lunes, septiembre 26, 2011

El comediante y el poder

¿Tú eres marisco o eres molusco? Tal era la pregunta hamletiana disparada a quemarropa por José Díaz (Joselo), allá por los años ochenta, a las personalidades invitadas a su programa humorístico de emisión semanal. Décadas después el popular cómico venezolano, emplazado a definir en términos tajantes su posición ideológica, no ha hurtado el cuerpo ante el incordio dilemático y se ha identificado como un fiel partidario del proceso revolucionario.
En una comparecencia mediática a medio camino entre el cuestionario Proust (un libro… una afición… un uñero…) y las breves preguntas y respuestas de la entrevista ping-pong, Joselo mantuvo una sincera conversación con el periodista Jolguer Rodríguez del diario El Tiempo de Puerto La Cruz. El espíritu y las implicaciones de las palabras pronunciadas en el encuentro ponen de relieve el inquietante perfil del fanático, de la persona que ha extraviado en el camino la capacidad crítica distintiva del humorista de nuestro tiempo.
Al ser consultado acerca de los recientes debates parlamentarios, el cómico de antaño cuestiona acerbamente la presencia de los sectores de oposición en la Asamblea Nacional y deja traslucir sus dudas en relación con la importancia de la institución parlamentaria, «porque todas las iniciativas del gobierno allí son echadas para atrás» (¿?). En cuanto a la conveniencia de rescatar algunos rasgos de la fallecida democracia puntofijista, afirma que no le interesa salvar nada de ese oscuro pasado —ni siquiera su propio programa humorístico, a juzgar por la omisión—, porque la cuarta república fue una época marcada por los sinsabores y la corrupción. Incluso, la recordada Radio Rochela se degradó tras la salida de sus libretistas fundadores.
Joselo reprocha que algunos analistas comparen al presidente venezolano con el dictador Marcos Pérez Jiménez. «Chávez cuenta con mayores recursos intelectuales y en su gobierno no existen presos políticos sino presos comunes», apunta. Para él la derrota del chavismo en las elecciones de octubre de 2012, además de una circunstancia profundamente antihistórica, representa una posibilidad de suya negada, porque la unión cívico-militar desea que la revolución bolivariana continúe, al menos, por doce años más. Pero si por casualidad las fuerzas de la oposición llegasen a ganar los comicios, —vaticina el entrevistado— tan sólo durarían un mes en el poder.
Aunque confiesa que de talibán sólo tiene las tres primeras letras, lo cierto es que sentencia cual lampiño ayatolá que lo mejor para el país será siempre lo que decida el líder revolucionario. En sus propias palabras: «Si lo que hace Chávez es comunismo, bienvenido el comunismo; si lo que hace es fidelismo, pues bienvenido el fidelismo chavista; si es marxismo comunista, pues bienvenido; si hace chavismo comunismo, bienvenido el chavismo comunismo». Tras tantas y tan calurosas bienvenidas, uno siente que lo único que le faltó al opinante fue manifestar que una Venezuela sin Chávez sólo sería comparable con las gaitas de las locas…
El resentimiento que dimana de las respuestas se hace más evidente cuando Joselo accede a charlar sobre sus días actuales. Afirma, de manera categórica, que sus buenos tiempos «han sido siempre»; sin embargo, tal efervescencia metafísica le dura muy poquito y párrafos más tarde, casi en clave depresiva, desliza su malestar por las crecientes mentadas de madre que sus antiguos televidentes le propinan en la calle. «Ellos decían que yo era el mejor de los cómicos. Ahora no pueden decir que no (…) Allí no había lealtad sino pura hipocresía». En un punto determinado de la entrevista el periodista indaga: ¿Cree en Dios?; entonces obtiene esta respuesta: «Primero Dios, segundo Dios, tercero Dios, y cuarto Chávez». ¿Caracterizaría usted al presidente? «No, no, no. Además, Chávez se echa vaina él mismo» (cosa que se entiende porque en el fundamentalismo está prohibido cualquier imagen o reproducción —mucho menos la parodia— de la deidad). El hombre de fe sagrada, y también profana, como aquel famoso apóstol niega también tres veces…
En el fondo, como tantos otros chavistas, Joselo guarda una factura que la juventud venezolana, culpable del pecado original de la democracia representativa, debe cancelar moneda sobre moneda y aún sahumados. Mientras el televidente del fenecido Show de Joselo siente nostalgia por los sensuales movimientos de Fedra López (danaide tropical condenada a enderezar un cuadro por siempre descolocado), el hombre del espectáculo, el álter ego del recogidito y el dipsómano licenciado Esparragoza, lo único que resiente es el retiro de la pantalla, el brillo ausente de las candilejas. Lo explica bien Corinne Enaudeau en su obra La paradoja de la representación: «Grandeza y miseria del comediante que, lo mismo que el rey en su corte, sólo goza de contemplarse contemplado, de verse visto. La grandeza sólo existe por sus signos. Privados de exhibición, el rey y el comediante no son nada. No es que estén desnudos: son nulos».
En descargo de Joselo, el comediante no sólo se parece al monarca. También comparte algo del talante del revolucionario. Eso, si tenemos por bueno el testimonio de Daniel, el cínico show man cuyas memorias articulan los hechos narrados en La posibilidad de una isla, novela del francés Michel Houellebecq: «Como el revolucionario, el comediante asume la brutalidad del mundo y le responde con mayor brutalidad. Sin embargo, el resultado de su acción no es cambiar el mundo, sino hacerlo aceptable cambiando la violencia, necesaria para cualquier acción revolucionaria, en risa; y de paso, ganando bastante pasta. En resumen, como todos los bufones desde la noche de los tiempos, yo era una especie de colaboracionista».
¿Pero es verdad que el comediante no sea más que un pobre bufón en la corte del rey absoluto? ¿Otro más de los colaboracionistas perdidos en la noche de los tiempos? ¿Nunca jugó acaso, este bufón, a ejercer subrepticiamente como un contrapoder a los ojos de la opinión pública? ¿Su boca muerde o besa la mano que lo alimenta?
Históricamente, el encuentro del comediante y el poderoso está signado por la comida. El helenista Jan Bremer, profesor de la Universidad de Groninga, en su ensayo Chistes, humoristas y libros de chistes en la antigua Grecia (publicado en la compilación Una historia cultural del humor), nos cuenta: «En la obra El Banquete, escrita después del 380 a.C., Jenofonte (c.430-350 a.C.) recurre al conocido artificio literario de introducir a un extraño para desarrollar el relato. Tras una llamada a la puerta, se anuncia la llegada de Filipo, el gelotopoios, literalmente “el que provoca la risa” (que, a falta de mejor equivalente en castellano, llamaremos “bufón”). Habiéndosele franqueado la entrada, el bufón permaneció en el umbral y dijo: “Todos sabéis que soy un bufón y he venido muy dispuesto porque pienso que es más chistoso venir a la cena sin invitación que venir invitado”. “Pues bien”, dijo el anfitrión, “ocupa un sitio, pues los presentes, como ves, están llenos de seriedad pero tal vez algo carentes de risa”. El bufón probó rápidamente suerte con un chiste; fracasó. Al fracasar también en el segundo chiste, dejó de comer, se envolvió en su capa, se tumbó y empezó a gemir. Sólo cuando los otros invitados prometieron reírse con el próximo chiste y uno de ellos se rió a carcajadas de las lamentaciones del bufón, pudo éste reanudar su cena (…) Por último, cuando concluía la velada, uno de los invitados alabó la habilidad de Filipo “para hacer comparaciones”. El bufón no quiso desaprovechar la oportunidad y saltó dispuesto a mostrar su destreza, pero Sócrates le advirtió de que sólo sería bien recibido en tanto estuviera “callado en lo que debía callar”; y “así se disiparon los vapores del mal vino”. Este relato describe de un modo bastante verosímil los entretenimientos que disfrutaban los ricos y famosos en la Atenas de finales del siglo V —a pesar de que Jenofonte era seguramente demasiado joven para haber presenciado esos banquetes—. Es también la descripción de un “bufón profesional” más detallada que conocemos, ya que otros textos sólo nos proporcionan algún nombre o apuntes esporádicos. Este texto plantea numerosas preguntas: ¿Solían presentarse de ese modo los bufones en los banquetes? y ¿por qué precisamente en los banquetes?, ¿por qué no se le permite a Filipo hacer determinadas comparaciones?, ¿consideraban los atenienses que el humor podía ser peligroso».
Bremer explica que el banquete era el espacio de encuentro donde la élite discutía de política, fraguaba alianzas, jugaba a los dados y procuraba reírse con chistes, parodias e imitaciones humorísticas. A partir del año 507 a.C. con las reformas democráticas de Clístenes, la aristocracia ateniense perdió influencia en la acción política y en las deliberaciones sobre las acciones de gobierno. El banquete pasó a convertirse en una práctica social perteneciente estrictamente a la vida privada. La aristocracia hizo suyas maneras propias de un estamento social ocioso, interesado en divertirse y jactarse de su riqueza. En palabras del historiador: «No fue sino hasta mediados del siglo V, cuando la aristocracia ateniense pudo costear la invitación de toda clase de gente a sus mesas. Pronto contaron entre sus invitados con uno muy particular: el adulador —kolax—, que se “ganaba” su comida lisonjeando a sus anfitriones a los que llamaba ho trephon —el que da alimento— (…) Se esperaba del adulador que compensara su presencia con bromas. Así lo confirman las palabras de otro parásito en una comedia del siciliano Epicarmo, que vivió en la primera mitad del siglo V: “Cenando con aquel que me desea (que sólo necesita pedírmelo), e igualmente con aquel que no me desea (que no necesita hacerlo); durante la cena soy ingenioso y provoco grandes carcajadas y alabo a mi anfitrión”. Originalmente, el parasitos, literalmente “el que come en la mesa de otro”, era un oficiante religioso de los ritos áticos, pero hacia mediados del siglo IV a.C., por razones que se nos escapan, vino a convertirse en el equivalente de kolax. En el siglo V encontramos también el término bomolochos, “el que tiende emboscadas en los altares”, es decir, el que pide comida. La elección de ese lugar para mendigar comida puede sorprender, aunque no tanto si recordamos que los griegos consumían carne principalmente durante los sacrificios. La costumbre de intercambiar comidas por chistes era probablemente bastante antigua porque el verbo bomolocheuo también significa “hacer el bufón” o “dar rienda suelta a la obscenidad”. Parece que, con el paso del tiempo, los bufones más destacados pasaron de los altares de los píos a los más extravagantes salones de la élite ateniense».
Como una línea asíntota, el bufón (la risa) procurará acercarse cada vez más a la esfera íntima del rey (el poder), con la intención no sólo de garantizar el plato de comida y la copa de vino, sino el privilegio de reposar en un tálamo palaciego. La historia nos sorprenderá, a veces, con la coincidencia de ambas condiciones, la del comediante y la del gobernante, en una sola persona, como fue el caso de Agatocles, tirano de Siracusa (en el año 30 a.C.), quien, «bufón y mimo por naturaleza», consiguió la popularidad entre sus gobernados gracias a su capacidad para imitar a los asistentes a las reuniones de la asamblea.
En la Edad Media surge una nueva modalidad de comediante: el goliards o bufón itinerante. Hábil simulador, el goliards no puede considerarse un heredero de la tradición griega de kolax, porque actúa en plazas públicas, procura el aplauso de las personas humildes y empleará como resorte humorístico el padecimiento de una demencia simulada. El goliards no adula sino que dice la verdad, y lo hace porque está loco. El profesor de la Universidad de Boston, Peter Berger, nos relata en su libro Risa Redentora«Los bufones itinerantes procedían con frecuencia de los monasterios y eran individuos (generalmente hombres aunque también hubo algunos casos de monjas renegadas) que habían dejado sus monasterios expulsados como castigo por sus faltas, movidos por el deseo de liberarse de la disciplina monástica o empujados por circunstancias económicas. En francés se designaba, entre otros términos, a estos individuos escapados de los monasterios como goliards —goliardos—. Eran exponentes de una curiosa mezcla de vagabundeo, delincuencia y artes del espectáculo, se ganaban la vida echando mano del ingenio, relegados a los márgenes de la sociedad, siempre de un lugar a otro (…) En ese mundo marginal, el loco o el necio gozaban de una extraña libertad (la Narrenfreitheit alemana). Se les permitía ridiculizar a las autoridades tanto religiosas como seculares con sus palabras, canciones y actos (aunque, desde luego, en algunos momentos algunas autoridades dejaban de ser tolerantes y reprimían la “locura”). Un tema clave de la “locura” era la inversión. Esta se expresaba literalmente a través del lenguaje y el ritual: frases latinas pronunciadas empezando por el final, ceremonias católicas oficiadas en orden invertido. Sin embargo, más habitualmente todo aparecía vuelto del revés en las representaciones de la “locura”; todas las diferenciaciones sociales (incluida las de género) y todas las jerarquías (incluidas las de la iglesia) quedaban borradas, eran parodiadas o se invertían su signo».
Berger comenta que en una determinada época, cuya fecha exacta no llega a datar, la locura se «profesionalizó». Los goliardos abandonaron la calle. La evolución del comediante quedaría institucionalizada en una nueva figura: el bufón de la corte. No todos ellos eran enanos, aunque sí lucían curiosas vestimentas. Eran célebres por el ingenio, la astucia política y su malicia personal. Escribe el historiador en su investigación: «Desprovisto de toda base exterior de apoyo, el bufón de la corte dependía por completo del monarca que le mantenía y esta dependencia y la total lealtad resultante eran, sin duda, el motivo por el cual el monarca apreciaba el papel que cumplía. No hace falta decir que no siempre era posible confiar en la benevolencia del monarca. Por consiguiente, el puesto de bufón de la corte era muy precario. Aun en aquellos casos en los que el bufón de la corte gozaba del favor del monarca, su existencia no era demasiado envidiable. Tenía que pasearse vestido con un disfraz absurdo y permanecer atento en todo momento a los cambios de humor y los prejuicios cambiantes de su señor para ajustar a ellos el ingenio. Era como una especie de animal de compañía en el sentido real. De hecho, algunos bufones de la corte estaban obligados a vivir en la perrera. Las cortes europeas albergaron bufones entre los siglos XVI y XVIII, si bien la institución entró en decadencia hacia 1770».
Caídas las monarquías absolutas, el bufón comienza a buscar otro trabajo. Lo consigue en la calle, pero no en la plaza pública ni en medio de los puestos del mercado, sino en el circo. Una nueva modalidad de entretenimiento popular que toma, para la escenificación de sus prodigios, la vieja arena circular donde el empresario Philip Astley, organizador de ferias ecuestres, presentaba exhibiciones acrobáticas a caballo, alternándolas con breves situaciones cómicas que servían de intermedio al espectáculo principal. «El personaje del payaso apenas ha cambiado durante su historia. Como tampoco ha variado la mayor parte de su repertorio, con tropezones y batacazos estilizados, juegos del escondite y hazañas de invulnerabilidad mágica. En la escena prototípica de la actuación de un payaso interviene su personaje antagónico, una figura seria que le persigue con un martillo o alguna otra arma. Ante el acoso de su antagonista, el payaso acaba ejecutando complejas maniobras evasivas a pesar de su aparente torpeza; cuando el otro por fin lo atrapa, le pega en la cabeza y lo derriba, siempre vuelve a reincorporarse al instante, ileso e invencible», explica Berger.
Sin embargo, en algunas ocasiones el payaso no logra salir indemne del acoso y la persecución. Sus esguinces y acrobáticos movimientos no le permiten zafarse del asfixiante «abrazo del oso» que le propina su enemigo íntimo más peligroso: el heredero del tirano Agatocles, a saber: el poderoso que no sólo aspira a ser el eviterno monarca del reino sino que también desea erigirse en el rey de la comedia; espíritu egocéntrico que necesita legitimarse, a un mismo tiempo, en la risa del público y los vítores de los súbditos. Así, de este modo, entre toques de trompeta y acordes circenses, dos payasos —el payaso blanco y el tonto Augusto, el dictador y el artista (en genial símil del escritor rumano Norman Manea)—se pelean por la jefatura de la arena, por el dominio del carnaval totalitario que, habiendo prometido el futuro, sólo festeja la muerte.
Siglos después, en esta ensangrentada arena del circo totalitario, reaparece el antiguo kolax griego, ahíto de moluscos y mariscos, para anunciar urbi et orbi que todo lo que diga el payaso blanco (que algunos perciben de rojo) representa la verdad y que su férreo credo fascista-comunista determinará, por siempre, el destino luminoso de la tierra venezolana. El kolax cree decir la verdad. Pero nosotros, espectadores forzados de esta mojiganga revolucionaria, sabemos que tan sólo ha contado el peor de sus chistes.

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