinches, folicularios y paradisleros, que perpetran
sus bodrios sin una cultivada conciencia lingüística.
En esta parte del relato, conviene retomar la
guía de Adan Kovacsics: «Kraus no pretende en absoluto renunciar a la lengua.
Es más, actúa como oficiante de su sacralización. Por tanto, los dardos van
dirigidos contra su mal uso, contra la corrupción y degradación de lo sagrado (…)
En Die dritte Walpurgisnacht [La
tercera noche de Walpurgis], llegó a “enmendar” las consignas de los
nacionalsocialistas. Les “reprochaba” que pusieran “Judá pálmala” en lugar de
“Judá, pálmala”. Una y otra vez resaltaba el hecho de que los autoproclamados
defensores de la lengua alemana hablaran y escribieran tan nefastamente. Sin
embargo, la ausencia de la coma en la consigna nazi no era tan sólo un asunto
gramatical o de estilo, un error o como quiera llamarse, sino una cuestión
moral, el síntoma de una inmoralidad profunda. “Síntoma”, concepto tan grato al
campo freudiano, cabe perfectamente en este caso, porque Kraus se cebaba en las
erratas como Freud en los lapsus. Kraus ponía el lenguaje como eje para medir
la degradación. A la autoridad del juez catoniano añadía la minuciosidad del
corrector de pruebas ideal. Insistió hasta las últimas consecuencias en que una
coma era una cuestión moral, política y estética de primer orden, en realidad,
el fundamento de todo ello. El nazi es inmoral por el contenido de su consigna:
“Judá pálmala”. Lo es también porque no pone la coma. He ahí la enorme e
incansable rigurosidad de Karl Kraus. No deja pasar ni una. A nadie (…) La cita
fija la esencia lingüística del hablante y, en consecuencia, para Kraus, su
moral. El nacionalsocialista no sólo se retrata por el contenido de “Judá
pálmala”, sino también por la ausencia de la coma. Un nazi no guarda la misma
relación con el lenguaje que Kraus. Y Kraus no guarda la misma relación con el
lenguaje que un nazi. Se levanta allí una frontera infranqueable».
La restitución de la paz y la dignidad pasaban
por dotar a la sociedad de un lenguaje que no pudiera ser manipulado por los nazis.
Una tarea descomunal que implicaba la sustitución de la violencia verbal, los
giros expresivos, las figuras literarias, los coloquialismos, las acepciones
equívocas y las falsas sinonimias que hicieron posible las dos guerras
mundiales. Se precisaba la muerte de la lengua de la muerte: “Un discurso lo ha
empapado todo. No sólo la palabra resulta cuestionable, sino también la cosa
que nombra. No sólo el “haya” sacudido hasta la náusea, sino también el haya,
sacudida hasta la náusea. La crisis lingüística implica la de los objetos,
hasta la de los más naturales. ¿Existe algo que quede al margen del lenguaje
mortífero, que parece haberlo inundado todo? Las cosas no pueden permanecer
intactas. Van atadas a sus denominaciones», nos recuerda Kovacsics.
Y en esto consiste la grandeza del poeta Paul
Celan: en alumbrar palabras que, en su pureza, reproducen los testimonios de
amor y dolor de los millones de judíos asesinados en los campos de
concentración: «En la obra de Celan queda patente que existe un nexo entre la
cultura alemana, su acervo literario, la forma profunda de su discurso poético
y el nazismo. Después de pasar por las palabras de Celan, hasta el concepto de
“lengua materna” adquiere otro significado. Su poesía devuelve a los términos
un sentido real. Es como si los expusiera al frío Y ello ocurre porque no se
aparta de la fuente del dolor. ¿Por qué siguió escribiendo en alemán? Estar
siempre cerca de los muertos implica no alejarse nunca de la lengua de la
muerte. En alemán hablaban tanto su madre como los nazis. Sólo esta dolorosa
ambigüedad podía permitirle tal mirada sobre las palabras», comenta Kovacsics.
El segundo texto del libro Guerra y Lenguaje se intitula «Matuschka» es un relato a medio camino
entre la semblanza y la crónica. ¿Ficción que se viste de historia? ¿Historia
que se disfraza de ficción? Los lectores encontramos aquí algunos datos
biográficos de un misterioso escritor: Hubert Matuschka (1949-1982), «una de
las muchas rarezas que pueblan la literatura austríaca». Muerto en condiciones
trágicas —su cadáver fue encontrado con el rostro desfigurado en las cercanías
de la fortaleza de Kollmitz—, en vida le aficionaba las incursiones a moto
cerca de los castillos de Raabs, Kollmitz y Hardegg para destruir, allí, en las
cercanías de esas gigantescas moles medievales, su trabajo creativo. Lo hacía
por dos razones: la infamia intrínseca del cualquier gesto poético posterior a
los crímenes del nazismo y la certeza de la progresiva degeneración de la obra
artística luego de su alumbramiento.
Matuschka debió padecer la inagotable vitalidad
de su primera esposa Elena Fedorova, pianista, hija de un adinerado fondero de
Luden y crítica acérrima de cualquier escarceo literario. De esta primera y dura
convivencia marital se puede espigar un breve y sibilino escrito de Matuschka:
«El débil quería ser humillado por el fuerte para tenerlo de este modo ocupado
e impedir, por tanto, que se fortaleciera de verdad y emprendiera el vuelo. La
humillación del débil era la venganza del débil». Al tiempo se separa, se muda
a Salzburgo, conoce a su segunda mujer, Mira Lechfelder, y continúa entregado a
sus operaciones motorizadas de destrucción creativa. No mucho más. Se consigna,
a guisa de cata literaria, un cuento del narrador austríaco para que los
lectores sopesen su talento.
En el ensayo «Guerra y Lenguaje», texto que
presta su título a la compilación editada por Acantilado, Adan Kovacsics se
sumerge en la Viena de entreguerras para buscar las claves que ayuden a
desentrañar el turbio maridaje entre la violencia y el idioma, entre la
militarización de la vida civil y el empleo distorsionado de la lengua.
El traductor y hombre de letras analiza los usos
del idioma que antecedieron al estallido de la Primera Guerra Mundial. Subraya
la presión social que le dificulta al ciudadano común salirse del habla
dominante. No importa el nivel educativo que se posea, es casi imposible no
claudicar ante el peso de la opinión mayoritaria, la fascinación por el combate
y la visión romántica de la bella muerte (kalos
thánatos) del héroe guerrero.
El 16 de agosto de 1914 la crema y nata de la
academia alemana publica un comunicado donde señala: «Ahora, nuestro ejército
lucha por la libertad de Alemania y, en consecuencia, por los bienes de la paz
y la civilización no sólo en Alemania. Creemos que la salvación de la cultura
europea depende de la victoria que conseguirá el “militarismo” alemán». Los
profesores universitarios se sumaban, de este modo, a la prosa guerrerista y a
los peanes que daban pábulo al espíritu de la época.
Según el crítico literario Julius Bab, en
Alemania se escribían por esas fecha unos cincuentas mil poemas bélicos por
día. Los principales diarios, «desde el bastión seguro de la retaguardia»,
jaleaban a la dirigencia política y militar y cantaban las virtudes del soldado
pangermano. Se vivía, en palabras de Karl Kraus, un tiempo ruidoso, «que
retumbaba por la horrenda sinfonía de los actos que generan informaciones y de
las informaciones que provocan actos (…) de plumas que se sumergen en sangre y
de espadas que se hunden en tinta». Era la catástrofe de la palabra…
Las noticias que venían con los periódicos respondían
a una lógica propagandística y de entretenimiento, de frecuentes guiños de
adulación al nacionalismo. Las informaciones eran aderezadas con opiniones,
lugares comunes, aseveraciones sin fundamento y descripciones de cursi naturaleza
literaria. En las salas de redacción se vivía el batiburrillo de lo espiritual
y lo noticioso.
«El uso del lenguaje como instrumento, frívolo e
inconsciente quizá en sus inicios, acaba convirtiéndose en su uso como medio
para un fin y alcanza su primer apogeo en la guerra. Una vez que se produjo la
escisión, el empleo masivo de la palabra como utensilio no se hizo esperar.
Ahora que el hombre está sumido en él, no resulta fácil entender que antes
existiera otro lenguaje (…) El periodismo se ha apropiado de la literatura. Y
la guerra se ha apropiado del periodismo y, de paso, también de la creación
literaria. La campaña militar necesita exaltadores, divulgadores y portavoces,
necesita la propaganda, los escritores. La literatura debe convertirse en
medio. El fin: la difusión positiva del esfuerzo bélico propio (y de sus
razones) y la negativa del ajeno. O, si se quiere, mi victoria y la derrota del
otro. Todos los instrumentos deben ponerse a su servicio. Previa a la palabra
existe una voluntad, que declara qué es lo bueno y qué es lo malo, quién es el
amigo y quién es el enemigo, e impone cuanto se quiere decir. El bien y el mal
están fijados de antemano, son exteriores al lenguaje, el cual se usa para
expresar esa distinción y pierde así su dignidad», indica Adan Kovacsics.
Sin embargo, hay pensadores que perciben en las
palabras mucho más que inertes señales de mediación entre los hablantes: ellas
son emanaciones directas del hálito divino, propiciadoras de estados de ánimo,
creadoras de realidades.
Walter Benjamin es uno de los pocos
intelectuales que se rehúsa a sumarse al jolgorio del belicismo. En la
intimidad de su estudio, dedica largas jornadas a la reflexión sobre la
verdadera naturaleza del lenguaje. Si hace mutis no lo hace por cobardía ante
el ciego poderío del pueblo reducido a masa. Su silencio, más bien, guarda una
estrecha relación con la convicción interna descrita por Karl Kraus en su
conferencia magistral «La gravedad de la época y la sátira del pasado»: «Se
trata de callar ante una gentuza a la que la visión del horror innombrable no
le ha paralizado la lengua, sino que se la ha soltado. Se trata de permanecer
mudo ante la camada más despreciable que se haya escondido jamás en la
retaguardia, ante los poetas y pensadores y toda esa obscenidad dispuesta a
soltar palabras que profana la mañana y la tarde y respecto a la cual estoy profundamente
convencido de que sin su existencia, sin su actividad cruelísima y anticultural
(…) esta guerra de la ebria pobreza de imaginación nunca habría estallado». Acusación
ratificada por el propio Karl Kraus en su escrito «Silencio, palabra y acción»:
«Callar no es respeto a un tipo de acción tras el cual la palabra, siempre y
cuando lo sea, nunca queda rezagada, sino preocupación por no tener la
capacidad ni la autorización para manifestar la repugnancia ante la otra
palabra, ante aquella que acompaña la acción, la causa y la sigue. Y el
silencio ha sido tan sonoro que casi era un lenguaje».
Si Walter Benjamin se ha refugiado en el
silencio lo ha hecho, según Adan Kovacsics, porque el silencio es el lugar
donde se guarda y se protege el verbo ante el arrasamiento, el cajón donde se
esconde el tesoro ante las tropas. Como hombre de pensamiento se ha negado a
ser cómplice de la instrumentalización del lenguaje, del empleo del idioma como
una herramienta de sojuzgamiento ante los dictados de una voluntad de poder. Y
si lo ha hecho, entre otras razones, es porque está consciente de que «la
verdad es la muerte de la intención». En una carta enviada a un amigo, Gerhard
Scholen, Benjamin desarrolla su visión de la palabra como una realidad última mística
e inexplicable, y afirma que el lenguaje es la esencia espiritual del hombre:
no es un medio de alguien para conseguir algo, sino una manifestación que de
forma inmediata, sin mediación,
revela una esencia espiritual. «Exprésate para que pueda verte», pide Johann
Georg Hamann, filósofo del siglo XVIII.
Pero el destino del mundo austrohúngaro ya
estaba jalonado por la metralla incesante de la ofensiva verbal. Las
autoridades políticas y militares no precisaban de eruditos filósofos del
lenguaje, sino de un batallón de divulgadores de la buena nueva: «La guerra era
un producto, que no sólo necesitaba operarios en las fábricas o soldados en el
frente o directivos en los pisos superiores o mandos en los cuarteles
generales, sino también publicistas. Era la primera gran guerra moderna en
todos los sentidos. Un artículo, una mercancía; de hecho, la preferente. Tenía,
como producto, la prioridad. Todo se volcaba en su elaboración», nos recuerda
Adan Kovacsics.
Escritores como Rainer Maria Rilke, Stefan
Zweig, Franz Theodor Czokor, Albert Ehrenstein, Viktor Hueber, Hans Müller,
Alfred Polgar, Felix Salten, Géza Silberer, Leopold Schönthal, entre otros,
fueron reclutados para cumplir el servicio literario en el grupo austro-húngaro
adscrito al Archivo de Guerra dirigido por el barón Emil Woinovich von Belobreska. «A los reclutados por el
Archivo de Guerra y encerrados allí de nueve a once horas, a los corresponsales
adscritos voluntaria o involuntariamente al servicio de “propaganda”, se
sumaban los mitificadores más o menos oficiales. La intención básica consistía en
crear un molde perteneciente al pasado en el que el presente pudiese insertarse
con facilidad. Era el momento de dar forma al mito», relata Kovacsics.
En las oficinas de la Stiftgasse de Viena, entre
las nueve de la mañana y las tres de la tarde, cada escritor se dedicaba a
redactar tres historias heroicas por día, misión ultrasecreta, conocida también
bajo la curiosa denominación de «peinar a los héroes». Además de las labores de
alta peluquería, el recluta literario debía ocuparse de vitalizar sus relatos
con detalles imaginarios que proyectasen la ilusión de fidelidad a los sucesos
históricos. Se compartía oficina con el Grupo de Guías de Campos de Batalla,
encargado de la elaboración de quince guías turísticas, en alemán y en húngaro,
para facilitar a los visitantes del futuro la contemplación detallada e
informada de los escenarios bélicos.
Otro importante actor en el campo
propagandístico fue el llamado Cuartel de la Prensa de Guerra, donde
periodistas con veleidades literarias redactaban entretenidas crónicas a partir
de los informes diarios remitidos por el Alto Mando del Ejército. Fue creado en
1909 en el marco del proyecto «Instrucción para la movilización Imperial y Real
Ejército», que en un documento anejo regulaba la actividad periodística en
situaciones bélicas. Este reglamento sería completado en 1917 por el comandante
Wilhelm Eisner-Bubna, quien define el servicio de prensa como un servicio de
propaganda: «El servicio de prensa es un servicio de propaganda. Ambos forman
parte de los medios más importantes para aumentar el prestigio del ejército en
el interior y en el extranjero. Es el deber de las autoridades militares
fomentar ampliamente la actividad del Cuartel de la Prensa de Guerra. Esto se refiere
lógicamente también a la información del frente mediante los corresponsales de
guerra». En cuanto al tratamiento a los periodistas alistados para el servicio
propagandístico, el reglamento rezuma un desprecio por lo civil que se pretende
disfrazar de disciplina espartana: «Los reporteros y sus sirvientes usarán exclusivamente vestimenta civil.
Llevarán en torno al brazo, de forma visible, el distintivo correspondiente
(brazalete negrigualdo con la inscripción de “prensa”). Los informadores y su
personal recibirán del Ministerio de Guerra una legitimación para identificarse
en todo momento (…) Los informadores y sus sirvientes firmarán un escrito por
el que toman nota de que (a) a partir del día del ingreso en filas pertenecen
al séquito de un cuerpo del ejército que se encuentra en pie de guerra y están,
por tanto, sometidos a la justicia militar y a la disciplina del Imperial y
Real Ejército, (b) se muestran de acuerdo en que el mando del Imperial y Real
Ejército no asume ninguna responsabilidad por los daños materiales y físicos
producidos ni paga indemnizaciones (…) Los informadores y su personal no podrán
mantener contacto ni directo ni indirecto con miembros del estado enemigo o de
sus aliados; de lo contrario serán tratados como espías (…) Para toda la
correspondencia de los informadores sólo se permite el uso de las lenguas
alemana, húngara y francesa (se prohíben la escritura cifrada o los
utensilios de escritura secreta). El
censor es libre de impedir del todo o en parte el envío de cartas y telegramas
sospechosos o indiscretos de los informadores y tachar, eliminar o volver
ilegibles frases, palabras y números».
La perversión del idioma por parte de los
uniformados, su uso como herramienta de guerra —tan cara al pretorianismo, al
militarismo—, desembocó, en la sociedad, en la entronización de un lenguaje
marcial con resonancias chauvinistas, y, en el periodismo, en la masificación
de la jerga castrense y en la estetización de los hechos de batalla.
A modo de conclusión, Kovacsics entrega a sus lectores
inquietantes reflexiones sobre el idioma y el periodismo: «Todo discurso es una
campaña y allí entronca con lo militar. La campaña publicitaria, la discursiva
y la militar se unen y se entrelazan como los hilos de una soga. Las tres
responden a algo así como una cadena de mando (…) Una guerra es, además de sus
actos y sufrimientos, un torrente de palabras. Quien lo percibe no puede menos
que sentir un escalofrío. A la crueldad se suma la frivolidad verbal, que
impregna hasta a quien la escucha, mancha incluso a quien piensa sobre ello (…)
No es el discurso político el que tiene que ajustarse a la prueba, sino a la
inversa: existe un discurso que es el destilado de una intención política, que
es el que conviene a dicha intención, y al él deben adaptarse las pruebas (los
hechos, las fotos, las representaciones). Primero se sabe lo que se quiere ver
(…) El acto de anteponer el título al contenido de la fotografía es, sin
embargo, inevitable precisamente desde el instante en que se prima el lado
“arbitrario” y “activo” del lenguaje en detrimento del “involuntario” y
“pasivo”. Se trata de evitar a toda costa que las imágenes hablen; no es
cuestión solamente de adelantarse al “enemigo” sino también a las “cosas” y a
sus “representaciones”. El sujeto crecido no puede admitir que algo externo a
él, un objeto, una imagen, se pronuncie ni siquiera humildemente».
El cuarto texto de Guerra y Lenguaje lo conforma una historia de familia llamada «Danubio».
Elvira Rádai, sobreviviente de un campo de concentración nazi, vuelve a su
Hungría natal. Su antigua casa es ocupada por unos invasores muy agresivos
provenientes de Transilvania. Desolada, camina por la plaza del pueblo y se
sienta en un banco. El recuerdo de un gesto de cortesía y galanura le dicta a
la mujer el rumbo futuro de sus pasos. Llega a la farmacia del viudo Segismundo
Csáky, padre de Atila Csáky. Le dan empleo. El narrador nos informa del
matrimonio entre Segismundo y Elvira.
Lo que sigue es la resurrección de lo
aparentemente muerto. La indignación de la familia por la sangre judía que
llega para corromperlo todo. La sevicia y los vejámenes que, al registrarse al
interior de un hogar, nada le dicen al mundo. El lector comprende entonces lo
imperceptible y lo eterno del viscoso caldo donde anidan los gérmenes del mal.
«Parecen que han dejado de existir pero al final
vuelven… Los nombres, digo. Y no sólo los nombres, también los sinónimos, los
símiles, los amaneramientos. Existe un núcleo enajenado, cruel y asimismo
deleitoso que los genera, ¿sabes?; pues ese núcleo allí fue borrado, eliminado,
extirpado. A mí, a nosotros. Tardé años en recuperar siquiera un mínimo
vestigio. Aunque a veces siento que está todo impregnado de hoy, de
supervivencia. Y que ésta es mentira. Y que era siempre mentira», piensa Elvira
en la continuidad de sus desgracias.
En fin, recomiendo la lectura de Guerra y lenguaje, excelente libro de
Adan Kovacsics.
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