viernes, septiembre 29, 2006

Nuestras otras familias

Tengo para mí que con la ideología comunista y su prometido paraíso sin clases sociales no se agota el catálogo de sueños nefastos para la Humanidad. Basta echar un vistazo a la realidad para identificar la existencia de muchos y muy complejos modelos ideales, que han servido de coartadas sociales para tiranizar a nuestra población y mermar profundamente su salud física y mental.
Una de esas terribles utopías cotidianas, que justifica la comisión de cualquier atropello, consiste en el empeño enfermizo de ciertos individuos en reproducir en los lugares de trabajo las dinámicas propias de un núcleo familiar. Y es que, según las enfebrecidas mentes de estos psicópatas, una empresa representa mucho más que una mera unidad de producción: es, en sí misma, una verdadera y genuina familia; un disparate que, al menos para mí, un sujeto que vive escapándose de una parentela de más de 40 tíos y 80 primos, equivale a una pesadilla por todo el cañón.
Lo malo de estos utópicos de las relaciones laborales es su pronunciada proactividad; rasgo que los lleva a estimular obsesivamente actividades de integración y exaltación del trabajo en equipo. Uno de sus más preciados ritos lo conforma, a no dudarlo, el almuerzo en grupo; tradición sustentada en el hecho, dizque comprobado científicamente, de que es muy triste comer solo.
Como la situación económica se ha puesto tan peliaguda, la gente no puede darse el lujo de comer en restaurantes, ni siquiera en taguaras con menú ejecutivo. Por ello, todo trabajador debe llevar su almuerzo en vianditas. Cada cual se esmera en llevar la comida más apetitosa posible. Pero, sin embargo, es una verdad palmaria que no en todas las casas saben cocinar ni tienen buena sazón.
Es esto lo que explica que en la sala destinada para el almuerzo siempre haya un infeliz que proponga un intercambio de comida. Y entonces aquel que se esmeró gastronómicamente para llevar un pabellón con sabor a gloria, lo obligan a compartir parte de su plato, a fin de poder gozar del placer de probar un nauseabundo pasticho de berenjenas (como si fuese vegetariano), o un simplón sándwich de queso Paisa (como si estuviese en dieta) o un surrealista arroz con pollo, donde sobra el arroz y escasea el pollo. Esto por no mencionar la maldición del microondas de comedor. Yo prefiero destapar una fosa común, con todo y lo sacrílego que resulte profanar una tumba, a abrir la tapa de un microondas de uso común, ya que los olores represados en ese infernal aparatejo superan con creces la mortal efectividad del gas sarín.
Pero hay que reconocer que existe algo peor: salir a almorzar con la patota del trabajo. Eso sí es una desgracia. Uno se pone ahorrativo, y pide una pastica con salsa de tomate, una frugal sopa de rabo y un vaso de agua de chorro. Mientras que los otros piden langosta, camarones al ajillo, pulpo a la vizcaína y otras exquisiteces; además de güisqui 12 años y fruit ponch. Luego viene la sobremesa, y algunos abandonan la escena del crimen, bajo la excusa de que tienen que adelantar trabajo en la oficina. A la hora de la cuenta, la mitad de los que quedan salen disparados para el baño (la cuenta es el diurético más efectivo), y es entonces allí cuando el grupo de bolsas restantes, a pesar de haber gastado diez mil bolívares, terminan pagando como cincuenta mil bolívares cada uno. Con almuerzos así, mejor declararse en dieta.
Ya lo dijo Alberto Moravia: “Construimos nuestros paraísos sobre los infiernos ajenos”.

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2 Comments:

Blogger Inos said...

De la vida misma. Su valiente denuncia ayudará sin duda a reducir la incidencia de este tipo de "terrorismo gastronómico-laboral" tan de boga por estas tierras.

Un abrazo.

6:39 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

¡Jajaja! No hay nada que dé más risa que esos lemas como "La gran familia Venevisión".
Virgilio

10:36 p.m.  

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